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la situación exige que elijamos, y yo ya he elegido —declaró la reina Orneta—. Mi decisión es terminante.

La reducida reunión de dignatarios intercambió miradas. La duquesa Marple depositó su taza sobre la mesilla y se inclinó un poco al frente a la vez que alzaba los ojos hacia Orneta.

—Así pues, ¿realmente crees que lord Rahl y la Madre Confesora son agentes del Custodio? ¿En serio?

Orneta advirtió que la mujer parecía más escandalizada que incrédula. También sus ojos brillaban ante un chismorreo tan sórdido. Algunas personas sólo disfrutaban hundiendo a los poderosos con escándalos relacionados con sucios pecados.

Orneta no estaba en absoluto interesada en chismorrear o arrojar piedras a los que ostentaban el poder. A ella la impulsaban inquietudes más importantes. Le importaban los comportamientos deleznables por lo que significaban para ella y su pueblo.

Otros en el pequeño grupo musitaron su inquietud entre ellos. Orneta había estado celebrando intensas conversaciones con esas personas durante los últimos días. Estaban entre los representantes que sentían más inquietud respecto a las profecías, los que creían firmemente en ellas, y los que querían que se utilizase para que ayudaran a conducirlos al futuro que los aguardaba. A todos ellos los tenía sumamente angustiados que lord Rahl y la Madre Confesora no quisieran compartir las profecías con ellos, y sentían que se estaba haciendo caso omiso de sus puntos de vista.

Lo cierto era que Orneta jamás había sabido que aquellas personas sintieran un interés tan desmesurado por las profecías, pero recientemente estas habían pasado a ocupar un papel protagonista en sus vidas. Algo muy parecido le sucedía a ella. Supuso que, desde la llegada de la paz, también tenían preocupaciones más importantes respecto al futuro.

Como habían averiguado por las discusiones sostenidas en privado con Orneta y Ludwig, sólo podía existir una explicación a por qué lord Rahl y la Madre Confesora rehusaban compartir las profecías.

Orneta señaló con un ademán a Ludwig.

—Tal y como el abad Dreier ha revelado, se han descubierto varios pasajes en profecías que llaman a lord Rahl «el portador de la muerte». No me produce ninguna satisfacción deciros esto. Ni tampoco tenéis que aceptar mi palabra al respecto. Aunque dudo que fuera sensato pedir a lord Rahl que os mostrara esos textos, este está disponible. El obispo Arc, con renuencia, os lo mostraría si insistieseis en verlo con vuestros propios ojos.

La idea de que el Custodio del mundo de los muertos estaba influenciando y utilizando a sus líderes para sus propios fines resultaba a todas luces alarmante. La mayoría no quería creer que fuera verdad, pero no podían discutir la evidencia.

—¿Quién, salvo el Creador, podría conocer el futuro? —preguntó Ludwig—. Puesto que el Creador lo sabe todo, ¿cómo podría Él advertirnos, a nosotros, que somos su creación, de los peligros que ve para nosotros en el futuro?

Con ojos como platos, todo el mundo se inclinó un poco al frente.

—Con las profecías —dijo Ludwig en respuesta a su propia pregunta—. El Creador utiliza presagios para advertirnos de peligros que sólo Él puede ver. Es evidente, que el Innombrable querría suprimir este medio de salvación, ¿no os parece? ¿No querría él poseer a las personas de más confianza entre nosotros para ocultarnos esas profecías y de ese modo asegurarse de que vamos a parar con mayor facilidad a los brazos de la muerte?

La implicación estaba clara. Lord Rahl y la Madre Confesora, al ocultar profecías, sólo podían estar trabajando para favorecer los intereses del Custodio.

Era una conclusión que daba que pensar, y una que los allí reunidos no se tomaban a la ligera, una que, incluso para la duquesa, trascendía el simple chismorreo. Orneta pensó que a lo mejor necesitaban una pequeña demostración de verdadera determinación para ayudarlos a decidirse sobre qué hacer al respecto.

Agarró flojamente el brazo de Ludwig.

—¿Podrías, por favor, informar al obispo Arc de que nos iría bien su orientación en lo referente a las cuestiones relacionadas con las profecías? Hazle saber que hay algunos de nosotros que vemos las profecías, al igual que él, como algo vital para nuestro futuro, y que nos gustaría estar informados de lo que dicen. Hazle saber, también, que, a cambio de su ayuda, yo, por mi parte, he decidido que tendrá mi lealtad, y la lealtad de mi pueblo.

Los cuchicheos volvieron a empezar. También hubo asentimientos.

Ludwig inclinó la cabeza.

—Desde luego, reina Orneta. Sé que el obispo Arc se sentirá honrado por vuestras palabras. Puedo aseguraros, en su nombre, que a dondequiera que el futuro pueda conducir a nuestra gente, el obispo Arc y yo seguiremos utilizando las profecías como guía, de modo que todos podamos conocer los peligros que haya a lo largo del camino para nuestro bien común.

—Ojalá lord Rahl hiciera lo mismo —observó el embajador Grandon, y se tiró de la puntiaguda barba a la vez que sacudía la cabeza con sincero pesar—. No estamos tomando partido en un conflicto…, estamos todos del mismo lado, al fin y al cabo… De modo que espero sinceramente que lord Rahl no vea nuestro deseo de alinearnos con el obispo Arc como una deslealtad.

Murmullos de conformidad circularon entre los allí reunidos. Querían ponerse del lado de las profecías, pero iban con pies de plomo en lo referente a la traición. Eran personas leales al Imperio d’haraniano, pero también querían que las profecías guiaran D’Hara.

Orneta apoyó ambas manos en la amplia balaustrada de mármol y contempló desde allí los espaciosos corredores del Palacio del Pueblo situados a sus pies. La luz del sol penetraba a raudales por las secciones acristaladas situadas sobre sus cabezas. Abajo, la multitud, iluminada por haces de luz solar, recorría los pasillos o se reunía en grupos, como hacía el grupito congregado allí arriba, en la reducida pero cómoda área de descanso de la galería.

—Como traición, quieres decir —replicó Orneta sin darse la vuelta—. Eso es lo que realmente quieres decir. Quieres decir que esperas que lord Rahl no vea esta elección como una traición.

—Bueno, sí —dijo Grandon—. No es el modo en el que yo lo veo, ni es siquiera remotamente mi intención. Seguimos siendo leales al Imperio d’haraniano, todavía valoramos a lord Rahl, es sólo que…

Ludwig, tomando sorbos de vino mientras escuchaba, enarcó una ceja.

—Sólo que si el obispo Arc pasara a ser lord Arc, estaría mejor preparado para dirigir la paz, que un lord Rahl a quien se le daba mejor dirigir la guerra.

El embajador alzó un dedo.

—Ese es un buen modo de expresarlo. Somos leales al Imperio d’haraniano, y, como dije, valoramos a lord Rahl y a la Madre Confesora, y todo lo que han hecho por nosotros, pero creemos que el obispo Arc… lord Arc… como sugieres… con su extenso conocimiento y familiaridad con las profecías, estaría mejor preparado para ostentar el liderazgo. Puesto que lo guiaría la profecía, estaría más capacitado para mantener la paz y ayudarnos a todos a tomar la senda más segura hacia el futuro.

Entre la docena y media de personas allí reunidas, circularon asentimientos y cuchicheos de aprobación tras las acertadas palabras del embajador Grandon.

—Yo esperaría lo mismo —indicó Orneta—. Lord Rahl y la Madre Confesora han combatido muy duro para llevarnos a la victoria. Yo… nosotros… les debemos muchísimo. Sin embargo, temo que en algún punto a lo largo del camino han sucumbido a la influencia de susurros siniestros, de modo que ahora debemos hacer lo que es mejor para los intereses de nuestra gente. Es nuestra responsabilidad abrazar ahora la guía de lord Arc. Y esa es mi elección, y es definitiva.

El embajador Grandon bajó la cabeza en un único pero firme gesto de asentimiento.

—Debe ser así.

La duquesa fue a refugiarse en su té, tomando unos sorbos, en lugar de manifestar una elección tan profunda y definitiva. Otros miembros del grupo, no obstante, sí que manifestaron su solemne acuerdo.

A Orneta le satisfacía que Ludwig ocupara una posición de tanta responsabilidad en la selección de profecías de todas las fuentes posibles y su entrega al obispo Arc, de modo que este pudiera utilizarlas como guía para gobernar la provincia de Fajín. En esos momentos le parecía que el obispo Arc estaría más capacitado para un puesto en calidad que le permitiera conducir todos los territorios, en lugar de tan sólo la provincia de Fajín.

Cuando Orneta alzó los ojos tras tomar un sorbo de vino, vio que una mord-sith vestida de cuero rojo doblaba una esquina a lo lejos. Mientras iba hacia ellos, la mirada de la mord-sith estaba clavada en Orneta.