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kahlan despertó con un sobresalto al oír los aullidos.
Con un grito ahogado, se sentó de golpe, muy tiesa, en su saco de dormir, con el corazón martilleándole con tanta fuerza que pudo oír el zumbido de la sangre en los oídos.
Miró frenéticamente a su alrededor, esperando que unos colmillos la desgarraran en cualquier instante. Fue a coger su cuchillo. El cuchillo no estaba allí. Escudriñó los árboles, intentando descubrir el origen de los espeluznantes aullidos. No vio ninguna bestia.
Cayó en la cuenta de que no estaba en un bosque. Había echado un sueñecito en el linde del bosquecillo del Jardín de la Vida. No había perros, ni lobos, ni bestias de ninguna clase por allí. Estaba a salvo. El alboroto que la había despertado había sido el ocasionado por los guardias al abrir la puerta de doble hoja del Jardín de la Vida. El aullido habían sido los goznes de las pesadas puertas.
Se apartó los cabellos del rostro a la vez que soltaba un profundo suspiro. Tenía que haber estado soñando. Había parecido tan real…, pero no era más que un sueño y su efecto sobre su desbocado corazón perdió intensidad con rapidez.
Se frotó los brazos a la vez que miraba a su alrededor y volvía a suspirar, aliviada de que hubiera sido sólo un sueño y de que se estuviera desvaneciendo a toda velocidad. Sobre su cabeza, por el ciclo de las estaciones, las ramas de los árboles estaban cargadas de brotes y pronto lucirían todo su follaje. Una vez que el techo hubo quedado reparado por fin y todos los cristales colocados, el sol primaveral había calentado el Jardín de la Vida, transformándolo otra vez en un refugio acogedor y un lugar en el que Richard y ella podían dormir. No era tan cómodo como una auténtica cama, pero el sueño llegaba con mucha más facilidad cuando no notaban la presencia de unos ojos invisibles observándolos.
Mientras se quitaba las legañas, Kahlan tuvo que entornar los ojos al mirar a la luna llena que brillaba sobre ella. Por la posición de esta en el negro cielo, supo que había dormido sólo un breve espacio de tiempo. Todavía era noche cerrada.
También le recordó que era de noche la fragancia embriagadora del jazmín que crecía en el linde del pequeño bosque y descendía por delante del muro bajo. Los diminutos pétalos de las delicadas flores se abrían únicamente de noche.
—¿Está Richard ahí abajo? —preguntó Nathan al pasar junto a ella, sin prestar la menor atención ni a la luz de la luna ni a la singular fragancia, pero indicando con un ademán el oscuro y enorme agujero mientras recorría con paso decidido el sendero entre los árboles.
Era a él a quien habían dejado entrar los guardias.
—Sí —respondió Kahlan, asintiendo—; está con Nicci, vigilando la máquina por si vuelve a despertar. ¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Tenemos problemas —dijo él mientras iba derecho a la escalerilla.
Kahlan vio que llevaba algo en la mano. Arrojó la manta a un lado y se puso en pie de un salto para ir tras él.
Los hombres de la Primera Fila, tras haber cerrado la puerta, ocuparon sus posiciones. Había una buena docena de miembros de ese cuerpo de élite montando guardia en el interior del Jardín de la Vida. Sólo habrían hecho falta dos o tres de estos hombres para rechazar a un ejército.
Resultaba un tanto desconcertante tenerlos cerca, velando por ella, pero no la vigilaban como aquella cosa del dormitorio. Ellos velaban por su seguridad.
Desde que la máquina había dado la primera de sus últimas dos profecías, la que decía «El peón se come a la reina», Richard no quería correr riesgos y siempre que ella abandonaba el Jardín de la Vida sin él, lo hacía acompañada por un destacamento, Nathan, Zedd o Nicci, y al menos dos mord-sith.
No era que a ella no le gustase tener protección ante el siniestro peligro que parecía andar por el palacio, pero la hacía sentir un poco incómoda cuando se reunía con los representantes. Eso ponía nerviosa a la gente, dando la impresión de que el palacio estaba bajo asedio. De todos modos, los representantes eran conscientes de que sucedía algo y ya había habido un atentado contra la vida de la Madre Confesora, de modo que existía una justificación para la protección. Pero la naturaleza desconocida de la amenaza hacía que todos estuvieran más interesados aún en lo que las profecías pudieran decir. Sentían que los estaban excluyendo de una información vital.
La mayoría de los dignatarios se habían instalado confortablemente en sus alojamientos. Unos cuantos habían marchado a sus hogares, dejando embajadores o funcionarios de alto rango en su lugar.
Richard y Kahlan pensaban que era importante para todas las partes del imperio tener una sensación de unidad, un objetivo común y unas leyes homogéneas. A los gobernantes de todas las zonas del extenso imperio no sólo se los animaba a mantener despachos para cuestiones oficiales en el palacio. El palacio era prácticamente una ciudad situada encima de la meseta y desde luego lo bastante grande para alojarlos a ellos y a sus ayudantes. Cosa distinta eran los príncipes. Al menos por el momento, a todos los príncipes los habían enviado a casa.
Como es natural, los otros dignatarios querían una explicación al respecto, y Richard no estaba dispuesto a darla. Para hacerlo, habría tenido que revelar la última profecía recibida de la máquina, y no quería hacer eso. Tampoco quería mentir, pero tenía que decirles algo. Así que sencillamente les había contado parte de la verdad, que había sido informado de una amenaza.
Había habido tres príncipes en el palacio. Uno había acudido en representación de su padre, el rey de Nicobarese. Los otros dos príncipes eran menos importantes, pero Richard no había corrido riesgos. Había enviado a cada príncipe a su casa protegido por una considerable fuerza armada dirigida por oficiales competentes que habían sido seleccionados cuidadosamente por el general Meiffert.
Eso dejó sin príncipes el Palacio del Pueblo, y a muchos de los otros dignatarios confundidos y llenos de curiosidad, y a unos pocos resentidos por el secretismo. No podía evitarse. Las consecuencias del último presagio que había transmitido la máquina no eran algo a lo que Richard deseara arriesgarse. Las preguntas consiguientes en ocasiones ponían a prueba la paciencia de Richard y Kahlan, pero se ocuparon de ello lo mejor que pudieron y todo se había ido calmando con el tiempo a medida que los altos representantes pasaban a otras cuestiones más perentorias para ellos.
Cuando Kahlan llegó al pie de la escalerilla que conducía bajo el Jardín de la Vida, tuvo que apresurar el paso para mantener el ritmo de Nathan. El profeta tenía unas piernas largas y no aminoraba el paso para esperarla. La brillante luz de la luna que entraba por el agujero del suelo del jardín iluminaba la cúpula de la habitación situada justo bajo él, la habitación que estaba donde descansaba la máquina. Kahlan no había cogido una antorcha, de modo que dio gracias de tener la luz de la luna mientras salvaba bloques enormes de piedra que en el pasado habían conformado la estructura que sostenía el suelo del jardín y que todavía no habían sido retirados.
Richard, que vigilaba la máquina por si volvía a despertar, los había oído llegar y estaba al pie de la escalera de caracol, aguardando. Nicci se reunió con él para averiguar qué era tan urgente.
Kahlan vio que Richard usaba dos dedos de la mano izquierda para alzar la espada, colgada de su cadera, unos pocos centímetros y luego volvía a dejarla caer, comprobando que salía con facilidad de la vaina. Era un viejo hábito que siempre le había sido muy útil.
—¿Qué sucede? —preguntó este cuando el profeta llegó al final de la escalera de caracol.
—¿Sabes esa última profecía, el presagio que la máquina escupió después de la que decía «El peón se come a la reina»?
Richard asintió.
—La que dije a todo el mundo que no quería que saliera de esta habitación.
Técnicamente, esta sí había abandonado la habitación. Nathan la había encontrado en el libro titulado Notas finales. Que estuviera en aquel libro no sólo convertía la profecía en más alarmante, sino que, según Nathan, confirmaba su validez.
—Esta noche —explicó Nathan—, después de salir la luna, Sabella, la mujer ciega, comunicó una profecía a un grupo de representantes. —El profeta agitó una mano en dirección a la máquina que descansaba en silencio en el centro de la habitación iluminada por esferas de proximidad—. Fue exactamente la misma profecía que comunicó esa cosa, la que encontré en el libro Notas finales.
Richard se pasó una mano por el rostro.
—Me gustaría enviar a Sabella a algún lugar muy lejano a ejercer su oficio de decir la buenaventura.
—No serviría de nada —repuso Nathan—. Al mismo tiempo que estaba diciendo la profecía, otras tres personas, tres personas que nunca antes habían sido capaces de efectuar predicciones de ninguna clase, cayeron en una especie de trance y pronunciaron exactamente la misma profecía.
Richard lo miró fijamente durante un momento.
—¿Era la misma? ¿Estás seguro?
—Sí. Palabra por palabra, la misma. Varias personas oyeron el presagio. Un número mucho mayor de gente lo conoce a estas alturas. Todo el palacio lo conocería ya si no fuera porque muchos duermen. Por la mañana, estoy seguro de que será la comidilla de todos, en especial ya que hiciste marchar a los príncipes.
Richard frunció el entrecejo, pensativo.
—¿Por qué tendrían esas otras personas que recibir la misma profecía, y sin embargo tú no? Tú eres un profeta. Eres el único que debería estar recibiendo las profecías.
Nathan se encogió de hombros.
—A lo mejor no es una profecía realmente.
—Es casi como si la máquina quisiera asegurarse de que la gente conoce los presagios que transmite —dijo Richard, medio para sí—. Al menos conseguimos poner a los príncipes a salvo. A lo mejor la gente pensará…
—La cosa ha empeorado.
Richard alzó la mirada hacia el profeta.
—¿Empeorado?
—Cuando Sabella comunicó esta profecía, y luego oí hablar de los otros que habían pronunciado las mismas palabras, fui a comprobarlo y, efectivamente, Lauretta estaba en la biblioteca que hay aquí debajo, escribiendo esto como una posesa.
Entregó a Richard el papel que sujetaba. Kahlan posó una mano sobre el hombro de su esposo a la vez que se inclinaba para verlo a la fantasmal luz de las esferas de proximidad. Richard desdobló el papel como si temiera que pudiera morderle.
Decía: «Estando en el palacio, durante la luna llena, un príncipe de Occidente caerá víctima de unos colmillos».
—Es exactamente el mismo presagio que comunicó la máquina —dijo Richard con voz preocupada—. Palabra por palabra. —Miró a Nicci—. Estas profecías podrían ser como las del juego ese que mencionaste antes. Todas suenan un poco parecidas.
—La primera, la que dice «El peón se come a la reina», es justo lo contrario de la profecía anterior… «La reina se come el peón». Ambas, no obstante, son movimientos del juego del ajedrez. —Nicci indicó con un ademán el papel que él sostenía—. Pero esta última sobre colmillos que acaban con un príncipe, aun cuando suena como si pudiera ser un movimiento del mismo juego, en realidad no tiene nada que ver con el ajedrez.
Richard suspiró desilusionado. Kahlan era incapaz de ver si las dos profecías estaban relacionadas o no.
—¡Lord Rahl! ¡Lord Rahl!
Era Cara, que chillaba desde arriba. La mord-sith bajó como una exhalación por la escalera de caracol, saltando los peldaños de tres en tres.
—Lord Rahl, me ha enviado Benjamín. Tenéis que venir de inmediato a los alojamientos de los representantes. Deprisa.