Tres días más tarde, Elisa fue hasta el lago Llanquihue, cuyas aguas ese día estaban algo encrespadas, y se puso a caminar sin rumbo. La vista del volcán Osorno seguía dándole fuerzas después de todos aquellos años; el cono blanco —que unas veces se empinaba con orgullo hacia el sol y otras permanecía oculto, misterioso, tras las tupidas nubes— parecía inconmovible ante el ajetreo de aquellas pequeñas criaturas humanas que se habían establecido, ahora en gran número, a orillas del lago.
Hasta hacía cinco años, habían seguido llegando barcos con nuevos colonos, pero entonces el flujo de inmigrantes se cortó de repente. La mayoría de los pobladores ya establecidos contemplaron ese hecho con alivio. Por muy contentos que se pusieran al principio al encontrarse con gente del mismo país, en algún momento la tierra empezó a escasear y, además, ya todos estaban hartos de las continuas pugnas que provocaban las distintas religiones. Entretanto, las confesiones vivían rigurosamente separadas: Puerto Octay era el lugar de los católicos; Frutillar, el de los protestantes. En Puerto Varas, el lado occidental era católico y el oriental, protestante. Casi todos estaban satisfechos con esa solución, solo los jesuitas de la Orden de Westfalia no lo estaban, e iban de un sitio a otro predicando. Casi nunca encontraban oídos dispuestos a escucharlos y casi siempre eran ahuyentados a pedradas, pero ellos no desistían de sus propósitos de convertir a los protestantes.
Cuando Elisa oyó hablar de esto, se alegró de vivir lejos de aquellas ciudades y de no tener que presenciar esas pequeñas rencillas, aunque alguna que otra llegaba a veces hasta la colonia.
Magdalena, por ejemplo, venía exigiendo desde hacía años que construyeran una iglesia propia, pero antes de que hubieran encontrado suficientes voluntarios para la labor —gente que apoyara el proyecto con materiales y mano de obra—, el gobierno de Chile promulgó un reglamento según el cual los protestantes podían vivir de acuerdo con su fe, pero sus iglesias no debían tener sus propios campanarios. Muy pocos habían aportado algo hasta entonces para la iglesia de Magdalena, pero a todos los indignó mucho aquella intromisión.
Entonces Magdalena Steiner propuso que, sencillamente, construyeran la torre en la escuela, como ya habían hecho en la pequeña localidad de Osorno por despecho, pero ante eso fue Jule la que se sublevó.
—¡Lo que me faltaba! ¡Qué mi escuela se convierta en una casa de oraciones!
Al final, las cosas respecto a la iglesia se tranquilizaron; por lo menos, Elisa llevaba mucho tiempo sin oír a nadie hablar de ello.
Jule, por su parte, no quería convertir su escuela en una iglesia, por eso reformó una parte del edificio y la transformó en una biblioteca, que ella aumentaba con algún libro nuevo cada vez que iba de visita a Valdivia.
Aunque fuera sorprendente, la persona de toda la colonia que más libros leía era Christine Steiner, aunque casi siempre lo hacía en secreto, pues no quería confesar ante Jule que tenía una afición cada vez mayor por los libros; por eso Annelie tenía que presentarse en la biblioteca y pedirlos en su lugar.
Elisa sonrió al recordarlo, pero su sonrisa se desvaneció rápidamente cuando apartó la mirada del Osorno.
No era un buen momento para ponerse sentimental, se dijo, mucho menos ahora, que se había armado de valor para ir a ver a Cornelius. Desde aquella noche, Annelie no había insistido más en que lo hiciera, pero sus palabras habían surtido efecto. Durante un tiempo, Elisa lo pospuso, pero ahora partió decidida en dirección a la que había sido la casa de los hermanos Mielhahn, en la que ahora vivían el matrimonio Suckow y su hija.
A cada paso que daba sentía como si estuviera haciendo algo prohibido, como si estuviera franqueando sin autorización un límite invisible. En todos esos años, había evitado acercarse demasiado a aquellas propiedades y, al ver la casa de Greta, supo al instante que había hecho bien. Una idea se abrió paso en ella, una idea que estaba tan sepultada en lo más hondo de su interior que a menudo ella creía que había desaparecido mucho tiempo atrás; sin embargo, ahora, contra toda la indiferencia demostrada, contra toda la obstinación con que la había reprimido, había despertado de un modo doloroso y, a la vez, muy familiar, como si se hubiera ido a dormir con ella cada noche y cada mañana la hubiera tenido al despertar: ¿por qué Greta? ¿Por qué Cornelius se había casado precisamente con Greta?
Elisa se detuvo y, a pesar de toda su firmeza, no consiguió dar un paso más. Respiraba con dificultad y los latidos del corazón le martilleaban en las sienes.
¡Qué estúpido había sido creer que podía ir allí, sin más, buscando una conversación serena, como si todo lo que le había amargado la vida pudiera dejarse fuera de los límites de los terrenos de la familia Suckow!
Elisa se dio la vuelta para marcharse rápidamente, pero entonces se oyó una voz. Elisa soltó un suspiro. Tener que presentarse ante Cornelius le había parecido el mayor reto, pero ahora se daba cuenta de que no había sido pensar en él lo que la había hecho huir, sino la posibilidad de encontrarse con ella.
—¿Qué haces aquí, Elisa?
Elisa tuvo que forzarse literalmente a darse de nuevo la vuelta.
«Solo es Greta —se repetía con todas sus fuerzas para sus adentros—, la misma Greta estúpida, pequeña y miedosa del barco…».
Greta estaba a unos diez pasos de ella y tenía un aspecto horrendo.
Elisa no recordaba cuándo se había encontrado con ella por última vez. Greta se había acercado muy pocas veces a los pobladores y, en esas ocasiones, Elisa siempre había bajado la mirada para no tener que verla.
Ahora no le quedaba más remedio que mirarla y comprobar, espantada, lo mucho que había cambiado la hermana del fallecido Viktor Mielhahn. Greta seguía siendo bajita y delicada como antes, tenía el pelo escaso y blanco, pero ya no tenía nada que ver con aquella niña pequeña de antaño. Parecía más bien una anciana, como si a su infancia la hubiera seguido, de inmediato, la vejez. Sus ojos de brillo rojizo tenían una mirada fría y vacía, y la pálida cara estaba cubierta de surcos y arrugas. Mantenía la cabeza inclinada, tal vez por cautela, o tal vez a consecuencia de una joroba, que le doblaba el cuerpo de manera espantosa. Tenía la ropa descuidada; no solo le quedaba demasiado pequeña y corta, como siempre, sino que estaba rota y sucia. Haría una eternidad que ni se peinaba ni se trenzaba el pelo. Lo tenía mucho más corto en las sienes, lo que hacía que su cabeza pareciera más alargada. Allí estaba, inmóvil, examinando a Elisa e intentando esbozar a la fuerza una sonrisa amable. Greta y ella siempre se habían evitado, aunque entre ellas nunca había habido una animadversión abierta.
—Buenos días, Greta —le dijo—. Tengo… Debería hablar con Cornelius. —Habría querido decir aquello de un modo más brusco, pero solo pudo balbucear involuntariamente, y se despreció por ello. Sin querer, su voz sonaba como la de una mendiga que estaba a merced de la misericordia de Greta.
Greta apoyó las manos en las caderas y miró a Elisa con altivez.
—¿Sobre qué? —le preguntó pausadamente.
A Elisa se le subieron los colores a la cara. ¡Precisamente aquella chica debilucha de antaño, la de los ojos siempre desorbitados y la sonrisa inoportuna, era la que disponía ahora de Cornelius!
—Eso a ti no te incumbe. —Esta vez la voz de Elisa no tembló, sino que sonó muy aguda.
—¿De veras que no? —preguntó Greta—. Cornelius es mi marido y no está en casa. Anda en uno de sus viajes de negocios.
Elisa no quería que aquella mujer siguiera mirándola con esa altivez, así que se propuso vencer la distancia que la separaba de ella, pero, con las prisas, sus pies se enredaron con los hierbajos de las quilas y los mirtos.
En otros terrenos hacía tiempo que el suelo estaba limpio de ellas, pero aquí la tierra no había visto un azadón en muchos años.
Elisa hizo un esfuerzo por mantener el equilibrio, pero cayó al suelo. Unas espinas se le clavaron en la piel de las manos y en las piernas.
«¡Vaya sitio tan abandonado!», maldijo para sus adentros.
Estuvo en el suelo un instante, pero entonces un sonido la hizo levantarse de un salto, un sonido burlón, malvado y extraño a la vez.
Era la risa de Greta.
Elisa la miró sin comprender. En sus fríos ojos, que hasta hacía un instante parecían vacíos, algo brilló, un destello.
—¿Por qué te burlas de mí, Greta? —se le escapó a Elisa—. ¿Por qué esa mofa? Yo no te he hecho nada malo. Todo lo contrario: en el barco te ayudé, a ti y a tu hermano. Y lo hubiera hecho con gusto de nuevo si no os hubierais apartado tanto de los demás. ¡Cualquiera de nosotros habría estado ahí para ayudaros!
—¡De eso nada! —dijo Greta con rabia contenida. Su risa se apagó—. ¡Vosotros nos habéis evitado! Sonreíais cortésmente cuando estábamos cerca, pero en cuanto os dábamos la espalda, os poníais a cuchichear sobre nosotros. Jamás te interesaste realmente por cómo me iba. Tampoco tenías ni idea de lo enfermo y lo loco que estaba Viktor.
Elisa se había levantado. Entonces fue Greta la que venció la distancia entre ellas. Y cuando llegó a donde estaba Elisa, la mirada le centelleaba, y la expresión de su cara la hacía parecer tan enferma y loca como ella decía que lo había estado su hermano.
—¿Acaso sabías que Viktor había matado a nuestro padre? —continuó ella, furiosa—. ¿Qué todavía tenía las manos manchadas de sangre cuando os seguimos por aquella selva? ¡Vosotros jamás creísteis en serio que Lambert Mielhahn fuera a dejar marchar a sus hijos, así sin más! ¡No! Para poder huir con vosotros, Viktor cogió un hacha y golpeó con ella varias veces el cráneo de nuestro padre. ¡Y yo estuve ahí todo el tiempo! Sin mí no hubiera podido hacerlo. «¡Hazlo!», le decía yo. Y lo hizo. Viktor hacía casi todo lo que yo le decía. Cuando la sangre saltó y la masa blanca del cerebro salió al exterior, no pudo ni mirar los huesos rotos. ¡Pero yo…! ¡Yo sí que miré! Y aún lo veo delante de mí como si acabara de suceder.
Sus palabras se diluyeron en una carcajada.
Elisa la miró horrorizada. Un escalofrío le recorrió la espalda.
No sabía qué era peor, si que Greta estuviera diciendo la verdad o que se hubiera inventado aquella historia para torturarla. Lo único que sabía era que jamás había sentido tanto miedo de otra persona.
—Si Cornelius no está aquí, entonces mejor me marcho —se apresuró a decir Elisa. Y se volvió, caminando con cuidado por entre los hierbajos, para no volver a caer.
—Tú no has venido hasta aquí por nada —le gritó Greta a sus espaldas. Ya no parecía divertirse, había adoptado un tono sobrio—. Supongo que tiene que ver con Emilia y Manuel.
Elisa se detuvo, vacilante, aunque todo su cuerpo le pedía que huyera. Entonces respiró hondo, antes de buscar la mirada de Greta. Ya no había locura en ella, sino severidad.
—Y bien, ¿qué es lo que te molesta de mi hija?
Ver a Greta como la madre de Emilia se lo hacía todo más fácil a Elisa. Aunque evitaba a la muchacha cuando estaba cerca, sabía que Emilia era una chica encantadora, bien educada, un poco indómita y no demasiado aplicada, pero amable con las demás personas y buena con los animales. Eso no podía ser solo obra de Cornelius o de Annelie, también Greta tenía que haber contribuido a ello.
—No hay nada en tu hija que me moleste —le dijo Elisa rápidamente—. Emilia es una niña estupenda… De verdad. Solo me parece que ella y Manuel pasan mucho tiempo juntos.
Los ojos de Greta se entrecerraron.
—¿Es que acaso mi hija es poca cosa para tu hijo?
—¡Greta! —exclamó Elisa, indignada—. ¡Cómo se te ocurre pensar eso! ¡Yo jamás he dicho tal cosa!
—Eso es cierto —murmuró Greta—. Nunca has dicho que es poca cosa. ¿Cómo ibas a decirlo? Emilia se comporta como cualquiera de vosotros. Y eso es justamente lo que os asombra, ¿no es cierto? ¡Qué yo pueda parir una hija así y educarla como es debido! A mí siempre me mirasteis con desprecio, pero a Emilia nunca.
—Yo solo quisiera… —empezó a decir Elisa.
—Tú solo quisieras que esos dos no pasasen demasiado tiempo juntos, ¿no? Es lo que has dicho. Pero yo me pregunto: si no tiene nada que ver con Emilia, ¿a qué se debe entonces? ¿Tiene que ver, tal vez, con tu hijo bastardo?
Elisa se estremeció. La palabra la golpeó como una bofetada en plena cara. Por un instante, creyó que Greta solo había buscado ofenderla con la primera cosa negativa sobre Manuel que se le había ocurrido decir, pero la sonrisa cómplice que le torció la boca anunciaba que sabía muy bien lo que estaba diciendo.
—Sí —dijo reafirmando fríamente sus palabras, antes de que Elisa hubiera conseguido superar su espanto—. ¡Porque tu Manuel no es nada más que un bastardo!
Elisa la miró desconcertada.
—¿De qué estás hablando?
—¿Es que pensaste que yo no lo sabía? ¿Pensaste que yo era la chica pequeña y estúpida de antes y que no tengo ojos en la cara? ¡Pues sí, tengo ojos en la cara! Y siempre he visto más de la cuenta… Mucho más que todos vosotros juntos. Desarrollas cierta sutileza cuando vives con un padre que te pega todo el rato, o con un hermano que ha perdido la razón. Yo era muy consciente de que Cornelius solo se había casado conmigo porque tú lo habías mandado a paseo —dijo mordiéndose los labios con expresión supuestamente pensativa—. Y claro que he reflexionado sobre las razones que pudo haber para ello. Sí. ¿Por qué renunciaste voluntariamente a él después de haberte librado por fin de Lukas Steiner? En todos aquellos años, siempre habías querido tener a Cornelius para ti, ¿y de repente ya no te interesaba? No, eso era imposible. De modo que entre vosotros había pasado algo, algo que os hacía difíciles las cosas, algo que os impedía miraros a los ojos con franqueza, algo que te hizo maldecirlo. Solo aquel día en que viniste a verme, arrastrándote, y te dije que él se iba a casar conmigo, me di cuenta de todo. Venías buscando reconciliación, y también sé por qué. ¡Porque llevabas a su hijo en tu vientre! Pero por desgracia llegaste demasiado tarde… Demasiado tarde.
—¡Basta ya! —gritó Elisa. Tenía la voz rota, ronca—. ¡Deja ya de decir cosas absurdas!
—No son cosas absurdas, y eso lo sabes tú tan bien como yo. Desde entonces te repites una y otra vez que lo odias, pero en secreto aún crees que te pertenece a ti más que a mí. ¡Piensas que no me lo merezco!
—¡Basta! —gritó Elisa nuevamente, desgarrada por la rabia y la vergüenza, por la impotencia y el miedo—. No he venido aquí por Cornelius, sino por Manuel y Emilia.
Greta se le acercó. El pelo le caía revuelto sobre la cara.
—Me da absolutamente igual lo que pretendas, Elisa. Pero mantente alejada de todos nosotros… De mí, de Cornelius, de Emilia. ¡Sí, mantente alejada de nosotros! Así todos podremos vivir felices.
Greta se le acercó todavía más. Cuando Elisa olió su aliento ácido, sintió un temblor. Sabía que lo mejor que podía hacer era marcharse sin decir nada, pero no pudo controlar sus sentimientos. Si Greta ya sabía la verdad sobre ella, entonces no podía callarse lo que ella sabía.
—No sé cómo conseguiste ganarte a Cornelius —le dijo entre dientes—. Pero sí que sé una cosa: eso no te ha hecho feliz. ¡Mírate! ¡Si fueras feliz, no andarías por ahí con esos harapos! No te cuidas porque quieres obligarlo a que lo haga él. Pero, por lo visto, hace tiempo que no se ocupa de ti. Por lo visto, todo el cariño que pudo haber sentido por ti se ha esfumado. De lo contrario, no serías una mujer tan amargada, ni parecerías tan vieja; si él te amara, no serías así, si te amara como…, como…
«Como me amó a mí…», era lo que hubiera querido decir, pero no pudo. Tal vez porque era presuntuoso y mezquino jugar ese as, ya que en aquel instante ella también se sentía una mujer vieja y amargada, tal y como le había reprochado a Greta. Tal vez porque a menudo lo había dudado.
—¡Lárgate! —le dijo Greta cerrando los puños. Los nudillos se le marcaron, amarillentos—. ¡Lárgate!
—¡Oh, no creas que he venido hasta aquí por voluntad propia ni porque me apetece! —dijo Elisa gritando—. Pero tendrás que hacer algo para que me marche: procura que tu hija se mantenga lejos de mi hijo.
Entonces Elisa se dio la vuelta sin esperar una respuesta. No podía soportar ver a Greta ni un segundo más; ni ella misma podía soportarse un segundo más, con aquella actitud tan venenosa y despiadada, prisionera de unos sentimientos que, aun siendo tan intensos como los de antaño, eran tan solo una caricatura grotesca de aquellos, que prometían cariño, afecto.
Cuando echó a correr, lo hizo para huir de Greta y también de sí misma; cuando por fin llegó a su finca, cayó de rodillas, sin fuerzas, y para entonces todo el rencor y todo el desprecio hacia Greta ya habían desaparecido y no quedaba en ella nada salvo una tristeza infinita. Por Greta. Por ella misma. Por Cornelius.
Emilia no pudo oír lo que habían hablado las dos mujeres, pero sí vio claramente que estaban discutiendo. Tenían las bocas totalmente abiertas, se estaban gritando. El rostro de su madre estaba descompuesto, y eso le daba miedo.
Ya de niña, Emilia había aprendido a estar en guardia respecto a su madre. A veces Greta era una madre tranquila y cariñosa que se ocupaba de ella. Pero otras veces era una extraña que, o bien ni la miraba, o bien la trataba como si fuera una carga. Y a veces, simplemente, era malvada: es verdad que nunca le pegaba, pero en ocasiones sí que la pellizcaba sin motivo, le tiraba de los pelos y la mandaba a hacer las labores que a ella misma le resultaban desagradables.
Hacía muchísimo tiempo que Emilia había dejado de resistirse. La mejor manera de llevarse bien con Greta era soportar su mal humor en silencio.
Entonces, Elisa Steiner se dio la vuelta y se fue. Emilia no vio cuál era la expresión de su madre mientras seguía a Elisa con la mirada, pero sí vio que se quedaba allí mucho tiempo antes de volver a entrar en casa. Emilia se apartó rápidamente de la ventana.
«¿De qué estarían discutiendo las dos mujeres?».
A menudo, Emilia no sabía qué pensar de su madre, y tampoco de Elisa.
A esta última los demás la trataban siempre con mucho respeto, sobre todo los chicos. A fin de cuentas, Elisa siempre era presentada como un ejemplo: era trabajadora, fuerte, constante y no hablaba más de lo necesario. Ser alabado por ella era la más alta distinción, mucho más que un comentario elogioso de Jule. Jule era la maestra, ciertamente, y a ella había que respetarla por fuerza, pero a menudo la gente cuchicheaba a sus espaldas y se burlaba de ella. Con Elisa aquello era impensable.
Nadie decía una palabra negativa sobre ella; todos luchaban por su favor. Solo los Suckow la evitaban: Greta, Cornelius, e incluso la propia Emilia. De labios afuera fingía que no le daba ningún valor a las opiniones de Elisa, pero en secreto, igual que a menudo Manuel la envidiaba por su padre, ella envidiaba a Manuel por la madre que tenía, estimada por todos y no tan impredecible como la suya.
La puerta se abrió de golpe. Emilia bajó la cabeza y se concentró en el delantal que fingía estar zurciendo. Esperaba que su madre no le prestara atención, pero esta se le acercó y se detuvo ante ella con los brazos cruzados.
Con cuidado, Emilia alzó la vista… Y se asustó. A veces la mirada de Greta parecía apagada, pero luego aparecía de nuevo un brillo gélido en ella. Hoy, sin embargo, centelleaba de una manera extraña, como si hubiera perdido el juicio.
—¿Madre?
—¿Nos has estado escuchando? —le preguntó Greta entre dientes.
—¿A quién? —dijo Emilia fingiendo no entender.
Pero Greta no se creyó su mentira.
—No volverás a pasar tiempo con ese chico —le ordenó brevemente, sin explicarle que se refería a Manuel ni por qué Emilia no podía verlo más.
Con un gesto brusco, su madre se dio la vuelta, pero, ahora que no estaba expuesta a su mirada, el espíritu de rebeldía se despertó en Emilia. Apartó a un lado el delantal y se levantó de un salto.
—¡Pero…! ¡Manuel y yo pretendemos casarnos!
Aquellas palabras brotaron de ella de forma irreflexiva; y apenas las pronunció, se dio cuenta de que había cometido un grave error. El miedo se apoderó de ella cuando Greta se dio la vuelta y le agarró el brazo.
—¿Te vas a entregar a esa sabandija?
A Emilia le dolía el brazo y soltó un grito involuntario. Pero a su miedo se unió la rabia; la rabia porque su madre pretendiera prohibirle el trato con Manuel y, sobre todo, por no poder hablar nunca con ella de un modo razonable.
—¿Sabandija? —gritó Emilia—. ¡Los Von Graberg y los Steiner son de las familias más decentes de este lugar!
—¡De eso nada! ¡Ellos son los culpables de todo!
Greta no gritaba, pero así y todo su voz resonaba de un modo desagradable en los oídos de Emilia, que intentó zafarse de ella, pero Greta no la soltó.
—¿De qué, madre? ¿De qué tienen la culpa?
—¡Ellos nos traicionaron! ¡A mí y a mi hermano Viktor! Sencillamente, nos abandonaron. Y Cornelius… Tu padre… Sería mucho más fácil si él…
Greta se interrumpió; Emilia no tenía ni idea de qué pretendía decir su madre y, aunque a veces Greta le había hablado de él, ella no sabía qué había sucedido con su tío Viktor ni en qué consistía aquella traición que Greta imputaba a los demás pobladores de la colonia. Tampoco tenía tiempo para averiguarlo. Greta la sujetaba cada vez con más fuerza y, entonces, tiró de ella y la arrastró hacia arriba, a la habitación.
—¡Madre! ¡Me estás haciendo daño!
Greta la lanzó dentro de la habitación.
—¡Yo te voy a sacar a ese chico de la cabeza! ¡Te voy a sacar a Manuel Steiner de la cabeza!
—¡Madre, estás loca!
—¡Y también a Cornelius le voy a sacar a Elisa de la cabeza! ¡Sí, eso es lo que haré!
Emilia se frotó los huesos, que le dolían. Cualquier posible réplica se le quedó atascada en la garganta.
—Madre…
De repente Greta sonrió.
—Tú estás de su lado, eso lo sé yo muy bien. Quieres estar con ellos; prefieres estar con ellos a estar conmigo. ¡Pero no te lo permitiré! ¡Me perteneces! ¡Cornelius me pertenece!
Emilia bajó la mirada y se tapó la cara con ambas manos, como si estas fueran a protegerla de su madre y de sus extrañas palabras. No vio entonces que Greta cerraba la puerta de golpe, solo oyó cómo pasaba la llave en la cerradura y sintió que sus pasos se alejaban lentamente.
Su madre la había encerrado.