En el plazo de pocos días tuvo lugar otro entierro, pero este fue muy distinto al de Greta. El humo todavía pendía sobre ellos, con su olor penetrante, y, en ese tiempo, el viento del lago no había sido capaz de llevárselo del todo, pero la gente no se detuvo ante la nueva tumba en silencio, ni aliviada por dentro, sino que mostró auténtico luto y se pronunciaron infinidad de discursos. Precisamente eran los más jóvenes los que siempre habían sentido algo de temor ante la manera hosca de ser de Jule. Pero eso no había menoscabado el profundo respeto que sentían por ella, respeto ante una mujer que era de los primeros pobladores de la colonia, que había sido capaz de curar varias enfermedades y heridas, y que al final, había conseguido fundar una escuela en medio de la nada.
Sin duda había sido una mujer curiosa, con una vida muy distinta a la de los demás, que hablaba y se comportaba de forma diferente a lo que se esperaba; pero Jule era mucha Jule: no solo un bastión de la comunidad, sino un pilar muy importante, y ahora su ausencia dejaba un vacío que no se iba a poder llenar rápidamente.
En la comida que se organizó a continuación, Christine Steiner dijo unas palabras elogiosas sobre la mujer con la que se había pasado la vida peleando y discutiendo, y cuya muerte la había hecho parecer mucho más vieja de la noche a la mañana: su voz temblaba de manera evidente y, en varias ocasiones, tuvo que interrumpirse porque los sollozos se tragaban sus palabras. Con todo, cuando Annelie quiso indicarle que ya había hablado suficiente, ella le respondió de un modo tan hosco que la hizo parecerse a la mismísima Jule y exigió continuar con su discurso hasta el final.
Cuando Poldi examinó a su madre, se sintió conmovido. Por mucho que ahora estuviera sufriendo la muerte de Jule, mañana —y de eso estaba seguro su hijo—, su madre enderezaría la espalda, alzaría el mentón y continuaría haciendo lo que siempre había hecho. Después del accidente de su padre, después de la muerte de su hijo Lukas o después de que su otro hijo, Fritz, se hubiera marchado del pueblo. Sí, y también asumiría con valentía que él, su hijo más joven, hubiera hecho algo deshonesto. En los últimos años, había ido perdiendo las fuerzas y quizá también algo de la alegría de vivir, pero jamás le había faltado voluntad para preservar su propia dignidad e ir por la vida con la misma confianza en sí misma que Jule.
Poldi suspiró, sin saber si él también podría arreglárselas y soportar aquellas miradas recelosas, burlonas o despectivas que los demás le lanzaban. También Barbara las notaba.
Ella no había deseado ausentarse del entierro de Jule, pero cuando llegó la hora de la comida fúnebre desapareció sin que nadie se diera cuenta. Y aunque a Poldi el estómago le gruñía, de repente perdió el apetito. Corrió tras Barbara y no le importó que todos lo vieran.
«¡Qué más da! —pensó—. Nuestra reputación ya está arruinada».
Barbara caminó en dirección al bosque sin darse la vuelta ni una sola vez; era un camino que había recorrido con frecuencia: hasta hacía poco, para ir a encontrarse a escondidas con él, pero ahora lo hacía para estar sola.
Por un instante, Poldi vaciló, dudoso sobre si debía molestarla y seguirla, pero cuando se aproximó al límite de las tierras de cultivo, echó a correr tras ella.
—¡Barbara!
Ella siguió caminando con prisa, como si no lo hubiera oído. Poldi la alcanzó.
—¡Barbara! Tenemos que hablar.
Al final, ella se detuvo.
—¿Sobre qué?
Barbara lo miró y la expresión de su cara lo asustó. Sus ojos marrones ya no brillaban, estaban como muertos. En sus mejillas, en lugar de los hoyuelos que tanto lo habían fascinado siempre, había unas profundas arrugas. Sus movimientos eran ágiles, como siempre, y aún tenía una buena mata de pelo sin canas. Y aunque no parecía vieja —por lo menos no tan vieja como Jule o como su madre—, estaba como rota.
—Tenemos que hablar sobre qué vamos a hacer en el futuro —le dijo Poldi, y su voz sonó temerosa.
—Creo que es mejor que hables con Resa.
—Cuando le dije que iba a levantar de nuevo nuestra casa, me respondió que de todos modos ella no iba a pisarla nunca más.
—¿Y entonces dónde va a vivir?
—Christl le ha ofrecido alojamiento —dijo Poldi, y arrugó la frente.
«¡Precisamente tenía que ser Christl!».
Barbara asintió mostrando su aprobación.
—Eso está bien. La vida continuará para ella… de algún modo.
Barbara se dio la vuelta. A Poldi le llegó el penetrante olor de las araucarias. Mientras él viviera, ese olor sería para él el olor de Barbara, el olor de su amor, el olor de su placer. Tal vez no había habido entre ellos suficiente amor, sino solo placer.
—¿Y qué va a ser de nosotros? —preguntó Poldi.
No sabía a ciencia cierta qué esperaba, si una reconciliación con Barbara, con Resa, o si tan solo esperaba sacar las fuerzas necesarias para vivir con el hecho de no tener ninguna de esas dos cosas.
—He vivido todos estos años a costa de mi hija.
—Bueno, no podíamos hacer otra cosa…
—¡Por supuesto que podíamos hacer otra cosa! —le salió de la boca—. ¡Pero no quisimos hacer otra cosa! —ella hizo una pausa y luego continuó, con voz más moderada—. Tal vez nos hubiera destruido luchar contra ello, por lo menos al principio. Pero más tarde… Después tuvimos oportunidad de ponerle fin. Tras la muerte de Tadeus, sobre todo… —Perdida en sus pensamientos, Barbara se contuvo—. ¡Pero ahora, Poldi, ahora todo ha acabado!
Él no la contradijo.
—Pareces mortalmente infeliz.
—Lo soy. Pero no te preocupes. En algún momento podré cantar otra vez. En algún momento podré reír. Aunque no contigo. Nunca podré hacerlo contigo de nuevo.
Poldi bajó la cabeza y, para su asombro, no solo sentía una gran aflicción, sino también alivio. Todo lo que ella le decía le causaba dolor, pero sabía que tenía razón y agradecía que ella lo dijera. Él, por sí solo, jamás habría podido tomar esa decisión.
—¿Qué vas a hacer? ¿Dónde piensas vivir? —preguntó él al cabo de un rato.
—Asumiré la escuela de Jule. Es su legado y lo preservaré con la ayuda de Annelie. Al principio no será fácil, me mirarán como a una apestada. Pero también a Jule la miraron a veces con desprecio y ella siguió su camino con determinación. Espero ser al menos la mitad de fuerte que ella.
Entonces Barbara se giró por completo y se adentró en el bosque. Esta vez Poldi no la siguió, estuvo mirándola, lleno de tristeza, hasta que la mujer desapareció entre la oscura maleza.
Durante un tiempo, Elisa estuvo parada ante la casa que había pertenecido a Greta y a Cornelius, ahora totalmente en ruinas. El techo se había quemado por completo y se había venido abajo, pero las paredes solo se habían ennegrecido. Por último, se obligó a escarbar entre los escombros, a pesar del hedor penetrante, para ver si encontraba algo que todavía se pudiera usar, algún utensilio o una herramienta. Para revolver las cenizas utilizaba un gran palo de madera, que, al poco tiempo, estaba ya negro de hollín.
«Emilia —se dijo jurándose resistir—, lo hago por Emilia».
La chica se había pasado el día anterior desesperada. No solo la afectaba la muerte de su madre, sino haber comprendido de un modo tardío que ya no poseía nada, solo lo que llevaba puesto. Elisa le había dado alguna ropa, pero eso no bastaba. Había dicho que se metería entre los escombros de la casa para rescatar algunas cosas, pero parecía tan abatida que Elisa había decidido, finalmente, hacerlo en su lugar.
Después de mucho rato, pudo encontrar, debajo de un montón de escombros carbonizados, un único plato intacto. Lo recogió del suelo y lo contempló. Aquella casa, en sus pensamientos, siempre había sido la de Greta; pero ahora, cavilando, se daba cuenta de que también Cornelius había vivido allí muchos años de su vida y que no solo Emilia había perdido todos sus recuerdos, sino también él.
De repente vio que no podía seguir. Con el plato apretado contra su cuerpo, caminó entre las ruinas aún candentes y, un trecho más allá, se dejó caer al suelo sobre la hierba. Hasta ahora había conseguido evitar pensar en Cornelius, pero ahora sus deseos de verlo la superaron. Cuando miró a su alrededor, no solo sufrió porque él no estaba allí, sino también porque no quedaban huellas suyas ni nada que lo recordara.
Él, probablemente, no derramaría lágrimas por la pérdida de aquel hogar que había compartido con Greta; la colonia del lago Llanquihue había sido siempre más cosa de Elisa que suya, pero aunque él no lamentara aquella pérdida, ella sí que la lloraba. Y no se trataba solo de la casa, sino del hecho de que no tuvieran nada en común, de que no hubieran construido nada juntos. Claro, los unía Manuel y el amor que se profesaban, pero no el amor por aquella tierra.
Él nunca había compartido ese amor, y jamás lo haría. Cuando Elisa pensaba en las horas felices que habían pasado juntos, no se veía con él en el lago Llanquihue, sino en el barco, en un lugar impreciso en medio del enorme océano, lleno de peligros y de retos y, al mismo tiempo, lleno de esperanzas y expectativas. Un lugar donde nada estaba sellado, sino que todo permanecía abierto. Sí, ella había salido de viaje con Cornelius, pero había llegado allí completamente sola y esta patria, que a ella tanto le había servido de apoyo, ahora que él no estaba, parecía vacía.
Las lágrimas rodaron por su cara y trazaron unas marcas a través de la capa de hollín. Cuando oyó unos pasos, se las enjugó rápidamente, con lo cual la cara se le tiñó aún más de negro. Annelie la había seguido hasta allí.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó, y miró con escepticismo el plato—. Vaya —dijo examinando las ruinas—. Aquí no se podrá construir una casa nueva hasta que el hedor se vaya. Manuel y Emilia deberían vivir aquí, además…
En realidad, Elisa estaba decidida a no dejar entrever su dolor, pero ahora creyó que iba a asfixiarse si no hablaba con alguien sobre lo que la abrumaba.
—Pero Cornelius no va a vivir aquí —dijo—. Emilia le ha escrito contándole lo sucedido y la noticia pronto llegará a Valparaíso; y sin duda regresará, pero solo lo hará por un breve tiempo… Siempre lo hará por un breve tiempo.
Annelie se le acercó.
—Bueno, ahora que Greta ha muerto…
Elisa suspiró. Ella le había prometido a Cornelius que la verdad no saldría a la luz, pero a Annelie, que a fin de cuentas lo sabía todo, que sabía que Manuel era hijo de Cornelius, le había contado cuál era el verdadero origen de Emilia.
—La muerte de Greta cambia muchas cosas, pero no todo —le dijo Elisa en voz baja.
—Cornelius querrá preservar la reputación de Greta. Jamás revelará por qué se casó realmente con ella. Y jamás reconocerá la paternidad de Manuel. Por Emilia. No creo que haya un futuro para nosotros… Y mucho menos aquí, donde estaríamos expuestos a las habladurías de la gente, a sus sospechas, y donde él jamás encontró un hogar.
—En ese caso, tienes que marcharte de aquí —le dijo Annelie sin más.
—¡Pero esta es mi patria!
—Puedes encontrar otra con él.
Elisa meneó la cabeza.
—¡Este sitio siempre ha sido importante para mí! —exclamó ella—. Yo siempre luché por lo que poseemos. ¡Hace justo un par de días, cuando todo amenazó con quemarse, defendí con todas mis fuerzas la casa que Lukas construyó para nosotros!
—Pues precisamente por eso… —murmuró Annelie—. ¡Precisamente por eso debes irte! ¡Y puedes hacerlo! ¡Porque has luchado bastante! ¡Porque has demostrado lo trabajadora que eres!
—¿Crees que es eso lo que siempre me ha dado impulso? ¿Demostrarle a mi padre que yo, siendo mujer, contaba tanto como si fuese un varón? Y todo a pesar de que él lleva mucho tiempo muerto.
—No, no lo creo —respondió Annelie rápidamente—. No creo que haya sido solo eso. Creo que la fuerza te la dio la tierra que tú misma araste, en la que sembraste y cosechaste tus propios alimentos y que luego alimentó a tu ganado. Eso te dio la fuerza para vivir sin Cornelius. Pero esa fuerza, Elisa, ya no la necesitas. Ya no existe esa pena que has tenido que ocultar. Ya no necesitas consuelo para tu insoportable renuncia.
Elisa se soltó y se alejó unos pasos. No quería que Annelie le viera la cara mientras sus palabras hacían efecto. Se agachó y, una vez más, empezó a escarbar el suelo, pero no en busca de algo útil, como antes, sino sumida en sus pensamientos. Siempre le había hecho bien sentir la tierra desnuda bajo sus manos. Pero ahora lo que tenía bajo ellas no era tierra, sino cenizas.
¿Acaso no había una señal mejor de que aquel ya no era su mundo?
—Ya estoy vieja —dijo en voz baja—. Ya estoy muy vieja.
Annelie sonrió.
—No tan vieja. Aún eres lo bastante joven para amar y ser amada. Aún eres lo bastante joven para ser feliz. Greta estuvo a punto de matarte. ¡Qué hayas sobrevivido has de verlo como un nuevo comienzo!
Elisa ya no miraba hacia la casa quemada, sino al lago, al Osorno. El aire estaba brumoso. La cumbre apenas se destacaba en el cielo.
—Alguien debe quitar estos escombros de aquí —dijo en voz baja.
—Sí —dijo Annelie—, claro…
Elisa se alejó de las ruinas. Hasta hacía muy poco ella habría sido la primera en subirse las mangas y ponerse manos a la obra para erigir allí una casa nueva. Pero de repente supo que esta vez no iban a contar con su ayuda.