El médico había examinado las heridas de Manuel y de Emilia, pero no había encontrado ninguna lesión grave. Cuando regresaron, estaban, sobre todo, muertos de hambre y a diferencia de cómo se habían comportado antes, cuando aún se vanagloriaban de la espectacular fuga de Emilia, los dos jóvenes se mostraron silenciosos y apocados.
No lo admitieron abiertamente, pero de algún modo parecían aliviados por que aquella aventura hubiera llegado ahora a su fin y pudieran regresar a su hogar.
Cuando Elisa miraba a Manuel, ya apenas veía nada en él de aquel chico rebelde y protestón que siempre estaba lamentando la estrechez de la aldea, sino a un joven reflexivo que había chocado dolorosamente con sus propios límites.
¿Cuánto más duraría esa contención? ¿Cuándo despertaría de nuevo la vieja inquietud?
Elisa no lo sabía, solo sabía que el afecto y la confianza que ambos chicos se profesaban eran auténticos y profundos.
A pesar de todas las preocupaciones, ella se alegraba por ambos, le alegraba que ya no hubiera ningún impedimento para que se casaran. Y de inmediato Elisa apartó la idea de que Emilia —hija de un acto incestuoso, por lo que tal vez no estuviera del todo sana— no fuera la mujer adecuada para su hijo.
Pero ¿qué sería de ella y de Cornelius?
Veía que él también se había quedado pensativo y que pareció visiblemente aliviado cuando Fritz le preguntó por Quidel.
—Oí hablar de él, por última vez, hace cinco años. Por entonces todavía comerciaba con sal. Espero que le vaya bien. Aunque no estoy seguro de que así sea.
—¡Ese maldito Saavedra! —exclamó Fritz.
Emilia alzó la cabeza.
—¿Quién es Saavedra?
En ese instante, la joven se ruborizó, como si comprendiera que con esa pregunta ponía en evidencia su ignorancia, ella, que unos días atrás se había atrevido a escapar para iniciar una nueva vida con Manuel.
Elisa no tuvo más remedio que sonreír. También ella había sido así en una época, inexperta y, al mismo tiempo, arrojada y precipitada cuando se trataba de hablar o preguntar. Recordó cómo había confundido con nieve la costa de la Tiza inglesa y cuánto se había avergonzado por ello. Al final, los dos habían terminado riendo, Cornelius y ella. La melancolía se apoderó de Elisa cuando evocó en su mente la imagen de ambos en la cubierta del Hermann III.
—Saavedra es un general chileno —le explicó Cornelius— que desde hace años intenta desplazar a los mapuches de sus regiones. Primero mandó erigir postes de demarcación limítrofe en sus territorios; y a continuación ha ido ocupando cada vez más territorios y poblándolos con españoles. Los mapuches estaban tan desesperados que hasta eligieron un rey, pero no un hombre de su propio pueblo, sino un aventurero francés llamado Orélie-Antoine de Tounens. Ese hombre vivió mucho tiempo con ellos y les prometió que abogaría por sus derechos. Pero no tenía ningún poder para contrarrestar a Saavedra. Hace unos diez años, el general chileno empezó una auténtica guerra de exterminio. Mandó asesinar a los hombres de un modo sistemático, raptó a sus mujeres y a sus niños. El frío, el hambre y las epidemias hicieron el resto y diezmaron a los mapuches.
Fritz sacudió la cabeza en un gesto de indignación.
—Espero, de verdad, que Quidel y los suyos hayan encontrado un lugar seguro donde poder vivir en paz —dijo en voz baja.
Todos se sintieron afectados por la historia y, en silencio, pusieron fin a la cena.
Más tarde, Fritz les habló de los muchos médicos alemanes que habían llegado después de que se fundara el hospital alemán de Valparaíso, gente con un pensamiento muy avanzado: ya en 1840 se había hecho la primera intervención quirúrgica con anestesia. El hospital se encontraba en una elevación bien ventilada, y él había estado allí muchas veces en calidad de farmacéutico.
—Pero ahora ya no trabajas como farmacéutico, sino más bien para un periódico, ¿no? —le preguntó Elisa—. ¿No lo echas de menos?
—¡Qué va! —exclamó Fritz con cierto tono desenfadado que Elisa no conocía—. El tiempo va y viene, y con él, las cosas que uno hace.
Emilia bostezó; también Manuel parecía exhausto, pero antes de que Fritz se pusiera en pie y los condujera hasta sus habitaciones, les dijo aquellas serias palabras que Elisa y Cornelius habían querido evitar toda la noche.
—En este mundo solo sobrevivirá quien más sepa sobre él —empezó diciendo en tono aleccionador—. No solo es terrible lo que os ha sucedido, sino también que no lo hayáis visto venir y que no os hubierais preparado de manera adecuada para ello.
Emilia se sonrojó, pero Manuel alzó la cabeza con gesto obstinado y arrogante.
—¿Es que acaso las jóvenes tienen que contar siempre con que las secuestren y las arrastren a un burdel?
Fritz frunció el ceño.
—No, eso quizá no. Pero lo que no sabéis es que desde hace meses Chile está en guerra con Perú. Allí donde vivís, junto al lago, apenas os enteráis de nada y, hasta ahora, también Valparaíso se ha librado de los combates, pero el ejército recluta hombres en cada esquina y no siempre los consigue de manera voluntaria.
—¿Una guerra? —preguntó Emilia, horrorizada.
—Empezó cuando Chile ocupó la región de Antofagasta, que pertenece a Bolivia. Perú, por su parte, era un aliado de Bolivia y por eso intervino —les explicó Cornelius.
—Pero aparte de la guerra —continuó Fritz con tono severo—, en Valparaíso viven muchos pobres. Hace unos años, varios bancos fueron a la quiebra, y las exportaciones de cobre disminuyeron. Muchos chilenos se quedaron sin trabajo. Algunos emigraron y otros se unieron en bandas de ladrones. El mundo no es un sitio seguro en ninguna parte, pero aquí lo es menos. Eso es algo que debéis saber.
Emilia se había puesto, entretanto, roja como un tomate, e incluso Manuel había vuelto a bajar la cabeza.
Fritz se ahorró nuevas prédicas y los llevó a los dos a sus camas.
Elisa y Cornelius se quedaron allí sentados, a suficiente distancia. Hasta hacía un momento ella se había sentido a gusto, relajada, pero ahora la embargaba de nuevo la desesperanza.
—¿Y ahora…, ahora qué va a pasar? —balbuceó.
—Yo no puedo regresar —salió de Cornelius—. Sencillamente, no puedo. No aguanto más esta vida de mentiras… y a Greta mucho menos. Tal vez no debería pensar así, tal vez le debo eso a Emilia, a fin de mantener la paz familiar. Pero ella ya es casi una adulta y tiene a Manuel. Ellos dos serán felices, y yo iré a visitarlos. Pero no puedo seguir viviendo en la región del lago.
—¿Y dónde vas a vivir entonces? —preguntó Elisa con voz asfixiada. Ella lo entendía muy bien, demasiado bien, y ahora atisbaba lo mucho que le tenía que haber costado mantener en pie esa mentira durante tantos años y haber quedado expuesto a los caprichos y cambios de humor de Greta; sin embargo, a Elisa se le partía el corazón cuando pensaba que tendría que regresar sin él.
—En los últimos años me he dedicado más al comercio que a la agricultura, y lo primero siempre me ha gustado más. Conozco a mucha gente, tengo contactos. Tal vez pueda trabajar para la Casa Comercial de Alemania en Valparaíso. Con la ayuda de Fritz… —Cornelius se interrumpió—. Os acompañaré hasta Valdivia, pero luego regresaré aquí. Claro que seguiré ocupándome de Emilia y de Greta, iré a verlas con regularidad, pero ahora que Emilia va a casarse, ya no volveré a vivir con Greta. —A continuación, hizo una pausa—. Elisa —dijo de repente con voz ronca—. Quédate conmigo.
Él no añadió nada más, pero ella supo lo que estaba pensando: «Quédate conmigo, de lo contrario, no tendremos ninguna posibilidad de estar juntos».
En la región del lago no podrían dar rienda suelta a su amor sin poner en evidencia a Greta y sin sumir a sus hijos en la desgracia.
Elisa suspiró.
—No sé si puedo hacerlo —dijo mirándose las manos ásperas y arrugadas—. Cornelius, hemos resistido juntos tantas cosas, pero no todo… No todo… Cuando llegamos al lago Llanquihue, sus orillas estaban despobladas y eran casi inhabitables. Conquistamos esa tierra con cada soplo de nuestro aliento, con cada latido de nuestro corazón, con cada movimiento de nuestras manos. Ese hogar ha sido siempre un consuelo. ¿Y ahora debo irme a vivir a un sitio extraño, como una expatriada? ¿Y ahora debo mentirles a los míos sobre las razones por las que lo hago? Sé que cuando era más joven dejé atrás todo lo que me era familiar y partí hacia lo incierto. Y valió la pena, a pesar de todo, valió la pena. Pero no sé si podré hacerlo de nuevo. Volver a desprenderme de todas las raíces; con una vez en la vida es suficiente. Ya soy una mujer mayor y no tengo fuerzas para hacerlo de nuevo.
Hablaba cada vez más rápido, cada vez con más insistencia, como si no fuera necesario convencerlo solo a él, sino sobre todo a sí misma.
Cornelius le cogió las manos y se las apretó.
—No hables —la interrumpió él—. No digas nada. Han sucedido tantas cosas hoy, en un solo día, ha salido tanto a la luz que deberíamos, ante todo, poner orden en nuestros pensamientos. Os llevaré a vosotros tres a casa y luego regresaré donde Fritz. Y todo lo demás ya se verá en el futuro. No tenemos que decidir nada aquí y ahora. Nos escribiremos… Esperaremos…
Elisa rio para no llorar.
—Eso ya nos lo prometimos una vez.
Una vez más, el recinto se llenaba de cosas sin necesidad de decir nada. En el pasado, aquello no les había traído la felicidad y tampoco habían podido cumplir con sus promesas.
—Esta vez es distinto —dijo él en un murmullo.
Se miraron, y aquella mirada fue muy penetrante, como para retener la imagen del otro lo más posible y grabarla en la memoria, y luego poder alimentarse de ella. Con un suspiro de resignación, Elisa dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—Esta vez es distinto —dijo ella repitiendo las palabras de él.
Jule exprimió el paño. Por un instante, el agua del cubo que estaba a sus pies se tiñó de rojo.
Annelie se acercó a ella y echó un vistazo por encima de su hombro.
—¿Qué tal? ¿Está mejor o peor?
Jule se encogió de hombros.
—¿Qué significa mejor o peor para alguien como Greta? Quizá habría sido mejor que hubiera muerto.
—¡No hables así! —la reprendió Annelie—. Los demás solo quieren saber si va a sobrevivir.
Annelie señaló hacia fuera, al pequeño grupo que se había formado ante la puerta. Jacobo estaba allí y, aunque habían pasado algunos días, se jactaba todavía de su hazaña, una hazaña que a Annelie no le parecía tal. A fin de cuentas, quien había encontrado a Greta tirada en medio de aquel charco de sangre había sido Kathi Steiner. Sin ella, la mujer llevaría mucho tiempo muerta. Jacobo no había hecho nada más que llevar a Annelie hasta allí, entre gruñidos de protesta, y solo porque Kathi había salido corriendo y se lo había encontrado primero a él, de pura casualidad. Tan pronto como se deshizo de aquella pesada carga, empezó a vanagloriarse, orgulloso, de lo que había hecho.
La mirada de Annelie se dirigió a Christl, que estaba de pie junto a su hijo. ¡Si al menos le hubiera enseñado a Jacobo un poco más de modestia! ¡Y Resa a sus hijas un poco más de serenidad!
Frida y Theres estaban alborotadas como dos gallinas cluecas, solo Kathi estaba aún pálida y rígida a causa del impacto de su hallazgo.
—Sí —dijo Jule respondiendo a la pregunta—. Sí que sobrevivirá. Durante los primeros días no tenía ninguna certeza de si tenía los huesos sanos. Pero, por lo visto, solo era una herida superficial, aunque enorme. Lo único que me preocupa un poco es que siga sangrando, pero supongo que en algún momento parará. Cierto que el cráneo le estará zumbando durante algún tiempo, unas semanas quizá, y eso significa que se volverá más gruñona que de costumbre. Y mucho más impredecible y alocada. Aunque tal vez no podamos decir si empeorará o no, porque Greta siempre ha sido impredecible y siempre ha estado loca. Lo cual, a su vez, nos lleva a la pregunta sobre si para ella es bueno o malo que quien haya querido pegarle lo haya hecho de un modo tan torpe —concluyó Jule moviendo la cabeza con indignación—. ¡Lo ha hecho con un trozo de madera! ¡Y para colmo, de araucaria! Aunque todos saben lo blanda que es su corteza. Tenían que haber cogido una piedra.
—¡Eso, si es que de verdad alguien intentó matarla!
—Claro que sí. ¿O es que crees que algún pájaro dejó caer por casualidad una rama en su cabeza? Alguien fue a por ella. Y no creo que haya sido un desconocido.
Annelie se encogió de hombros.
—¿Qué debo decirles a los otros entonces? —preguntó Annelie señalando hacia fuera.
—Diles que se pueden ahorrar fingir que están compungidos. Y diles, sobre todo, que se larguen. No soporto que haya tanta gente delante de mi casa y menos que lleven ahí varios días.
Annelie le lanzó una mirada cautelosa a Greta. Pocas horas después de que Jacobo la hubiera llevado en brazos hasta allí, se había despertado varias veces y había mirado a Jule con ojos inexpresivos. Desde entonces, había recuperado el sentido un par de veces, siempre por muy poco tiempo, el justo para suministrarle comida y bebida y hacerla orinar.
La mujer se había retorcido, había gemido, pero no recordaba quién la había derribado de un modo tan pérfido. Probablemente, según le pareció a Jule, ese recuerdo no retornaría nunca.
Y puesto que Greta no podía contribuir en nada al esclarecimiento del delito, los pobladores estaban ocupados en acusarse mutuamente. Cuando Annelie salió afuera, la cuestión sobre el estado de Greta, si sobreviviría o no, había quedado relegada a un lejano segundo plano.
—Si me preguntáis —gruñó Christl—, os diría que ha sido Barbara.
Annelie miró a su alrededor. Desde que Greta había dicho la verdad sobre la relación de Barbara y Poldi, la primera evitaba a toda la comunidad; sin embargo, hoy estaba allí, con la cabeza gacha, cerca de los otros. Apenas alzó la vista cuando escuchó el comentario de Christl.
—¿Por qué yo? —preguntó en voz baja.
—¡Porque todos te creemos capaz de hacerlo! —le respondió Christl rezongando—. Eres una puta deshonesta, eres la vergüenza de este lugar…
—¡Cierra el pico! —la increpó Poldi, que caminaba de un lado a otro, inquieto.
Al verlos a él y a Barbara, Annelie suspiró.
¿Por qué Greta había hecho eso? ¿Por qué habían bastado tan pocas palabras para convertir a unas personas decentes y respetadas en dos seres vilipendiados, pálidos y llenos de culpa?
Ella sabía que no debía echarle la culpa a Greta; Barbara y Poldi habían pecado y ahora tendrían que vivir con las consecuencias. No obstante, cuando miró las caras de los presentes, todas perdidas y recelosas, llenas de reproches y tensas, se preguntó si alguna vez volverían a tener paz.
—No eres tú quien puede decirme cuándo tengo que callarme —dijo Christl increpando a su hermano—. Tú te has dejado seducir por esta bruja, y…
—¡Barbara no ha golpeado a Greta! —chilló Poldi.
—Entonces, ¿fuiste tú? De hecho, eso también sería posible… ¿Quién podría tener más interés en vengarse que vosotros dos?
Annelie tuvo intenciones de dar un paso adelante y evitar aquella discusión, sobre todo por Christine, que estaba hundida, sin fuerzas, en su banco, y escuchaba la pelea de sus dos hijos desconcertada. Unos días antes, nada ni nadie le habrían impedido pegar un grito e inmiscuirse, pero, desde que Greta había dicho la verdad sobre Barbara y Poldi, parecía atrapada en una pesadilla horrible de la que no era capaz de liberarse.
Antes de que Annelie pudiera decir algo, Magdalena intentó poner paz:
—¡Bueno, basta ya! —gritó—. Ya es bastante grave lo sucedido…, lo que le ha ocurrido a Greta y… —dijo sonrojándose—, y también lo que Barbara y Poldi han hecho.
—¡Y eso a ti no te incumbe! ¡No le incumbe a nadie! ¡Solo a mí! —Annelie no había visto llegar a Resa y se sintió asombrada ante su firmeza. Llevaba días escondiéndose y nadie sabía decir a ciencia cierta cómo sobrellevaba el hecho de que su madre y su marido la hubieran estado engañando. Su mirada, ahora, era fría e inexpresiva.
Annelie vio cómo a Barbara le temblaban los labios cuando vio llegar a su hija. Poldi, en cambio, salió al paso de su mujer con expresión hosca.
—Tal vez fuiste tú —dijo él. Al decirlo, evitó la mirada de su mujer, pero su voz era firme—. ¡Al fin y al cabo, Greta no solo nos ha desenmascarado a mí y a Barbara, sino también a ti!
Annelie vio que Christine sacudía la cabeza y que, involuntariamente, Magdalena hacía lo mismo.
—¡Deja a Resa fuera de esto! —exclamó Barbara desesperada.
Resa miró a Poldi con expresión fulminante.
—¡Me has estado engañando durante años! ¡Con mi propia madre! —le gritó la mujer—. ¿Y ahora te atreves, además, a acusarme de asesina?
Rápidamente, Annelie se interpuso.
—Pero ¿quién habla de asesinato? Greta sobrevivirá. Y luego… Luego…
No supo qué decir, pero Resa, de todos modos, no la estaba escuchando. La esposa de Poldi le echó a su marido otra mirada fulminante y luego se marchó del lugar. Barbara se mordió los labios, inquieta.
—Sí —repitió Annelie intentando que su voz transmitiera confianza, más de la que ella misma sentía—. Greta sobrevivirá. Todo irá bien, y por eso ya va siendo hora de que os vayáis a vuestras casas. Aquí no podéis hacer nada.
Nadie se movió. Magdalena había ido a sentarse junto a su madre. Poldi ya no tenía la expresión obstinada, sino que parecía desamparado, tal vez porque no sabía adónde ir. Barbara se sentía igual. Solo Christl desistió de seguir machacando a los otros dos y, en su lugar, se acercó a Jacobo para tirar de él y llevárselo, lo cual, a su vez, puso a las hijas de Poldi en la situación de tener que decidir si lo seguían o si iban a ver a cómo estaba su madre.
—Así que Greta está viva —gruñó Poldi—. ¿Y quién se alegra por ello?
«Nadie», pensó Annelie.
Christl se había detenido al cabo de pocos pasos.
—¡Mirad! —gritó señalando hacia el lago—. ¡Por lo menos podrá tener un motivo de alegría! ¡Ahí está su hija!
Annelie también miró hacia allí y vio que un bote se acercaba por el lago. Cuando reconoció a los que viajaban en él, suspiró aliviada. Era Elisa, que regresaba con Manuel y Emilia.
A Elisa la ropa se le pegaba al cuerpo. El viaje de vuelta no había sido tan agotador ni tan largo como el de ida, emprendido a caballo; esta vez, un cargador de lana inglés los había llevado de Valparaíso a Corral. No obstante, las fatigas habían sido suficientes como para ahuyentar todos sus oscuros pensamientos en relación con Cornelius y hacer que solo tuviera en mente el deseo de llegar a casa por fin.
Emilia y Manuel, aunque eran bastante más fuertes, parecían estar igual. Los dos ofrecían un aspecto cansado, aunque Manuel no quería que se le notara. Casi con obstinación se ocupaba de Emilia preguntándole constantemente si necesitaba o quería algo hasta que ella, con gesto impaciente, le tapó la boca y le dijo que no debía seguir tratándola como si fuese un niña pequeña y desamparada. Los esfuerzos de Manuel, sin embargo, no se interrumpieron por ello. Él parecía empeñado en demostrar con todas sus fuerzas que podía cuidar bien de ella, a pesar de lo sucedido en Valparaíso, cuando había fracasado estrepitosamente en su papel de protector. Estas atenciones conmovían a su madre, al igual que los esfuerzos de Emilia por mostrarse fuerte. Durante cierto tiempo, Elisa intentó no acercarse a ella, pero, desde que conocía la verdad, era muy fácil abrirle el corazón a aquella chica.
En los últimos días, había descubierto en Emilia muchos rasgos parecidos a los suyos: esa cierta falta de dominio, ese desparpajo, la determinación de llevar las riendas de su propia vida y la terquedad para que no se le notaran los momentos de debilidad o de malestar.
—Pronto estaremos allí —dijo Manuel intentando animarla—. Pronto llegaremos.
—¡Yo estoy bien! —le dijo Emilia, orgullosa, mientras Elisa soltaba un suspiro para sus adentros.
«Llegar por fin. Lavarse, comer algo. Adaptarse a…».
Cuando su mirada alcanzó a ver la colonia, se dio cuenta enseguida de que no podían ni pensar en estar tranquilos y descansar. Soltó un nuevo suspiro, pero esta vez no fue de alivio, sino porque se sintió superada al ver aquel racimo de personas reunidas en la orilla del lago. Había confiado en poder llegar de forma inadvertida y responder a las preguntas insistentes más tarde. Pero cuando el bote atracó, todos se abalanzaron sobre ella.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Manuel confundido. Emilia, instintivamente, agachó la cabeza.
De inmediato empezaron las voces. Las preguntas iban y venían en desorden: que dónde habían estado, que por qué Manuel y Emilia habían abandonado la colonia y enseguida, con los excitados cuchicheos, empezaron a mezclarse las voces que contaban lo que allí había pasado; lo de Greta y lo de Poldi y Barbara…
Elisa aguzó el oído, confundida, porque no entendía palabra. Finalmente, Annelie se apartó del gentío, se inclinó hacia ella y le susurró algo al oído. Al principio, Elisa no entendió por qué no lo decía en voz alta; pero, al comprender el sentido de aquellas palabras, se dio cuenta de que Annelie no quería afectar a Emilia, sino comunicarle tranquilamente lo que le había ocurrido a su madre más tarde.
Elisa se quedó aún más confundida. ¿A Greta la habían golpeado con un trozo de madera? ¿Y había estado a punto de morir? Pero ¿quién podría haber hecho algo así y por qué?
—Pero está bien, se recuperará —le dijo Annelie—. Y bien, ¿dónde…? ¿Dónde está Cornelius?
Los cuchicheos cesaron. Y aunque Annelie había seguido hablando en voz baja, todos habían oído su pregunta. Cuando Elisa miró a su alrededor, vio que los pobladores esperaban su respuesta con enorme expectación.
Elisa enderezó la espalda.
—Cornelius tiene cosas que hacer en Valparaíso. Vendrá más tarde —anunció escuetamente.
Decidida, caminó en dirección hacia las personas, que se apartaron para dejarle vía libre. El silencio se cernió sobre ellos, solo Poldi soltó una carcajada.
—¿Acaso ha abandonado a la loca de su mujer? —preguntó—. A decir verdad, es lo mejor que podía hacer, aunque mi madre crea que hemos venido a parar a Sodoma y Gomorra, donde ya no cuentan la decencia ni la moral. Sobre todo después de que Barbara y yo…
Sus palabras se detuvieron cuando vio a Magdalena menear la cabeza, enfadada.
—Bueno, venid —les dijo Annelie interviniendo—. Tenéis que comer algo, parecéis hambrientos. Y también deberíais…
Annelie guardó silencio. Por el rabillo del ojo, Elisa vio que alguien se abalanzaba sobre ella, sin hacer ruido y sin que ninguno de los otros lo notara. Vio una tela blanca que ondeaba al viento y, en ese momento, Greta ya la tenía agarrada por el brazo.
—¡Mentirosa! —chilló la mujer—. ¡Eres una mentirosa! ¡Por supuesto que Cornelius vendrá! ¡Regresará conmigo!
Jule venía corriendo detrás de Greta a toda prisa.
—¡Tienes que permanecer acostada! —le gritaba con severidad—. La cabeza no te va a mejorar si sigues saltando así por el mundo, como un pálido fantasma nocturno.
Elisa miró a Greta horrorizada. Sus cabellos blancos y escasos, entre los que ahora se veía, en muchos puntos, el cuero cabelludo desnudo, se movían frenéticos al viento, sujetados tan solo por el vendaje blanco que, en una zona, estaba manchado de sangre. Llevaba únicamente un vestido muy ligero que el aire levantaba dejando ver sus piernas resecas, arrugadas y llenas de manchas.
—¡Eres una mentirosa! —le dijo ella con un siseo, y sus manos se clavaron dolorosamente en el brazo de Elisa.
—Greta… —balbuceó ella.
—Madre, ¿qué te ha pasado? —gritó Emilia interponiéndose.
Y entonces, por fin, Greta soltó a Elisa, pero solo para lanzarse sobre su hija. Le centelleaba la mirada. Jule sacudió la cabeza en gesto de desaprobación.
—¡Y tú, traidora! —vociferó Greta con la voz ronca—. ¡Te escapaste! ¡Pero yo te voy a enseñar a ti lo que es la obediencia! ¡Ahora vas a venir conmigo!
—Greta… —La voz de Elisa ganó firmeza cuando se interpuso en su camino—. Deja que hablemos de todo esto tranquilamente. Y, por favor, deja en paz a Emilia. Ella y Manuel se van a casar, y…
Greta pasó por su lado y agarró a Emilia con más fuerza.
—La herida va a reventar pronto —dijo Jule.
—¡Madre! —gritó Emilia quejándose.
—¡Jamás te casarás con Manuel! ¡No mientras yo viva!
Elisa comprendió que no podía alcanzarla, pero entonces fue Manuel quien se abalanzó sobre Greta emitiendo un grito de furia.
—¡Deja a Emilia en paz!
—¡No! —Elisa se apresuró a interrumpirle el paso a su hijo—. ¡No! Ahora no tiene sentido…
Las mandíbulas de Manuel se apretaron con fuerza y rabia. No fueron tanto las palabras de Elisa las que lo hicieron retroceder y contenerse, sino la mirada suplicante de su prometida.
—¡No os acerquéis a mí! —chilló Greta, aunque todos se hallaban a una prudente distancia—. ¡Qué nadie se me acerque!
Jule, impasible, cruzó los brazos sobre el pecho.
—Esa mujer se va a venir abajo muy pronto —le dijo a Annelie.
Greta había oído aquellas palabras, aunque no parecía segura de quién las había dicho. Su mirada recorrió a todos los presentes buscando a la persona que había hablado.
—¡Maldita pandilla de sabandijas! —gritó—. ¡No quiero tener nada que ver con vosotros! ¡Mi hermano Viktor tenía razón…! ¡Cómo acertaba en la opinión que tenía de vosotros! ¡Sois una maldita pandilla de sabandijas! ¡Sois unos ególatras! ¡Sois crueles! Que ninguno de vosotros se atreva a pisar otra vez mis propiedades. ¡Y tú, Emilia, tú te vienes conmigo!
Emilia lanzó a Manuel, que había apretado aún más los puños, una última mirada de súplica. A continuación, salió dando tumbos tras su madre, mientras Manuel la seguía impotente con la mirada.
—Ella no le hará daño —dijo Elisa intentando consolar a su hijo—. Emilia es su hija, a lo sumo la encerrará, y luego…
Greta caminaba tan rápido que Emilia resbaló varias veces y en una ocasión cayó de rodillas.
—¡Maldita sea! —gritó Manuel.
—Por favor —le dijo Elisa con insistencia—. ¡Por favor, no te inmiscuyas! ¡Deja que yo lo haga!
—Pero…
—¡Yo hablaré con Greta! ¡Te lo prometo! ¡Pero tú tienes que calmarte!
—¿Lo ves? —le dijo Jule a Annelie—. Como te he dicho antes, todavía no sé si es bueno o malo que esa mujer haya sobrevivido y haya recuperado el sentido.