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la puerta se abrió un resquicio en respuesta a su quedo golpe.

—Abad —la mujer acabó de abrir por completo la pesada puerta profusamente tallada—, me alegro tanto de que hayáis podido venir. Ludwig se quitó el sombrero e inclinó la cabeza respetuosamente.

—¿Cómo podía resistirme a una invitación de la reina más hermosa del palacio?

La sonrisa recatada de la mujer suavizó el aire de autoridad de esta. Era una adulación exagerada y la reconoció como tal. Sin embargo, no pudo evitar agradecerla.

Le dio la espalda mientras lo conducía al interior de su lujoso apartamento. Sofás tapizados en tela plateada estaban cubiertos de cojines de colores vistosos. Mesas bajas y un escritorio en una pequeña zona de descanso a un lado estaban hechos en madera de nogal a juego. Unas puertas acristaladas en el extremo opuesto de la estancia conducían a una terraza que daba al reborde exterior de la meseta y a las ahora oscuras llanuras Azrith.

El apartamento, tenuemente iluminado por velas, era digno de una reina, aunque no era mejor que el del abad. Este decidió no mencionarlo.

—Venid, sentaos, abad —dijo ella mientras avanzaba con majestuosidad por elaboradas alfombras de camino a uno de los sofás.

—Por favor, llamadme Ludwig.

Ella volvió la cabeza, ofreciéndole una vez más la recatada sonrisa.

—Ludwig, entonces.

La mujer llevaba el pelo color caoba recogido en lo alto y sujeto con una peineta adornada con piedras preciosas. Unos rizos colgaban delante de sus orejas. El peinado dejaba su terso y elegante cuello al descubierto.

La reina tomó asiento. El corte que ascendía por la parte delantera del largo vestido subía lo suficiente para que él viera las desnudas rodillas presionadas entre sí mientras su anfitriona se inclinaba hacia adelante para alzar una licorera.

—¿Sobre qué deseabais verme, reina Orneta?

La aludida dio unas palmaditas al sofá, junto a ella, en una invitación para que se sentara.

—Si tengo que llamarte Ludwig, entonces tú debes llamarme Orneta.

Él tomó asiento, asegurándose de que existía una distancia respetuosa entre ellos.

—Como desees, Orneta.

Su anfitriona sirvió dos copas de vino tinto y le entregó una.

—¿Una reina que sirve vino?

Ella le devolvió la sonrisa.

—A los sirvientes les he dado permiso para regresar a sus alojamientos hasta mañana. Me temo que estamos a solas.

Entrechocó su copa con la de él.

—Por el futuro, y nuestro conocimiento de él —dijo.

Él tomó un sorbo cuando ella lo hizo. El abad apreciaba el vino de calidad y no se vio decepcionado.

—Una elección interesante para un brindis, tengo que decirlo.

—Me has preguntado por qué deseaba verte. El brindis es la razón. Quería verte para hablar de las profecías.

Ludwig tomó un sorbo más prolongado de vino.

—¿Qué pasa con ellas? —preguntó, intentando parecer sorprendido.

Ella agitó una mano displicentemente.

—Creo que las profecías son importantes.

Él bajó la cabeza.

—Eso deduje del almuerzo de hace unos cuantos días, cuando la Madre Confesora amenazó con decapitarnos por querer saber más sobre ellas. Resultaste bastante impresionante, haciéndole frente del modo en que lo hiciste. No se te puede censurar por transigir finalmente bajo tal amenaza de muerte.

Ella sonrió, pero esta vez la sonrisa mostró menos modestia y un poco más de astucia.

—Fue una artimaña, creo.

—¿De veras? —Ludwig se inclinó hacia ella—. ¿Crees que fue puro teatro?

Orneta se encogió de hombros.

—En aquel momento por supuesto que no lo pensé así. Imagino que me pudo la situación, la emoción, como a todos los demás.

—Fue un momento espantoso, no hay duda. —Tomó otro sorbo—. Pero ahora, ¿piensas de modo distinto?

La reina se tomó su tiempo antes de contestar.

—Hace mucho tiempo que conozco a la Madre Confesora, procedo de la Tierra Central. Antes de la guerra, antes de que se creara el Imperio d’haraniano, la Tierra Central estaba gobernada por un Consejo Central, y el Consejo Central lo gobernaba la Madre Confesora, de modo que he tenido tratos con ella en el pasado. Nunca jamás la he visto mostrarse temperamental o cruel. Severa, sí. Vengativa, no.

—¿De modo que piensas que fue algo totalmente inusitado en ella?

—Desde luego que lo fue. Hemos combatido juntas mucho tiempo. La he visto ser despiadada con el enemigo. Cada noche, enviaba al jefe de las fuerzas especiales, al capitán Zimmer, a degollar al enemigo mientras dormía. Por la mañana siempre pedía ver las ristras de orejas que este había reunido.

Ludwig enarcó las cejas, intentando hacer como si estuviera un poco escandalizado mientras ella seguía diciendo:

—Pero jamás la he visto ser cruel con su propia gente, con gente inocente, con gente buena. La he visto arriesgar la vida para salvar a un niño que ni siquiera conocía. Creo que cortarles la cabeza a todos los presentes en la sala habría sido un modo bastante brutal de dar una lección a sus gobernados. Una cosa así no cuadra con su forma de ser, a menos que tuviera una razón poderosa para ello.

Ludwig soltó un largo suspiro.

—La conoces mejor que yo. Aceptaré tu palabra al respecto.

—Lo que quiero saber es por qué llegó ella a tales extremos.

—¿A qué te refieres?

—Esa fue una actuación de lo más radical, y muy convincente, al menos hasta que la consideré con detenimiento. Creo que lo hizo porque ella y lord Rahl nos están ocultando algo.

Ludwig frunció el entrecejo.

—¿Ocultando algo? ¿Como qué?

—Profecías.

El abad decidió tomar un trago en lugar de decir algo para permitirle seguir y que revelara sus teorías.

—Pedí verte porque he oído que vosotros tenéis alguna relación con el arte de las profecías.

—Sí —respondió él con una sonrisa—, imagino que podría decirse eso.

—Entonces ¿las profecías se respetan en tu tierra?

—En la provincia de Fajín. Es de ahí de donde provengo. El obispo…

—¿El obispo?

—Hannis Arc. El obispo Hannis Arc es el gobernante de la provincia de Fajín.

—¿Y él cree que las profecías son importantes?

Ludwig se desplazó muy despacio por el sofá para acercársele y luego se inclinó hacia ella en actitud confidencial.

—Desde luego. Todos lo creemos. Yo reúno profecías para él, de modo que puedan guiarle en el gobierno de nuestro país.

—Como lord Rahl y la Madre Confesora deberían hacer.

Él encogió un hombro.

—Eso es lo que yo creo.

—Como creo yo también —repuso ella, a la vez que le servía más vino.

—Eres una gobernante prudente, Orneta.

En esta ocasión fue ella la que suspiró.

—Lo bastante prudente para saber que las profecías son importantes. —Posó una mano en el antebrazo del abad—. Es una gran responsabilidad liderar a un pueblo. Y creer en las profecías puede ser una creencia muy solitaria, a veces.

—Lamento oír eso… lo de que te sientas sola en tu creencia en las profecías, quiero decir. ¿Así pues, no tienes un rey?

La mujer negó con la cabeza.

—No, el deber ha sido mi compañero desde que ascendí al trono cuando me acercaba a la treintena, tras largos años de preparación para el puesto. Eso hace que me resulte difícil, bueno, que resulte difícil encontrar tiempo para mí misma, para disfrutar de la compañía de alguien que comparta mis creencias conmigo.

—Eso es una pena. Creo que el Creador nos dio la capacidad de sentir pasión por un motivo, tal y como nos dio la profecía por un motivo.

La frente de la mujer se crispó brevemente.

—Sí, he oído algo de lo que has mencionado a otros, algo respecto a vuestras creencias sobre que las profecías tienen una conexión con el Creador; sin embargo no veneráis al Creador. Eso parece una contradicción curiosa.

Ludwig tomó un sorbo para darse tiempo a poner en orden sus pensamientos.

—Bueno, ¿has hablado alguna vez con el Creador?

Orneta soltó una carcajada, llevándose las yemas de los dedos al pecho.

—¿Yo? No. Él jamás ha considerado que valiera la pena dedicar tiempo a hablarme.

—Exactamente.

La risa de ella se evaporó.

—¿Exactamente?

—Sí, el Creador lo creó todo. Todas las montañas, los mares, las estrellas en el firmamento. Él crea la vida misma. Crea todas las cosas vivas.

Ella adquirió un semblante más serio y se inclinó un poco hacia él.

—Sigue.

—¿Puedes imaginar a un ser capaz de hacer tales cosas? Quiero decir, de verdad, ¿puedes imaginar a un ser como el Creador? ¿Un ser que lo creó todo, y sigue creando nueva vida en cantidades incontables cada día? Cada nueva brizna de hierba, cada nuevo pez en el mar, cada nueva alma que nace al mundo. ¿Cómo podríamos nosotros, simples hombres, imaginar siquiera a un ser así? Ninguno de nosotros puede, realmente. Carecemos de un punto de referencia para la creación, partiendo de la nada, a tal escala cósmica. Por eso digo que el Creador tiene que estar más allá de lo que tú o yo podríamos ni remotamente imaginar.

—Supongo que tienes razón.

El abad se dio un golpecito en la sien con el dedo.

—Por lo tanto, si nuestras diminutas mentes humanas son incapaces de imaginar siquiera a un ser así, ¿cómo podemos conocerle? ¿O atrevernos a pensar que Él repara en nosotros individualmente? Y si no es posible que lo conozcamos, ¿cómo podríamos tener la osadía de venerarle? ¿Cómo podemos atrevernos a pensar que sabemos que Él desearía siquiera tal veneración? ¿Anhelas la veneración de las hormigas?

—Nunca lo he considerado de ese modo, pero entiendo lo que quieres decir.

—Por eso Él no te ha hablado… ni a ninguno de nosotros. El Creador lo es todo. Nosotros no somos nada. Somos motas de polvo a las que Él da vida, y luego, cuando morimos, nuestros cuerpos materiales vuelven a ser motas de polvo. ¿Por qué querría Él hablar con nosotros? ¿Te agacharías para hablar a una mota de polvo?

—¿De modo que no crees que al Creador le importemos? ¿No somos más que motas sin importancia para él?

—Creemos, en el lugar del que yo vengo, que al Creador sí que le importamos, pero en un sentido general… somos Su creación, al fin y al cabo… y por lo tanto sí nos habla, pero no directamente.

Orneta estaba absorta en el relato, y devolvió la mano al antebrazo de su invitado a la vez que se aproximaba más a él.

—¿De modo que piensas que Él realmente se preocupa por nosotros? ¿Y que por lo tanto nos habla de algún modo?

—Sí, mediante las profecías.

Un silencio sepulcral flotó en la habitación.

—¿La profecía es el Creador hablándonos?

—En cierto modo. —La lengua del abad asomó para humedecerle los labios, y a continuación este se inclinó hacia Orneta—. El Creador creó todas las cosas. Creó la vida misma. ¿No te parece que debería tener un interés en lo que ha creado?

—Sí, pero has dicho que no nos habla.

—No directamente, no de manera individual, pero sí que nos habla en cierto sentido. Creó vida, y también dio a algunos el don… la magia… como una vía para que la humanidad lo oyera. Él lo sabe todo… todo lo que ha sucedido y todo lo que sucederá. A través del don de la magia que dio a la humanidad, nos da las profecías como una ayuda para guiarnos.

Ella volvió a beber mientras lo meditaba. Tras un momento, su mirada regresó a él.

—Entonces ¿por qué no quieren lord Rahl y la Madre Confesora que conozcamos las profecías que el Creador en persona nos ha entregado para que nos sirvan de guía? Al fin y al cabo, los dos poseen el don.

Ludwig la miró enarcando una ceja.

—¿Por qué será?

Ella frunció aún más el entrecejo.

—¿Qué estás insinuando?

Él estudió su rostro un instante: realmente era una mujer atractiva. Un poco delgada, pero muy cautivadora, en realidad.

—Orneta, ¿quién tendría un interés en que no conociéramos las palabras de orientación que el Creador ha dado a la humanidad para ayudarnos a evitar peligros en nuestras vidas? ¿Esa orientación para que podamos vivir?

La mujer clavó la mirada a lo lejos un momento, reflexionando. La comprensión se abrió paso en su rostro. Volvió la mirada, con los ojos abiertos de par en par.

—El Custodio del inframundo… —musitó.