Kathi Steiner se olió las manos. El aroma del pan fresco estaba todavía pegado a ellas, y ella adoraba ese olor. Los esfuerzos que costaba hornearlo le gustaban algo menos. Los últimos días los había llenado con eso y solo con eso: primero se echaba la harina en unas grandes artesas de madera, luego se preparaba la masa previa y se sacaban los restos de la masa anterior, que empezaba a fermentar lentamente con ayuda de la levadura; luego se removía con agua tibia y leche y se añadía más harina. Cuando la bandeja para hornear quedaba cubierta con el paño, se la dejaba reposar por última vez, antes de empezar a amasarla al día siguiente. Kathi sentía dolores de espalda solo de pensarlo. Tenía las manos rojas y agrietadas por la sal que se rociaba en una fase intermedia. Por lo menos —y eso hacía el trabajo algo más agradable— había mucho de qué hablar.
Había mucho de qué hablar, sí. De la abuela que había abandonado la casa común. De su madre, que ya no hablaba con su padre. De que el padre hubiera dicho a voz en cuello que le iba a tapar la boca a la charlatana de Greta. Y también sobre lo que había dicho Jule: que Greta sería un montón de cosas, pero no una charlatana. Al final, no habían hecho falta discursos para perturbar la paz de todos, sino una sola frase simple y cargada de maldad. Tras su visita a la casa de los Glöckner, Greta había ido a la de la familia Steiner, para anunciar allí, brevemente, que Barbara se entendía con Poldi.
Kathi se había sentido profundamente afectada por las palabras de Greta. Pero al mismo tiempo, todas esas peleas, esos cuchicheos, las burlas y sospechas que eran ahora la comidilla de todos le resultaban extremadamente excitantes. Cuando predominaba el aburrimiento, el trabajo se hacía doblemente difícil, y ahora había suficientes asuntos que facilitaban la distracción.
Claro que le dolía que su madre ahora estuviera hecha un mar de lágrimas. Pero el hecho de que su abuela llevara días intentando hablar con ella, caminando de un lado a otro delante de la casa, era algo tan fascinante que Frida, el día anterior, había repartido mal las raciones de pan. Habían salido unas rebanadas el doble de grandes que las normales; luego había que dejarlas reposar antes de hornearlas en unas cestas hechas de heno y, finalmente, humedecerlas con unas plumas de oca antes de hacerles las ranuras con una astilla y meterlas en el horno.
Además, para colmo, el pan se les había quemado, pues se habían quedado escuchando, con sumo interés, una discusión que se había desatado entre su padre y su abuela. Poldi decía que no tenía sentido alguno hablar con Resa, pues ella también lo castigaba a él con el silencio. Barbara, por su parte, opinaba que eso no era de extrañar, pero que él no podía decirle lo que debía hacer y lo que no.
Cuando por fin sacaron los panes del horno, Jule dijo que estaban carbonizados y que, por lo tanto, no se podían comer. Christine Steiner, por el contrario, dijo con severidad que solo estaban un poco quemados y que no debía tirarse nada que pudiera llenar los estómagos.
De inmediato las dos viejas empezaron a pelearse, algo que hacían a menudo. Primero estuvieron discutiendo un rato sobre el pan y luego siguieron sobre el tema que lo dominaba todo: cuánto tiempo llevaría Poldi engañando a su mujer con su suegra. ¿Acaso Resa podría perdonarlos a los dos? ¿Echaría a Poldi de casa?
—¡Vaya hijo que tienes! —soltó con sorna Jule; no con malicia, sino más bien en tono divertido.
A lo que Christine dijo, respondona:
—Bueno, Barbara lo habrá seducido.
—En fin, por lo menos podrás ver algo bueno en el hecho de que yo haya abandonado a mis hijas —dijo Jule—. Así por lo menos no tengo que tomarla con mis yernos.
—Sobre estos temas no se debería bromear —le dijo Christine entre dientes.
—No estoy bromeando —respondió Jule—. La vida no es una broma, sino amargamente seria. Todo el mundo intenta hacer lo correcto, pero a veces resulta incorrecto. Y a veces, sencillamente, hay que hacer lo incorrecto porque eso es lo correcto para uno mismo.
Tras oír esto, Christine se golpeó el pecho y se quejó de cómo se estaban corrompiendo las costumbres.
Las chicas ya habían sacado las hogazas restantes del horno y habían estado pensando en si debían irse a casa o si, por el contrario, era preferible evitar su propio hogar. Barbara seguía intentando hablar con Resa; Poldi, por su parte, seguía intentando en vano hacerle comprender que no había en ese sentido ninguna posibilidad de éxito.
Por eso, las tres niñas prefirieron sentarse en el prado y meter los pies en el agua del lago; al final, trazaron un plan.
Kathi volvió a olerse las manos y las dejó caer de nuevo. Ese plan era precisamente lo que la había traído hasta allí y ahora era una sobrecarga para ella. El olor a pan fresco era algo familiar, casero, y mientras mantuvo las manos pegadas a la cara no sintió miedo. De pronto, sin embargo, sintió temor, aunque poco antes había gritado a voz en cuello que sí que se atrevía a hacer lo que sus hermanas Frida y Theres tenían en mente.
—¡Claro que lo haré! —había dicho, mientras las otras alborotaban con risitas y gritos.
De modo que se puso en marcha ella sola, y no tanto para impresionar a sus hermanas como a Jacobo.
Este no estaba allí, pero seguro que se enteraría de que ella iba a ir a ver a Greta y de que le iba a pedir cuentas por haber creado tanta desavenencia en su familia. Le iba a apretar las tuercas a esa vieja, ya que nadie más lo hacía.
¡Lo de apretarle las tuercas a Greta era algo impensable! Eso significaba, a fin de cuentas, mirarla a la cara, hablar con ella y, sobre todo, quedarse a solas con ella. Kathi no recordaba ningún momento en que ella o sus hermanas se hubieran atrevido a hacer tal cosa. Cuando Cornelius y Emilia estaban cerca, Greta era medianamente afable, pero, sin ellos dos, acercarse a ella era una auténtica prueba de valor.
Greta era una bruja y una loca, Poldi se lo había dicho varias veces, y Kathi volvió a recordar aquellas palabras a medida que se aproximaba a la casa de los Mielhahn. Si sus hermanas no se hubieran dedicado a molestarla antes, diciendo que jamás se atrevería a visitar a Greta, y si ella ahora no quisiera demostrarles lo contrario, se habría largado enseguida. En ese momento, ni siquiera pensar en su futura victoria le bastó para dar el último paso.
Kathi se detuvo y reflexionó sobre si Greta estaba verdaderamente loca y lo que eso significaba. A fin de cuentas, su tía Katherl —cuyo nombre le habían puesto a ella— también estaba loca. Apenas era capaz de construir una sola frase y se pasaba la mayor parte del tiempo riendo. No obstante, Kathi y sus hermanas jamás le habían tenido miedo, más bien les resultaba divertido burlarse de la tía y hacer travesuras que Katherl siempre se tomaba bien.
Puede que Greta no estuviera tan loca; a fin de cuentas, podía hablar, aunque es cierto que no era bondadosa en absoluto.
Se decía que descuidaba tanto las labores de la casa como a sí misma, y ahora Kathi podía convencerse con sus propios ojos de que los rumores no habían surgido sin motivo. No salía humo por la chimenea, no había leña apilada con esmero junto a la pared de la casa, que parecía abandonada, extraña, inquietante.
Kathi dio un paso atrás. En realidad, ella no tenía necesidad alguna de pedirle cuentas a Greta, fue lo que le pasó por la cabeza en ese momento. Además, ¿quién podría demostrar lo contrario si ella, más tarde, decía que lo había hecho?
¡Sí, aquello era una buena idea! Podría contar que había llamado a la puerta y que había gritado el nombre de Greta, que se habían visto frente a frente y que le había cubierto de reproches.
Kathi se retiró un poco más. ¿Se atrevería al menos a mirar detrás de la casa?
Se mantuvo alejada de la entrada, pero caminó entre la hierba alta hasta que pudo observar la casa desde el otro lado. El silencio le hería los oídos. No oía nada salvo sus propios pasos y su respiración agitada.
¿Cómo podía Emilia vivir?
En realidad, Emilia no podía, de lo contrario, no se habría fugado con Manuel; ahora llevaban ya más de tres semanas…
Un grito de asombro brotó de la garganta de Kathi.
Hasta ese momento, su mayor miedo había sido que Greta, esa bruja loca, se le plantara delante, en persona, pero ahora vio algo que la atemorizó aún más. Se había preparado para enfrentarse a una Greta rabiosa, pero aquella visión la pilló desprevenida: Greta yacía en el suelo.
Estaba completamente inerte. Justo detrás de la casa.
Kathi se detuvo, asustada. Se había tapado la boca con las manos. En realidad, su deber era acudir junto a la mujer, ver si todavía la podía ayudar.
Pero aquel espectáculo terrible la hizo echar a correr.
Greta yacía bocabajo, con la cara pegada al suelo. Un charco de sangre se extendía en torno a su cabeza.
Las voces de Fritz y Manuel, las de Cornelius y Elisa se mezclaron en algarabía. Fritz los había llevado hasta su casa y, en cuanto llegaron, empezaron a hablar unos con otros: Fritz en tono algo reflexivo; Cornelius, profundamente preocupado; Elisa, impaciente; y Manuel, o bien con terquedad o lleno de pánico.
La riña se había desatado cuando Cornelius, muy enfadado, le había pedido cuentas a Manuel: ¿por qué no había cuidado mejor de Emilia? ¿Cómo había podido permitir que los separaran?
En su fuero interno, Elisa pensaba lo mismo, pero se situó ante su hijo en ademán protector e increpó a Cornelius diciéndole que no debía sacar conclusiones precipitadas. Manuel, por su parte, dijo que en ese momento no importaba quién tenía la culpa de la situación, sino que debían salir en busca de Emilia cuanto antes. Pero Fritz lo retuvo justo cuando se disponía a marcharse y dio a entender que una acción desordenada, sin planificar, no traería nada positivo.
—Deberíamos pensar bien…
—¿Es que ahora debemos sentarnos aquí a hablar con toda tranquilidad? —le reprochó Manuel—. ¡No quiero ni imaginar lo que puede haberle pasado a Emilia!
—¡Reflexionar un poco no os habría hecho ningún daño! —intervino Cornelius con tono severo.
Manuel no le hizo caso.
—¡Levantaré cada piedra de esta ciudad para encontrar a Emilia!
—¡Sí, la ciudad a la que tú mismo la trajiste! —exclamó Cornelius.
—¡Algo que él no hizo contra la voluntad de tu hija! —intervino Elisa—. Fuiste tú quien no le prestó la debida atención a la muchacha.
Cornelius se volvió hacia ella.
—¿La misma atención que tú has prestado a tu hijito?
—Los hombres jóvenes son así. En cambio, las chicas bien educadas…
—¡De eso nada! ¡A la edad de Manuel, a mí jamás se me habría ocurrido nada semejante!
—¡Cuando tú tenías la edad de Manuel, estabas tirándole de la levita a tu tío, el hombre que determinaba cómo debías llevar adelante tu vida!
Unas manchas rojas aparecieron en las mejillas de Cornelius.
—¿Y qué hay de malo en asumir un poco de responsabilidad? Una responsabilidad que tu hijo, por lo visto, no conoce.
—¡Cornelius! ¡Elisa! —gritó Fritz, impaciente.
Elisa no lo escuchó. La preocupación por Emilia la hacía perder el control.
—Por supuesto que Manuel asume sus responsabilidades. ¡Para él Emilia es lo más importante! ¡Para ti yo nunca lo fui! Primero estaba tu tío y luego vino Greta, y más tarde…
—¡No los metas a los dos en el mismo saco! ¡Cuando yo abandoné a mi tío y fui a tu encuentro, habías sido tú la que se había casado con otro!
—Pues sí, ¿y quieres que te diga una cosa? Fue la mejor decisión de mi vida.
—¡Cornelius! ¡Elisa! —intervino de nuevo Fritz.
Pero ninguno de los dos lo escuchó.
—Si esa fue la mejor decisión de tu vida, entonces me pregunto por qué entonces, más tarde…
—¡No lo digas! ¡No te atrevas a decirlo!
—¡Cierto! ¡Lo olvidaba! Cuando no sabes qué hacer, te sumes en tu mutismo o te refugias en el trabajo. No es de extrañar que tu hijo haya escapado de ti.
—¿Y por qué tu hija se marchó también? ¡Ah, claro! ¡Ella no huyó de ti, sino de la loca de tu mujer! ¡La misma de la que tú llevas años huyendo!
—¡Greta no te incumbe en absoluto!
—¡Cornelius! ¡Elisa! —La voz de Fritz sonó ahora como un latigazo.
Ambos se volvieron hacia él al mismo tiempo. Su expresión malhumorada recordaba al Fritz de antaño.
—¿Es que no os dais cuenta de lo que provocáis con vuestra pelea?
—¿Qué…?
A Elisa las palabras se le quedaron atascadas en la garganta cuando miró a su alrededor y vio que no encontraba a Manuel por ninguna parte.
—¿Qué…?, ¿qué…? —dijo, balbuceando, mientras se ruborizaba.
—¿Dónde está? —preguntó Cornelius más cohibido que enfadado.
—¡Acaba de salir y esta vez no pude retenerlo!
Fritz sacudió la cabeza molesto. Cornelius, en cambio, se precipitó hacia la puerta.
—¡Maldita sea! Él no debe… Tengo que…
—¡Tú no tienes que hacer nada!
Fritz se interpuso y alzó los brazos en gesto autoritario.
—¡Vosotros dos estáis mal de la cabeza! —dijo con voz severa—. Yo traeré a Manuel y luego pensaremos todos juntos en lo que tenemos que hacer. ¡Vosotros dos, calmaos y controlaos! Resulta insoportable escucharos y además…
Fritz no pudo acabar la frase. Solo sacudió la cabeza un par de veces, de muy mal humor. Y sin esperar la aprobación de los otros, cogió su abrigo y salió. Ni siquiera se dio la vuelta.
En cuanto estuvieron solos, Elisa y Cornelius se quedaron como petrificados. Primero mantuvieron las cabezas bajas, como niños a los que han reprendido, luego se lanzaron miradas fulminantes, examinándose, intentando ver cómo se había tomado el otro la regañina de Fritz. Elisa acechaba a Cornelius. Si él seguía a Fritz, entonces nada la retendría y ella también saldría tras él, pero dado que el hombre se plegó a las órdenes de Fritz, a ella no le quedó otro remedio que esperar. El enfado y la rabia la habían hecho gritar y la habían encorajinado; en cambio, la aflicción que vino después y la preocupación por Emilia y Manuel la atormentaban.
El silencio se cernió sobre ellos y, cuanto más duraba, mayor se hacía la tensión entre ambos.
Se miraron una vez más. Ya no lo hacían con reproche o con recelo, sino con cautela, como si debieran dosificar el encuentro de sus miradas y no pudieran soportar tanta proximidad. Pero cuanto más se miraban, más familiares le parecían a Elisa los sentimientos que se traslucían en la expresión de Cornelius. Sus propios sentimientos parecían reflejarse allí: impotencia, miedo, preocupación, y ya no por sus hijos, sino por ellos mismos.
La garganta se le cerró.
«¡Ojalá Emilia regrese sana y salva! ¡Ojalá no le pase nada a Manuel! —rezaba Elisa para sus adentros. De repente, a esa súplica se le unió un ruego que había reprimido siempre—: ¡No dejes que siga viviendo enemistada con Cornelius! No quiero discutir con él. No quiero odiarlo».
Elisa se frotó las manos nerviosamente.
—¿Por qué? —se quejó—. ¿Por qué nos ha pasado esto? ¿Por qué esos dos chicos se han marchado sin decirnos nada?
—Porque no encontraron otra salida.
Había desánimo en su voz. Solo en ese momento se dieron cuenta de lo juntos que estaban. Muy juntos, como no lo habían estado en mucho tiempo. Ella pudo sentir la respiración de él, ver cómo su piel se había arrugado y cómo su pelo, antes castaño, se había vuelto blanco; y entonces, tras todos aquellos rastros dejados por el tiempo, pudo descubrir al Cornelius de antes, al de siempre, al hombre melancólico, pero sensible, de confianza, honesto, decidido…
Durante años, ella solo había visto lo negativo de él, pero de repente, en ese instante le fue fácil enumerar todas sus buenas cualidades.
—No importa cuál de los dos trazó este plan —continuó diciendo él—. En cualquier caso, lo que está claro es que Manuel y Emilia se aman. Ah, Elisa, no debiste decirles que…
—¡Pero no fui yo la que les prohibió nada! —dijo ella interrumpiéndolo, antes de poder reflexionar siquiera sobre lo que iba a decir.
—¿Y quién entonces? —preguntó él confundido.
Elisa bajó los ojos para poder seguir guardando, con terquedad, su secreto, pero, aunque callaba, no pudo impedir que las lágrimas le afluyeran a los ojos y que sus hombros se estremecieran traicioneramente. Notó cómo él se le acercaba más y le ponía cuidadosamente una mano sobre el hombro. Creyó poder sentir cada uno de sus finos dedos.
Elisa luchaba para separarse de él abruptamente y rechazarlo, pero no era lo bastante fuerte para eso. Había consumido todas sus fuerzas. No le quedaban ya energías para odiarlo, maldecirlo, huir de él. Tampoco había ya nada que le permitiera explicarse por qué había actuado con tanta terquedad durante todos aquellos años.
—¡Él es tu hijo! —salió de ella—. ¡Manuel es tu hijo, no es hijo de Lukas! ¿Entiendes ahora porque esos dos no pueden estar juntos? ¡Son hermanos! ¿Cómo podía permitírselo?
Los hombros de Elisa se sacudieron con más fuerza. Lloró y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas, hasta que estuvo demasiado agotada como para mantenerse en pie, hasta que la cabeza se le hundió sobre el pecho. Las manos de Cornelius, que hasta entonces solo habían palpado con cautela, pasaron temblorosas por la cabeza de Elisa y luego se deslizaron por su espalda.
—Dios mío —murmuró él—. ¡Dios mío!
Entonces Elisa se preguntó cómo había podido vivir sin que él la abrazase…
Aquel momento pareció extenderse hasta la eternidad; ambos estaban muy apretados uno contra otro; ella podía aspirar su olor, sentir los latidos de su corazón, pero cuando se separó de él, se dio cuenta de que había durado demasiado poco.
—Son hermanos —repitió ella balbuceante.
—Ellos dos…
«¿Acaso él también había llorado?».
Sus ojos mostraban un brillo de humedad y su voz sonaba entrecortada. Entonces negó con la cabeza y dijo:
—No, Elisa, no lo son.
—Pero…
Él retrocedió y, de repente, ella sintió que un escalofrío recorría su cuerpo, cuando dejó de recibir el calor de Cornelius.
—Emilia no es mi hija.
—Pero…
Ella sacudió la cabeza sin comprender.
—Viktor.
Bastó ese nombre para dar fe de la verdad. Esa sola palabra bastó para que Elisa lo entendiera todo; esa palabra y el silencio que vino a continuación, tan cargado de una comprensión tardía, de una visión que llegaba más tarde aún, de la preocupación por el tiempo malgastado. Entonces empezaron a aflorar los recuerdos y desaparecieron de nuevo, inmediatamente, en las oscuras cámaras de la memoria; recuerdos de Greta, de su palidez, de la manera triunfante en que se había plantado ante ella, de la manera obstinada en que le había dicho, insistentemente, que Cornelius se iba a casar con ella.
Ella había huido de Greta, había creído sus palabras, pues, tras la muerte de Ricardo y de Lukas, se había sentido demasiado consumida, demasiado abrumada por la culpa de haber ido a buscar consuelo, precisamente, a los brazos de Cornelius y —lo que era peor— de haberlo encontrado. Y cuando más tarde él había acudido a hablar con ella para decirle la verdad, ella le había dicho lo aliviada y contenta que estaba por su boda con Greta, y también le había comunicado entonces que estaba esperando otro hijo de Lukas.
—Si lo hubiera sospechado… —dijo ella.
Él no dijo nada, solo abrió los brazos y Elisa se hundió en ellos para apaciguar toda aquella confusión, todo el horror y el dolor, al menos por un momento, un momento en el que nada contara, salvo que él estaba allí y nada se les interponía.
Una vez más, no supo cuánto había durado aquel abrazo, si un segundo o una hora.
Y entonces, de repente, de fuera vino un sonoro grito.
—¡Venid! ¡Venid rápido!
Elisa alzó la mirada.
—¡Es Fritz! —exclamó—. ¡Es Fritz!
Cuando salieron al exterior, Elisa chocó literalmente con Fritz. Hacía un momento había estado gritando y ahora estaba allí de pie, totalmente calmado. En su cara no se reflejaba ningún temor; en su lugar, una ancha sonrisa de sorna apareció en su boca.
—¿Qué…? ¡¿Qué?! —dijo Elisa.
En silencio, Fritz señaló a sus espaldas y fue entonces cuando Elisa distinguió a las dos figuras que lo seguían: Manuel, que le servía de apoyo a Emilia, que la apretaba con firmeza contra él y le acariciaba la cara; y la joven, que intentaba apartarse de él, con más firmeza cuanto más infructuosos fueron sus primeros intentos.
—¡Santo cielo! ¡Puedo andar sola! ¡No tienes que tratarme como si fuera una enferma terminal!
Elisa y Cornelius corrieron hacia ellos. Por fin, Manuel soltó a Emilia y la joven se echó en brazos de Cornelius, mientras Elisa atraía a su hijo hacia sí y lo examinaba temerosa de encontrar alguna herida. El chico tenía el pelo revuelto y los pantalones bastante sucios, pero, por lo demás, parecía sano.
—¿Qué ha pasado, por el amor de Dios? —preguntó Elisa.
Cornelius había soltado de nuevo a Emilia y se había acercado a Manuel.
—Tú la has salvado. Realmente la has salvado… Pero…
—¡De eso nada! —lo interrumpió Emilia, furiosa.
Manuel sonrió cohibido.
—En realidad, se ha salvado ella misma. Fue ella quien…
El joven no pudo continuar, pues Elisa soltó un grito de espanto. Su mirada se había posado en las manos de la joven y, entonces, se había dado cuenta de que las tenía cubiertas de sangre.
—¡Dios santo!
Pero Emilia no parecía sentir dolor; en realidad, exclamó.
—¡No temáis! ¡La sangre no es mía!
Entonces siguió otra algarabía de voces. Manuel y Emilia empezaron a contar al unísono lo que había sucedido. Se interrumpían constantemente y confundieron la secuencia de los acontecimientos. Entonces, una vez más, fue Fritz el que intervino y llamó al orden y, finalmente, también lo hizo Cornelius, que no hacía más que repetir lo aliviado que se sentía.
Al cabo de un rato, Elisa aún no había comprendido lo que había ocurrido, solo que los dos estaban sanos y salvos, que estaban con ellos, y eso bastaba.
Al final, como hablaban tan rápido, a los dos jóvenes se les acabó el aliento y, entonces, fue Fritz quien contó toda la historia en detalle y de un modo comprensible para todos.
Según esa versión, Emilia había conseguido huir del burdel al que la habían llevado a la fuerza, pero la descubrieron y habían intentado meterla allí de nuevo. Y Manuel, atraído por sus gritos, había llegado a tiempo, aunque solo pudo someter a uno de los hombres.
Los otros, en cambio, habían ido estrechando un círculo en torno a Emilia y, al final, habían conseguido atraparla.
—Me estuve quieta todo el rato —intervino Emilia— fingiendo que me iba a plegar a sus deseos. Y entonces… Entonces le arañé la cara, de repente, a uno de los hombres y el tipo pegó un grito y me soltó.
—¿Y los otros lo permitieron? —preguntó Elisa, que estaba perpleja.
—¡Entretanto yo había derribado al primero y me lancé a la batalla! —se jactó Manuel.
—Y yo seguí ofreciendo resistencia. Si supierais dónde le pegué una patada… —dijo Emilia sonriendo con picardía.
—Al final les grité que hacía rato que la brigada de policía estaba informada —añadió Manuel—, y entonces se alejaron y pudimos salir a toda prisa de allí.
Elisa sacudió la cabeza cuando se dio cuenta de que el asunto había podido acabar muy mal.
—¡Dios mío!
—¡No tengas miedo, madre, estamos bien!
Elisa ya no pudo decir nada más y, temblorosa, atrajo a su hijo contra su pecho. Cuando le examinó la cara con más detenimiento, vio que tenía un ojo hinchado.
—¿Y todavía dices que no te pasó nada?
También a Emilia, que hasta ese momento había estado mostrando una risa burlona, empezaron a temblarle las piernas.
—Puede que todo haya salido bien, pero de cualquier forma os llevaré a que os vea un médico —anunció Fritz—. Que él os examine detenidamente.
Al principio, los dos jóvenes hicieron ademán de resistirse, pero sin mucha convicción, y pronto obedecieron.
—¡Yo voy con vosotros! —exclamó Elisa.
—¡Y yo también! —dijo Cornelius.
Pero Fritz negó con la cabeza.
—No, vosotros solo os pondréis nerviosos, y me pondréis nervioso a mí. Si de verdad queréis hacer algo razonable, velad por que haya algo de comer sobre la mesa cuando regresemos.
Mientras Elisa preparaba la comida, comprendió por qué a Annelie, su madrastra, le gustaba tanto cocinar. Para ella aquella siempre había sido una labor molesta que solía dejar en manos de la viuda de su padre, pero ahora veía que era el mejor remedio para distraerse y apaciguar sus alterados sentimientos.
Cornelius acudió en su ayuda, pero solo intercambiaron miradas, no palabras. Más tarde habría tiempo para hablar, ahora tocaba disfrutar del silencio, de aquella familiaridad, de la sensación de que toda pugna, toda enemistad y toda impotencia se diluían en su interior.
Y también más tarde, cuando la comida estuvo lista y se sentaron a comer —Fritz aún no había regresado con los chicos, y ellos estaban hambrientos—, continuaron guardando silencio.
«Estamos aquí sentados como si fuéramos marido y mujer», pensó Elisa cuando se dio cuenta de que ofrecían la imagen de algo que podía haber sido, de algo que nunca fue… ¿Por culpa de quién? ¿De Greta? ¿De Viktor? ¿De la propia Elisa, de Cornelius? Y lo que parecía aún más importante: ¿acaso lo que no había podido ser en el pasado podría ser en el futuro?
Cornelius alzó la mirada cuando hubo acabado y su plato quedó vacío:
—La verdad… Nadie debe saber nunca la verdad.
Elisa asintió. Entendía muy bien su preocupación por Emilia.
De ningún modo la niña podía saber que era el fruto del incesto y la violación.
—No podemos estar juntos —añadió él en voz baja—. Emilia no lo entendería y además…
—Y también es imposible por Greta, ¿no es cierto? —lo interrumpió Elisa hablando también en voz baja—. Aún te sientes obligado hacia ella.
Cornelius meneó la cabeza, vacilante.
—Yo… Yo ya no soporto estar a su lado. En los últimos años, solo he regresado por Emilia. No obstante… En cuanto a nosotros dos… Tú y yo… es imposible. Jamás debe surgir la más mínima sospecha de que Manuel es hijo mío. Porque, en ese caso, o Emilia perdería a su amado o yo tendría que decirle que no soy su padre. Y eso no puede ser. ¿Lo entiendes?
Elisa se miró las manos.
—¿Y qué debemos hacer entonces? —preguntó ella.
De pronto, los dos se pusieron en pie al mismo tiempo, estuvieron un rato de pie, frente a frente, y luego cada uno fue al encuentro del otro, de forma natural, como si no hubieran existido aquellos años de distanciamiento. Sus manos se encontraron; luego, sus bocas; y finalmente, sus cuerpos se unieron.
Todas aquellas palabras que les decían que era imposible que se amaran eran ciertas, razonables, pero ninguno de los dos pudo dominar el antiguo anhelo. Este ahora se arrogaba sus derechos, los unía y, mientras se besaban, se saboreaban y se abrazaban, Elisa se preguntó cómo iba a poder seguir viviendo sin él.
—Nadie debe saber nunca la verdad —murmuró ella asfixiada—. Pero nosotros la sabemos, y eso es lo único que cuenta.
—Por lo menos en este instante —añadió Cornelius.
Estuvieron abrazados durante un buen rato, entonces se miraron y cada uno se sumergió en los ojos del otro. Elisa alzó la mano y le acarició la cara. Su piel parecía más dura que de costumbre y probablemente la de ella también lo estaría. También ella había cambiado mucho desde que se habían tocado por última vez. Los movimientos eran más rígidos y su cuerpo ya no era aquel cuerpo menudo por la hambruna de aquel invierno, sino más regordete, flácido. Sus manos estaban ásperas, a ella se le antojaban semejantes a dos garras rojizas, pero así y todo él se llevó una a la boca y le besó los dedos uno por uno. Y entonces ya solo contó lo que no había cambiado: el saber que podían vivir el uno sin el otro, sí, pero no plenamente, no en paz ni en armonía.
A Elisa la asaltó brevemente un pensamiento: que Fritz pudiera regresar con los chicos… Pero lo que se había acumulado durante años tras aquel dique de contención era más fuerte y arrollador. Se fueron a la habitación de al lado, la que Fritz les había preparado para pasar la noche, y con un gemido los dos se tumbaron y se quitaron la ropa. De nuevo, al principio solo se abrazaron durante un rato y luego fueron apretándose más y más hasta fundirse.
Un temblor sobrecogió a Elisa, un temblor más fuerte que el que provoca el miedo o el frío o el susto; primero fue casi imposible de soportar, pero luego se transformó en calor y regresó como un temblor suave, más moderado, pero cada vez más sensual y placentero. Su cuerpo se alzó y cayó de nuevo, exhausto. Y Elisa soltó un sollozo de felicidad. Era un sollozo provocado por la incertidumbre acerca del tiempo que duraría aquella dicha.