Elisa se abría paso a duras penas por el prado de colihue, cuyas hierbas le llegaban hasta las rodillas; eran duras y afiladas, y se le clavaban dolorosamente en la piel. Dentro de poco, la hierba estaría tan alta que le llegaría a la cintura. Se le escapó un suspiro cuando pensó en el trabajo que le quedaba por delante: recoger el heno. La hierba del colihue no crecía más que las otras, pero era mucho más resistente, razón por la cual había que afilar la hoz con más frecuencia. Pero, fuera como fuera, el esfuerzo valía la pena: aparte de la quila, no había mejor alimento para el ganado en el invierno y casi nadie tenía reses más fuertes y mejor alimentadas que las suyas.
Al final del prado, se detuvo brevemente. Desde allí había la mejor vista, no solo del lago y del Osorno, sino también de sus propias posesiones. Antes siempre había estado demasiado ocupada como para detenerse en ninguna parte, pero ahora a veces paraba y contemplaba con orgullo lo que habían conseguido.
—El trabajo no se te va a escapar —le había aconsejado una vez Annelie—. Esperará por ti pacientemente. ¡Así que descansa un poco mientras tanto y disfruta de la vida!
Elisa no podía recordar cuándo había sido la última vez en todos aquellos años que se había detenido a alegrarse por la vida que llevaba, pero la verdad es que sus posesiones le deparaban cada día una profunda satisfacción. Solo muy de vez en cuando la asaltaba la sospecha de que ese orgullo por las tierras no bastaba para sanar las heridas que ella misma se había infligido y las que había padecido, ni para cubrir el vacío que en ocasiones se abría dentro de ella.
Pero, en fin, ¿acaso Annelie no le repetía una y otra vez que allí había que hacer de lo poco mucho y de la nada algo?
Pues bien, ella, a partir del dolor y de la soledad, de la ofensa y la culpa, había desarrollado ese obstinado amor por las tierras que poseía. Su vista favorita era la de la huerta que había plantado pocos años atrás, rodeada de manzanos, ciruelos, cerezos y setos de bayas comestibles. Con las grosellas había tenido poca suerte, pero las moras habían crecido bien. Además, había plantado hortalizas y flores: los lirios se habían marchitado rápidamente, pero los bulbos de tulipán pronto se abrieron como los azafranes, las rosas y la lavanda, y las flores en forma de campanillas del copihue se mecían suavemente al viento con su brillo rojo.
La huerta se encontraba justo delante de la vivienda, que había ido creciendo notablemente en las últimas dos décadas. Había dividido el salón principal y añadido más superficie habitable, de modo que ahora la planta baja estaba compuesta por tres dependencias, y una buhardilla con dos cuartos. Arriba vivía ella con Manuel. Y debajo vivía Annelie con los dos hijos mayores.
Esta seguía prefiriendo estar entre calderos, pero a veces no cocinaba dentro de la vivienda, sino en la cocina que habían instalado al lado, la cual se encontraba entre el taller, la despensa (donde guardaban las patatas y el cereal) y el almacén para la chicha y la leña. Había también un cobertizo construido expresamente para albergar el molino y la prensa de las manzanas, y detrás, separados por una cerca, estaban los establos: uno para las gallinas y las ocas y otro para las vacas y las ovejas. El final lo ocupaba el granero redondo, llamado campanario, donde se trillaba el cereal con la ayuda de los caballos. Desde que habían apostado más por la cría de ganado que por el cultivo de cereal, allí había menos trabajo. Para Elisa aquello era un alivio, ya que no le gustaban especialmente los caballos.
Montaba poco e incluso hubiera preferido renunciar a ellos durante la trilla como hacían antes. Entonces solían poner los manojos de espigas bocarriba y, a continuación, media docena de personas pasaba sus rastrillos por ellas, a un ritmo uniforme, hasta que el grano se desprendía de las espigas. Pero Lu y Leo, que preferían pasar el tiempo haciendo sus excursiones, le habían reprochado varias veces que se empleara tanta mano de obra humana en aquella labor cuando los caballos podían hacerlo con sus cascos.
Durante mucho tiempo, Elisa se había opuesto a ello diciendo que los cascos de los caballos eran menos certeros que los rastrillos y que de ese modo se desperdiciaba demasiado grano, pero al final había cedido. El tiempo pasaba volando y las costumbres cambiaban; solo quedaba el país, la tierra, que lo resistía todo.
Elisa siguió avanzando y pasó junto a la escuela de Jule. Allí dentro no resonaba la voz de esta, sino la de Barbara, que cantaba una canción a voz en cuello, acompañada de los tonos desafinados y graves provenientes del piano que Poldi había hecho traer desde Valdivia el año anterior. Todo el mundo le había vaticinado que jamás lograría que aquel monstruo atravesara el lago sano y salvo, pero él les pagó a unos jóvenes austriacos para que lo llevaran. Venían del pequeño territorio de Braunau, junto a los bosques de Bohemia, y por eso habían llamado a su colonia, que había crecido mucho en el año anterior, la Nueva Braunau. No todos simpatizaban con ellos porque muchos eran católicos, pero eran jóvenes y fuertes y artesanos de talento. Al final, consiguieron llevar el piano hasta allí, pero cada sonido que se generaba en el instrumento sonaba desafinado y hería los oídos.
—¡Por satisfacer a su queridita suegra no se escatiman esfuerzos ni gastos! —protestó Jule.
El piano, que no se sabía muy bien si había sido llevado para Resa o para Barbara, no era el único regalo que Poldi había traído de Valdivia. También había otros instrumentos, como un violín, por ejemplo, que sonaba tan desafinado como el piano, y alguna porcelana valiosa, así como cojines tejidos con frases bordadas: «Que la paz y la tranquilidad del Señor le sean dadas a esta casa».
También Christine poseía algunos de esos lindos cojines, solo que ella no los había comprado, sino que los había bordado ella misma con lemas como «¡El trabajo es el adorno del ciudadano y la bendición bien vale el esfuerzo!» o «¡Los mejores momentos del mundo se encuentran en el hogar!».
En uno de ellos había una frase que no contenía ninguna moraleja, sino que expresaba únicamente una queja caprichosa: «Somos alemanes y ha de preservarse la lengua alemana, aunque sea de este modo. Los niños solo hablan español».
No cabía duda de que aquello era una exageración porque allí, en la región del lago, todos hablaban alemán. Solo en Valdivia y en Osorno se mezclaban los idiomas. La gente más joven hablaba en una especie de jerga y decían «erntear papas», cuando se referían a cosechar las patatas o «melkear a las vacas» para indicar que las ordeñaban.
Elisa continuó andando, y el canto de Barbara se fue haciendo más tenue. Pasó junto al establo y allí oyó cómo una puerta golpeaba al cerrarse. Primero pensó que no estaba bien cerrada y que el viento la sacudía de un lado a otro, pero, cuando se acercó, vio a Manuel arrodillado bajo una de las vacas.
—¡Manuel! —le gritó a su hijo.
Él no era el único joven que hacía aquello, pero a ella le parecía mal en todo caso: en lugar de ordeñar al animal y verter la leche dentro del cubo para luego servirse de él, jugaban a beber directamente de la ubre de la vaca.
—¿Es preciso que hagas eso? —lo reprendió ella—. Ven a casa. Annelie seguro que tiene…
—No tengo ganas —le respondió él escuetamente, bebió un último trago y se incorporó—. Tengo que irme enseguida.
Elisa apoyó las manos en las caderas.
—¿Adónde, si se puede saber?
Ahora el tono no era de reproche, como el de antes, pero en su fuero interno a Elisa le dolía que Manuel se estuviera alejando de ella cada vez más.
—Lu y Leo no tienen que justificar nunca adónde van —le dijo él, otra vez con brevedad.
—En el caso de tus hermanos siempre sé que no andan solos por ahí.
—¿Y quién te ha dicho que yo ando solo?
Elisa suspiró. Quería mucho a Manuel, pero, desde el mismo instante en que nació, no había dejado nunca de pelearse con él. Antes de que el chico pudiera pronunciar palabra, ya había mostrado su terquedad. Elisa no recordaba que sus otros tres hijos, los primeros, se hubieran comportado nunca de un modo tan ruidoso, ni que hubieran mostrado jamás tanta furia ni tanta fuerza de voluntad. Cuando lavaba a Manuel, lo alimentaba o lo vestía, aquello nunca se hacía sin berridos. Con ninguno de los otros hijos se le había ido tanto la mano y, aunque a veces Elisa lamentaba su falta de paciencia, siempre había tenido la certeza de que Manuel se había ganado un bozal. Ahora, sin embargo, estaba ya demasiado crecidito como para pegarle un sopapo, pero ella rezaba de vez en cuando alguna oración pidiendo hallar algún día una manera más fácil y adecuada de tratar con su pequeño.
En el fondo, le gustaba que su hijo fueran tan indoblegable, tan decidido y salvaje, pero esperaba que encauzara esas energías hacia el trabajo, y que no las dirigiera siempre contra ella.
—Debo reunirme con Emilia —dijo Manuel y, antes de que su madre pudiera responder nada, añadió rápidamente—: Sí, ya sé que no te cae bien.
Elisa volvió a suspirar, pero decidió no entrar en el juego. Más difícil que lidiar con la terquedad de su hijo era tener que vivir presenciando aquella estrecha amistad que unía a Manuel y Emilia desde que eran unos niños. No le gustaba verlos juntos, pero jamás había emprendido nada contra esa amistad, pues no había otros niños de la misma edad en la colonia y, además, ella siempre tenía demasiado trabajo por delante como para andar ocupándose de Manuel hasta ese punto. Y aunque había aceptado, con resignación, que Emilia fuera a menudo invitada en su casa, siempre había evitado acercarse a la chica. Annelie se comportaba de un modo muy distinto: quería a Emilia como a su propia hija, le cocinaba, la lavaba, la peinaba y la vestía, y de ese modo evitaba que la niña ofreciera el descuidado aspecto de su madre, Greta.
Emilia se pasaba días enteros en la casa de los Von Graberg, especialmente cuando Cornelius estaba fuera, en sus viajes de negocio. En esas ocasiones, Elisa solía prolongar la faena en los campos o fuera de la casa y por las noches se ponía a refunfuñar preguntándose por qué Greta no se ocupaba más de su propia hija.
—Eres demasiado dura —la reprendía Annelie suavemente—. Greta hace lo que puede. Pero, sencillamente, no lleva en la sangre eso de ocuparse de otras personas. Emilia, sin embargo, es una niña encantadora. No puedes reprocharle que sea hija de Cornelius y de Greta.
Elisa lo sabía, y en el fondo de sí misma se avergonzaba de sus constantes reproches, pero sencillamente no podía evitarlo y siempre la tomaba con la muchacha.
Pero ahora no quería hablar de Emilia.
—He oído decir que te escabulliste de pastorear las vacas —dijo ella cambiando de tema.
Manuel puso los ojos en blanco, en gesto de impaciencia, tal y como hacía siempre en los últimos tiempos, cada vez que ella empezaba a echarle un sermón. Sin decir palabra, tuvo intención de pasar de largo junto a su madre y marcharse.
—¡Haz el favor de no seguir caminando cuando hablo contigo! —le gritó Elisa, enfadada, cogiéndolo del brazo.
—¿De qué vamos a hablar? —replicó el joven—. ¡Tú no me entiendes!
—¿Qué es lo que no entiendo? Por ejemplo, ¿no entiendo por qué no te has ocupado más del ganado?
Él negó con la cabeza.
—No, lo que no entiendes es que yo ame a Emilia. Eso es lo que no entiendes —admitió él en voz baja.
Por un instante, Elisa creyó que se la tragaba la tierra. Soltó a su hijo, pero esta vez él se quedó allí de pie, voluntariamente, y la miró a la cara con ojos desafiantes, dispuesto a repetir su confesión.
«Que la amo».
Elisa respiraba con fuerza. En ocasiones, había temido que algo parecido pudiera suceder, pero había decidido hacerse la ciega y no prestar atención al asunto, sino dejar correr el tiempo. En algún momento, aquellos lazos de amistad se debilitarían; en algún momento, ninguno sabría qué cosas emprender juntos; en algún momento, ambos habrían crecido y habrían dejado de ser unos niños que necesitan un compañero con quien jugar. Sí, eso era lo que ella había esperado que ocurriera, aunque tampoco se le había escapado que, en lugar de pasar menos tiempo juntos, aquellos dos estaban cada vez más unidos.
—Tú aún no tienes ni idea de lo que es el amor. —El susto la hacía hablar con más hosquedad de la que pretendía.
—¿Y cómo lo sabes tú, madre? —replicó él con obstinación—. Tú no das la impresión de haber amado nunca a nadie.
Con sumo esfuerzo, Elisa logró contener la mano. No era, Dios bien lo sabía, el primer atrevimiento que su hijo se permitía con ella, pero pocas veces lo que Manuel decía le había dolido tanto como este reproche de ahora, y de buena gana lo hubiera castigado por ello con una sonora bofetada. Pero, así, las cosas empeorarían, eso lo sabía ella muy bien.
—Manuel —le dijo Elisa en voz baja—. A ti sí que te quiero. De todo corazón. ¡Y lo único que quiero es que seas feliz!
En lugar de pegarle, alzó la mano para acariciarle la cabeza. En un primer momento, él la dejó hacer, pero luego se puso rígido y retrocedió.
—En ese caso, no habrá problemas —le dijo él brevemente—. Porque con Emilia… Con Emilia soy muy feliz. Quiero casarme con ella.
Y sin esperar la respuesta de su madre, el joven se marchó de allí con paso apresurado.
—¡Prueba esto!
Como tantas otras veces, Annelie estaba ocupada horneando algo y, cuando Elisa entró en la casa, su madrastra se apresuró a ponerle algo delante de las narices. De su codo cayó harina como en llovizna. Tenía las manos cubiertas hasta las muñecas de una pegajosa masa de harina.
—¿Qué es? —A Elisa le gustaba mucho el sabroso pan que Annelie horneaba y también sus asados de cordero, pero no le gustaban en absoluto las cosas viscosas y dulces que hacía, cuya preparación exigía de ella el mayor ingenio.
—He hecho de nuevo un pastel con bayas del mañío. Hasta ahora siempre me había quedado muy seco, porque es cierto que esas bayas tienen un sabor dulce, aunque son menos jugosas que las cerezas normales. Pero imagínate, las he mezclado con un par de manzanas y ahora la tarta sabe deliciosa.
Y dado que Elisa no quiso probar nada, ella misma se metió el trozo en la boca y mostró una expresión de placer. Su gusto por cocinar seguía siendo el de siempre, mientras que el gusto por comer era algo que había empezado a manifestar hacía unos pocos años. El cuerpo que antes había sido menudo era ahora regordete, sobre todo desde que había cumplido los cuarenta; y Jule siempre la amenazaba diciéndole que seguiría engordando si no era capaz de controlar su apetito.
—¿Dónde has conseguido las bayas del mañío? —le preguntó Elisa por cortesía, no porque tuviera un interés sincero.
—Me las trajeron Lu y Leo. ¡Aparecieron con un cubo lleno!
Cada vez que emprendían una de sus excursiones de varios días por los bosques, Lu y Leo siempre regresaban con algo; probablemente, según sospechaba Elisa, lo hacían para que no los reprendieran por sus frecuentes desapariciones. A Annelie sabían engatusarla con cosas de comer; y a ella, a su madre, le habían regalado en una ocasión la piel de un zorro gris, un bien muy preciado porque abrigaba y era suave, y porque esa especie de zorro era mucho más difícil de cazar que todos los demás animales que habitaban en el bosque.
—Si no quieres probar la tarta, ¿te apetece al menos comer otra cosa? —le preguntó Annelie.
Elisa negó con rudeza.
—He perdido el apetito —dijo.
Para su sorpresa, Annelie no le preguntó por qué, sino que asintió, como si supiera algo, como si ya se hubiera enterado de lo que acababa de ocurrir en el establo.
Entonces puso un paño por encima de la masa de la tarta y se volvió hacia otra de las fuentes. Probablemente allí tuviera la masa para otro plato, ya fuera pastel de manzana a la vienesa o spätzle, la típica pasta del sur de Alemania.
Hacía años que Annelie había decidido no volver a hacer una tarta de ruibarbo. Pero no quería renunciar a otras especialidades alemanas, mucho menos desde que, no lejos de allí, en la localidad de Frutillar, un alemán había fundado una gran pastelería y ella no quería que sus deliciosos platos quedaran por debajo de los de aquel hombre.
Esta no era la única competición a la que Annelie se entregaba con las mejillas ardientes. Unos dos años atrás, por Navidades, en Nueva Braunau habían servido un ganso relleno de patatas y castañas. Desde entonces, Annelie intentaba preparar aquel plato una y otra vez, aunque la época navideña hubiera quedado atrás.
—Lo veo venir —había dicho Jule cierta vez en tono burlón—; en estas Pascuas no vas a pintar ni a esconder huevos, sino castañas.
Hacía tiempo que las ambiciones de Annelie no se centraban solo en aquellos platos deliciosos. En los últimos años, había encontrado una enorme fuente de alegría en decorar la casa no ya solo del modo más confortable posible, sino con lujos.
—¡Con cosas completamente inútiles que nadie necesita! —se quejaba invariablemente Jule, que, aunque tenía su propia vivienda encima de la escuela, a menudo acudía a la casa de los Von Graberg no solo para comer y ser atendida, sino para descansar en uno de sus cómodos sillones. Habían ido trayendo de Valdivia cada vez más mobiliario y cosas de casa: una cama con dosel y columnas talladas, alfombras, tapetes, colchas y hasta una parrilla de asar de hierro fundido, cuadros de anchos marcos de latón y, por último, un armario para la vajilla, en el que, además de la porcelana, había también gruesas servilletas de tela bordadas por la propia Annelie.
—Aunque la mona se vista de seda, mona se queda —solía decir Jule—, y este paraje salvaje no se convertirá en Alemania, solo porque traigas para acá todos esos chismes.
No obstante, Jule casi siempre estaba presente cuando Annelie partía de viaje a Valdivia o a otras localidades más pobladas de la región del lago.
Cada vez que iba, llevaba pan de centeno fresco y pasteles, y muy pronto se divulgó la noticia de lo buena cocinera que era Annelie. Desde entonces siempre la invitaban a fiestas de asociaciones y el primer sábado de cada mes, por ejemplo, iba a Frutillar a escuchar al cuarteto de los bomberos, que actuaba allí. Por lo demás, según se cuchicheaba, aquel cuarteto no tocaba tan bien como la orquesta que Carlos Anwandter había fundado en Valdivia y que a menudo interpretaba los Lieder de Schubert.
A su regreso, Annelie se pasaba días y días hablando de los vestidos y peinados que llevaban los «citadinos», como ella los llamaba, a diferencia de los pobretones campesinos del lago: en la ciudad los hombres llevaban frac y bastones de paseo, y las mujeres exhibían vestidos con cuello y mangas de encaje, y rizos moldeados con calor.
Elisa se sentó a la mesa del comedor. Ya pensaba que Annelie no iba a abordar el tema de su enfrentamiento con Manuel, pero al cabo de un rato su madrastra rompió el silencio y dijo inesperadamente:
—No deberías hacerlo.
—¿El qué? —la increpó Elisa.
En los últimos años, su tono se había vuelto más autoritario, por lo menos cuando se descuidaba y no intentaba moderarlo. Le gustaba que dijeran de ella que era una mujer con una gran fuerza de voluntad y muy decidida, pero no quería que la consideraran severa.
Annelie se le acercó.
—¡Opino que no deberías inmiscuirte en la vida de Manuel! Es su vida, y ya tiene edad suficiente para saber lo que hace.
—¡Tú también te inmiscuiste en mi vida hace mucho tiempo, cuando decidiste ocultarme la carta de Cornelius! —se sublevó Elisa.
—¡Precisamente por eso sé lo errónea que es esa actitud! Elisa… Ay, Elisa… Hasta el día de hoy no he podido perdonarme haber destruido tu felicidad —dijo Annelie acercándose más y sentándose finalmente frente a su hijastra.
—Bueno, no lo hiciste —se apresuró a aclarar Elisa—. Antes pensaba que Cornelius y yo estábamos hechos el uno para el otro. Pero si él me hubiera amado de verdad, ¿acaso habría dejado embarazada a Greta y se habría casado con ella? ¿Sabes una cosa, Annelie? En realidad, debería estarte agradecida por haber aceptado a Lukas en aquella ocasión.
Elisa frunció los labios. Aunque nunca había dudado de la discreción de Annelie, no le gustaba demasiado remover aquel secreto que compartían: que Manuel era hijo de Cornelius y no de su marido legítimo. En los primeros años tras su nacimiento, la consumía el miedo de que alguien pudiera notar algún parecido. Entonces, habría preferido no dejar que Manuel se mezclara con los demás, pero el chico era curioso, buscaba la compañía de otras personas y siempre reía con dicha cuando se encontraba con Emilia, que tenía su misma edad. En algún momento, Elisa dejó de preocuparse de que alguien pudiera averiguar la verdad. Manuel, con su pelo indomable de color rojizo y castaño, se parecía mucho a ella, mientras que Emilia, con sus mechones rubios y finos, no podía negar ser la hija de su madre. Ninguno de los dos niños tenía parecido alguno con Cornelius.
—Da igual lo que haya pasado entre tú y Cornelius —le dijo Annelie—, eso no tiene nada que ver con Manuel y Emilia.
—¡Claro que tiene que ver! ¿Sabes lo que acaba de decirme Manuel? ¡Qué ama a Emilia! ¡Y que quiere casarse con ella!
Annelie frunció el ceño preocupada.
—Bueno, el chico no sabe que es hijo de Cornelius. No es de extrañar que…
—¡Sencillamente, se lo prohibiré! —la interrumpió Elisa groseramente—. Además, hay una cosa: ¡él es mi hijo!
—¡Sí, pero piensa con su propia cabeza!
—¡Bah! —exclamó Elisa—. Todavía no tiene ni idea de lo que es la vida de verdad. Jamás pasó hambre como sus hermanos.
—¿Y eso se lo piensas reprochar?
—¡No! ¡Dios me libre! ¡Pero debería estar agradecido porque nos vaya tan bien! ¡No debería aceptarlo todo, darlo por sentado, pensar que el suelo es fértil por sí solo, que no necesita abono desde hace veinte años, y que la hierba es por sí misma tan fresca y nutritiva y por eso alimenta a las vacas de manera excelente!
—Aquí no se trata de su gratitud —replicó Annelie—. Manuel tiene claro, sin duda, lo que hemos hecho. Pero eso no tiene nada que ver con su amor por Emilia. El lazo entre ellos es muy fuerte. ¡Y tú no puedes venir a cortarlo así como así, sin explicarle qué te angustia ni por qué!
—¡Yo no pretendo cortar nada! —protestó Elisa—. Por mí, pueden estar tan juntos como si fuesen hermanos porque de hecho lo son, ¡aunque no lo sepan! ¡Pero bajo ningún concepto pueden convertirse en marido y mujer!
—Sí —dijo Annelie—, eso lo sé, claro. Pero ninguno de los dos lo sabe. Entiendo que no quieras revelarles la verdad, pero las prohibiciones no ayudarán en nada. Por lo menos… deberías hablar con Cornelius.
Elisa ya se disponía a responder con rudeza, pero se mordió los labios en el último momento. Se miró entonces las manos llenas de tierra y luego, con mirada furtiva, echó un vistazo al arcón de la ropa. En él estaba guardado aquel vestido que llevaba puesto el día en que ella y Cornelius se encontraron sobre el montón de heno. Desde entonces, no se lo había vuelto a poner; solo de vez en cuando había abierto el baúl y lo había olido.
Entretanto, la tela ya no conservaba el olor del heno ni el suyo, mucho menos el de Cornelius, pero cuando ella volvía a colocarlo dentro del arcón, siempre tenía la sensación de que, mientras el vestido estuviera allí, podría quitar fácilmente los cierres a todas las puertas que le bloqueaban el acceso al pasado.
—Yo… Yo no puedo decírselo —fueron las palabras que brotaron de ella.
Annelie suspiró.
—No tienes por qué confiárselo todo de momento —le dijo—, pero deberías averiguar qué piensa él sobre que Manuel pretenda la mano de Emilia.
Elisa apartó la cabeza. Sabía que Annelie tenía razón, pero su terquedad le impedía reconocer que estaba de acuerdo con ella; esa misma terquedad que había mantenido el dolor a raya durante todos aquellos años.
—Ya pensaré si hablo con él o no… y sobre qué tema —fue lo único que, a duras penas, pudo prometer Elisa.