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el hombre bajó los ojos hacia la zona húmeda que aumentaba de tamaño en la parte delantera de los pantalones de Henrik y sonrió.

—¿Este es el chico? —preguntó con una voz profunda y dura que hizo que Henrik tuviera que acordarse de pestañear y que provocó que las siete criaturas retrocedieran un poco más detrás de Jit.

La Doncella de la Hiedra emitió un chasquido chirriante.

—Sí, este es él, obispo Arc —respondió la criatura manca por su ama.

El obispo Arc miró con ferocidad a Jit un momento. La mirada descendió para contemplar con atención la boca cosida; luego volvió a girar sus terribles ojos hacia Henrik.

El blanco de los ojos era de un brillante rojo sangre. Eso hacía que dieran la impresión de estar mirando desde otro mundo, un mundo de fuego y llamas… o quizá desde el mismísimo inframundo.

Pero incluso a pesar de lo aterradores que eran los ojos del obispo, ese no era el aspecto más inquietante de aquel hombre. Lo más aterrador en él, lo que hacía que Henrik fuera incapaz de apartar la mirada, que fuera incapaz de impedir que su corazón latiera con violencia, incapaz de tomar más que cortas y superficiales bocanadas de aire, era la carne del hombre.

Todo el obispo Arc estaba cubierto de símbolos tatuados. No simplemente cubierto, sino con capas añadidas incontables veces de modo que la piel no parecía humana. No había ningún lugar que Henrik pudiera ver que no estuviera tatuado con extraños dibujos circulares, cada uno colocado al azar sobre otro, y otro, y otro más. No había un trozo de piel visible que estuviera intacto en ninguna parte. Ni una pizca.

Las capas superiores eran las más oscuras, con las que quedaban debajo más claras, y así sucesivamente, como si fueran continuamente absorbidas por la carne y se añadieran nuevas sobre las que ya había allí. Poseían una profundidad infinita e insondable, una enmarañada complejidad que resultaba mareante, como si los símbolos surgieran al exterior desde algún lugar oscuro. Esto daba al obispo Arc un aspecto un tanto impreciso, espectral. Henrik tuvo la seguridad de que si el hombre lo deseaba, podía desvanecerse a voluntad en aquella neblina de símbolos flotantes.

No sólo las manos del obispo y sus muñecas estaban totalmente cubiertas con los dibujos. Incluso las uñas parecían tatuadas por debajo, con los motivos visibles a través de la misma uña.

Incluso sus párpados estaban tatuados. Y las orejas del hombre, cada pliegue y tan al interior como podía ver Henrik, estaban cubiertas por la misma clase de extraños dibujos.

Si bien toda la cabeza calva del obispo estaba tatuada con aquellos motivos, uno predominaba sobre todos ellos y era de mayor tamaño que los demás. El borde inferior de aquel gran círculo cruzaba por encima de la parte central de la nariz y discurría a cada lado, por debajo de los ojos, dando la vuelta justo por encima de las orejas para cubrir la coronilla. Dentro del círculo había otro, y entre ellos un anillo de runas.

Un triángulo colocado dentro del círculo interior cruzaba horizontalmente.

En el centro del triángulo, había un número nueve al revés.

Aquel tatuaje que cubría la parte superior de su cabeza era más oscuro que todos los demás, no tan sólo porque diera la impresión de haber sido añadido más recientemente, sino porque las líneas que lo componían eran más gruesas. Aun así, al descansar como lo hacía sobre capas de cientos de otros emblemas, era evidente que no era más que una parte de una finalidad mucho mayor.

Todos los tatuajes, pese a sus muchos diseños, parecían ser variaciones de los mismos temas básicos. Había símbolos dispuestos en círculos de todos los tamaños, incluso unos dentro de otros que a su vez estaban dentro de más círculos, con algunos de los símbolos contenidos dentro.

Era una visión profundamente perturbadora ver a un hombre tan entregado a un propósito tan esotérico.

Todo ello lo convertía en una ilustración viviente y en movimiento con unas connotaciones muy siniestras. Henrik imaginó que si el obispo estuviera desnudo, seguiría quedando totalmente oculto bajo aquel velo de símbolos.

El único lugar que pudo ver que no estaba tatuado con los símbolos era los ojos del hombre, y estos estaban tintados en rojo.

El obispo Arc vio que varios de los espíritus echaban miradas nerviosas detrás de él, al vestíbulo por el que había llegado.

Sonrió.

—No la traje conmigo —dijo en respuesta a la pregunta no formulada que aparecía en sus ojos—. La envié a hacer un recado.

Las criaturas inclinaron las cabezas a modo de reconocimiento y como para disculparse por ser tan inquisitivas.

Los ojos abiertos de par en par de una de las personas entretejidas en la pared detrás de Jit contemplaban con fijeza al obispo Arc. El terror moldeaba el semblante del hombre e hizo que fuera incapaz de apartar la mirada cuando el obispo alzó la vista un momento hacia él. El hombre tragó saliva una y otra vez, como intentando reprimir un grito que pugnase por salir. Todas las personas de las paredes parecían incapaces de emitir el menor sonido, aunque ese hombre daba claramente la impresión de estar a punto de chillar.

El obispo Arc levantó una mano en dirección al infeliz atrapado en la pared. No fue un gesto explícito para señalar al hombre, sino un ademán despreocupado, una mano relajada alargada en un brazo alzado parcialmente, con los dedos apenas extendidos. Sin embargo, iba claramente dirigido al hombre embutido en la pared e incapaz de dejar de mirar al obispo.

—Deja de moverte —dijo el obispo Arc con voz queda, apenas más que un susurro, pero tan letal como lo más terrible que Henrik hubiera oído nunca.

El hombre jadeó, tomando aire con cortas y bruscas inhalaciones, y a continuación tomó una última y prolongada bocanada de aire a la vez que ponía los ojos en blanco. Se estremeció violenta pero brevemente, luego se desplomó, al menos todo lo que le fue posible, entretejido como estaba en la maraña de ramas y enredaderas. Tras un último estremecimiento, todo su cuerpo quedó totalmente flácido. La última bocanada de aire abandonó sus pulmones en un largo y quedo resuello asmático.

El obispo miró a su alrededor, a otros ojos que lo observaban desde las paredes.

—¿Alguien más?

En el silencio, todos los ojos tras las capas de ramas apartaron la mirada.

El obispo Arc dirigió una sonrisita presuntuosa a la Doncella de la Hiedra.

—Aquí tienes. Fluidos de alguien que acaba de fallecer para que tus pequeñas ayudantes aquí presentes los succionen y te alimenten con ellos.

Los enormes ojos negros de la Doncella de la Hiedra no revelaron nada. Profirió un quedo chillido chirriante salpicado por varios chasquidos.

Una de las criaturas, que observaba cómo Jit hablaba en aquella extraña lengua, aguardó hasta que esta hubo finalizado y luego se inclinó hacia el obispo, mostrando desprecio en nombre de su ama.

—Jit desea saber por qué habéis venido aquí.

—¿No es obvio? —Alzó el brazo a un lado, en dirección a Henrik, a la vez que se dirigía a Jit—. He venido a asegurarme de que completas la tarea que te encomendé.

Tras una larga pausa, Jit le dedicó un movimiento afirmativo con la cabeza.

El entrecejo del obispo se arrugó, deformando el símbolo de la frente.

—Bien, ya has malgastado suficiente de mi tiempo. Espero que no malgastes más de él. El muchacho está por fin aquí. Ponte con ello.

Jit lo observó durante un momento, luego volvió la atención a Henrik y le hizo una seña para que se acercara más.