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orneta se irguió un poco, echándose hacia atrás con una mano apoyada en la rodilla mientras reconsideraba la sugerencia.

—¿Estás diciendo que el Custodio del inframundo está… embrujando a lord Rahl y a la Madre Confesora? ¿Que están poseídos?

El abad posó una mano sobre la de ella, para demostrarle la gravedad de lo que le contaba.

—La muerte pugna sin cesar por arrebatar la vida a los vivos. El Innombrable, como lo llaman allí de donde vengo, existe tan sólo para recolectar a los vivos, para arrancarlos del mundo de la vida e introducirlos en la oscuridad eterna del inframundo. En ocasiones lanza sus seductores susurros sobre los vivos para poder utilizarlos y que cumplan sus órdenes.

La mujer apartó la mano y pareció hacer acopio de energías.

—Eso es absurdo. Lord Rahl y la Madre Confesora no están consagrados al Custodio del inframundo. No he conocido nunca a dos personas más consagradas a la vida.

Ludwig no le permitió dar marcha atrás. Se inclinó hacia ella otra vez.

—¿Supones que aquellos que están poseídos por el Innombrable son siempre conscientes de ello? Si lo fueran, no podrían ser un servidor eficaz de sus encubiertas y siniestras intenciones, ¿verdad?

Volvió a ganarse el interés de su anfitriona.

—¿Quieres decir, que, sin saberlo, están siendo influenciados por el Custodio del inframundo? ¿Que, sin ser conscientes de ello, están cumpliendo los mandatos del Custodio? ¿Que están poseídos pero lo ignoran?

Él ladeó la cabeza hacia ella.

—¿No crees que si el Custodio quisiera utilizar a alguien para que hiciera lo que él quisiera, escogería a aquellas personas de las que nadie sospecharía jamás? ¿Alguien de confianza, admirado, seguido?

Ella volvió a desviar la mirada, pensando.

—Supongo. En teoría, por lo menos.

—Según nuestra experiencia, los poseídos pueden ignorar por completo lo que les ha sucedido mientras siguen trabajando a favor del bien, al menos visto desde fuera. Pero siempre que lo desea, el Innombrable tira de los hilos invisibles con los que los tiene firmemente sujetos. De ese modo son el anfitrión perfecto, dando la impresión a todo el mundo de ser personas buenas, personas en las que se puede confiar, mientras en todo momento están preparados y listos para hacer lo que mande el Custodio.

Orneta jugueteó con el collar de piedras preciosas que desaparecía entre sus pechos.

—Sí que parece tener sentido que el Custodio fuera a elegir a alguien de quien nadie sospecharía que estuviera trabajando en secreto para llevar a cabo su propósito… Pero de todos modos…

—De donde yo vengo, siempre desconfiamos de aquellos que dan la espalda a las profecías. Entre aquellos de nosotros encargados de proteger a nuestra gente de las fuerzas oscuras del Innombrable, se sabe que cuando alguien profesa incredulidad hacia las profecías, ello es a menudo una señal de posesión. Las profecías, al fin y al cabo, son las palabras del Creador, que vienen a nosotros a través del don de la magia y nos guían hacia la vida. ¿Por qué tendría que rechazarlas nadie… a menos que estas personas escucharan en su lugar a las fuerzas oscuras?

Orneta se ensimismó en sus pensamientos durante unos instantes antes de hablar por fin, e incluso entonces lo hizo en parte para sí misma.

—Él siempre tiene cerca a esa mujer, a Nicci. La gente dice que también se la conoce como la Señora de la Muerte…

—Y tanto lord Rahl como la Madre Confesora parecen oponerse a las profecías en contra de todo buen juicio. Tú misma intentaste razonar con ellos en vano.

Ella volvió a mirarle, con ojos vehementes.

—¿Realmente estás diciendo que crees que lord Rahl y la Madre Confesora son agentes del Custodio?

Con un pulgar, Ludwig expulsó un poco de pelusa de su sombrero.

—Nosotros creemos en las profecías, y por lo tanto las estudiamos exhaustivamente, tanto si vienen de personas que transmiten presagios como de libros de profecía. Tenemos muchos textos antiguos que estudiamos en busca de pistas sobre cómo proteger a las personas e impedir que el Innombrable se las lleve antes de que su tiempo de vida finalice cuando le corresponde en justicia.

»Al estudiar esos antiguos textos, hemos tropezado con referencias a lord Rahl.

—¿Eso habéis hecho? —La mujer frunció el entrecejo, interesada de nuevo—. ¿Y qué decían sobre él?

—En esos antiguos volúmenes, se le llama fuer grissa ost drauka.

El entrecejo de Orneta siguió fruncido.

—Eso suena a d’haraniano culto. ¿Sabes lo que significa?

—Sí, es d’haraniano culto. Significa «el portador de la muerte».

Ella apartó la mirada, a punto de llorar, o de ser presa del pánico, él no supo cuál de las dos cosas.

—Lo siento. He hablado fuera de lugar. —Empezó a levantarse—. Me doy cuenta de que te estoy alterando. Jamás debería haber…

Ella le agarró el brazo y tiró de él para que volviera a sentarse a su lado.

—No digas tal cosa, Ludwig. No muchos hombres tendrían el coraje suficiente para enfrentarse a una verdad tan terrible, y mucho menos compartirla con una aliada del Imperio d’haraniano que ocupa una posición de poder.

—Rezo para que no sea así, la verdad es que lo hago, pero no se me ocurre ninguna otra explicación a por qué rechazan con tanta energía, con tanta obstinación, las profecías. Si no tienes intención de echarme, entonces te contaré más cosas.

La mano de la mujer se cerró con más fuerza sobre el antebrazo del abad.

—Sí, por favor, no te guardes nada. Debo oírlo todo si quiero llegar a una conclusión sopesada.

—Por nuestra experiencia en esto, me temo que debo decirte que los agentes del Custodio sirven a sus malvados planes intentando ocultar las profecías porque las profecías revelan futuras acciones malignas, las maléficas intenciones del Custodio de apoderarse de vidas, actos que el Creador conoce y que nos revela mediante las profecías como una advertencia.

—Pero con todo —musitó ella—, resulta difícil de creer que…

—¿Sabías que lord Rahl ha descubierto una antigua máquina escondida dentro del palacio?

Orneta dejó la copa y giró la cabeza para mirarlo más directamente.

—¿Una máquina? —Frunció el ceño—. ¿Qué clase de máquina?

—Una máquina que se dice que emite presagios sobre el futuro.

Ella lo miró atentamente.

—¿Estás seguro de esto?

El abad depositó su copa junto a la de ella en la bandeja.

—No la he visto con mis propios ojos, pero he oído, entre otras cosas, lo que cuchichean los obreros que han estado en el Jardín de la Vida.

—¿Conoce alguien más la existencia de esa máquina de los presagios?

Él vaciló.

—No podría decirlo, Orneta. Otros han hablado conmigo en confianza.

—Ludwig, esto es importante. Si lo que dices es cierto, esto es un asunto pero que muy serio.

—Bueno, hay otros entre los líderes aquí congregados que, a puerta cerrada, han hablado de estas cosas.

—¿Estás seguro de eso, o son simplemente rumores palaciegos?

El abad volvió a lamerse los labios, y una vez más vaciló antes de proseguir.

—El rey Philippe pidió hablar conmigo sobre estas cuestiones, del mismo modo que has hecho tú. Ha oído los rumores sobre esa máquina… no le pregunté por su fuente… y lo que es más, ha oído que ha despertado de una larga oscuridad y empezado a suministrar presagios otra vez, como hizo en tiempos pretéritos. Lord Rahl está manteniendo esos presagios en secreto, del mismo modo que está manteniendo en secreto la existencia de la máquina.

»El rey Philippe cree al igual que yo que sólo puede existir una razón para ocultar las profecías, y una máquina que puede emitirlas, una máquina construida quizá por los antiguos, siguiendo indicaciones del Creador en persona, de modo que Él pudiera ayudar a la humanidad.

Orneta enlazó las manos sobre el regazo, su regia astucia regresó a su semblante.

—Philippe no es tonto.

Ludwig encogió levemente los hombros para mostrarle que se sentía incómodo, pero también dejándole saber que quería contarle más cosas.

—El rey Philippe, junto con algunos de los otros, cree que estaríamos mejor con un líder del imperio que estudie y utilice las profecías para guiarnos. Cree que nuestra única salvación para sobrevivir al futuro son los indicios y las siniestras premoniciones que todos hemos oído de aquellos en nuestros países que poseen cierta habilidad para la adivinación. Piensa que necesitamos un líder que respete las profecías por lo que son: advertencias que nos envía el Creador a las que debemos hacer caso.

—¿Te refieres a alguien como vuestro obispo, Hannis Arc?

Él se encogió un poco ante la sugerencia, como si pensara que estaba siendo presuntuoso.

—Debo admitir que su nombre ha sido mencionado por el rey Philippe y otros como el de un líder muy versado en las profecías, un líder que dejaría que la profecía guiara su mano y por consiguiente a los habitantes del Imperio d’haraniano, como hace él ahora en la provincia de Fajín.

Ella lo meditó un momento antes de insistir otra vez, todavía luchando por aceptarlo.

—¿Por qué no iba a querer lord Rahl contar a ninguno de nosotros que ha descubierto una máquina de los presagios? Una cosa así podría hacer mucho bien.

Su interlocutor ladeó la cabeza en un gesto de reproche.

—Creo que ya conoces la respuesta a eso, Orneta. Sólo puede existir un motivo para que no quiera que la gente sepa de tal máquina, o de sus presagios.

Orneta se frotó los brazos desnudos mientras su mirada buscaba por todas partes una salvación.

—Todo esto me hace sentir tan terriblemente sola, tan indefensa…

Ludwig le posó una mano en el hombro.

—Ese es el motivo de que necesitemos con tanta urgencia que las profecías nos ayuden.

En lugar de retirarle la mano, ella puso la suya encima con suavidad.

—Jamás he tenido miedo de estar aquí, en el palacio de lord Rahl. Ahora me siento asustada.

Cuando alzó la vista para mirarle a los ojos, él pudo ver la soledad, el temor a confiar en él, el temor a no confiar en él… Comprendió que el momento requería de algo más para ganársela.

—No estás sola, Orneta.

Se inclinó hacia adelante y le besó los labios con delicadeza.

Ella permaneció muy rígida, indiferente al beso, y a él le inquietó haber cometido un error de cálculo.

Pero entonces ella empezó a ceder al beso y se derritió en sus brazos. El abad pensó que aquella mujer tampoco estaba tan mal. Era mayor que él, pero no mucho. De hecho, la estaba encontrando más atractiva, más seductora, con cada apasionado jadeo que compartían.

Estaba claro que en ese momento de vulnerabilidad, ella permitía que la pasión tomara el mando. La tumbó con cuidado sobre el sofá. Ella le dejó hacer de buen grado, entregándose a él, a sus manos, que la exploraban, que le bajaban el vestido de los hombros.