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henrik dejó de engullir agua del arroyo para alzar la cabeza y mirar atrás, a través de los árboles, a las profundas sombras. Podía oír a los perros acercándose. Se abrían paso estrepitosamente a través de los matorrales, gruñendo y ladrando mientras iban hacia él.
Con el dorso de la mano, secó nuevas lágrimas de terror de sus mejillas. Los perros acabarían atrapándole, sabía que lo harían. No pararían hasta que lo cogieran. Desde aquel día en el Palacio del Pueblo, cuando habían aparecido ante la tienda, olisqueando y gruñendo, no habían dejado de ir a por él.
Su única posibilidad era seguir huyendo.
Introdujo el pie en el estribo y se apoyó en el pomo de la silla para volver a izarse sobre el lomo del caballo; luego hizo girar las riendas alrededor de las muñecas, las sujetó a las manos firmemente cerradas con los pulgares, y luego golpeó el vientre de la yegua con los talones, instándola a iniciar un galope.
Había tenido la esperanza de poder tomarse un momento más para comer alguna otra cosa que no fuera una galleta y un único trozo de cecina. Estaba muerto de hambre. También sediento, pero sólo había podido tumbarse sobre el vientre y engullir unos pocos tragos de agua del arroyo antes de incorporarse de un salto y correr de vuelta a su montura.
Había deseado desesperadamente comer más, beber más.
Pero no había tiempo. La jauría estaba demasiado cerca.
Tenía que seguir huyendo, mantenerse por delante de ellos. Si lo cogían lo despedazarían.
En un principio no había sabido adónde iba. El instinto le había hecho salir corriendo de la tienda de su madre. Sabía que su madre habría querido protegerle, pero no podía. La habrían despedazado y luego habrían caído sobre él.
No había tenido otra elección que correr con todas sus fuerzas hasta que, exhausto, había topado por casualidad con los caballos. Estaban en un corral junto con algunos más. Él no había visto a nadie por allí, y necesitaba escapar, así que agarró una silla de montar y cogió dos caballos. Tuvo la suerte de descubrir un poco de comida en las alforjas o probablemente ya habría muerto de inanición.
En ningún momento se detuvo a pensar que estaba mal coger los caballos. Su vida estaba en juego. Simplemente huyó. ¿Quién podía culparle? ¿Alguien podía esperar que se dejara despedazar y devorar vivo en lugar de coger un par de caballos para escapar? ¿Qué elección tenía?
Cuando oscurecía demasiado, no tenía más remedio que detenerse para pasar la noche. En unas cuantas ocasiones había tropezado con algún edificio abandonado donde había podido refugiarse para dormir. Luego, por la mañana, salía disparado antes de que los animales supieran que estaba despierto. Varias veces había dormido en un árbol para estar a salvo de ellos. La jauría, en algún lugar abajo, en la oscuridad, al final se cansaba de ladrar y los animales se iban a pasar la noche a otra parte. Henrik pensaba que tal vez se iban a dormir también ellos o a cazar para conseguir comida.
En otras ocasiones, cuando no había un lugar seguro, había conseguido encender una fogata, junto a la que se acurrucaba, listo para agarrar una rama encendida y blandirla ante los perros si se acercaban. Jamás lo hicieron. No les gustaba el fuego. Siempre vigilaban desde cierta distancia, las cabezas gachas, los ojos brillando en la oscuridad, mientras paseaban de un lado a otro, esperando la mañana.
A veces, cuando despertaba, no estaban y osaba tener la esperanza de que finalmente se hubieran cansado de la persecución. Pero nunca transcurría mucho tiempo antes de que volviera a oírles aullando a lo lejos, corriendo hacia él, y la persecución proseguía de nuevo.
Exigió tal esfuerzo de los caballos para mantenerse por delante de la jauría que el que montaba al principio ya no había podido más. Cambió la silla al segundo animal y dejó atrás al primero, con la esperanza de que la jauría se daría por satisfecha con él y podría escapar.
Sin embargo los perros no habían atacado al caballo. Habían continuado yendo tras él. Lo habían seguido a través de las montañas, a través de los bosques, siempre adelante, cada vez más al interior de una tierra oscura y sin senderos de árboles inmensos.
Empezaba a reconocer ya el lúgubre bosque que atravesaba. Él había crecido a varios días de viaje en dirección norte de allí, en un pueblecito pegado a las colinas, junto a un tributario del río Caro-Kann.
Había estado en ese lugar, en ese sendero, con su madre. Recordaba los altísimos pinos pegados a la rocosa ladera, el modo en que se juntaban en lo alto, tapando el cielo, haciendo que resultara siniestro y deprimente andar por allí abajo, entre la maleza y las zarzas.
El caballo resbaló e intentó mantener el equilibrio en el escarpado descenso por la ladera del desnivel. El bosque era demasiado espeso y demasiado oscuro para ver lo que había al frente. Tampoco podía ver a mucha distancia a los lados.
Pero no necesitaba ver. Sabía lo que había más adelante.
Tras un largo descenso por el mal definido sendero, el terreno se allanó y transformó en un lugar más oscuro, donde los árboles crecían aún más juntos, y el sotobosque era muy espeso. La luz se entreveía sólo raramente entre los árboles, pues la maraña de matorrales y árboles hacía casi imposible tomar ninguna ruta que no fuera aquella senda.
Cuando llegó a un reborde rocoso, el caballo resopló a modo de protesta y rehusó seguir adelante. No había un lugar más allá que fuera seguro para un caballo. Lo que había a modo de sendero descendía entre salientes formados por peñascos y repisas.
Henrik desmontó y miró con atención el neblinoso territorio virgen situado abajo. Recordaba que el sendero que descendía era angosto, con una gran pendiente, y traicionero. El caballo no podía llevarle más allá. Miró atrás, esperando ver a la jauría salir brincando de los árboles en cualquier instante. Por sus gruñidos y gañidos, supo que volvían a estar cerca.
Desensilló a toda prisa el caballo para que al menos tuviera una posibilidad de escapar; también le quitó las bridas y luego le dio una palmada en un flanco. El caballo relinchó y salió corriendo de vuelta por donde habían llegado.
Henrik divisó al enorme perro negro que conducía a la jauría cuando este se abrió paso entre los árboles. No fue tras el caballo. Iba tras él. El muchacho giró y sin mayor dilación inició el descenso.
Si bien el sendero era demasiado empinado e irregular para el caballo, con peñascos y hendiduras en la rocosa pared inclinada, guijarros sueltos en algunos puntos, y afloramientos escarpados en otros, él sabía que la jauría no tendría problemas para seguirlo. Sabía, también, que podrían gatear y brincar por la rocosa pendiente mucho más deprisa que él. No tenía tiempo que perder.
Henrik no se planteó adónde iba, ni por qué; ni siquiera pensó en ello… simplemente empezó a bajar. Desde aquel primer día en que había arañado a lord Rahl y a la Madre Confesora y luego salido huyendo, no había cuestionado lo que hacía ni la necesidad de correr. Mientras cruzaba las llanuras Azrith, no se había preguntado siquiera adónde corría. Simplemente había huido de los perros. Había sabido instintivamente que, de haber tomado otra ruta, ellos lo habrían cogido. En su mente, había habido tan sólo una dirección posible, y la había tomado.
Cuando por fin consiguió llegar al fondo tenía el rostro cubierto de suciedad y sudor. Había mirado atrás unas cuantas veces y había visto al perro de color castaño que por lo general estaba cerca de la cabecera de la jauría. Tanto el perro negro como el castaño, los dos que se turnaban en la vanguardia de la jauría, eran perros de complexión fuerte y cuellos gruesos. Largas ristras de baba espumeante se balancearon de sus quijadas cuando gruñeron al avistarle.
Aquel vislumbre fue todo lo que Henrik necesitó para descender por el sendero, dando brincos, tan deprisa como le fue posible, deslizándose hacia el fondo entre afloramientos rocosos a una velocidad temeraria. En algunos lugares se limitó a dejarse resbalar por aquel embudo de tierra y guijarros.
Finalmente fue a parar a una zona más llana, entre enredaderas y maleza. El aire era opresivo. El lugar apestaba a podredumbre.
Bajo la profunda sombra que allí imperaba pudo ver árboles con amplias partes inferiores acampanadas que parecían hechas para ayudarlos a mantener el equilibrio en las zonas cenagosas. Aquí y allí crecían cedros en terrenos ligeramente más elevados, pero los árboles de tronco ensanchado eran los únicos situados en los trechos de apestosa agua estancada. Sus ramas retorcidas, extendiéndose hacia fuera, no muy por encima del agua, sostenían velos de musgo. En algunos lugares el musgo se arrastraba por el agua. En otros, retorcidas enredaderas descendían hasta el agua desde algún lugar en el dosel de hojas de lo alto, proporcionando sostén a enredaderas más pequeñas con flores de un violeta intenso.
Unos lagartos ascendieron raudos por los tenues zarcillos de plantas cuando él se acercó, y serpientes, que holgazaneaban en ramas, con las lenguas azotando el aire, lo observaron mientras pasaba. Cosas que había bajo el agua se alejaron nadando perezosamente, dejando una estela de silenciosas ondulaciones que lamieron el empapado sendero.
Cuanto más penetraba en la boscosa ciénaga, más espesa se volvía la maraña de enredaderas, convirtiendo el camino en un túnel a través de la espesura boscosa. Más allá, pájaros emitían trinos agudos que resonaban por las quietas extensiones de agua.
Detrás, la jauría sonaba como poseída por una cólera rabiosa.
Hizo una pausa en el oscuro túnel de denso bosque, no muy seguro de si se atrevía a seguir adelante.
Henrik sabía dónde estaba. Delante de él, la maraña de vegetación marcaba el margen exterior de la Trocha de Kharga. Había oído decir a su madre que una persona debía tener una necesidad muy poderosa para entrar allí, porque no muchos volvían a salir jamás. Su madre y él habían sido dos de los afortunados que habían conseguido salir, lo que hacía que pareciera aún más estúpido tentar por segunda vez al destino.
Con el corazón latiendo con fuerza y la respiración agitada, clavó la mirada al frente con los ojos muy abiertos. Sabía quién lo estaba esperando.
Jit, la Doncella de la Hiedra.
Sólo había una cosa peor que volver a enfrentarse a la Doncella de la Hiedra: la certeza de ser desgarrado y devorado vivo por la jauría que lo perseguía.
Podía oírlos acercándose. No tenía elección. Echó a correr hacia adelante.