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al mismo tiempo que la Doncella de la Hiedra iniciaba la marcha en dirección a una umbría abertura en el fondo de la estancia, sus espíritus corrieron por toda la habitación para extraer a toda prisa tarros más pequeños de los lugares en los que estaban metidos en la urdimbre de las paredes o recoger otros de mayor tamaño de los diversos grupos colocados en el suelo. Los ojos de aquellas personas que estaban cerca, embutidas en las paredes, las que todavía seguían vivas, observaron todo aquello con desconsolada angustia.
Henrik deseó ayudarlos, pero no podía. Ni siquiera podía ayudarse a sí mismo.
Jit sostenía contra el pecho el tarro con la mugrienta agua marrón que contenía lo que había bajo las uñas de Henrik mientras iba en dirección a la oscura abertura. El agua marrón se agitaba en el interior mientras caminaba, pero la tapa impedía que la mayor parte del agua, aunque no toda, se derramara. Henrik vio que unos insectos enormes emergían de la trama de ramas para alimentarse de las gotas que descendían por el tarro y caían al suelo.
Los ojos rojos como la sangre del obispo Arc lanzaban miradas asesinas mientras los espíritus llevaban a cabo su tarea de encontrar los recipientes correctos entre los cientos acumulados por toda la habitación. Los oscuros símbolos que cubrían su piel hacían que la evidente ira que sentía pareciera mucho más peligrosa aún. Las seis criaturas que quedaban evitaban encontrarse con su mirada mientras buscaban lo que necesitaban y lo sacaban de la pared o lo cogían del suelo.
Cada una de las criaturas reunió una buena cantidad de tarros aferrados en los brazos, que llevaban doblados sobre el pecho. La que era manca no podía sostener tantos pero hizo todo lo que pudo. En cuanto tuvieron lo que necesitaban, apresuraron el paso con su cargamento para alcanzar al ama, que se alejaba.
Por su parte, Jit cogió un bastón que estaba apoyado en la pared mientras transportaba el solitario tarro en el otro brazo. Miró por encima del hombro a Henrik y lanzó una serie de órdenes breves en su extraño idioma. El espíritu al que faltaba una mano dio la vuelta y empujó al muchacho para que caminara detrás de la Doncella de la Hiedra.
—Jit dice que apresures el paso y vengas con nosotras. —Echó un vistazo al obispo y luego se inclinó más cerca—. Cuando esto termine —dijo con ponzoñoso deleite—, voy a succionarte todos los fluidos y entregaré a las cucarachas lo que quede de ti.
El terror dejó paralizado a Henrik. Con una risa socarrona, el espíritu le asestó un empujón para ponerlo de nuevo en marcha.
Mientras avanzaba trastabillando, el muchacho pensó en lo mucho que echaba en falta a su madre. Anhelaba estar de vuelta con ella en la tienda que compartían, confeccionando artículos con cuentas. Deseaba que ella no lo hubiera llevado jamás a ver a la Doncella de la Hiedra.
Desde el primer momento que había comprendido que los perros que lo perseguían lo estaban llevando de vuelta a la Trocha de Kharga y que la Doncella de la Hiedra iba a volver a tenerle en sus garras, había temido que en esta ocasión podría no salir de allí.
El obispo fue a colocarse al final de la fila mientras seguían a la mujer por los oscuros corredores forrados con cientos de tiras de cuero que sujetaban desde pequeños animales muertos hasta caparazones vacíos de tortuga, pasando por cráneos de pequeñas criaturas con dientes diminutos y afilados. Henrik vio los ojos de las personas en las zonas que sobresalían de las paredes observándolos mientras pasaban. Cuando el obispo Arc intercambiaba la mirada con estos, ellos la desviaban. Ni un sonido brotaba de las personas de las paredes. Henrik imaginó que si estuviera atrapado allí le costaría no gritar pidiendo ayuda.
Pero no había nadie que pudiera ayudar a los desdichados atrapados en aquel lugar terrible. No había nadie que pudiera ayudarle a él.
En su avance por el laberinto que era la guarida de la Doncella de la Hiedra, Henrik empezó a oír el zumbido de insectos, los reclamos de pájaros y los silbidos y el piar de otras criaturas. En cuanto alcanzaron la abertura y salieron a la noche, las criaturas de la ciénaga callaron.
Las nubes bajas que discurrían veloces sobre sus cabezas estaban iluminadas por la luna, de modo que proyectaban un tenue resplandor. El terreno circundante se hallaba lo bastante elevado en mitad del pantanoso bosque para estar totalmente seco. Las formas oscuras de los árboles descomunales que los rodeaban, con largas cortinas de musgo colgando de ellos, dieron a Henrik la impresión de ser brazos de muertos arrastrando mortajas mientras se congregaban alrededor de los vivos.
Al cruzar el claro, vio que las rocas planas que yacían aquí y allí no estaban colocadas al azar, sino dispuestas en diseños circulares. Cada piedra estaba colocada también sobre tierra ligeramente amontonada. Los montículos con piedras parecían conducir al centro de la zona despejada, donde la Doncella de la Hiedra empezó a efectuar marcas sobre el suelo con su bastón. Las marcas que garabateaba en el suelo con la punta del bastón no eran diferentes de los dibujos tatuados por todo el cuerpo del obispo Arc.
Plumas azules irisadas, cuentas naranja y amarillas, y una colección de monedas con agujeros en el centro colgaban de hilillos de la parte central del bastón de la Doncella de la Hiedra. Henrik se preguntó por qué le interesarían tanto las monedas a la mujer, hasta el punto de usarlas para adornar un objeto a todas luces tan importante. Al fin y al cabo, ¿de qué podría servirle el dinero en la Trocha de Kharga?
Entonces comprendió que en realidad no tenían ningún valor para ella como dinero. Las monedas se las debían de haber cogido a aquellos desdichados encajados en las paredes. Para la Doncella de la Hiedra, las relucientes monedas eran simples adornos, como las brillantes plumas. Ambas eran recuerdos de las vidas que había eliminado.
Mientras los seis espíritus disponían los tarros sobre el suelo alrededor de su ama, el obispo Arc permaneció a un lado, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos rojo sangre lanzando miradas asesinas. De vez en cuando una de las seis criaturas echaba una ojeada en su dirección. Jit no lo hacía, seguía tranquilamente con su tarea de hacer dibujos en el centro del círculo de tarros.
A intervalos, la mujer abría un tarro, rebuscaba en el oscuro líquido con la mano, y luego arrojaba lo que fuera la cosa flácida y viscosa que sacaba al centro de su dibujo. Entretanto, no dejaba de emitir el quedo tarareo que recordaba a un zumbido.
La Doncella de la Hiedra alzó el bastón en dirección a las nubes bajas que pasaban sobre sus cabezas. Salmodió unos cuantos sonidos entrecortados, luego se agachó y depositó el bastón sobre los dibujos que había trazado en el suelo.
Los dibujos del suelo empezaron a brillar.
Ante la estupefacción de Henrik, al mismo tiempo que la Doncella de la Hiedra proseguía con su cantinela y alzaba ambos brazos al cielo, las nubes se detuvieron.