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hannis Arc, que trabajaba en el tapiz de líneas que conectaban constelaciones de elementos del Idioma de la Creación inscritos en el pergamino cerúleo extendido entre el revoltijo de cosas de su escritorio, no se sorprendió al ver las siete formas etéreas ondular hacia el interior de la habitación igual que un humo acre empujado por un soplo de brisa. Lo mismo que una colección de siluetas espectrales de otro mundo aparentemente transportadas por aleatorios remolinos de aire, las siete figuras vagaron arracimadas entre las bestias disecadas que se alzaban en sus plataformas, el pequeño bosque de atriles de piedra que sostenían libros enormes de profecías anotadas y las vitrinas uniformemente espaciadas llenas de rarezas, cuyos cristales reflejaban la luz de las llamas que ardían en la enorme chimenea situada a un lado de la habitación.
Puesto que raras veces utilizaban las puertas, los postigos de las ventanas de la planta baja, varios pisos por debajo, estaban abiertos. Aunque con frecuencia preferían usar ventanas, en realidad necesitaban tan poco las ventanas como las puertas. Podían filtrarse a través de cualquier abertura, cualquier grieta, igual que el vapor que se eleva a primeras horas de la mañana desde las aguas estancadas dispuestas en oscuras franjas a través de las áridas planicies de turba.
Los postigos abiertos eran una declaración a la vista de todos, incluidas las siete figuras, de que Hannis Arc no le temía a nada.
Muchas personas en Saavedra, la ciudad que gobernaba la provincia de Fajín, situada en un amplio valle bajo la ciudadela, se encerraban en casa por la noche.
Todos los que vivían fuera en las Tierras Oscuras lo hacían.
Encerrarse por la noche por temor a lo que podría haber en el exterior era lo más sensato. Y si era bien eso era cierto para los que estaban en la ciudad, era doblemente cierto para los que vivían en las zonas más remotas. Existían peligros corpóreos en la noche, criaturas que cazaban con colmillos y garras, dignas de ser temidas. También había otras cosas a las que temer, cosas que uno raras veces veía llegar, hasta que era demasiado tarde.
Hannis Arc, sin embargo, no temía a las cosas que salían de noche. Doblegaba esos elementos, los dominaba, convirtiéndose él en la fuente de temor, no en su víctima. Amontonaba los ardientes carbones de esos miedos en los corazones de otros, de modo que siempre estuvieran listos para volver a llamear violentamente y servirle.
Hannis Arc quería que la gente lo temiera. Si lo temían, lo respetaban, lo obedecían, se inclinaban ante él; así que se aseguraba de que la gente no careciera nunca de motivos para temerlo.
No, a diferencia de la mayoría de las personas que habitaban en las Tierras Oscuras, Hannis Arc no se veía agobiado por temores. En su lugar, le movía una incesante cólera llameante, una cólera que era como algo vivo dentro de él. Esa cólera no dejaba espacio para que el miedo hallara dónde afianzarse.
Esa cólera omnipresente que residía en su interior era una estrella refulgente que guiaba siempre su camino. Estaba siempre allí para empujarlo, aconsejarlo, incluso reprenderlo, a la vez que le empujaba a subsanar grandes entuertos. La cólera era no tan sólo su constante compañera, era su amiga leal, su único amigo.
El resplandor de docenas de velas en el candelabro del extremo opuesto de la habitación osciló cuando los siete espíritus familiares se arremolinaron a su alrededor al pasar, como si se entretuvieran para cabalgar en los remolinos de calor que surgían de las llamas.
Mohler, el anciano escribiente encorvado sobre un libro enorme abierto sobre un atril, se irguió como si pensara que podría haber oído algo. Una de las siete formas refulgentes lo rodeó, arrastrando una mano que era como un zarcillo por su mandíbula. El hombre echó una mirada a su alrededor, notando el contacto, pero no pudo hallar su origen.
No podía ver a los espíritus familiares.
La mujer que montaba guardia cerca de las puertas podía.
Con dedos sarmentosos y artríticos, Mohler se tocó la mejilla; pero, cuando no consiguió encontrar ninguna causa para la sensación, su mano descendió al costado y devolvió la atención a la tarea de registrar las últimas profecías llegadas de la abadía mientras los siete espíritus ascendían en espiral hacia el techo abovedado para deslizarse a lo largo de los descomunales arcos de piedra y pasar, casi rozándolas, por debajo de las gruesas vigas, mientras inspeccionaban la lúgubre habitación iluminada por la luz de las velas.
—Te toca mover —recordó Hannis Arc al encorvado escribiente.
Mohler miró atrás un momento y vio que su señor lo observaba.
—¡Ah! Sí, así es —dijo a la vez que dejaba la pluma y abandonaba su trabajo en el enorme libro para acercarse, arrastrando los pies, al pedestal de piedra que sostenía el tablero dispuesto con piezas talladas de alabastro y de obsidiana.
Había tenido tiempo más que suficiente para considerar su siguiente movimiento. Había dispuesto de la mayor parte de la noche, de hecho. Hannis Arc no lo había presionado. Ya había calculado la serie de movimientos que el otro tenía a su disposición. Ninguno parecía ser una buena elección, aunque algunos no resultaban fatales con tanta rapidez como otros.
Con un titubeo, Mohler alargó la mano y movió una pieza de alabastro a otra casilla, retirando del tablero una pieza de un negro intenso que la ocupaba y depositándola a un lado. Era un movimiento que probablemente había meditado durante horas, una jugada que capturaba una pieza valiosa y lo colocaba en una posición muy amenazadora.
Hannis Arc se levantó y, con las manos enlazadas a la espalda, avanzó con aire resuelto hasta el tablero. Se acarició la demacrada mejilla con el nudillo del índice para dar la impresión de que la pérdida de su pieza lo había cogido por sorpresa y su siguiente movimiento requiriera consideración. No era así.
Avanzó un peón negro en dirección a las piezas blancas. Mohler había esperado justo ese movimiento y estaba preparado. Sin pensarlo con detenimiento tomó inmediatamente el peón, colocando su torre de alabastro en su lugar en una casilla que ahora colocaba a su adversario en peligro.
Hannis Arc esperaba tal impaciencia por parte del anciano escribiente. A diferencia de la mayoría de las personas, Hannis Arc no se veía atormentado por el defecto de la impaciencia. Había estado practicando la circunspección y la paciencia durante todo el día para justo ese momento, tal y como las había practicado durante décadas para otras cosas. Finalmente alargó la mano y con el pulgar y un fino índice deslizó una reina de obsidiana a la casilla donde el otro había colocado su torre, empujándola a un lado. Enganchó la pálida torre con el meñique y la retiró de la partida. Con mesurada calma depositó la pieza capturada a un lado.
—Jaque mate.
Con inesperada inquietud, la mirada de Mohler paseó veloz por el tablero, buscando la salvación. Sus pobladas cejas finalmente se enarcaron y suspiró con resignación.
—Así es. Me temo que he vuelto a demostrar ser un pobre rival para vuestra destreza, obispo.
—Déjame.
El hombre lo miró.
—¿Obispo? —Alzó una mano atrás, en dirección al libro—. No he terminado de anotar los informes.
—Se hace tarde. Me retiraré pronto. Puedes anotar el resto de los informes de la abadía por la mañana.
Mohler hizo una reverencia.
—Por supuesto, obispo. Como deseéis. —Empezó a alejarse pero entonces se paró y se volvió de nuevo—. ¿Necesitáis alguna cosa antes de que os deje? ¿Algo de comer o de beber?
Uno de los espíritus familiares describió una espiral alrededor del anciano, importunándolo. Mohler miró a su alrededor, casi notándolo, casi consciente de la presencia de aquel espíritu femenino. Al final se dio por vencido, atribuyendo probablemente la sensación a sus viejos huesos, y devolvió la mirada al obispo, aguardando los deseos de su señor.
—No. Querré revisar los últimos mensajes llegados de la abadía antes que ninguna otra cosa mañana por la mañana.
—Por supuesto, obispo —dijo el hombre mientras efectuaba otra profunda reverencia; se detuvo un instante, con la mano en el picaporte, y se volvió otra vez, como si leyera los siniestros pensamientos de su señor—. Obtendréis vuestra venganza, obispo. Os complacerá ver por las últimas profecías que vuestra paciencia será recompensada. Obtendréis vuestro legítimo puesto como gobernante de D’Hara, sé que lo obtendréis. La profecía parece darlo a entender.
Hannis Arc fulminó con la mirada al hombre, evaluando si estaba siendo servil o lo decía en serio. Vio el destello de esperanza en los ojos del escribiente y supo que era lo último. Algunos hombres necesitaban un puño de hierro para gobernarlos. Mohler era uno de esos, uno que se hallaba muy a gusto estando a la sombra de un gran hombre.
Más que eso, no obstante, Mohler conocía la cólera que ardía en su señor, y conocía la razón de esa cólera.
Al pensarlo, Hannis Arc fue visitado por un fugaz recuerdo que había acudido a él en incontables ocasiones, el discordante, irregular y fragmentado recuerdo de su padre siendo arrastrado al patio en plena noche, peleando cada centímetro del camino, mientras proclamaba su lealtad a la Casa de Rahl incluso cuando los fornidos soldados empezaron a apalearle; el recuerdo de estar aferrado a su madre antes de que esta retirara a toda prisa los delgados brazos infantiles de su cuerpo y lo metiera dentro de un banco de la entrada, cerrando la tapa antes de que los hombres volvieran a irrumpir dentro para arrastrarla afuera también a ella; del sonido terrible y singular del único y violento golpe de una maza pesada tachonada de púas al hundirle el cráneo a su hermana mayor mientras esta permanecía paralizada por el pánico; de los gritos y gruñidos de su madre mientras la apaleaban hasta matarla; de toda la sangre de la entrada, en los adoquines del patio; de la forma inmóvil de su hermana yaciendo en la entrada; de los cadáveres de sus padres sobre los adoquines; de los chillidos de los sirvientes que habían presenciado los asesinatos; de los gritos que se apagaban mientras huían en la noche temiendo por sus propias vidas.
De volver a asomar la vista por debajo de la tapa del banco y ver cómo unos soldados fuertemente armados saltaban sobre sus sillas de montar y se perdían al galope en la noche, una vez cumplidos los asesinatos encomendados.
De permanecer oculto en la oscuridad toda la noche, temblando de miedo por si volvían y le encontraban.
De horas más tarde, justo después de amanecer, cuando Mohler, un joven criado nuevo que había subido desde la ciudad para trabajar en la ciudadela, lo encontró escondido en el banco y lo sacó.
Todo ello porque Panis Rahl creía en poner fin a cualquier amenaza potencial a la Casa de Rahl antes de que tuviera una oportunidad de desarrollarse, y hacía que sus soldados mataran salvajemente a cualquiera que, real o supuestamente, pudiera representar una amenaza potencial a su reinado. Incluso aquel gobernante de poca importancia de la provincia de Fajín, en las lejanas Tierras Oscuras, que no había albergado ninguna particular animadversión hacia la reinante Casa de Rahl y siempre le había sido leal, era culpable de ser, algún día, una amenaza, y por lo tanto él y su familia debían morir por el delito de existir.
Pero con los sortilegios, como los llamaban, no se podía jugar. Incluso los que poseían el don temían sus poderes arcanos. Panis Rahl sabía que aquellos poderes y habilidades que moraban en las Tierras Oscuras podían ser una amenaza, pero al atacar al gobernante de la provincia de Fajín, había cometido un error. Había atacado antes de tiempo y a la generación que no tocaba.
Mientras el ardor de la cólera rugía en su interior, Hannis Arc supo que la amenaza al reinado de la Casa de Rahl esta vez era de lo más real. Él se ocuparía de que así fuera. Un Rahl jamás volvería a hacerle temblar de miedo. Se ocuparía de enmendar los agravios padecidos.
Se vengaría.
El que se dijera que ese nuevo lord Rahl, Richard Rahl, era distinto de Panis Rahl y en nada parecido a Rahl el Oscuro, que había conseguido superar a su padre en todos los aspectos criminales, le daba lo mismo a Hannis Arc.
Sanguinario como había sido Rahl el Oscuro, también había sido un hombre enloquecido por una obsesión, y puesto que Hannis Arc no había estado aún preparado para atacar, había desviado la atención de Rahl el Oscuro con un regalo que alimentase su obsesión: había dado a Rahl el Oscuro aquello que este deseaba más que nada en el mundo. Le había entregado una de las Cajas del Destino que durante muchísimo tiempo había estado escondida en las Tierras Oscuras. A Hannis Arc no le servía para nada una Caja del Destino, pero Rahl el Oscuro la había codiciado, y por lo tanto el regalo había comprado a Hannis Arc cierta autonomía, así como algunos favores útiles.
Por lo que había oído, la obsesión de Rahl el Oscuro había sido su perdición en última instancia y este había acabado siendo eliminado por su propio hijo, Richard. Que un Rahl matara a su padre no sorprendía a Hannis Arc.
A Hannis Arc no le importaba que Richard Rahl no hubiera interferido con el gobierno de las Tierras Oscuras ni exigido el pago de un tributo. Siendo el gobernante de D’Hara, podía hacerlo en cualquier momento que eligiera, como habían hecho sus antepasados.
Además, era un Rahl, y eso sólo sellaba su destino.
Ese nuevo lord Rahl había conducido al Imperio d’haraniano a una gran victoria, derrotando a una amenaza tiránica. Al hacerlo, había salvado inadvertidamente a Hannis Arc, el hombre que lo derrocaría.
El nuevo lord Rahl, igual que su padre antes que él, no tenía ni idea de las habilidades que Hannis Arc poseía, ni de los poderes con los que podía contar. Podría haber atacado antes, mientras Richard Rahl forjaba el Imperio d’haraniano y libraba una guerra para que este pudiera sobrevivir, pero entonces él habría tenido una guerra entre las manos y habría sido difícil sobrevivir al increíble poderío de la Orden Imperial.
En su lugar, se había quedado tranquilo, sin hacer nada, reservándose para el momento apropiado, trabajando en sus habilidades, y dejando que Richard Rahl librara la larga y difícil guerra. Hannis Arc incluso había enviado tropas a respaldar la campaña, como haría cualquiera que fuera leal al Imperio d’haraniano. Se había reservado y trabajado en sus planes. Ahora que la guerra había finalizado, la hora de vengarse de la Casa de Rahl había llegado.
Se decía del nuevo lord Rahl que era muy respetado, admirado e incluso amado por muchos. Era un hombre en la cima del poder, un héroe conquistador.
A Hannis Arc le complacía que el hombre fuera tan poderoso como lo era él. Eso haría que su caída fuera más dura, mucho más dura, y por lo tanto, la ascensión de Hannis Arc mucho más trascendental, mucho más satisfactoria.
Con todo, él sabía que limitarse a matar a un hombre como aquel no conseguiría nada, salvo convertirlo en un mártir. Convertir a Richard Rahl en un mártir no llevaría a Hannis Arc a gobernar el Imperio d’haraniano.
Sabía que no podía simplemente matar a un lord Rahl popular y esperar poder mudarse al Palacio del Pueblo y gobernar el Imperio d’haraniano. No sería tan sencillo. Al fin y al cabo, en su calidad de gobernante de una distante provincia, Hannis Arc era un desconocido para la mayoría de la gente.
Nadie respetaría su mandato. Aún no, por lo menos.
Hannis Arc necesitaba primero que la gente dejara de creer en lord Rahl, en su capacidad para protegerlos de sus legítimos miedos. Una vez que su gente dejara de respetarlo y lo rechazara, la pérdida del poder por parte de Richard Rahl sería muy rápida.
Sólo entonces, en ese momento de caos y pánico, D’Hara estaría lista para romper las ataduras con la Casa de Rahl y por fin abrazar a alguien que podría enfrentarse a sus temores respecto al futuro.
Mientras Rahl el Oscuro había estado obsesionado por las Cajas del Destino, y Richard Rahl había librado la larga guerra a favor del Imperio d’haraniano, Hannis Arc había estado trabajando en un medio para quitar a la Casa de Rahl del poder y ocupar él su lugar. Su paciencia por fin se había visto recompensada.
Ahora aquel objetivo estaba a su alcance. Tenía los medios.
—Tenlo por seguro, Mohler, gobernaré D’Hara —dijo en voz baja—. Ese día llegará más pronto de lo que jamás nos hemos atrevido a esperar. Los grandes engranajes del cambio han sido puestos en movimiento. Las piezas empiezan por fin a encajar, todo en mi provecho. No se me podrá detener. Pronto le haré el jaque mate a la Casa de Rahl.
—La profecía está de vuestro lado —dijo Mohler—. Sin duda, obispo, el Creador no está menos de vuestro lado. Siempre he creído que Él os ha protegido desde aquel día horrible en que fueron asesinados vuestros padres, porque tiene grandes cosas planeadas para vos. Os ha ayudado a ascender y a superar todos los obstáculos en vuestro camino. El Creador se ocupará, también, de que esto acabe sucediendo.
—Él nos revela mediante la profecía que es así.
—Espero con ansia, pues, un nuevo despertar fuera de la oscuridad, como la misma profecía ha pronosticado.
Lo que menos se imaginaba aquel hombre era que ya había habido un despertar surgido de la oscuridad.
Lo que menos se imaginaba aquel hombre era que los siete espíritus familiares femeninos acurrucados muy juntos en la zona más alta del techo, estaban observando, escuchando. Hannis Arc sabía que estos transmitirían cada palabra a la Doncella de la Hiedra.
—Pronto, obispo, gobernaréis D’Hara. Gobernaréis el imperio.