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mohler no alzó la vista para trabarla con la mirada firme de la mujer de ojos azules que lo observaba mientras él abría la puerta. Pocos tenían el valor para intercambiar la mirada con ella. Hannis Arc regresó a su escritorio a la par que el anciano escribiente cerraba la pesada puerta de roble revestida de hierro al salir.

Mientras se recogía la oscura túnica bajo las piernas para sentarse ante la mesa en su enorme sillón de cuero, vio de soslayo cómo las siete formas se deslizaban más cerca de él.

Las ondulantes vestiduras que llevaban irradiaban un rubor azulado en el que se apreciaba un suave destello. Avanzaron con fluida gracilidad, las ropas nunca inmóviles, dándole la impresión de que en realidad las contemplaba en otro lugar, que las veía en un mundo etéreo de constantes brisas.

De lejos, cada una parecía la criatura más elegante que hubiera existido jamás. En apariencia parecían hechas de aire y luz tanto como de carne y hueso. Cuando se deslizaron más cerca, imaginó que tenían todo el aspecto de unos buenos espíritus.

No obstante, sabía que eran cualquier cosa salvo buenos espíritus.

Seis de ellas se congregaron en el aire, oscilando igual que corchos en un estanque, mientras contemplaban cómo la séptima flotaba hacia él, acercándose por el otro lado del escritorio.

Cuando la figura se inclinó al frente, el obispo pudo ver por fin más allá del borde de la capucha que le cubría la cabeza la carne arrugada del rostro picado de viruelas de la mujer, las venas azules llenas de bultos, las verrugas y llagas que devastaban las deformadas facciones, los fragmentos colgantes de piel, los ojos del color de yemas de huevo podridas. La mujer le dedicó una sonrisa perversa que prometía un dolor y un padecimiento abrumadores en el caso de que así lo deseara.

Hannis Arc no se sintió en absoluto amedrentado. Más bien, estaba indignado ante una muestra de tan poco respeto. No intentó ocultar tal desagrado en la voz.

—¿Ha completado Jit las tareas que le di?

El ser posó una mano sarmentosa sobre el escritorio a la vez que se inclinaba hacia él. Con uñas largas y curvas, la piel abultada y encallecida, y las articulaciones huesudas, la mano tenía más bien el aspecto de una zarpa.

La mujer estaba lo bastante cerca como para haber hecho perder la calma a la mayoría de las personas, lo bastante cerca para paralizar de miedo a una víctima. Hannis Arc estaba tan poco amilanado por su aspecto como ella parecía estarlo por el suyo.

La voz del ser surgió como un siseo sobre seda:

—¿Osas venirnos con exigencias a nosotras, venirle con exigencias a nuestra ama?

Hannis Arc giró de repente el brazo y dejó caer de golpe su cuchillo con toda la fuerza de la que fue capaz, inmovilizando la mano desfigurada del espíritu sobre el tablero de la mesa. La mujer soltó un chillido que dio la impresión de que podría romper el cristal de todas las vitrinas y resquebrajar las paredes de piedra. Fue un alarido que el obispo pensó que debía de ser parecido a lo que surgiría de los arrastrados a las profundidades más oscuras del inframundo. Era el material del que están hechas las pesadillas que cobran vida.

Los brazos de las otras seis se agitaron enfurecidos, igual que banderolas en un vendaval. Descendieron en picado y rodearon a su compañera atrapada, llenas de incredulidad al verla inmovilizada, a la vez que emitían chasquidos para expresarse mutuamente su desconcierto en una lengua que sonaba igual que unos huesecillos de ave partiéndose.

—¿Sorprendida? —Enarcó una ceja—. ¿Sorprendida de que un cuchillo empuñado por un simple hombre pueda hacerte daño?

Ella soltó otro chillido que era lo bastante fuerte como para despertar a los muertos mientras volvía a dar tirones y a retorcer violentamente la mano inmovilizada en el tablero. Sus labios, de un negro azulado, se crisparon en un gruñido rabioso, mostrando los colmillos a la vez que se inclinaba hacia él. No sirvió de nada.

El pesado escritorio traqueteó y se bamboleó, las patas alzándose del suelo cada vez que ella daba un violento tirón al brazo, intentando liberarlo. Las otras seis criaturas culebrearon por el aire a su alrededor en comprensiva indignación. Cuando la agarraron para intentar liberarla, recibieron una sacudida del cuchillo que les recorrió todo el cuerpo, y se vieron obligadas a soltarse.

—¿Qué has hecho? —exigió saber la que estaba inmovilizada con una voz chirriante.

—¡Qué va a ser! Te he sujetado a la mesa. ¿No es evidente?

—¡Pero cómo!

—Justo ahora eso no debería inquietarte. Lo que debería importarte es reconocer que no soy un simple hombre y que lo más conveniente para ti sería mostrarme mucho respeto. Como has descubierto, poseo habilidades para manejar a seres como vosotras, arrogantes devoradoras de lagartijas. Eso va también por vuestra ama.

Los ojos de la criatura delataron confusión tras la abrasadora mirada de odio.

Hannis Arc sonrió sin humor.

—¿No os contó la Doncella de la Hiedra esa parte cuando os hizo salir de debajo de la tierra para servirla? Bueno —su sonrisa se ensanchó—, a lo mejor tenía sus razones. A lo mejor vosotras siete no erais en realidad lo bastante importantes para que eso le preocupara.

—Se te hará padecer por esto —replicó ella en un siseo.

—¿Acabo de decirte que es necesario que me muestres mucho respeto, y en lugar de eso me amenazas? —Se inclinó hacia la criatura, clavando una mirada iracunda en sus ojos desorbitados a la vez que asía el mango del hacha apoyada en el escritorio, junto a su pierna derecha—. Por esta ofensa, vas a perder la mano. Amenázame otra vez y perderás la existencia.

Alzó el hacha y la descargó con un veloz y potente balanceo. Esta cayó con un golpe sordo sobre la mesa, clavándose bien y cercenando la mano del espíritu a la altura de la muñeca. Libre, el ser giró en redondo, presa de un frenético dolor, y salió disparado en una ciega huida que lo llevó a rebotar en las paredes de piedra, volcar un atril que sostenía un libro y romper el cristal de una de las vitrinas.

La culebreante mano permaneció inmovilizada por el cuchillo, con la muñeca pegada a la hoja.

—¡Oh!, fíjate, has perdido un poco de tu preciosa sangre —dijo él burlonamente—. Bueno, eso sí que es realmente una pena.

Las otras seis retrocedieron a una distancia segura, o al menos a lo que creyeron que era una distancia segura, repentinamente cautas y temerosas.

Cuando el espíritu, sosteniendo el muñón del extremo del brazo, frenó un poco para mirarlo con odio, Hannis Arc le hizo una seña con un dedo, obligándolo a regresar. Vacilante, se aproximó al escritorio, con la cólera y el miedo deformando sus ya deformadas facciones. Él tomó nota de que, no obstante la furia que el ser experimentaba, no obstante su titubeo, este le había obedecido.

Le complació ver que empezaba a respetarle.

—No vuelvas a amenazarme jamás —le dijo en un tono letal—. ¿Comprendido?

La criatura echó una ojeada a su mano seccionada, inmovilizada sobre el escritorio.

—Ssssí.

—Ahora, responde a mi pregunta. ¿Ha completado tu ama sus tareas?

—Vigila a la persona que quieres que sea vigilada. Todavía espera a aquel al que ha convocado. Los perros lo conducen y se lo entregarán. —Alzó la mano que le quedaba, señalándolo—. Una vez que lo tenga, su tarea quedará finalizada y habrá terminado contigo.

—Ella vive en mi tierra y hará exactamente lo que yo diga, cuando lo diga, o perderá mi protección.

—Jit no necesita que la protejas.

—Sin mi protección, la Trocha de Kharga no sería un lugar donde estar a salvo de los medio persona. Se convertiría en la carne de sus estofados. Todas los seríais.

El espíritu hizo una pausa durante un momento, escrutando sus ojos.

—¿Los medio persona? Los medio persona no existen. Son simplemente un rumor de épocas muy remotas.

—¡Oh, los medio persona existen! De hecho, ¿sabías que fabrican armas extraordinarias? ¿Armas que pueden ser utilizadas contra los muertos?

—¡Bah! Chismorreos que corren por ahí, nada más.

Él enarcó una ceja.

—¿Y quién supones que hizo el cuchillo que sujeta tu mano al escritorio?

La siniestra mirada del espíritu descendió hasta el cuchillo que atravesaba su desmembrada mano antes de volver a contemplarlo con una mirada asesina. Pareció reconsiderar lo que iba a decir y en su lugar adoptó un tono de desafío.

—Los medio persona no son una amenaza para nosotras o nuestra ama. Incluso si de verdad existen, permanecen encerrados al otro lado de la muralla del norte como lo han estado durante miles de años.

Hannis Arc mostró un atisbo de sonrisa.

—Ya no.

La criatura hizo una mueca, dejando al descubierto sus colmillos.

—Otra mentira. Los medio persona no pueden traspasar la muralla del norte.

—No necesitaron hacerlo. Fui al otro lado de la muralla y caminé entre ellos, conversé con ellos. Escucharon, y al final eligieron someterse a mí como su soberano. Así que les abrí las puertas. Ahora cazan en las Tierras Oscuras… pero sólo donde les digo que pueden cazar, y a quien les digo que pueden cazar.

Ella estudió su rostro un momento.

—Cometes un error si crees que puedes controlar a los medio persona.

—Jit es quien haría mejor en preocuparse de no cometer errores.

—Jit puede protegerse —siseó el ser—. No necesita que la protejas, y tampoco lo necesitamos nosotras. Los medio persona no entrarían en la Trocha. Temen a Jit como temían a la muralla. Temen hollar la Trocha.

Las otras seis criaturas flotaron hasta la primera y la rodearon para reforzar tal punto de vista.

—¿Habéis estado al otro lado de la muralla del norte? —Él sabía que no habían estado, pues la muralla funcionaba desde hacía miles de años—. No sabéis nada de lo que ellos temen, y de lo que no temen. No cometáis el error de pensar que lo sabéis.

Hannis Arc liberó el hacha del escritorio de un tirón y gesticuló con ella.

—Ellos no cazan en la Trocha sólo porque les dije que se mantuvieran fuera de ella. Entrarían de buena gana en la Trocha de Kharga si yo les permitiera entrar…, en especial si les doy las extremidades incorpóreas de vosotras siete para sus pucheros.

Las siete retrocedieron como una sola y, sabiamente, permanecieron calladas.

—Todas vosotras, la Doncella de la Hiedra incluida, al igual que las gentes de las Tierras Oscuras, al igual que los medio persona del otro lado de la muralla del norte, sois mis súbditos. Todos vosotros vivís bajo mi gobierno. Todos me debéis lealtad si queréis seguir disfrutando de los privilegios que recibís a cambio.

La curiosidad de una de las criaturas venció a su cautela.

—¿Qué privilegios?

Hannis Arc ladeó la cabeza.

—Cuáles iban a ser, el privilegio de que se os permita vivir, por supuesto.

Ninguna de las siete cuestionó su respuesta.

—Decid a Jit que será mejor que haga lo que se le ordena. Transmitidle mis palabras. Decidle también que será mejor que se asegure de que sus espíritus muestran el respeto debido a su gobernante o a ninguna de ellas le quedarán manos con las que alimentarla.

Todas retrocedieron un poco más a la vez que sus rostros acusaban el miedo que sentían.

Súbitamente, giraron sobre sí mismas para irse.

—Será como has ordenado, obispo —dijo la que había perdido la mano—. Diremos a nuestra ama lo que has dicho.

—Ocupaos de que así sea.

Hannis Arc las observó mientras formaban ingrávidos remolinos y se deslizaban fuera de la habitación a través de las rendijas que rodeaban la gruesa puerta. Al salir, como Mohler antes que ellas, tuvieron buen cuidado de no intercambiar la mirada con la de la mujer que montaba guardia allí.

La ira de Hannis Arc todavía ardía. Subsanaría los agravios recibidos. El espíritu de su padre vería desde su santificado lugar en el inframundo cómo su hijo finalmente cumplía su venganza sobre la Casa de Rahl.

Era el despertar de un nuevo día en D’Hara, en más de un modo. Las eras de oscuridad bajo la Casa de Rahl estaban a punto de finalizar.

Richard Rahl estaba a punto de perder el poder. Estaba a punto de perderlo todo. Hannis Arc se ocuparía de ello. Y cuando lo hiciera, un pueblo atemorizado clamaría pidiendo un nuevo líder.

Finalmente se haría justicia.

Hannis Arc arrancó el cuchillo del escritorio, con la mano ahora flácida todavía clavada en él. Cuando lo alargó en dirección a la mujer de la puerta, esta avanzó hasta la mesa.

—Deshazte de esto, ¿quieres?

Cuando ella alargó la mano para coger el cuchillo, él lo retiró bruscamente.

—No, tengo una idea mejor. Colócalo en esa vitrina de ahí, para que las visitas lo vean.

La mujer vestida de cuero rojo mostró una lúgubre sonrisa.

—Desde luego, lord Arc.