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mientras Henrik seguía adelante por el camino confeccionado con enredaderas y ramas entrelazadas que lo conducía a través de la lúgubre extensión de ciénagas, la estructura del puente adquirió más consistencia, en algunos lugares incorporando musgo fibroso y hierbas sujetos a ella para ayudar a unirlo todo. El suelo se ensanchó y las paredes se volvieron más espesas. En algunos lugares las paredes se curvaban hacia dentro y se unían por completo sobre su cabeza, casi como si crecieran así de modo natural.
Las paredes se habían convertido en un túnel. Un túnel que se ensanchó en un corredor más grande que lo encauzó a un laberinto de estancias, todas construidas con los mismos materiales entretejidos que formaban los suelos y las paredes. Enredaderas vivas, con hojas delgadas y diminutas flores amarillas, se enroscaban hacia arriba y a través de las paredes. Dentro de la silenciosa red de cavidades creadas por la masa de ramas entrelazadas, el mundo exterior parecía un lugar muy lejano. Allí dentro había un mundo en sí mismo, un lugar extraño, sin nada que fuera perfectamente plano o recto. Todo eran curvas orgánicas, sin esquinas. Nada de ello parecía obra de la mano del hombre, sin embargo todo estaba cuidadosamente confeccionado.
Henrik se preguntó si sería posible separar las ramas y enredaderas de las paredes en el caso de que se viera obligado a llevar a cabo una rápida huida. Todo parecía muy sólido, pero no eran más que ramas y enredaderas entrelazadas.
Mientras cruzaba una habitación cóncava, con el espíritu deslizándose por detrás de él, se aproximó más a la pared para mirarla más de cerca. Vio entonces que muchas de las ramas que componían las partes más gruesas de la matriz estaban tachonadas de espinas sumamente afiladas, como formando un seto espinoso.
Incluso aunque decidiera que su vida dependía de que consiguiera huir, no vio cómo podría atravesar aquella urdimbre llena de espinas. No eran espinas pequeñas como las de un rosal. Estas eran pinchos afilados, largos y duros como el hierro, que desgarrarían despiadadamente a una persona y la dejarían allí aprisionada.
Con la figura flotante del espíritu detrás de él, vigilándolo para asegurarse de que no intentaba dar media vuelta y huir, el muchacho atravesó una serie de habitaciones de diversos tamaños, el camino iluminado siempre por cientos de velas. En algunas partes tenía que agacharse para poder pasar. Eran algo parecido a vestíbulos en un edificio, con corredores más pequeños que iban en distintas direcciones.
Una de las estancias relativamente grandes que tuvieron que atravesar contenía lo que tenían que ser miles de tiras de tela, cordel y enredaderas colgando del techo, todas sujetando objetos atados a sus extremos, entre los que había de todo, desde monedas hasta caparazones, pasando por lagartos en descomposición. Colgaban totalmente quietos en el aire inmóvil. Henrik tenía que agacharse para pasar por debajo de algunos de los integrantes de aquella colección colgante de objetos extraños, conteniendo la respiración ante el hedor.
Toda la construcción se movía y crujía mientras recorría el laberinto, su ruta iluminada por velas. Producía la impresión de ser una telaraña tubular y gigante, pensada para encauzar a las presas hacia el interior y conducirlas a la muerte.
Sabía, no obstante, que era peor que eso. Aquello era la guarida de la Doncella de la Hiedra.
Velas a cientos, por no decir miles, iluminaban el lugar, y, con todo, la oscuridad que intentaban mantener a raya resultaba opresiva. Los sonidos procedentes de la ciénaga quedaban tan apagados que apenas podían oírse a través de la gruesa pared vegetal que lo rodeaba, pero el olor húmedo y fétido no tenía problemas para infiltrarse junto con el bochornoso aire. Las velas ayudaban a camuflarlo un poco.
A medida que penetraba más en el santuario de la Doncella de la Hiedra, otros espíritus hicieron acto de presencia flotando a través de las paredes y congregándose para escoltarlo a donde tenía que ir. Lo más probable era que estuviesen asegurándose de que no daba media vuelta. Cada vez que alzaba la vista hacia ellas, las criaturas lo miraban con ojos de un amarillo de lo más asqueroso y él desviaba la mirada. Cada una de las siete, vista de cerca, era tan fea como la misma muerte.
Al avanzar por un pasillo más amplio, encontraron aún más velas. El vestíbulo en el que estaban, iluminado por el resplandor dorado de tantas las velas, los condujo al interior de una habitación lóbrega sin apenas velas.
No parecía que hubiera espacio para muchas velas en la sombría estancia. El lugar estaba ocupado en su lugar por tarros y otros recipientes. Algunos eran de arcilla. Los frascos eran mucho más abundantes y de colores que iban del canela al verde, pasando por el rojo rubí. En cientos de lugares, habían separado la urdimbre de las paredes lo suficiente para poder meterlos en las oquedades resultantes.
Qué había en todos los tarros, Henrik temía imaginarlo. Por lo que podía ver, la mayor parte estaban llenos de un líquido oscuro y de aspecto inmundo, aunque una gran cantidad de él parecía agua fangosa. Flotaban cosas en el líquido. Intentó no considerar con demasiado detenimiento lo que podrían ser aquellas cosas que flotaban. Un tarro parecía repleto de dientes humanos.
Pero los tarros y los recipientes no fueron lo que más lo atemorizó.
Fue lo que estaba entretejido en las paredes, detrás de aquellos, lo que hizo que le corrieran lágrimas de terror por las mejillas.
Entretejidas en las paredes había personas.
Pudo verlas también en los muros de los pasillos que salían de la habitación en diferentes direcciones. Vio docenas y docenas de personas envueltas en el tejido de las paredes.
Y cuanto más miraba, más gente veía atrapada.
Algunas eran cadáveres resecos, las bocas desencajadas, las cuencas de los ojos hundidas, la piel de brazos y piernas ajada. Otros cuerpos abotargados parecían cadáveres más recientes. El nauseabundo hedor a muerte casi le impedía respirar.
Pero algunas de las personas entretejidas en las paredes no estaban muertas.
Parecían hallarse en un letargo entumecido, sin apenas respirar, sólo levemente conscientes de lo que sucedía a su alrededor. Todas estaban desnudas, pero al encontrarse embutidas en el entramado que las rodeaba, era difícil ver gran cosa de ellas.
Henrik pudo ver que ponían los ojos en blanco de vez en cuando, como si intentasen descifrar dónde estaban y qué les sucedía. Algún que otro gemido esporádico escapaba de una boca entreabierta.
Cuando apartó la atónita mirada de toda la gente muerta y medio muerta sujeta a las paredes, se encontró cara a cara con la Doncella de la Hiedra.