CAPÍTULO 39

Emilia no recordaba haber estado nunca tan agotada. Luchaba a brazo partido para que no se le notara, pero a veces estuvo a punto de echarse a llorar. Estaba acostumbrada a pasar todo el día de pie y tampoco le resultaba difícil montar, aunque era incómodo, porque los dos compartían un mismo caballo, el de Manuel. Pero la gran cantidad de personas desconocidas con las que se tropezaron durante el viaje la molestaba.

La mayor parte de su vida había estado rodeada de caras conocidas. Pocas veces hubo extraños en su colonia y las ocasiones en que su padre la había llevado con él a Osorno o a Valdivia habían sido, sin duda, grandes aventuras que solo habían durado unas pocas horas. Los días siguientes se los había pasado hablando de ello sin parar, a fin de poner orden en sus impresiones. Pero ahora estas eran demasiadas como para hablar de ellas, y tampoco su padre, que conocía gente en todas partes y hablaba el idioma del país, estaba con ella…

Jule y Christine habían discutido a menudo sobre si los niños debían aprender español o no; Christine siempre se había negado a aprender aquel idioma extranjero, pero Jule, por el contrario, conocía los rudimentos y se los había enseñado a los niños. A Emilia siempre le había gustado esa parte de la clase —sobre todo porque con esos conocimientos podía burlarse de los mayores—. Un día lluvioso había ido con Manuel a ver a Andreas Glöckner y le había anunciado en voz alta: «Hace tiempo mucho male»[3], a lo que él, para deleite de ella y de Manuel, había respondido: «Muscheln mahlen» [Moler caracoles], lo que faltaba.

Cuando se encontraban con españoles, apenas entendía algo más que o bueno, y también una tercera palabra, una palabrota. La oyeron una noche, cuando fueron a alojarse en un albergue regentado por un matrimonio: el hombre llevaba un poncho de colores, los miró con expresión indiferente y se puso una pipa entre sus labios amoratados. La mirada de la mujer, en cambio, fue venenosa, incluso cuando Manual sacó su monedero; lo único que masculló con cierta rabia contenida, antes de mostrarles la puerta, fue Huinca.

Emilia sabía que con esa palabra no solo se aludía a los blancos y forasteros, sino que también se designaba, como decían los chilenos con desprecio, a los ladrones.

Aquello de ser tratada de ese modo y lo de tener que pasar la noche en el establo la había afectado mucho. Eso había sucedido durante la primera parte del viaje, poco después de pasar Valdivia, e incluso a esa altura ella ya tenía la sensación de que habían estado viajando infinitamente y que por eso estaba tan cansada. Sin embargo, sabía que el viaje iba a ser todavía más largo, mucho más largo, pues tenían que llegar a Valparaíso, aquella gran ciudad situada no lejos de Santiago, cuyo puerto se había convertido en los últimos años en el más importante de América del Sur, ya que allí se explotaba el cobre extraído en el norte del país.

Por lo menos eso era lo que le había dicho Manuel. También le había dicho que, en Valparaíso, tendrían abiertas las puertas del mundo: desde allí regularmente partían barcos cargados de madera con rumbo a Perú. Y desde allí también era fácil llegar a Atacama o a Antofagasta, donde se explotaba el salitre, con el cual se hacían abonos comerciales y dinamita.

—¡Imagínate! —había exclamado él, entusiasmado—. ¡En ese desierto de salitre pueden pasar siete años sin que llueva!

En su casa Emilia había escuchado fascinada esas historias, pero ahora la asustaba la idea de un territorio caliente, seco y desértico.

—¡Pero yo no quiero ir al desierto! ¡Yo quiero viajar a Alemania! —exclamó ella, obstinada.

—Eso lo decidiremos cuando estemos en Valparaíso —la tranquilizó Manuel—. Allí también hay barcos que viajan a Hamburgo y Brema.

A partir de ese momento guardaron silencio sobre sus planes de futuro. Para alivio de Emilia, durante la mayor parte del viaje tuvieron compañía. Poco después de dejar atrás Valdivia, coincidieron con una familia que Manuel conocía: comerciantes de la Región de los Lagos, que llevaban a Valparaíso los productos de los agricultores locales, los mataderos y las fábricas de cerveza: carne, cerveza, cereales, así como algunos cargamentos de madera. Se unieron a ellos y Emilia los estuvo oyendo hablar durante horas de las importantes zonas del norte de Chile, aunque al final, sencillamente, se hizo la sorda.

«Si por fin llegáramos a Valparaíso —pensó—; y, después, a Alemania…».

Emilia sabía que el viaje que sus padres habían emprendido una vez desde Europa hasta América del Sur había durado meses; sin embargo, en su fantasía, Alemania estaba justo al lado de Valparaíso, y en Alemania había de todo en abundancia. Todos conocerían su idioma, la entenderían. Y no los mirarían con esa curiosidad y esa extrañeza; tampoco los llamarían huincas, sino que los recibirían como compatriotas, afectuosamente. Y entonces, entonces, ya no tendría que hacerse trenzas todos los días, sino que se podría peinar con unos rizos suaves. La verdad es que no sabía cómo llevaban el pelo las mujeres en Alemania, pero estaba segura de que tendrían peinados más elegantes que los de Chile.

Ella se había refugiado en esos sueños para soportar las dificultades. Y finalmente, después de días y semanas, lo habían conseguido.

Pero, por lo que había podido comprobar, Valparaíso no era ningún paraíso como Alemania. Por muy bonitas que fueran las casas y los edificios de los empresarios ricos, las chozas diminutas y torcidas en las que vivían los pobres eran feísimas. Manuel había afirmado que a la ciudad se la llamaba la Perla del Pacífico, pero a Emilia no le pareció encantadora en absoluto, aunque sí dura; era duro moverse por sus callejuelas, siempre cuesta arriba o cuesta abajo, ya que la ciudad había sido construida sobre cuarenta y cinco colinas. Por esas callejuelas transitaban grandes masas humanas, ricos ciudadanos con chistera y frac, y gente pobre, con los pies descalzos y harapos. Había elegantes carruajes justo al lado de carromatos tirados por mulos y bueyes.

Manuel no prestaba atención a las casas ni a la gente, sino que señalaba insistentemente al océano. Varias veces habían visto su destello azul durante el viaje, pero jamás habían estado tan cerca del mar.

—¡Dios mío, el mar! —gritaba una y otra vez—. ¡Oye su rumor! ¡Es como si se unieran varias voces, miles!

La espuma blanca en la que se bañaba el sol era tan intensa que los ojos dolían. Los pájaros revoloteaban chillando sobre el agua. Y lo que entusiasmaba a Manuel asustaba profundamente a Emilia. Ella miraba pensativamente al horizonte, pero, en la distancia, el mar azul se fundía con un cielo no menos azul. No había ninguna tierra prometida a lo lejos, insinuada por el océano, solo un extraño paraje, vastedad, infinitud.

Cuanto más miraba al mar, más perdida se sentía, y el bramido del océano, que a él tanto lo emocionaba, a ella le sonaba como una carcajada burlona. Pensó con nostalgia en el lago de Llanquihue, que, ciertamente, se ponía de un color triste y gris en los días malos, pero que siempre estaba rodeado de tierra, tierra conocida en la que vivía gente conocida.

Emilia apenas se dio cuenta de que la familia que viajaba con ellos se había despedido y de que Manuel había atado el caballo en alguna parte; apenas se dio cuenta de cómo él la había arrastrado por aquellas callejuelas llenas de gente ni de que, al final, habían llegado al puerto. Aquí el océano ya no bramaba, había sido domeñado por muros y muelles; el agua, un caldo de color marrón, olía a sal y a podrido, y a Emilia le dieron arcadas.

Se mostrara como se mostrara, en cualquiera de sus formas, para ella el mar era un territorio enemigo, algo que se interponía entre ella y Alemania.

—¿Y ahora qué? —preguntó la joven, desesperada.

—¡Podríamos irnos a Estados Unidos y convertirnos en buscadores de oro!

La confusión de voces y el ajetreo no parecían molestar a Manuel, sino que lo revivieron, por lo que en las horas siguientes el joven estuvo acariciando los planes más descabellados. Encantado, señaló a los cerca de cien barcos que mostraban banderas de todo el mundo. A su lado, las barcas de los pescadores parecían diminutas. De uno de los buques, situado no lejos de ellos, estaban desembarcando anguilas y meros, y cuando el olor llegó a la nariz de Emilia, la joven tuvo náuseas de nuevo. Entonces se dio la vuelta rápidamente y buscó consuelo mirando hacia las cumbres nevadas que descollaban en el interior del país.

Manuel no se cansaba de enumerar los países de los que venían los barcos y se imaginaba cómo sería la vida en ellos.

Finalmente, Emilia, ya sin fuerzas, se sentó en el suelo y dejó a un lado la bolsa de cuero con sus pocas pertenencias.

—Estoy cansada, así que no voy a ir a ninguna parte y, si me fuese a algún lado, sería a Alemania.

Manuel se arrodilló junto a ella. Su penetrante olor a sudor envolvió a la joven como una espesa nube.

«Nosotros apestamos —pensó Emilia con enfado—, pero este mar apesta mucho más».

—¡Bueno, dejemos que el destino decida sobre nuestro futuro! —exclamó él con entusiasmo.

—¿Qué quieres decir?

—¡Presta atención! Lanzaremos una moneda al aire. Tengo aquí un centavo. Si sale cara, iremos hacia el norte; si sale cruz, tomaremos un barco hacia el sur.

Emilia frunció el ceño. Hubiera preferido seguir cabalgando otros cien días a viajar por esas peligrosas aguas, pero el viaje hasta Alemania también tenía que atravesarlas.

¿Alcanzaría el dinero que Manuel había ganado con la venta de las cortezas para pagar un pasaje en barco hasta Hamburgo? Emilia no tenía ni idea de cuánto costaría, pero la idea despertó de nuevo su vitalidad. Se levantó y vio cómo Manuel lanzaba la moneda. Le imprimió tal velocidad que la pieza de metal giró varias veces antes de caer en el suelo con un tintineo. Llena de curiosidad, Emilia se lanzó sobre la moneda y estuvo a punto de chocar con Manuel. Pero la moneda no había caído de plano, sencillamente, se había quedado atascada en una grieta entre dos adoquines. No se veían ni la cara ni la cruz.

—¡Vaya! ¡Estupendo! —protestó Emilia.

Manuel iba a recogerla, pero, por mucho que tiró de ella, no consiguió moverla.

—¡Vaya! ¡Estupendo! —protestó Emilia nuevamente.

Mientras Manuel seguía intentándolo con todo su empeño, ella se quedó allí de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho.

¿Acaso era un mal presagio que el destino no hubiera querido decidir sobre su futuro?

Un instante después, ya no encontró tiempo para reflexionar sobre el asunto. Emitió un grito de espanto.

Cuando Manuel se dispuso a lanzar la moneda al aire, había dejado su hatillo en el suelo, junto al de Emilia. Allí estuvieron, sin vigilancia, durante un tiempo, por lo que enseguida habían atraído el interés de dos hombres.

Cuando Emilia los vio, estos ya habían registrado los bultos y habían sacado la bolsa del dinero.

—¡Parad! —chilló Emilia.

Los hombres apretaron las dos bolsas del dinero contra el cuerpo, salieron corriendo y desaparecieron entre el ajetreo de la multitud, antes de que Manuel hubiera conseguido incorporarse para perseguirlos.

Emilia volvió a gritar cuando Manuel desapareció entre la muchedumbre y ella dejó de verlo. Pero mayor que el miedo a perderlo de vista era el temor de que alcanzara a aquellos hombres e intentara quitarles lo que habían robado. Eran dos y, además, parecían fuertes; solo, Manuel jamás podría enfrentárseles.

Emilia corrió tras él gritando su nombre. Estuvo a punto de tropezar con otro transeúnte.

—¡Hola, monada! —lo oyó que decía mientras chasqueaba elogiosamente la lengua, pero Emilia no le prestó atención.

—¡Manuel, vuelve aquí!

Por fin vio a lo lejos el destello rojizo de su pelo.

—¡Vaya chica tan guapa! —se oyó decir al hombre con el que casi había tropezado y que la había seguido hasta allí; lo había dicho en alemán, pero ella ni se dio la vuelta; fue demasiado el alivio que sintió al ver cómo Manuel se detenía y emprendía el regreso con los hombros caídos. Tenía los puños apretados y cuando ella llegó a donde estaba él, el joven pegó una patada en el suelo.

—¡Maldita sea!

Ella se lanzó sobre él y lo abrazó, pero él la apartó con brusquedad.

—¡Nos han robado! ¡Sencillamente, nos han robado! ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Puedo ayudaros?

El desconocido se había acercado a ellos y ahora, por primera vez, pudo examinar a Emilia con más detalle. Era bajito y regordete y, aunque su boca sonreía, sus ojos tenían un aspecto frío y burlón.

Llevaba ropa limpia, pero parecía hecha a partir de varias piezas que no casaban unas con otras. El hombre hizo una reverencia servil que a Emilia no le pareció del todo sincera.

Pero, en su situación desesperada, eso le daba igual.

—¡Acabamos de llegar a Valparaíso! —dijo ella—. No conocemos a nadie y tampoco hablamos español. Y ahora, para colmo, nos han robado: nuestra ropa, nuestras provisiones… y nuestro… Manuel, ¿qué ha pasado con el dinero? ¿Acaso pudiste…?

Manuel la cogió del brazo con fuerza.

—¡Nada de eso le incumbe a este señor! —le dijo él con acritud.

Emilia estaba a punto de echarse a llorar. Él nunca la había tratado de aquella forma tan grosera.

—Pero un momento… —intervino el desconocido, y su voz le pareció a Emilia mucho más amable que la de Manuel.

—Yo podría…

—¡No necesitamos su ayuda! —lo interrumpió Manuel con hosquedad.

Entonces el joven agarró a Emilia del brazo con más fuerza y la arrastró consigo. Ella lo siguió de mala gana y se dio la vuelta varias veces hacia donde estaba el hombre desconocido, pero en cuanto se confundieron en la multitud, dejó de vérsele.

—Manuel, ese hombre solo quería…

Él no le respondió hasta que llegaron a una callejuela algo más tranquila, en la que apenas había gente. El suelo parecía pegajoso. Emilia saltó a un lado, a fin de evitar un riachuelo de aguas viscosas que olía peor que el agua del puerto. Suspirando, miró a su alrededor. A primera vista, aquella ciudad extraña podía parecer fascinante; pero en realidad todo resultaba desolador y sucio.

—¡No conocemos a ese hombre! —le dijo él.

—¡Aquí no conocemos a nadie, Manuel, a nadie! —le gritó ella—. ¡Pero necesitamos ayuda! Solos no podremos… Jamás hemos estado solos…

Las lágrimas que antes Emilia había reprimido corrieron ahora por sus mejillas.

—Todo saldrá bien —intentó él consolarla en vano—, todo saldrá bien, espera a que hayamos…

—¿Cómo va a salir nada bien? ¡Partimos de un modo demasiado precipitado! ¡Fue un acto demasiado irreflexivo!

—Bueno, ¿hubieras preferido quedarte en casa? ¡Aquello era imposible! Allí jamás podríamos…

Manuel no pudo continuar. Emilia no había visto las siluetas de quienes se acercaron y cayeron de repente sobre el chico. Por un instante pensó que lo que se había lanzado sobre su compañero era un pájaro, pero un puño lo golpeó en la sien, y el joven cayó de rodillas.

—¡Manu…!

El nombre se le quedó trabado en la garganta. Antes de que pudiera emitir aquel grito, antes de que pudiera pedir ayuda, una mano le tapó la boca y la hizo callar. Otra persona la cogió por las manos y luego por los pies. Emilia intentó lanzar unos golpes en torno a sí, pero no pudo hacer nada para zafarse de aquella inmovilización tan poderosa.

En ese mismo instante, cuando se la llevaban a la fuerza, alguien le echó un saco por encima de la cabeza.

Antes de haber recuperado por completo el sentido, Manuel ya corría por las calles, buscándola; cuando volvió en sus cabales, comprendió lo que había sucedido. De repente todo se había vuelto negro. Y cuando pudo abrir los ojos otra vez, la baba le corría por el mentón. La luz era tan intensa como antes del asalto, pero no estaba seguro de si habían pasado solo unos pocos segundos o una noche entera, un día entero. Tenía el cuerpo rígido y temblaba de frío; tal vez se debiera a la conmoción, tal vez al hecho de que había estado durante horas tumbado en aquella callejuela. Pero, en fin, el frío era ahora su menor mal, pues no veía a Emilia por ninguna parte. Manuel corrió, corrió de un lado a otro, aunque tenía la mirada borrosa y sentía mareos. No sabía qué rumbo tomar y por eso siguió corriendo.

¡Emilia! ¿Dónde estaba Emilia? ¿Qué habían hecho con ella?

Sus pensamientos estaban mucho más aturdidos que sus piernas; giraban en círculos sin indicarle qué debía hacer.

Por lo visto, también él giraba en círculos, pues al cabo de un rato volvió a entrar en aquella callejuela oscura y sucia en cuyo suelo había permanecido durante un buen rato. Ya no pudo luchar más con aquellas náuseas y cayó de rodillas, dejó la cabeza colgando y sintió cómo las lágrimas afloraban a su rostro.

—Ah, Emilia —dijo sollozando.

Jamás en su vida se había sentido tan desamparado y perdido.

Cuando por fin alzó la cabeza de nuevo, no pudo decir cuánto tiempo había transcurrido. Entretanto, parecía que estaba anocheciendo. De repente, alguien se inclinó sobre él. Convencido de que se trataba de aquel desconocido que ahora se lanzaba sobre él para robarle o apalearlo, soltó un grito bien alto y empezó a manotear. Pero entonces reconoció a un hombre que era demasiado viejo y estaba demasiado encorvado como para representar un peligro.

Además, aquel hombre le sonreía.

—¿Le puedo ayudar?[4]

Aturdido como estaba, ninguna de las sílabas del español le sonaba familiar.

Espontáneamente, respondió en alemán; todo le salió a borbotones: contó que les habían robado inmediatamente después de llegar al puerto, que un desconocido los había seguido, a él y a Emilia, y que esta última, ahora, había desaparecido, que él estaba herido y…

El anciano lo escuchó con calma. No lo interrumpió y por sus rasgos empezó a extenderse un gesto de incomprensión, pero cuando a Manuel se le acabó el aire, el anciano desconocido le hizo una señal para que lo siguiera. Manuel estaba demasiado confundido para resistirse o reflexionar sobre si hacía lo correcto o no.

Subieron una empinada pendiente y Manuel tuvo que hacer acopio de todas las fuerzas que le quedaban para poder caminar sin zigzaguear.

Alzó la vista solo cuando llegaron a una casa.

Cuando quiso examinarla, la imagen se deshizo en un montón de estrellitas. Se llevó las manos a la cabeza, que le dolía, y sintió que la sangre le corría por la nuca. Entonces todo se ennegreció a su alrededor.

Cuando volvió en sí, estaba en una cama. La tela de la almohada era dura al tacto, pero estaba limpia. Confundido, se incorporó rápidamente y por un instante no pudo recordar dónde estaba ni por qué. Entonces se acordó de aquel anciano amable, pero tampoco a él se lo veía ahora por ninguna parte. En su lugar, había otros tres caballeros en torno a su cama. Uno se inclinó sobre él y comprobó que había recobrado la conciencia. Manuel necesitó un rato para comprender que el hombre le había hablado en alemán. Cuando el hombre —que por lo visto era médico— le palpó la nuca, soltó un grito estridente.

—Hay que limpiar esa herida —le explicó.

El hombre que estaba al lado de la ventana alzó la mano y le hizo una señal indicándole que se marchara.

—Habrá tiempo para eso.

Finalmente, el médico retrocedió y salió de la habitación en compañía del segundo caballero, solo el tercero se quedó de pie junto a la ventana. Manuel no le veía la cara, solo los contornos oscuros de su silueta.

—¿Dónde…, dónde estoy?

—En el Club Alemán.

Manuel examinó la habitación con más detenimiento. Era un cuarto sobrio, sin adornos, pero con paredes sólidas.

Era el Club Alemán de Valparaíso.

Con gesto febril, intentó evocar en su memoria todo lo que sabía de esa ciudad. Su abuela Christine le había dicho una vez que uno de sus hijos vivía allí, como otros muchos alemanes protestantes. Primero, ellos habían asistido a los servicios religiosos de la comunidad norteamericana, pero luego habían fundado la suya propia. Christine se había alegrado mucho por ello, aunque Manuel no podía entender muy bien por qué eso era tan importante. Ahora mismo seguía sin importarle que los alemanes de Valparaíso oraran juntos o no o en qué idioma lo hacían. Solo sabía que allí estaba a salvo, y eso era lo único que contaba. Por ello les estaba infinitamente agradecido.

—Emilia… —dijo el joven.

Ya iba a saltar de la cama, pero el hombre se apartó de la ventana y lo contuvo.

—Parece que esta vez las cosas no han salido del todo mal. No estás herido de gravedad.

—Pero Emilia… ¡Emilia ha desaparecido!

—¿Quién es Emilia?

—Emilia Suckow. Es mi prometida.

Fue entonces cuando pudo ver por primera vez el rostro de aquel hombre, pero, cuando las lágrimas afloraron a sus ojos, la imagen desapareció. Le avergonzaba su debilidad. ¡Qué lamentable eso de estar llorando como una damisela!

El hombre fingió que no lo notaba.

—¿Cómo te llamas, jovencito?

—Manuel… Immanuel Steiner.

Manuel cerró los ojos y, de repente, sintió que una mano le acariciaba la cara cariñosamente. «¡Dios mío, es Emilia!», le pasó por la cabeza. ¡No quería ni pensar en lo que le había sucedido! ¡Tenía que buscarla! ¡Tenía que encontrarla! ¡¿Cómo había podido permitir que la secuestraran en plena calle?!

Una vez más, Manuel balbuceó su nombre.

—Yo también me llamo Steiner —dijo el desconocido—. Creo que soy tu tío.

Emilia se había resistido hasta que ya no le quedaron más fuerzas. Mientras se la llevaban, había intentado dar golpes en torno a sí frenéticamente, pero estaba bien sujeta, de modo que aquello había sido un esfuerzo inútil. Lo único que consiguió al cabo de un rato fue que el hombre que la llevaba cargada se viniera abajo como un saco de patatas. Aunque le dolían todos los miembros, se había incorporado enseguida para huir a toda prisa. Sin embargo, no llegó demasiado lejos, pues unas manos implacables la agarraron. Emilia volvió a patear a ciegas a su alrededor, alcanzó alguna pantorrilla y eso, por lo menos, causó un grito enfurecido de dolor, pero el triunfo tampoco duró demasiado. Entonces el hombre que la había llevado a hombros le pegó una bofetada que la hizo caer al suelo. Le retumbaba la cabeza; la sangre caliente le corría por el mentón. Le dolía tanto la cara que no sabía de dónde provenía el dolor, si de los labios rotos o de la nariz.

¡Puta! —le gritó el hombre.

Emilia no sabía qué significaba aquella palabra, solo que en el tono había todo el desprecio y la rabia del mundo. Una vez más, tiraron de ella para levantarla y, finalmente, la metieron en una casa y la hicieron subir unas escaleras. Pegó golpes en el suelo hasta que se quedó sin aliento y, por fin, la arrojaron sobre una cama y le ataron las manos a unos postes. Alguien le quitó el saco de la cabeza. Por el movimiento de sus labios, veía que el hombre que se estaba inclinando sobre ella seguía insultándola con aquella fea palabra, puta, pero no lo oía, solo percibía un rumor. Tenía un sabor metálico en la boca. Le hubiera gustado tanto apartarse el pelo revuelto de la cara…, pero tenía los cabellos pegados a las sienes y las mejillas.

Lentamente, el rumor dejó paso a un griterío frenético y confuso; las voces entremezcladas de aquel hombre y de otro más. Hablaban español, pero ella creía entender algunas palabras aisladas.

Habían mencionado varias veces un barco. ¿Es que la iban a llevar a algún barco? ¿Por qué? Y luego, luego, mencionaron a unos marineros.

Siguieron otras palabras que ella no pudo traducir, pero, después de dos o tres frases, empezó a comprender poco a poco.

«Marineros…, hombres hambrientos…, pesos, muchos pesos…, por mujeres como esta se puede pedir mucho…».

La sucia risotada le hizo daño en los oídos.

Llena de pánico, tiró de las ataduras y, entonces, el duro nudo se le clavó en la muñeca.

Ahora sí que estaba segura de en qué manos había caído. En realidad, ni siquiera tenía por qué saber que existían lugares como aquel. Su madre nunca le había contado nada acerca de ellos y su padre tampoco, pero Jule sí que lo había mencionado. En cierta ocasión, había querido inculcarles a las chicas de la colonia que las mujeres debían aprender a defenderse solas en la vida. Al mismo tiempo, lamentaba que no tuvieran apenas posibilidades decentes de ganarse su propio dinero. A ellas nos les entregaban tierras propias y no les permitían estudiar… Solo para el burdel, para eso era para lo único que eran apropiadas, para el burdel.

Algún niño había preguntado a continuación qué era un burdel y Jule había respondido muy francamente hablándoles de Hamburgo y de algunas mujeres que vendían su cuerpo a los marineros, cuando estos, después de sus largos viajes, bajaban a tierra.

—¡Dios mío! —gimió Emilia.

Uno de los hombres se inclinó sonriente sobre ella. Era el que les había ofrecido su ayuda en el puerto.

Probablemente los había estado observando durante un buen rato, para cerciorarse de que estaban completamente solos y que, por lógica, no habría nadie que los buscara ni viniera a liberarlos.

—Puedes resistirte si quieres, muchachita —le dijo en alemán—. ¡Pero estarás agotada para cuando te entre el hambre!

¿Acaso lo había entendido bien? ¿Ese era el plan? ¿Dejarla morir hasta que ella estuviera dispuesta a entregarse a él y a muchos más?

A Emilia se le saltaron las lágrimas, pero la reacción de los hombres fue soltar una risotada burlona. Entonces tuvo la sensación de que jamás podría desterrar aquel sonido de sus oídos.