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richard volvió junto al grupo compuesto por funcionarios, alcaldes, regentes e incluso unos cuantos reyes y reinas de algunos de los territorios de lo que había sido la Tierra Central antes de que todos se unieran en el Imperio d’haraniano. Cuando Zedd y Kahlan lo acompañaron, Nathan guardó el libro bajo el brazo, adoptó la más amplia de sus sonrisas, y fue con ellos.

Nathan, por ser el único profeta vivo, así como un Rahl, era bien conocido por prácticamente todo el mundo en el palacio. Eso, y su temperamento extravagante, lo habían convertido en una especie de celebridad. Vestía en consonancia: una camisa con volantes y una capa verde muy a la moda; intrincados grabados cubrían la vaina de oro y la espada que colgaban de su cadera.

Richard pensaba que el que un mago con las habilidades de Nathan llevara espada tenía tanto sentido como que un puercoespín llevara un mondadientes para defenderse. Nathan afirmaba que la espada le daba un aspecto «gallardo». Disfrutaba de las miradas que recibía, que por lo general agradecía con una amplia sonrisa y, si las miradas procedían de una mujer, una profunda reverencia. Cuanto más atractiva era la mujer, más amplia tendía a ser la sonrisa. Las mujeres a menudo se sonrojaban, pero casi siempre le devolvían una sonrisa.

A pesar de estar rondando los mil años de edad, Nathan a menudo abordaba la vida con el júbilo y el asombro de una criatura. Era una forma de ser contagiosa que le captaba el favor de algunas personas. Otros, sin importar el temperamento a menudo afable del profeta, lo consideraban poco más o menos el hombre vivo más peligroso del mundo.

Un profeta podía decir el futuro, y en el futuro acechaban a menudo el dolor, el sufrimiento y la muerte. La gente creía que, si él así lo elegía, podía revelarles qué destino les aguardaba. No podía ni inventar las profecías ni hacer que sucedieran. Pero algunos todavía creían que podía. Por eso muchos lo consideraban peligroso.

Otros lo consideraban aún más peligroso por un motivo del todo distinto. Lo temían porque había habido épocas en que las profecías que había revelado habían iniciado guerras. Y, cómo no, había mujeres que se sentían atraídas por aquella aura de peligro que lo envolvía.

Cuando le preguntó por qué se molestaba en llevar una espada, Nathan había recordado a Richard que él también era un mago, y llevaba una espada. Richard alegó que también era el Buscador, y que la Espada de la Verdad estaba vinculada a él; que era parte de él, de su ser. La espada de Nathan era más ornamental. Nathan no necesitaba una espada para convertir a alguien en cenizas.

Nathan había recordado a Richard que, Buscador o no, y no importaba cómo lo formulara, Richard era mucho más letal que la espada que llevaba.

—Lord Rahl —preguntó un hombre bajo y robusto con una túnica roja a la vez que todos se congregaban más cerca—, ¿podemos saber si nos aguarda algún acontecimiento profético?

Muchos de los allí reunidos asintieron, aliviados porque se hubiera hecho por fin la pregunta, y se aproximaron un poco más. Richard empezaba a sospechar que las respuestas a tales preguntas eran las únicas cosas que realmente les interesaba escuchar de sus labios.

Paseó la mirada por todos los rostros ansiosos que lo observaban con atención.

—¿Acontecimiento profético? ¿Qué queréis decir?

—Bueno —dijo el hombre, efectuando un amplio gesto con el brazo—, con tantas personas con el don aquí, el Primer Mago Zorander, el profeta mismo, Nathan Rahl… —el hombre inclinó la cabeza en dirección a Richard—, y, no menos importante, vos, lord Rahl, que habéis más que probado a todo el mundo el extraordinario don que poseéis, sin duda debéis tener conocimiento de los más profundos secretos de las profecías. Todos teníamos la esperanza, puesto que estamos reunidos aquí, de que estaríais dispuesto a compartir con nosotros lo que las profecías os han revelado, lo que nos reserva el futuro.

Las personas allí congregadas expresaron su acuerdo en voz alta o asintieron mientras sonreían expectantes.

—¿Queréis oír profecías?

Asintieron cabezas y todos se aproximaron un poquitín más, como si estuvieran a punto de tener conocimiento de un secreto de palacio.

—Entonces prestad atención a lo que digo. —Richard indicó con un ademán la lóbrega luz gris que penetraba por las ventanas del extremo opuesto de la habitación. Todo el mundo echó una breve mirada por encima del hombro, luego volvieron a girar la cabeza, no fueran a perderse lo que Richard iba a decir.

»Va a haber una tormenta primaveral como no se ha visto en muchos años. Aquellos de vosotros que deseéis regresar a casa pronto deberíais hacer planes para partir de inmediato. Aquellos que se demoren demasiado quedarán dentro de poco atrapados aquí durante varios días.

Unas cuantas personas cuchichearon entre ellas como si Richard acabara de revelar los secretos de los muertos. Pero la mayoría de los que esperaban su mensaje sobre el futuro parecieron sentirse mucho menos impresionados.

El hombre grueso de la túnica roja sostuvo una mano en alto.

—Lord Rahl, si bien eso es fascinante, y estoy seguro de que completamente profético, y sin duda útil para algunos de los que estamos aquí, esperábamos oír hablar de cosas más… significativas.

—¿Como qué? —inquirió Nathan con una voz profunda que puso nerviosas a algunas personas del grupo.

Una mujer situada delante, vestida con capas de tonos dorados y verdes, forzó una sonrisa.

—Bueno —dijo—, esperábamos oír algunas auténticas palabras proféticas. Algunos de los oscuros secretos del destino.

Richard se sentía cada vez más incómodo.

—¿A qué se debe ese repentino interés?

La mujer pareció encogerse un poco ante el tono de su voz. Intentaba hallar las palabras cuando un hombre alto situado bastante más atrás se abrió paso entre la gente para adelantarse. Llevaba un sencillo abrigo negro con un cuello recto levantado, e iba abotonado hasta arriba, de modo que el cuello de la prenda quedaba casi totalmente cerrado a la altura de su garganta. Se cubría con un sombrero blando de forma cuadrada del mismo color.

Era el abad del que Benjamín había hablado a Richard.

—Lord Rahl —lo saludó el hombre a la vez que efectuaba una reverencia—, todos hemos oído advertencias de labios de personas que han sido dotadas con un elemento de presciencia en el flujo inexorable de los acontecimientos venideros. Sus sombrías advertencias nos tienen sumamente inquietos a todos.

Richard cruzó los brazos.

—¿De qué habláis? ¿Quién está viniéndoos con esas advertencias?

El abad paseó una mirada por sus compañeros.

—Pues ciertas personas en los territorios de los que procedemos. Desde que llegamos al palacio, a medida que hemos conversado entre nosotros, hemos descubierto que todos estamos oyendo advertencias funestas por parte de augures de todo tipo…

—¿Augures?

—Sí, lord Rahl. Adivinadores del futuro. Aunque viven en lugares distintos, en territorios distintos, todos hablan de visiones sombrías del futuro.

La frente de Richard se arrugó más.

—¿Adivinadores del futuro? No son auténticos profetas. —Señaló a su lado—. Nathan es el único profeta vivo. ¿Quiénes son esas personas a las que estáis prestando oídos?

El abad se encogió de hombros.

—Puede que no sean profetas, propiamente dichos, pero eso no significa que estén desprovistos de habilidades. Gentes versadas en la capnomancia han visto advertencias calamitosas en sus lecturas del humo sagrado. Arúspices han hallado presagios alarmantes en entrañas de animales. —El hombre extendió las manos—. Esas clases de personas, lord Rahl. Como os he dicho, adivinadores del futuro.

Richard ni se había movido.

—Si esas personas poseen tanto talento y conocen el futuro y todo eso, ¿por qué me preguntáis a mí por él?

El hombre sonrió, disculpándose.

—Poseen talentos, pero no comparables con los vuestros, lord Rahl, o con los de estas personas extraordinariamente dotadas con el don de las que os rodeáis. Valoraríamos poder oír lo que sabéis sobre advertencias ominosas en las profecías para que podamos llevar lo que nos digáis a nuestros países. Por lo que hemos estado oyendo, nuestras gentes están intranquilas y esperan que regresemos con noticias proporcionadas por los que viven en el palacio. Una tormenta primaveral, si bien es algo digno de atención, no es lo que nos preocupa más. Son los rumores y advertencias que todos hemos oído lo que nos inquieta.

Richard fue incapaz de disimular su mirada iracunda mientras permanecía ante el silencioso corro que lo observaba.

—¿Vuestra gente quiere saber lo que lord Rahl tiene que decir sobre el tema?

Hubo gestos de asentimiento por todas partes. Algunas personas volvieron a atreverse a avanzar un poquitín.

Richard dejó caer los brazos y se irguió en toda su estatura.

—Digo que el futuro es aquello que uno hace, no lo que alguien dice que será. Vuestras vidas no están controladas por el destino, ni fijadas en algún libro, ni las desvela el humo, ni quedan expuestas en un retorcido montón de intestinos de cerdo. Deberíais decir a la gente que deje de preocuparse por las profecías y que se concentren en crear su propio futuro.

Nathan carraspeó y dio un paso al frente.

—Lo que lord Rahl quiere decir es que las profecías están dirigidas a los profetas, a aquellos con el don. Únicamente los que poseen el don pueden comprender las complejidades que hay implicadas en una profecía genuina. Tened la seguridad de que nos preocuparemos de tales cosas para que no tengáis que hacerlo vosotros.

Algunos de los presentes parecieron pensar, de mala gana, que aquello tenía cierto sentido. Otros no estaban satisfechos. Una mujer delgada, una reina de alguno de los países de la Tierra Central, tomó la palabra:

—Pero las profecías tienen como misión ayudar a las personas. Se ponen por escrito de modo que esas palabras obtenidas mediante el don acudan a través del oscuro túnel del tiempo para ser de utilidad a aquellos de nosotros a los que afectarán esas profecías. ¿De qué sirven las profecías si a las personas no se las informa de lo que dicen sobre su destino? ¿De qué sirve el don de la profecía si no es para ayudar a la gente? ¿Qué valor tienen las profecías si se mantienen en secreto?

Nathan sonrió.

—Puesto que no sois una profeta, majestad, ¿cómo podéis saber que existe una profecía que es relevante, una de la que sería necesario que estuvierais informada?

La soberana jugueteó con un largo collar de piedras preciosas, cuyo extremo estaba situado en algún punto en el interior de su escote.

—Bueno, supongo que…

Richard posó la palma de la mano izquierda sobre su espada.

—Las profecías causan más problemas de los que remedian.

—Nos hemos topado con profecías sumamente aterradoras —dijo Kahlan a la vez que se colocaba junto a Richard, atrayendo la atención de todos— que hablaban específicamente de Richard y de mí. De haber seguido las sombrías advertencias que había en esas profecías, hecho lo que decían que debía hacerse para conjurar el desastre, ello habría acabado significando no sólo nuestra destrucción sino la destrucción de toda la vida.

»Si hubiéramos hecho lo que ahora vosotros deseáis hacer, y escuchado las palabras de esas profecías terribles, ahora estaríais todos muertos en el mejor de los casos, o peor, seríais esclavos en manos de amos despiadados. Al final esas profecías resultaron ser verdad, pero no del modo en que parecía que lo eran. Las profecías son sumamente peligrosas en las manos equivocadas y no están pensadas para ser tenidas en cuenta tal y como suenan.

—Así pues, ¿lo que decís es que no se nos puede confiar el conocimiento de nuestro propio futuro? —Había un deje afilado en la voz de la reina.

Richard vio el destello de cólera en los ojos verdes de Kahlan y contestó antes de que ella pudiera hacerlo.

—Lo que decimos es que el futuro no está fijado. Vosotros construís vuestro propio futuro. Si creéis que conocéis el porvenir, eso cambia el modo en que os comportáis, cambia las decisiones que tomáis, cambia cómo vivís y cómo hacéis planes para vuestro futuro. Tales elecciones irreflexivas podrían ser ruinosas. Es necesario que actuéis en vuestro mejor interés racional, no basándoos en lo que pensáis que las profecías dicen que os aguarda.

»El futuro, al menos en su mayor parte, no está fijado en las profecías. Dónde y cómo las profecías pueden ser válidas no es algo que pueda ser comprendido por cualquiera.

Si bien eso no satisfizo por completo a la gente, sí que apagó un poco su entusiasmo por conocer algunos presagios jugosos.

—Las profecías tienen significados —dijo Nathan—, pero sólo pueden desentrañarlos aquellos dotados para tales cosas, y puedo deciros que estos no se revelan en un montón de tripas.

Al ver la vacilación en los allí congregados, Cara, vestida con su traje de cuero blanco, se acercó para colocarse a la izquierda de Richard.

—Los d’haranianos tienen un dicho: lord Rahl es la magia contra la magia; nosotros somos el acero contra el acero. Él nos ha demostrado eso a todos con creces. Dejémosle la magia a él.

Procediendo de una mord-sith, aquellas palabras tenían una escalofriante irrevocabilidad.

La multitud pareció comprender que estaban no tan sólo invadiendo áreas que no eran de su incumbencia, sino sobrepasando límites. Un tanto avergonzados, hablaron en voz baja entre ellos, conviniendo unos con otros en que tenía sentido que quizá debieran dejar tales cuestiones a aquellos que estaban mejor preparados para ocuparse de ellas. Todos parecieron relajarse un poco, como si acabaran de apartarse del borde de un abismo.

Con el rabillo del ojo, a su derecha, Richard vio la túnica azul de una de las camareras acercándose por el lado izquierdo de Kahlan.

La mujer posó con delicadeza la mano izquierda sobre el antebrazo de la Madre Confesora como si quisiera hablar con ella confidencialmente.

Eso, más que ninguna otra cosa, fue lo que atrajo la atención de Richard. La gente no se aproximaba sin más y posaba una mano sobre la Madre Confesora.

Cuando la mujer se dio la vuelta en dirección a Kahlan, Richard vio la expresión angustiada de sus ojos, y la sangre que descendía por la parte delantera de la túnica.

Richard estaba ya en movimiento cuando vio el cuchillo en su otra mano, efectuando un amplio giro en dirección al pecho de Kahlan.