CAPÍTULO 35

—¡Aquí estoy! ¡Aquí!

Por un instante, Emilia no supo de dónde venía la voz. Pero cuando oyó las risitas, levantó la cabeza y vio a Manuel sentado en uno de los árboles. Entonces ella le devolvió la sonrisa.

—¿Qué haces ahí arriba? —le preguntó ella echando la cabeza hacia atrás.

—¿Qué te parece: disfrutando de las magníficas vistas? —le propuso él con tono algo burlón.

Una vez más, la chica rio con tal fuerza y abriendo tanto la boca que una mosca estuvo a punto de metérsele en ella. Entonces, empezó a dar manotazos a un lado y a otro para espantarla. A finales del verano, las moscas se convertían invariablemente en un tormento: eran los «colihuachos», a los que los colonos alemanes llamaban moscas de caballo, aunque eran las vacas las que las atraían, no los caballos.

—¡Quiero ver si Jacobo lo consigue él solo! —le gritó Manuel.

—¡Eres malo! —le dijo Emilia con tono afable y, de inmediato, empezó a trepar con agilidad. Antes tenía miedo de los árboles demasiado altos. Pero Manuel le había enseñado cómo ir subiendo de rama en rama, y ella no quería ser inferior a él en nada: ni en agilidad, ni en fuerza ni en valor. En realidad, desde aquel árbol había muy buena vista, y Emilia se alegró de poder hacer una breve pausa.

El día había sido duro, y lo habían dedicado a reunir todo el ganado. Cada año había que hacer lo mismo: en el verano, las vacas pastaban libremente; en el otoño había que llevarlas de nuevo a los establos. Durante los primeros años, era casi imposible mantener unidos aquellos grandes rebaños. A ningún chileno se le había ocurrido antes la idea de encerrar a tantas reses al mismo tiempo. Y sin perros entrenados especialmente para ello, la empresa habría sido inútil, e incluso los perros no hacían más que ayudar a las vacas a que llevaran consigo a sus terneros. Con sonoros ladridos atraían a las madres y, cuando se le echaba el lazo al ternero, la madre se quedaba junto a él.

Emilia se sentó sobre la rama al lado de Manuel. La rama crujió amenazadoramente un instante, pero la madera era lo bastante resistente para soportar su peso.

—¡Eres malo! —le dijo de nuevo—. ¡Siempre te estás burlando del pobre Jacobo!

—¿Por qué? —dijo con una sonrisa de conspirador—. ¡Yo he cogido por lo menos cuatro terneros! ¡Y Jacobo todavía no ha capturado ni uno!

Emilia se rio. Manuel no era de los chicos más trabajadores, de lo contrario, no estaría sentado en un árbol mientras se recogía el ganado. Sin embargo, en comparación con el patoso —menos Christl, su madre, todos llamaban así a Jacobo Steiner— era fácil sentirse como un héroe.

También Emilia podía disculparse por el hecho de que para ella hubiera cosas más agradables que el trabajo señalando hacia las hijas de Poldi, aún más perezosas.

Esas chicas se pasaban el día entero quejándose a causa del trabajo que les tocaba hacer: debían ayudar en la recogida del ganado y cosechar la quila, con la que más tarde, en los meses de invierno, en los que no abundaba la hierba, se alimentaría a las reses. Además, debían limpiar el establo donde se ordeñaba, un cobertizo de tablones con tres paredes y un lado abierto, cuyo techo debía proteger al ganado del viento del norte.

Acababan de pedirle ayuda a Emilia, pero esta no pensaba abandonar aquel cómodo sitio en el árbol.

—Hoy Rosetta casi le pega una patada a Jacobo —le contó la joven a Manuel.

—¡Vaya, pobre!

Manuel empezó a reír, y la rama se dobló.

Rosetta era, sin duda alguna, la vaca más brava de todas, pero, si al que pateaba era a Jacobo, todo el mundo daba por sentado que la culpa era de este último y no de aquel «animal diabólico», como en cierta ocasión había llamado Jule a Rosetta.

—¿Y cuánta leche crees que podrá ordeñar hoy Theres? —preguntó Emilia con tono pícaro.

—¿Medio vaso? —sugirió Manuel, y se inclinó hacia ella para quitarle una ramita que le colgaba del pelo.

En realidad, Emilia tenía el mismo miedo a ordeñar que Theres. Una vez, Christine había enseñado a las chicas a hacerlo. Les había dicho que solo se debían ordeñar tres tetillas de la ubre y que la cuarta debía quedar intacta para que la usara el ternero. Debía formarse un anillo con el pulgar y el índice, y luego tirar de la tetilla a todo lo largo. Y, mientras se ordeñaba, había que dar unos masajes con los dedos corazón, anular y meñique.

Emilia detestaba el olor de los cuerpos de los animales; tenía miedo a las colas de las vacas, que en ocasiones le habían dado dolorosos golpes en la cara, y sobre todo, a las amenazantes patas. Sin embargo, siempre había conseguido llenar su cubo y solo el orgullo le impedía no parar de ordeñar antes de conseguirlo, mientras que Theres, al final, solo podía exhibir más lágrimas que leche.

—¿De verdad lo crees…? —empezó diciendo Emilia.

—¡Psst!

En eso, oyeron unos pasos y miraron hacia abajo. A la primera que vieron fue a Frida, la hija mayor de Poldi, que corría entre el bosque bajo.

—¡Emilia! ¡Manuel! —gritaba con voz chillona. Emilia estuvo a punto de asfixiarse en su intento por reprimir la risa, mientras Frida miraba atrás y adelante, sin que se le ocurriera mirar hacia arriba. Manuel le pegó un codazo contundente a Emilia y le indicó que se controlara.

—¡Psst! —le ordenó de nuevo negando con la cabeza.

Frida gritó sus nombres varias veces y luego siguió andando. Solo entonces, Emilia vio los recipientes de madera planos y redondos con los que se les daba de beber a las vacas. Probablemente, estaba buscando a los chicos para endilgarles la ardua labor de llenarlos de agua.

No pasó mucho tiempo hasta que sus otras dos hermanas la siguieron. A las tres hijas de Poldi siempre se las veía juntas y, no importaba dónde aparecieran, Jacobo no estaba lejos. Cuando este último no había sido mordido por un perro —como le había sucedido la semana anterior— o cuando no estaba intentando en vano atrapar una vaca con un lazo, se pasaba el tiempo pavoneándose por toda la colonia como un gallito. En esas ocasiones, alzaba tanto la nariz hacia arriba que —como decía Jule a modo de protesta— un buen día la lluvia le entraría directamente por las fosas nasales y le ablandaría el cerebro, si es que tenía. Nadie sabía de qué se sentía orgulloso, solo se sabía que Christl, su madre, mimaba demasiado a su único hijo. Y de las hijas de Poldi era imposible que aprendiera algo de modestia, pues ellas, desde que eran unas crías, no sabían hacer otra cosa que animarse unas a otras y tratar de impresionarlo; y eso no se debía tanto a su talento como al hecho de que era el futuro heredero de la magnífica finca de los Glöckner, algo sobre lo que Jule también se quejaba constantemente.

Cuando las chicas desaparecieron, Manuel y Emilia continuaron buscando a Jacobo.

—Por la manera en que alza la nariz, es probable que se haya estampado de frente contra un árbol —se burló Manuel al no encontrarlo.

Emilia rio.

—¿Con cuál de las tres hermanas se irá a casar Jacobo? —preguntó la joven.

—Probablemente con las tres —dijo Manuel.

—¡Pero Christl pretende que Jacobo se marche a Valdivia! Lo que me pregunto es quién va a asumir las labores de la finca cuando se marche.

Manuel se encogió de hombros.

—Tal vez uno de mis hermanos…

A Emilia le costaba imaginarse que eligieran a uno de aquellos dos. Lu y Leo eran inseparables y lo hacían todo juntos; en esos días estaban de nuevo recorriendo los bosques. Eran, sin duda alguna, buenos cazadores y con el lazo eran mucho más hábiles que Jacobo, pero cuando se trataba de trabajar duro, podía contarse con ellos tan poco como con las hijas de Poldi. Lu y Leo eran fuertes y eficientes cuando trabajaban, pero solo lo hacían cuando tenían ganas.

—Hace una semana, mi madre quiso animarlos a hacer una entrega de carne —dijo Manuel—. Pero, imagínate, ¡dejaron aquí la mitad!

Mientras decía aquello, Manuel parecía enfadado. Emilia sospechaba que, probablemente, no estaba tan molesto porque sus hermanos no fueran de confianza, sino por el hecho de que su madre jamás le hubiera encomendado esa tarea a él.

Cuando sacrificaban una de las reses, la carne se cortaba en pedazos y se ponía a secar al aire libre, casi siempre sobre unas bandejas hechas con bambú que se colgaban del techo. Luego esa carne se envolvía, se metía en unos sacos de cuero y se llevaba por quintales a las poblaciones más grandes del lago.

Manuel lo sabía todo no solo acerca de la cría del ganado, sino también acerca de los precios de la carne, que seguían subiendo cada día más, lo cual significaba que la ganadería les reportaba muchas más ganancias y bienestar que el cultivo de cereales. Pero por muy abierto y curioso que Manuel se mostrara, su madre siempre mandaba a sus hermanos mayores a vender la carne, nunca a él.

Y eso, por lo que Emilia sabía, no era su único motivo de enfado. Si por Manuel fuera, la finca de los Von Graberg tendría muchas más bestias y animales de cría, como las de la mayoría de las otras familias, los Brugger y los Hecheleitner, los Kröll y los Schönherr. Pero su madre, cuya palabra tenía el valor de una ley no escrita, insistía en que no debían tener más animales que los estrictamente necesarios.

En una ocasión, Emilia había escuchado una discusión violenta entre ambos.

—¡Pero así nunca llegaremos a ser ricos! —le había dicho Manuel, furioso, a lo que Elisa Steiner, de soltera Elisa von Graberg, había respondido con firmeza:

—¡No tenemos por qué hacernos ricos! Basta con que tengamos suficiente tierra y suficiente comida, y que podamos comprar medicinas en la farmacia cuando estemos enfermos.

Emilia siempre se sentía un poco trastornada cuando Manuel daba rienda suelta a su disgusto con su madre, y también se sentía un poco conmovida por el hecho de que él mostrara sus verdaderos sentimientos con tanta franqueza solo ante ella, jamás ante Jacobo o ante las hijas de Poldi.

Ella se inclinó un poco hacia delante, pues volvió a oír unos pasos. Eran demasiado rápidos como para anunciar la llegada de Jacobo y, al final, vieron que no era él quien seguía a las chicas, sino unos jornaleros chilenos. Los campesinos de la zona del lago habían contratado a algunos jornaleros, quienes, aunque se alegraban de tener unos ingresos regulares, se mostraban desconcertados por la manera en que los colonos alemanes criaban el ganado. Aquellos chilenos no sabían qué era guardar comida para el invierno, ni cómo construir un establo.

—¿Dónde estará Jacobo? —preguntó Emilia con tono inocente.

—A lo mejor está en el parto de alguna vaca —respondió Manuel secamente.

Emilia soltó otra sonora risita. Esa historia había provocado grandes carcajadas hacía algunas semanas: en la casa de cada familia que tenía ganado, había un lazo colgado tras la puerta, dispuesto para que en cualquier momento alguien pudiera cogerlo y salir hacia los establos a ayudar a parir a una vaca preñada. De algún modo, Christl Steiner siempre se las había arreglado para impedir que Jacobo se ensuciara las manos, pero un buen día su hijo quiso demostrar que él también podía realizar esa labor. Sin embargo, en lugar de tirar del ternero para sacarlo del vientre de la vaca, empezó a tirar con tal torpeza de la cuerda que esta se partió y el joven cayó cuan largo era entre las bostas.

A raíz del hecho, Christine, que normalmente reprimía cualquier comentario negativo sobre su nieto, le había dicho a Christl con expresión sombría:

—Si quiere salir adelante, ese chico va a necesitar una mujer muy trabajadora.

—Con una de las hijas de Poldi irá directamente a la tumba —había añadido Jule—. A esas les gusta más la pista de baile que los establos.

—¿Y acaso crees que alguna de las hijas de Poldi se llevará a mi hijo? —le había respondido Christl, algo picada.

—Bueno, sea como sea —dijo Christine—, los chicos de hoy lo tienen todo mucho más fácil de lo que nosotros lo tuvimos en nuestra época.

Al recordar esas palabras, Emilia puso los ojos en blanco.

Siempre les estaban reprochando lo mismo: que nadaban en la abundancia y que no habían padecido el hambre de los comienzos. Que no podían ni imaginarse el páramo que era aquella región cuando veían aquel paraíso que sus padres y abuelos habían creado para ellos. Hasta la buena de Annelie, a la que le encantaba cocinar para los niños y prefería la cocina a una educación rigurosa, no se cansaba de repetirles la misma cantilena:

—Nosotros vivimos la muerte, luego vino la miseria y vosotros solo recibís el pan.

Aquello siempre sonaba como si no aceptaran que ellos tuvieran esos privilegios, o al menos no de corazón. Sin embargo, a su hijito, Christl se lo permitía todo, mucho más incluso de lo que merecía. La mera idea de tener que tolerar a una nuera había hecho que su expresión se tensara en una mueca.

Emilia se preguntaba a veces por qué a nadie se le había ocurrido pensar que ella también tenía la edad adecuada para ser la prometida de Jacobo. ¡No era que ella lo deseara! ¡Ni por asomo! Pero no sabía a qué podía deberse eso. ¿Quizá porque ella era hija de Cornelius y Greta Suckow, que se mantenían casi siempre alejados de la comunidad? ¿O porque, desde que era una niña, siempre había estado con Manuel y nadie podía imaginárselos al uno sin el otro?

Siendo aún pequeña, había oído cómo se cuchicheaba en ocasiones sobre ese tema. Que Elisa Steiner, de soltera Elisa von Graberg, y Cornelius seguían empeñados en evitarse. Que Greta odiaba a todo el mundo y que nadie podía entender por qué los hijos de ambas familias habían conseguido llevarse tan bien. Se lo explicaban diciendo que ambos habían nacido en la misma semana y que Annelie von Graberg se ocupaba como una madre de Emilia, a la que Greta descuidaba; decían también que Annelie siempre estaba de buen humor y que se sentía feliz de poder llenarle a la niña su boca hambrienta con alguna cosa apetitosa. De algún modo, los dos chicos estaban tan unidos como los hermanos Lu y Leo.

—¡Creo que ya no vendrá! ¡El aire está limpio! —dijo Manuel al cabo de un rato, al ver que Jacobo no aparecía por ninguna parte. Ágilmente, saltó de la rama y se pasó a otra.

—¿Y si alguien nos ve? —preguntó Emilia con cautela aferrándose al tronco del árbol.

—¡Venga! —la animó Manuel—. ¡Y date prisa! ¡Tengo que enseñarte una cosa antes de que caiga la noche!

Emilia siguió a Manuel cada vez más confundida. Cuanto más insistentemente le preguntaba, más firmemente negaba él con la cabeza. Nunca se había mostrado tan misterioso. Apenas ambos aprendieron a caminar, comenzaron a andar juntos, recorriendo la selva, enseñándose todo lo que les resultaba extraño y nuevo. Emilia conocía todos los árboles cercanos a los terrenos cultivables, pero Manuel la fue llevando cada vez más hacia el interior de la selva. Involuntariamente, la joven sintió un escalofrío. Le encantaba trepar a los árboles, siempre y cuando el lago estuviera al alcance de la vista. Pero temía la oscuridad, cuando las tupidas copas de los árboles cortaban la luz del cielo, el moho atenuaba el sonido de los pasos y los charcos de aguas empantanadas borboteaban amenazadoramente.

Manuel no notó su vacilación. Decidido, continuó andando.

—¡Bueno, vamos! ¡He tenido que buscar un escondite seguro! Para que Jacobo y las tres chicas no den con él de casualidad.

—¿Un escondite? —preguntó Emilia, asombrada—. Pero ¿para qué?

—¡Míralo tú misma! —exclamó él, orgulloso, e hizo un gesto invitándola.

Emilia miró a su alrededor y no vio nada que la impresionara. Manuel la había llevado hasta un claro que apenas se diferenciaba de los otros, salvo que en este la maleza y la hierba del suelo estaban pisoteadas. Cuando Emilia entró en el centro del claro, casi tropezó con el tronco de un árbol. Alguien lo había despojado de todas sus ramas y de la corteza.

—¿Quién ha…? —empezó a decir la joven.

—¡Yo! —gritó Manuel.

Con visible esfuerzo, el chico apartó el tronco hacia un lado y entonces Emilia vio una piedra de forma redonda debajo de él. Resoplando, Manuel apartó también la piedra y dejó a la vista un agujero. Emilia miró dentro con curiosidad. El hueco estaba revestido de madera y relleno con sacos. Manuel sacó uno, lo abrió y dejó que ella echara un vistazo dentro.

Cuando Emilia vio las cortezas que había dentro, se sintió decepcionada.

—¿Qué diablos es eso?

—¡Cortezas, por supuesto!

—Eso ya lo veo, pero…

—Son cortezas de lingue —añadió Manuel con expresión elocuente.

—¿Y qué vas a hacer con ellas?

—Yo no voy a hacer nada. Pero la curtiduría de La Unión paga cincuenta pieles de vaca por ciento ochenta sacos de cortezas de lingue. En Puerto Montt los precios son más bajos. Pero hay compradores de sobra en todas partes.

—¿Y por qué pretendes vender precisamente esas cortezas? —preguntó Emilia, confundida.

Él no respondió a la pregunta.

—Por lo visto, han estado probando durante mucho tiempo qué material es el más apropiado para curtir rápidamente la piel de vaca y oveja. También se puede usar el pangui, que es la raíz de una planta del pantano. Solo hay que cortarla y ponerla a secar. Pero cuesta mucho trabajo sacar esas raíces de la tierra. Las cortezas se obtienen más fácilmente. También serían apropiadas las cortezas de los ulmos, pero no son tan buenas como la del lingue. Y casualmente he descubierto que aquí crecen muchos de esos árboles.

Emilia giró en círculo. Sabía que había árboles enormes y árboles pequeños, árboles con hojas y árboles con agujas, pero jamás había tomado nota de que las cortezas fueran diferentes. Por un instante se enfadó por el hecho de que Manuel le hubiera ocultado su secreto, pero finalmente prevaleció su interés.

—¿Y cómo encontraste este lugar? —preguntó. El claro no le parecía tan inquietante como la espesura de la selva, pero sentía frío y deseaba volver a gozar de la luz del sol.

—De niño solía venir aquí muy a menudo, cuando… Cuando quería estar solo. Mi madre me contó que a mi padre le gustaba la soledad. Al parecer era un hombre muy tranquilo y apenas hablaba. Pero, en fin, las cortezas que he…

Emilia lo miró y frunció el ceño. Conocía muy bien a Manuel, y que anduviera buscando la soledad era algo nuevo para ella.

Probablemente exageraba —pensó Emilia— y eso de huir hasta ese rincón para escapar a las burlas de los mayores solo había sucedido una o dos veces. Pero lo que más le asombraba era que mencionara a su padre. Christine Steiner decía a menudo que ella rezaba a diario por el fallecido Lukas. Los demás apenas hablaban de él, ni la madre de Manuel ni su tío Poldi ni el propio Manuel.

—Esas cortezas se pueden…

—¿Tu madre te ha contado muchas cosas? —lo interrumpió ella.

—¿De las cortezas?

—¡No, estúpido! ¡De tu padre!

Manuel se encogió de hombros.

—Todo lo que sé de él lo sé por boca de mi abuela Christine. Aunque ella suele hablar más a menudo de mi tío Fritz que de mi padre.

—¿Tu tío también ha muerto?

—No. Vivió aquí largo tiempo, pero se marchó hace mucho. ¡Oh, vaya si puedo entenderlo! A mí también me gustaría…

Emilia ya no lo escuchaba con atención. Sumida en sus pensamientos, se sentó sobre el tronco al que habían retirado la corteza.

—Si no tuviera a mi padre, no soportaría vivir con mi madre —murmuró ella—. Cada día está más rara. ¿Ya te conté que ayer…? ¡Bah, olvídalo, no es tan importante! En realidad, no quiero ni pensar en ello. Mi padre dice que tengo que ser considerada con ella. Que se ha vuelto tan rara porque ha perdido a toda su familia. Primero a su madre, después a su padre y finalmente a su hermano. Para ella, sencillamente, nada ha valido la pena.

—¿Qué? —preguntó Manuel sentándose junto a Emilia.

—Bueno, lo de venirse a Chile —dijo la joven. Entonces Emilia vaciló un instante, pues no estaba segura de si debía continuar; pero, en fin, ahora que él le había revelado su secreto, ella lo hacía partícipe de sus pensamientos más ocultos—. ¿Sabes? Me gustaría que regresásemos a Alemania —dijo ella con expresión de añoranza—. La sobrina de Barbara Glöckner recibe con regularidad cartas de sus familiares. Y la última vez, una prima suya le envió un retrato del emperador Guillermo. Le escribía diciéndole que es un gran hombre y que lleva una barba un tanto curiosa, que…

—¿Cómo? —la interrumpió Manuel, impaciente—. ¿Tu mayor deseo es viajar a Alemania? Siempre pensé que tu mayor deseo era…

El joven se interrumpió. Emilia vio cómo se le enrojecían las mejillas cuando, sin que apenas se notara, se acercó un poco más a ella. Ahora los muslos de ambos estaban muy pegados.

—¿Sí? —le preguntó ella sin preámbulos.

Él sonrió, se puso serio. Entonces, de repente, echó la cabeza hacia delante y la besó en plena boca. Emilia retrocedió, sobresaltada.

Él ya la había besado algunas veces, pero siempre en las mejillas o en la punta de la nariz, jamás en los labios.

—Pues esto —dijo él en voz baja—. Siempre pensé que este era tu mayor deseo.

Ella se estremeció no ya por el frío, sino por el cosquilleo extraño que empezó a extenderse por su cuerpo. Sentía que le ardía la cara y más aún cuando Manuel se volvió a inclinar, esta vez muy lentamente, y la besó de nuevo. En realidad no la besó, sino que apretó sus labios contra los de ella y así los dejó durante un buen rato. Pero aquello, por sí solo, era una familiaridad mayor de la que se había atrevido a tener con ella hasta entonces.

Esta vez Emilia no retrocedió. Esperó que pasara algo más, que sus labios se volvieran más exigentes y que la lengua de él intentara atrapar la suya, que Manuel le echara el brazo por encima. Pero nada de eso sucedió.

Manuel puso fin al beso con una risita nerviosa.

—Emilia… Emilia, ¿quieres casarte conmigo?

Ella no podía negar que se había imaginado muchas veces el momento en que él tal vez le hiciera esa pregunta. Cuando apenas era una niña ya estaba segura de que Manuel se convertiría algún día en su esposo. Sin embargo, la pregunta le llegaba ahora por sorpresa.

Ella soltó una carcajada.

—¡No, no! ¡Lo digo en serio! —exclamó él—. ¡Quiero casarme contigo, Emilia! ¡Y quiero largarme de aquí! Por eso estoy reuniendo todas esas cortezas, para vendérselas a las curtidurías y obtener algo de dinero.

—¿Acaso tú también quieres viajar a Alemania? —preguntó ella. Aunque le parecía algo obvio que ella y Manuel se pertenecían el uno al otro, hasta entonces no había reflexionado nunca sobre cómo sería su futuro en común.

Manuel se levantó de un salto y empezó a caminar, inquieto, de un lado a otro. Su cara cobró una expresión de enfado.

—¡Estamos metidos en un agujero de mala muerte! Desde que tengo uso de razón, siempre se habla de lo mismo. ¡De vacas y cereales! De los caminos cubiertos de lodo, siempre insuficientes, y de que no hay puentes decentes sobre el Maullín. ¡De verdad te lo digo! ¡Ya no aguanto oírlo más! En otros sitios, los alemanes han levantado fábricas de cerveza, destilerías, curtidurías, que ahora son grandes fábricas y reportan muchísimo dinero. Aquí, sin embargo, no hay nada, ¡solo establos y campos de cultivo! ¿Por qué he tenido que nacer en este lago? ¿Por qué no he sido el hijo de un Fehlandt, un Schülcke, un Porchelle, un Hoffmann, un Kunstmann o un Haverbeck? ¡Todos son hombres de éxito! ¡Y han conseguido hacer aquí grandes fortunas! Oh, y el tal Carlos Anwandter…

Emilia había bajado la mirada. No era la primera vez que Manuel echaba pestes sobre la colonia, pero sus palabras furibundas nunca habían llegado a convertirse en esa letanía infinita.

—Bueno, si vendes las cortezas… —empezó a decir ella, a fin de que retomara el tema que los ocupaba.

Manuel se detuvo.

—Sé que está mal eso de andar siempre descontento con lo que le ha tocado a uno. Aunque haya nacido aquí. A fin de cuentas, esos hombres lo lograron todo con su propio esfuerzo y consiguieron ascender. Kilian Meckes, por ejemplo: era un simple carpintero y ahora es infinitamente rico porque ha fabricado muletas y ha construido iglesias. ¡Yo también quiero hacerlo!

—¿Qué? ¿Quieres hacerte carpintero?

—¡Claro que no! —exclamó él, impaciente—. Pero quiero levantar mi propio negocio. He estado… He pensado que podría meterme en el comercio, negociar con máquinas de vapor venidas de Europa.

Emilia frunció el ceño con escepticismo.

—Esas máquinas de vapor son muy caras —dijo la joven—. ¿Piensas que podrás reunir suficiente dinero vendiendo esas cortezas?

—No, claro que no, pero cuando tenga algo reunido, puedo marcharme a Valdivia. Allí hay bancos y estos conceden créditos. Solo tengo que ganarme su confianza, demostrar que soy eficiente y trabajador.

La mirada de Emilia se volvió nostálgica.

—Esas familias a las que pertenecen los bancos… sí que viajan a menudo a Europa. Ya quisiera yo poder…

Manuel se dejó caer nuevamente a su lado, en el tronco.

Ya no parecía enfadado, sino más bien eufórico. Entonces le cogió la mano a Emilia y se la apretó con fuerza.

—En fin, ¿quieres casarte conmigo?

Esta vez fue ella la que se inclinó para besarlo. Su olor le era familiar desde hacía mucho tiempo y ahora también lo era el tacto de sus labios. Estaban algo resecos, pero eran suaves y redondeados. Ella se atrevió a mordisqueárselos un poco, con cuidado, y aquel cosquilleo inundó de nuevo su cuerpo. Solo cuando sus labios se separaron ella se dio cuenta de que no había respondido a su petición.