CAPÍTULO 40

A Elisa jamás le había gustado cabalgar, pero ahora tenía que hacerlo mucho más a menudo que antes. Donde mejor se sentía era en terreno conocido, pero ahora se veía obligada a dejar eso atrás y alejarse como no lo hacía desde tiempo atrás. Hasta Valdivia, conocía la región, pero más allá todo era tierra incógnita. Sabía que Chile era un país enorme, a fin de cuentas, todavía recordaba el tiempo que habían estado navegando a lo largo de la costa después de haber cruzado el estrecho de Magallanes; sin embargo, eso de que fueran pasando los días sin que llegaran a destino la exasperaba.

«Me estoy haciendo vieja», le pasó por la cabeza, y esa falta de tenacidad y de fuerza la irritaron casi más que el hecho de haber tenido que emprender aquel viaje.

No estaba muy segura de quién tenía más culpa. A veces se enfurecía más con Manuel, luego despotricaba contra Emilia, en otras ocasiones la emprendía con Cornelius.

A él debía agradecerle, sin embargo, que supieran hacia dónde habían partido Emilia y Manuel. En Valdivia les había preguntado a sus socios comerciales y, finalmente, se habían enterado de que una caravana de comerciantes —a la que ambos se habían unido— había salido para Valparaíso.

Pero aunque le estuviera agradecida a Cornelius por ello, el hecho de llevar ahora dos semanas juntos era una tortura para ambos.

Después de su pelea, Elisa se había mostrado parca en palabras y altiva, aunque, en ocasiones, no podía evitar mirarlo de reojo, con cautela. La avergonzaba depender de él en este viaje, ya que él conocía la ruta y —a diferencia de la propia Elisa— hablaba español fluidamente con los chilenos. Al mismo tiempo, la entristecía no poder pedirle, sin más, que practicara con ella ese idioma extranjero, que le contara dónde lo había aprendido, qué experiencias había tenido durante sus viajes de negocio, si esos viajes lo hacían feliz o eran solo una posibilidad de huir. Pero huir ¿de quién? ¿De Greta? ¿De ella?

Elisa se había atrincherado tras el mutismo y se sentía encerrada en él, en un espacio cada vez más estrecho, más falto de aire, más desdichado.

Solo el paisaje, con su belleza salvaje, podía evitar que se sumiese en turbios pensamientos. Cuanto más se adentraban en el norte, más agobiante era el calor. Los bosques no eran tan tupidos como en la región del lago, pero allí también la tierra era muy fértil: pasaron por valles cuajados de árboles frutales, por suaves colinas cubiertas de viñedos, por campos de trigo y maíz que se mecían al viento como sábanas doradas. Las costas eran agrestes y las cordilleras, a lo lejos, eran afiladas y blancas.

—¿Estás bien? —le preguntó un buen día Cornelius, inesperadamente, al verla enjugarse por enésima vez el sudor de la frente. Ella alzó la vista, confundida ante la facilidad con que él había roto ese círculo embrujado que los separaba y, al mismo tiempo, gratamente emocionada de que su primera reacción no fuera adoptar una actitud arrogante y enconada, antipática, sino sentirse aliviada. Aliviada al ver que él se preocupaba por su estado y también por poder alegrarse por ello.

Pero tampoco quería mostrárselo. Elisa se apresuró a bajar la cabeza.

—Claro que me va bien —le dijo Elisa escuetamente y, antes de que él pudiera preguntar, cambió de tema—. Cuando lleguemos a Valparaíso, ¿a quién debemos dirigirnos?

Elisa notó su mirada escudriñadora, pero se prohibió responder a ella.

—¡A Fritz, por supuesto! —exclamó él con determinación.

—¿A Fritz? —repitió ella, y no pudo evitar mirarlo, desanimada—. ¿Estás en contacto con Fritz? ¿Con Fritz Steiner? ¿Por qué nunca me lo has contado?

Cornelius suspiró.

—¿Cuándo hablamos por última vez?

«Hace muchos años —le pasó a ella por la cabeza, y ese pensamiento le provocó una punzada dolorosa—. Han pasado años… Muchos años… Años absurdos, vacíos…».

Una vez más, Elisa hizo un esfuerzo para evitar que se le notara lo que sentía.

—Pero Christine… —lo increpó ella—, Christine tiene derecho a saberlo…

—Pero ¿qué dices? ¿Es que crees que ella no sabía que Fritz y yo nos carteábamos? Le he dado a leer todas las cartas que Fritz me ha enviado, ¡y ella también le ha escrito, por supuesto!

—¡Pero ella jamás ha hablado de eso! —se le escapó a Elisa, aunque de inmediato se corrigió—: ¡Por lo menos no conmigo!

Una vez más, sintió aquella dolorosa punzada, pues tenía la sensación de que la habían excluido. O lo que era aún más amargo, de haberse aislado ella misma.

—Conmigo no lo ha hecho —repitió, y esta vez su voz sonó terca.

—Puede que sea porque nunca le has preguntado. Tal vez deberías preguntarles más a las personas, en lugar de sacar conclusiones anticipadas —le respondió Cornelius, y su voz sonó severa, algo poco habitual en él.

Ella no quiso indagar más en los motivos de su enfado. Con aparente indiferencia, le preguntó qué había sido de Fritz y cómo le iba la vida en Valparaíso, a lo que él, tras una breve vacilación, respondió con igual indiferencia.

Elisa podía recordar vagamente que Fritz había dejado la colonia con el fin de trabajar en la farmacia que Carlos Anwandter tenía en Valdivia. Ahora se enteraba de que esa farmacia hacía muchos negocios con algunos farmacéuticos alemanes de Valparaíso —entre otras con la farmacia Petersen, que había sido fundada en 1846 con el nombre de Farmacia Inglesa por un médico francés y un ingeniero italiano, para más tarde ser asumida por el alemán Aquinas Ried—. Fritz había conocido a aquel hombre durante un viaje a Valparaíso y se había entendido mejor con él que con el tal Carlos Anwandter; Aquinas Ried era mucho más amigo de experimentar y, entre otras cosas, había introducido el uso de la dedalera como método terapéutico, así que, al final, el hermano de Lukas se había quedado con él, primero en calidad de aprendiz y más tarde como socio.

—Las cartas que me escribió entonces daban fe de que fue su etapa más feliz —le contó Cornelius—, pero por desgracia ese tipo de vida no duró mucho. En 1866 unos españoles lanzaron una carga de explosivos contra la farmacia de Ried, ya sabes, en esa breve guerra hispanoamericana que estalló en 1865.

Elisa asintió, aunque, en realidad, no tenía ni idea del asunto.

—¿Y entonces? ¿Qué pasó después?

—La farmacia se quemó hasta los cimientos. Aquinas Ried fundó una nueva, pero murió poco después. Fritz la asumió, pero, dado que él no es médico —como el anterior dueño—, no ha tenido tanto éxito.

—¿Puede vivir de eso?

—Yo solo sé que entretanto se hizo socio del diario alemán que apareció por primera vez en Valparaíso hace diez años. Escribe con regularidad artículos para ese periódico y una vez incluso me mandó un ejemplar, todo orgulloso.

—Entonces ha conseguido ser feliz en estas tierras extrañas. —En su fuero interno, Elisa sintió vergüenza por no haber pensado apenas en él durante todos esos años. Pero, en fin, después de que Fritz hubiera abandonado la colonia, había empezado la etapa más oscura de su vida, la cual había hecho que todo lo demás pareciera insignificante.

Cornelius se encogió de hombros.

—Sí, creo que es feliz. Nunca se casó, pero tal vez sea una de esas personas que se bastan a sí mismas, como Jule.

—Bueno —murmuró Elisa—. Tal vez eso sea lo mejor… Bastarse a uno mismo.

Él la miró y lo hizo tan abiertamente como no lo había hecho en un mundo de tiempo. ¿Acaso estaba intentando leer la expresión de su rostro, buscando los rastros de su pena por no haber podido ser felices ni juntos ni separados?

Rápidamente, Elisa bajó la mirada y, a continuación, volvieron a guardar silencio.

—¡Tú sabes dónde están! ¡Tú lo sabes!

Poldi alzó la vista, cansado. Greta se había lanzado sobre él como una fuerza de la naturaleza. Había irrumpido en su casa sin saludar y, tras varias horas, seguía sin hacer ademán alguno de marcharse.

—¿Por qué iba a saberlo? —preguntó él una vez más.

Al principio se había asustado cuando la mujer irrumpió en la estancia; luego, había empezado a sentirse cada vez más incómodo; finalmente, estaba furioso.

A los demás les sucedía algo parecido. Resa no se dirigió a Greta, sino que, tensa, instó a Poldi a que hiciera algo. Barbara había estado hablándole a Greta, con insistencia, a fin de apaciguarla, pero había desistido al tener que escuchar aquellos insultos furibundos. Sus hijas, por el contrario, soltaban risitas o cuchicheaban sin parar, lo cual empezó a irritar a Poldi, poco a poco, tanto como los gritos de Greta.

—¡Bueno, márchate de una vez! —le dijo suspirando.

—¡No me iré hasta que me digas dónde están Elisa y Cornelius!

—¿Cuántas veces más tengo que decírtelo? ¡No tengo ni idea! ¿Crees que Elisa me pide permiso a mí antes de hacer algo?

—Tú y Elisa… Ya en el barco erais inseparables. —Un resplandor frío apareció en la mirada de Greta. Poldi se espantó, aquella mujer siempre le había repugnado, pero no de un modo tan extraño como ahora.

—¿En el barco? —preguntó él sin comprender—. ¡Greta, de eso hace una eternidad! ¡Entonces éramos unos niños!

Pero Greta parecía haber perdido toda noción del tiempo y el espacio.

—¡Dímelo! —chilló sin hacer caso de la objeción—. ¡Dime dónde están Emilia, Cornelius y Elisa!

De repente, ya no le bastó con aquellas palabras chillonas, sino que se lanzó sobre él con las manos en alto. Justo a tiempo, Poldi consiguió sujetarla y evitar así que le arañara la cara. Sus hijas empezaron a gritar con fuerza.

Poldi sintió asco al tener el cuerpo de Greta tan cerca del suyo.

Sus escasos cabellos se habían soltado y le hicieron cosquillas en la cara; tenía el vestido manchado y olía a sudor. Bruscamente, la apartó de sí.

—¡Vete, Greta! —Poldi perdió definitivamente el dominio de sí—. ¡Lárgate de una vez!

—¿Dónde están? —replicó ella.

Giraron en círculos. Él no conseguía hacerla entrar en razón.

—Mira una cosa —le dijo él—, aunque lo supiera, jamás te lo diría, de eso puedes estar segura.

Una sonrisa de triunfo apareció en los labios de Greta, como si Poldi acabara de desvelar una gran mentira.

—Ya sabía yo que te lo había contado. ¡Puede que me tomes por loca, como hacen los demás, pero puedo calar a las personas! ¡Puedo calarlas!

Una vez más, Greta tomó impulso y se lanzó sobre él con las manos levantadas y, una vez más, Poldi pudo agarrarla con esfuerzo y evitar que lo arañara.

A Poldi le hubiera gustado apresarla y llevarla hasta su casa él mismo, pero, cuando empujó a Greta con toda su fuerza y esta se tambaleó, Barbara lo detuvo.

—¡No te pongas violento con ella! —le gritó Barbara horrorizada.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? ¿Es que vas a dejar que se quede a vivir en nuestra casa hasta que Elisa regrese? —gritó Poldi.

—¡No habléis de mí como si no estuviera! —chilló Greta—. Sé que lo habéis hecho. Sé que habéis estado cuchicheando acerca de nosotros, de mí y de Viktor, y más tarde de mí y de Cornelius, pero…

A Poldi se le acabó definitivamente la paciencia.

—Ya que hablas de Cornelius, me pregunto una cosa: ¿también eres capaz de calarlo a él como a los demás? Si así fuera, Greta, podrías haber visto hace mucho tiempo que no te lo merecías. Ni siquiera sé por qué te aceptó como esposa. Pero sí sé que debió casarse con Elisa. Entonces habría sido feliz.

Greta lo fulminó con la mirada.

—Él es feliz conmigo.

—¡Vaya! —rio Poldi—. ¿Y entonces por qué no sabes dónde está? ¿Y entonces por qué se ha marchado con Elisa?

—Tú… —Por primera vez Greta no tuvo palabras, pero aún conservaba la fuerza. De nuevo saltó como una gata salvaje y se abalanzó sobre Poldi y, en esta ocasión, él no pudo cogerle las muñecas. Sus uñas le cruzaron la cara y le dejaron unos arañazos sanguinolentos.

—¡Maldita canalla! —gritó él. En ese momento, Poldi ya no escuchó a Barbara, que pretendía apaciguarlo; ni a Resa, que le puso una mano sobre el brazo; ni tampoco a sus hijas llorosas. Alzó el puño, golpeó a Greta en la cara y antes de oír el ruido del golpe, sintió ya una profunda satisfacción.

«No debí esperar tanto tiempo para hacer esto», fue lo que le pasó por la cabeza.

Greta se tambaleó y se pegó contra la pared. Sin embargo, no se cayó. El cuerpo se le puso rígido y su mirada, que hasta entonces centelleaba, se quedó fija, inexpresiva.

—¡Y ahora desaparece! —rugió Poldi antes de que ella pudiera decir nada—. ¡Puedo entender muy bien por qué tu padre y tu hermano te pegaban tan a menudo! Te lo juro: ¡te pegaré de nuevo si no te largas de una vez!

Los dedos de Poldi habían dejado un rastro de sangre sobre la piel pálida de Greta.

Antes de que esta pudiera moverse, Barbara se situó ante ella en ademán protector.

—¡Poldi, no puedes pegarle a una mujer! —le gritó, espantada.

A él le hubiera gustado demostrarle que lo podía hacer incluso por segunda vez, pero para entonces Greta ya se había dado la vuelta y se disponía a salir. O al menos eso esperaba Poldi, pero Greta se quedó en la puerta, a una distancia prudencial.

—¡Basta ya de tanta hipocresía! —le dijo Greta a Barbara con un siseo de rabia—. ¡No finjas que me defiendes! ¡Tú también me desprecias! Todos tenéis los humos muy subidos y me miráis despectivamente. Sin embargo, vosotros dos, tú y Poldi, sois quienes menos derecho tenéis a hacer tal cosa. —Greta hizo una pausa, miró primero a Barbara, después a Poldi y finalmente a Resa.

La marca roja del golpe que Poldi le había dado desapareció. Greta mostró una sonrisa de triunfo.

—Dime, Resa —continuó, ya más tranquila, sin resoplar y sin rabia en la voz, con una voz amable, la mejor que pudo sacar—. ¿Sabes en realidad lo que tu marido y tu madre hacen a tus espaldas?

Poldi se sobresaltó. Barbara se puso pálida.

—Greta…

—¿Sabes que desde hace años se encuentran en secreto en el bosque…, en un claro muy determinado…?

—¡Greta, cállate! No tienes ni idea…

—¿Y sabes que allí se revuelcan por el suelo como los animales, jadeando, gimiendo, llenos de lujuria?

Por primera vez, las tres hijas se callaron. Las risitas y los gritos se les atragantaron.

Greta entonces dejó de hablar a Resa y miró primero a Poldi y después a Barbara.

—Yo os he visto —dijo ella disfrutando el momento—. Y más de una vez. A veces ha sido muy divertido ver cómo os revolcabais. Solo de vez en cuando era aburrido. No es nada agradable ver las muecas que la gente hace provocada por la lujuria.

Poldi cerró los puños, pero no pudo moverse. No podía echar a Greta. No podía pegarle de nuevo. Y sobre todo, no podía mirar a su mujer, a Resa.

—¡Ja! —gritó Greta—. ¡Puede que me consideres una loca, pero tú, Leopold Steiner, eres más corrupto que yo, eres peor que yo! ¡Eres un miserable adúltero! ¡Y has engañado a tu mujer con tu propia suegra! ¡Ja, ja!

Greta rio y lo hizo cada vez con mayor estridencia, con más fuerza, y no podía parar.

Barbara se abalanzó sobre ella, por lo visto, estaba dispuesta a pegarle ella misma. Poldi nunca la había visto tan furiosa. Él mismo sintió que toda la sangre se le bajaba a los pies cuando todo aquel edificio de mentiras tan cuidadosamente construido se vino abajo.

Antes de que Barbara llegara a donde estaba Greta, Resa se interpuso y tiró de su madre.

—¡Déjala en paz! —dijo ella con voz fría.

Poldi todavía no se atrevía a mirar a su mujer. La boca se le había quedado seca.

—Resa —susurró Barbara en su lugar.

—No digas nada, madre. Yo siempre lo sospeché.

La voz no le temblaba. Ningún sollozo acompañó sus palabras. Estas sonaron tan duras y frías que Poldi, involuntariamente, sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Sin decir palabra, Resa soltó a su madre, fue hasta un arcón y lo abrió. Entonces se inclinó sobre él y sacó algunos vestidos y blusas.

Poldi no soportaba ver aquello y mucho menos podía mirar a Barbara, que se había quedado inmóvil como una estatua de sal, con los labios temblorosos y los ojos llenos de lágrimas.

Greta, sin embargo, no paraba de reír.

—¡Tú…! ¡Tú…! —le dijo Poldi—. ¿Por qué tienes siempre que provocar estos desastres?

La risa de Greta se hizo más entrecortada.

—¡Ja! —rio—. ¡Ja!

Entonces, con una sonrisa irónica, se dio la vuelta y se marchó. Y no miró atrás ni una sola vez.

Cuando desapareció, lo que quedó fue un silencio tal que Poldi pensó que podía oír los latidos del corazón de todo el mundo. Sus tres hijas se aferraban unas a otras, confundidas. Y él mismo estaba tan rígido como Barbara. Solo Resa, con una aparente tranquilidad, seguía vaciando el arcón.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó por fin Barbara.

—Estoy empacando mis cosas —respondió Resa brevemente y sin darse la vuelta—. Me marcho.

Entonces Barbara se sacudió la rigidez del cuerpo y dijo:

—No, no lo harás.

De repente parecía muy vieja. Sus ojos habían perdido todo brillo. Sus pasos, normalmente tan ágiles, que hacían que sus caderas se contonearan, resultaban rígidos. En una ocasión, le había dicho a Poldi que no podría vivir sin cantar ni reír. Pero ¿cuándo…?, se preguntó él en ese instante, ¿cuándo habían reído o cantado juntos por última vez? Todo había sucedido de un modo demasiado rápido y agitado; habían tenido que hacerlo todo en secreto y ahora se demostraba que todo el sigilo había sido en vano.

Barbara siempre había parecido más joven, vivaz y alegre que su propia hija, que en los primeros años parecía mirar el mundo con ojos algo estúpidos y, más tarde, con cierta congoja. Sin embargo, ahora, los movimientos de Resa eran más vivaces y decididos, mientras que los pasos que Barbara dio para acercarse a su hija eran los de una anciana.

—No —dijo Barbara nuevamente—. No tienes por qué irte. Si alguien se tiene que ir soy yo. Debí hacerlo mucho tiempo atrás. Me mudaré a casa de Jule.

Cuando por fin llegaron a Valparaíso, Elisa se puso en manos de Cornelius para que la guiara, profundamente agradecida por no tener que orientarse ella sola. Más tarde, cuando pensaba en aquella ciudad, apenas conseguía recordar nada, solo tenía muy vivos en su mente los olores penetrantes del puerto y del mar, y también aquellos caminos cuesta arriba y cuesta abajo. Le pareció que Valparaíso, más que una ciudad, era un laberinto, así de complicado era el entramado de sus calles, callejuelas y barrios.

Cornelius sentía curiosidad por las grandes casas comerciales, algunas de las cuales estaban en manos alemanas, aunque la mayoría eran inglesas, y le habló de los enormes almacenes, donde se guardaban metales, lana de oveja y de alpaca, cereales y cueros. Sin embargo, por consideración a ella renunció a visitar esos lugares y prefirió salir inmediatamente en busca de una fonda donde comer.

Les sirvieron una carne dura, demasiado cocinada, y unas verduras de sabor aguado. Si Elisa no hubiera tenido tanta hambre, no habría podido tragar bocado.

El posadero era muy locuaz y se quedó mucho tiempo junto a su mesa. Cuando descubrió que eran alemanes, afirmó orgulloso que él también tenía sus raíces en aquel país, aunque por desgracia no sabía ni una palabra de aquel idioma. En su lugar, entremezclaba palabras del ruso, del inglés y del italiano, nacionalidades que convivían en Valparaíso, en pequeñas comunidades. Aunque no era fácil entenderse con él, el hombre, con todo, aguzó el oído cuando Cornelius le preguntó por Fritz Steiner.

Parecía conocerlo bien, pero lo llamaba Federico en lugar de Fritz y, sin que el hombre se propusiera ser simpático, el apellido Steiner sonaba bastante cómico en su boca.

Cornelius le preguntó cómo llegar hasta Fritz, y el posadero, mostrando todavía los dientes, les dijo que el señor Steiner era un huésped bastante habitual y que él, con mucho gusto, le enviaría un mensajero, una ayuda que era natural y frecuente entre compatriotas.

Elisa dudaba que Fritz se impusiera voluntariamente aquella dieta horrible y más aún que fueran compatriotas de aquel hombre, pero, con mucho gusto, se quedó sentada en la fonda.

Esperaron muchísimo tiempo. A veces la puerta se abría, pero no era Fritz Steiner quien entraba. Al principio, Elisa se alegró de poder descansar; con el tiempo, sin embargo, fue sintiéndose cada vez más incómoda por llevar aquella ropa polvorienta y sudada.

—¿No es preferible que…? —empezó a preguntar, vacilante.

—Esperemos un poco más —le dijo él.

Elisa alzó la cabeza; Cornelius tenía la mirada fija en ella, con expresión pensativa, preocupada, y también un poco triste.

—Estás pensando en los chicos, ¿no es cierto? —murmuró ella—. ¿Estás pensando si están bien, si llegaron sanos y salvos? Bueno, nosotros ya estamos aquí, y ahora podremos…

—Lo siento —la interrumpió Cornelius—. Lo siento tanto.

—¿Qué?

—Haberte hecho reproches. Haberte echado la culpa por la desaparición de Emilia.

Ella bajó la cabeza y recordó el día en había sido ella la que le había hecho reproches a él, esas amargas acusaciones por la muerte de Lukas, y en la culpa que le había echado encima. Se mordió los labios y empezó a decir algo, pero en ese momento la puerta se abrió de nuevo.

—¡Elisa! ¡Cornelius!

Fritz Steiner estaba casi irreconocible. Llevaba bigote, un elegante frac negro, estaba algo más llenito y de su cara había desaparecido aquella perenne expresión severa y malhumorada. Sin embargo, su mirada parecía más preocupada y, antes de que se abrazaran a modo de bienvenida, Elisa comprendió por qué. Con un grito de alegría, vio que Manuel estaba a su lado, pero no había ni rastro de Emilia.

Emilia escuchaba los ronquidos de la española. Sabía que aquella mujer se dormía siempre después de comer. Se había sentado justo delante de Emilia con una fuente de estofado, de modo que la joven pudo sentir el seductor y potente aroma de las hierbas y de la carne de cordero. Luego, la mujer se lo había comido todo ella sola, mientras que el estómago de Emilia gruñía a causa del hambre.

—Si quisieras podrías conseguir un poco —se burló la española eructando—. Pero no puedes mostrarte tan terca.

Las primeras veces Emilia la había observado iracunda mientras comía y se había puesto a tirar de sus ataduras, pero ya sabía que aquello no tenía sentido. La rabia y la impotencia solo la cegaban. No debía ceder, tenía que observar minuciosamente, con pragmatismo, lo que sucedía a su alrededor. Poco a poco fue descubriendo que la española no solo tenía la obligación de vigilarla y ablandarla para que se plegara, sino que era una apática, que no tenía ambiciones ni prisas, que más bien aprovechaba aquel encargo para ponerse hasta las cejas de comida y dormir bastante.

Roncaba de tal modo que las paredes temblaban y Emilia se sintió aliviada. Así, no tenía que prestar atención a los otros ruidos que le llegaban desde las habitaciones situadas al lado de la suya. A veces se escuchaban cantos y sonidos de guitarra, a veces se oían arrullos y risas, a veces chillidos y llantos.

La española era la única mujer a la que había visto desde que aquellos hombres la habían llevado allí, sin embargo, estaba segura de que estaba rodeada de mujeres jóvenes que compartían su mismo destino: mujeres sin hogar, pobres, que habían caído en las garras de aquellos hombres y que al final habían cedido al hambre y habían hecho todo lo que ellos querían que hicieran.

Emilia no sabía cuánto tiempo más soportaría los tormentos que la angustiaban. Con cada hora que pasaba sentía cómo su cuerpo se debilitaba. Por lo menos su espíritu no había decaído de igual modo. Había elaborado un plan para liberarse y, ahora, cuando miró a la mujer que roncaba, cerró los puños y se dispuso a llevarlo a cabo.

Solo por un motivo le había desatado las manos hasta ahora: cuando tenía que ir al baño.

—Debo ir al retrete —le había dicho antes a la mujer, que estaba sentada delante de ella, mientras chasqueaba la lengua.

—Vaya, ¿por fin vas a ceder? —le preguntó la otra, al acecho.

—No —le explicó Emilia, y repitió—: Tengo que ir al baño.

Era mentira. Llevaba demasiado tiempo sin comer ni beber nada como para tener que orinar. Pero antes de que la mujer la soltara, ella había estado sacando, con sumo esfuerzo, una astilla de la madera de la cama a la que estaba atada. Se había herido los dedos intentando sacarla, se había clavado algunas astillas, pero ahora, en recompensa, tenía una en la mano. Cuando la mujer, más tarde, volvió a atarla, había metido la astilla, sin que ella lo notara, entre las cuerdas y su muñeca. Y ahora la española dormía profundamente, como un tronco. Emilia la observó durante un rato y, cuando estuvo totalmente segura de que nada podría sacarla de su modorra, empujó la astilla y esta salió al momento.

«¡Estupendo!», pensó, triunfante, cuando vio que su plan estaba saliendo bien. Las cuerdas estaban atadas ahora con mucha menos firmeza. Le cayó sangre sobre los dedos y le hizo cosquillas. Empezó a girar las muñecas, durante tanto tiempo que al final logró liberar una mano y luego la otra.

Se frotó brevemente las partes que le dolían; luego, se levantó sin hacer ruido y empezó a desatarse las cuerdas de los pies.

La española dormía con la cabeza tumbada sobre el pecho, y un hilillo de saliva le corría por el mentón.

Después de haberse liberado de las cuerdas, Emilia caminó con prisa hasta la ventana y miró por las rendijas de las persianas. Una luz crepuscular la envolvía. Desde abajo le llegaban voces de hombres, gritos y música.

Lentamente, muy lentamente, abrió las persianas e intentó que el chirrido quedara amortiguado por el ritmo de los ronquidos. A cada instante echaba un vistazo inquieto a sus espaldas, pero al final la ventana quedó completamente abierta y aquella mujer seguía sin moverse. Emilia miró hacia abajo y retrocedió, asustada. La habitación estaba más alta de lo que había imaginado, y ella siempre había tenido miedo a las alturas. Aquella vez que Greta la había encerrado, no se habría atrevido a fugarse si no hubiera sido con la ayuda y la asistencia de Manuel. Pero entonces, delante de la ventana, encontró un saliente estrecho. Podía saltar hasta él, pensó, y luego agacharse con cuidado, agarrarse con firmeza y dejarse caer poco a poco, con cautela. De ese modo, no tendría que saltar desde tan alto.

Emilia tragó saliva; el estómago se le encogió y le provocó dolor; no sentía miedo, sino hambre. Pero eso era precisamente lo que le daba fuerzas y valor. Echó una última ojeada a la mujer dormida y entonces sacó la cabeza por la ventana.

Poco después, sintió cómo la sangre le goteaba por la pantorrilla. Cuando se palpó la herida, esta le ardió tanto que pegó un grito. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que ese dolor no iba a conseguir detenerla. La herida, por suerte, era la única lesión que el salto desde la ventana le había provocado. Tenía todos los huesos sanos y podía levantarse sin esfuerzo.

Se dio la vuelta una vez más y atravesó rápidamente el patio. Había pensado que aquel burdel estaba compuesto por una sola casa, pero ahora se daba cuenta de que estaba formado por varias casitas pequeñas e inclinadas, alineadas unas contra otras. En varias ocasiones, pensó que había llegado a la calle —su salvación—, pero el camino siempre desembocaba en un callejón sin salida. El suelo estaba resbaladizo y, en una ocasión, Emilia chocó contra un duro objeto que alguien había tirado allí descuidadamente. Aquel nuevo dolor hizo que le brotaran las lágrimas, pero consiguió reprimir el grito. Sin embargo, no pudo impedir que el objeto provocara un ruido.

—¡Eh! ¿Adónde crees que vas? —dijo por sorpresa una voz, que no era la de la mujer que dormía, sino la de un hombre.

Emilia echó a correr. Allí detrás… ¿Acaso aquello no era un mortecino rayo de luz, la promesa de unas farolas y de una calle salvadora?

—¡La chica! ¡La chica se fuga!

Emilia apretó el paso y fue acercándose cada vez más a aquella luz. ¿Se atreverían a retenerla en plena calle esas sombras que, de repente, se habían reunido en el patio, detrás de ella, y habían emprendido su persecución en cuestión de pocos segundos?

Emilia continuó corriendo y, por fin, llegó a una calle; fue entonces cuando se detuvo a mirar hacia uno y otro lado. Más allá de la luz crepuscular de las farolas solo había tinieblas.

Las voces de los hombres se acercaban. Le estaban pisando los talones. Emilia aún no había llegado hasta la luz de la farola, y ya los hombres empezaban a rodearla por todas partes.