CAPÍTULO 33

El mes de agosto fue lluvioso, pero no muy frío y, cuando los hombres regresaron de Puerto Montt —hacia donde esta vez habían partido sin la compañía de Lukas, lo que lo convirtió en una experiencia dolorosa para todos—, traían consigo algunas gallinas, un buey bastante flaco, pero fuerte, tres grandes sacos de cereal y otros tres sacos de maíz.

Annelie se ocupó de las gallinas y procuró ser lo más ahorrativa posible con los huevos. Solo Greta recibió generosas cantidades, algo poco habitual. Como todos los demás, Annelie también hablaba de la «pobre Greta», una vez que se corrió la voz de que su hermano había muerto accidentalmente golpeado por un árbol. Se decía que Cornelius lo había encontrado y que el infeliz de Viktor ofrecía un aspecto tan horroroso que, para evitar que los otros lo vieran, Cornelius decidió hacer un ataúd rápidamente y meterlo dentro con la ayuda de su hermana.

Elisa no tuvo fuerzas para ir al entierro, en el cual —según se enteró después— todos trataron de inventar alguna palabra amable sobre el extraño de Viktor, aunque muy pocos consiguieron parecer sinceros. Tampoco tenía fuerzas para sentir lástima por Greta, quien —según se decía— se estaba comportando de manera excelente a pesar de la gran pena. Y mucho menos tenía fuerzas para meditar sobre la razón por la que había sido precisamente Cornelius quien había encontrado a Viktor.

Ella, que siempre se había caracterizado por su laboriosidad y por su disciplina de trabajo, se pasaba horas sentada en aquella habitación con la mirada perdida y casi sin moverse. Annelie se quedaba a menudo a su lado, con ojos de preocupación, le acariciaba la cabeza e intentaba animarla con cualquier chismorreo.

—Imagínate —le dijo un buen día con un forzado tono de desenfado—. Los hombres han contado que hace poco, en Puerto Montt, ha vuelto a arder una iglesia.

Elisa no reaccionó.

—Me pregunto cuándo acabarán tales altercados —continuó Annelie, impasible—. Esta enconada lucha entre los inmigrantes católicos y los protestantes… Eso no puede ser de ningún modo la voluntad de Dios. Te lo aseguro: esas pugnas empezaron cuando el obispo de Ancud invitó a venir a esos jesuitas de Westfalia. Y esos no pueden darse por satisfechos con estar ahí para sus ovejitas, sino que buscan con obstinación convertirnos también a nosotros.

Elisa seguía sin levantar la mirada.

—Aquí nosotros estamos tranquilos, pero una cuñada de Barbara ha contado que los jesuitas, entretanto, ya no solo están asentados en Puerto Montt, sino que andan predicando por cualquier esquina en Puerto Octay y en Quilanto.

—Annelie —dijo Elisa en voz baja—. Ya está bien.

Annelie hizo como si no la hubiera oído.

—Y en lo que atañe a la quema de iglesias… Bueno, fueron los jesuitas los que empezaron. Primero ardió un templo protestante, luego uno católico. Solo deseo que vuelva por fin la paz y que nadie sienta sed de venganza y…

—¡Annelie! —Esta vez el tono de Elisa era mucho más duro—. ¡No quiero oír nada más acerca de esa historia!

Perpleja, Annelie la miró. Se ahorró las palabras, pero escatimó los cuidados. Era habitual que le trajera algo de comer a su hijastra, pero a la mañana siguiente hizo algo distinto: partió un huevo, lo revolvió con una hierba que Elisa no conocía y le puso el tazón a su hijastra delante de las narices.

—¡Si no te apetece comer, está bien, pero por lo menos bebe esto! ¡Te dará fuerzas!

Cuando Elisa vio la yema del huevo deshecha, sintió ganas de vomitar. Con un gesto hosco, apartó el tazón.

—Sé que le falta sal, pero…

Elisa se tapó la boca con la mano, con fuerza, cuando tuvo una arcada más fuerte. Era la primera vez en mucho tiempo que emergía de su rigidez. Salió corriendo de la casa, logró llegar dos pasos más allá de la puerta y entonces vomitó, al tiempo que se agarraba a la pared de madera.

Annelie la había seguido, pero, a pesar de su sincera preocupación, se mantuvo a una distancia prudencial.

—¿Te estás poniendo enferma? Bueno, no me extrañaría nada, tienes el cuerpo muy débil.

Elisa miró con recelo a su alrededor, pero nadie había notado lo que estaba sucediendo delante de la casa de los Von Graberg. Desde que las temperaturas eran más cálidas y de nuevo había comida suficiente, cada cual se dedicaba a hacer sus labores diarias. También a diario, Jule llevaba al rebaño de niños a la escuela. Los críos, que tenían fuerzas por primera vez después de aquel invierno de hambruna, no conseguían estarse quietos en sus asientos.

Elisa rascó con el pie un poco de tierra y lo echó sobre el vómito. La boca le sabía a bilis.

—Ah, pobrecita —suspiró Annelie con tono compasivo—. Tal vez deberías…

—No estoy enferma —fueron las palabras que salieron de Elisa—. Estoy embarazada. Dios me perdone, pero voy a tener un hijo.

Entonces se tapó la boca con ambas manos, como si sus palabras no olieran mejor que los restos de comida que acababa de vomitar.

Annelie se le acercó y la abrazó en silencio. Al principio, Elisa hizo por zafarse del abrazo dando un paso atrás, pero luego se entregó a esa agradable sensación de ser abrazada con cariño y firmeza. De nuevo, un temblor le recorrió los hombros a causa de otra convulsión del estómago.

—Pero eso es una noticia maravillosa —le dijo Annelie en voz baja—. Has pasado por tantas cosas terribles últimamente… Sin embargo, ahora tendrás algo que Lukas te ha dejado… Ahora podrás…

Elisa se apartó de su madrastra con brusquedad. Otro temblor la estremeció y, una vez más, vomitó. Ya no tenía nada en el estómago, así que solo soltó bilis; sin embargo, a pesar de aquel estado lamentable, se sintió aliviada por no tener que mirar a Annelie a la cara.

—No es hijo de Lukas —admitió jadeante.

Antes de que Annelie pudiera decir algo, se oyó un cacareo frenético. Aquel gallo flacucho que había conseguido sobrevivir al ataque de los mapuches —como si hubiera sospechado que, de otra manera, iría a parar al fondo de un caldero— y que había estado desaparecido en la selva todo el invierno iba ahora tras cualquier gallina que se le pusiera delante; en cuanto lo veían, ellas echaban a correr.

Por el rabillo del ojo Elisa vio cómo Annelie le daba una patada al gallo.

—¿Quieres acabar con eso de una vez, granuja?

Sus labios —algo poco habitual en los últimos tiempos— se curvaron para formar una sonrisa; sin embargo, era una sonrisa que casi dolía al verla y tampoco duró mucho. Con un suspiro, Elisa se incorporó y se apoyó, pálida y cansada, contra la pared de la casa.

—Forma parte de su naturaleza —dijo en un murmullo—. No puede evitarlo. Pero yo sí que pude evitarlo. No debí dejarme arrastrar por la…

Annelie no le hizo pregunta alguna. De su boca no salió ningún nervioso «quién» ni un «cuándo». Sus miradas se encontraron, y la de Annelie expresaba una profunda comprensión, como si las dos siempre hubieran estado muy próximas, como si entre ellas nunca se hubiese interpuesto nada, ni aquel desprecio del principio, ni los celos, ni la leve extrañeza de la que Elisa jamás había conseguido deshacerse del todo.

—No fue un capricho momentáneo —le dijo Annelie en voz baja—. Sé que lo amas desde hace años.

—¡Pero eso no debía ocurrir! —exclamó Elisa, a la que le dolió la garganta a causa de aquella sonora exclamación, la primera en mucho tiempo.

—¡Exacto! —le dijo Annelie acercándose a ella y cogiéndole la cabeza con ambas manos—. ¡No debió ocurrir! ¡Pero ahora sí que puede ocurrir!

Elisa negó con la cabeza.

—Sucedió poco antes de que Lukas muriera. Nunca podré perdonarme que…

Annelie la sujetó con más fuerza; Elisa tenía la sensación de que los ojos se le hundían en la cara.

—También hay algo que yo jamás podré perdonarme —dijo Annelie—. Ah, Elisa… En aquel momento pensaba que hacía lo correcto…, que tenía que hacerlo… Por Richard, por ti, por Lukas… Pero no, eso no es cierto. En el fondo lo hice únicamente por mí.

—¿De qué hablas?

Annelie la soltó y dio un paso atrás, como si no pudiera revelar su traición de antaño mientras estuviera tocando a Elisa. Dejó de mirarla, solo repitió aquellas palabras confusas que Elisa no consiguió entender al principio. Solo poco a poco empezó a comprender. Annelie hablaba de una carta. De un mensajero que la había traído. De Cornelius, que le había escrito cuando ella aún estaba a tiempo… A tiempo de decidir no casarse con Lukas.

—¡Ah, Elisa, cuánto lo siento! Si supieras lo mucho que me he atormentado por haber…

—Bueno, ya está bien —la interrumpió ella con brusquedad. Su propia voz le sonaba extraña, igual que su propio cuerpo se le antojaba extraño desde que sabía que estaba embarazada—. Ya está bien —repitió con un tono más moderado—. No quiero ni oírlo.

Elisa tensó los hombros, poco a poco sintió cómo regresaba aquella fuerza que durante semanas le había faltado y a la vez sintió frío, mucho frío.

—Aunque no puedas perdonarme, Elisa —balbuceó Annelie, desarmada—, deberías saber que…

Una vez más, Elisa la interrumpió:

—Mira, aunque ahora lo sepa todo, incluso aunque te odiara y no pudiera perdonarte nunca, ¿qué cambiaría? Da igual lo que hayas hecho y da exactamente igual que estuviera bien o mal… Yo cometí un pecado contra Lukas. Lo engañé justo mientras él yacía en su lecho de muerte. Él se sacrificó por todos nosotros; aun estando enfermo, fue arrastrándose hasta Puerto Montt solo para traernos comida a mí y a nuestros hijos. Le hizo un ataúd a Ricardo…

La voz se le quebró.

—¿Y por eso piensas castigarte hasta el final de tu vida?

—¿Sabes qué es lo peor? Que fui demasiado cobarde para asumir esa culpa. ¡Lo descargué más tarde sobre Cornelius! ¡Lo insulté y lo maldije! Sin embargo, era yo la que…

—Sea lo que sea lo que le hayas dicho, no estabas en tus cabales tras la muerte de Lukas. Pero ahora deberías hablar con él otra vez. ¡Ábrele tu corazón! ¡Reflexionad juntos sobre qué debéis hacer!

Annelie superó su temor y se acercó de nuevo a Elisa. Esta vez no le acarició la cara ni el pelo, sino el vientre. Aún lo tenía delgado a causa de aquel invierno de hambruna, pero su abultamiento ya anunciaba el comienzo de una nueva vida. Una expresión de dolor cruzó la cara de Annelie.

—Es vuestro hijo —le dijo—. Lo ocurrido entre vosotros ahora no importa: es vuestro hijo.

Ese año, la primavera llegó bien temprano y con mucha fuerza, con oleadas de calor y una luz muy intensa, como si, después de aquel invierno tan riguroso, tocara ahora evitar hacer las cosas a medias. La niebla desapareció y el aire se aclaró; no solo surgía ante ellos el Osorno con su túnica blanca, tan próximo que casi parecía que se podía tocar, sino también la lejana cadena montañosa de los Andes. El oscuro lago brillaba bajo el sol con destellos azul turquesa y reflejaba el verde intenso de los bosques, que en muy pocos días se vistieron con su atuendo primaveral. Aquel mundo que hasta hacía muy poco parecía petrificado empezaba a moverse de veras, a juzgar por las plantas, las hierbas y las flores que se abrían en busca de la luz del sol.

Para Cornelius arar los campos y sembrarlos siempre había sido más un deber que un placer; nunca había sentido esa alegría íntima que Elisa solía llevar antes escrita en el rostro cuando miraba con orgullo lo que había hecho durante el día. Sin embargo, ahora Cornelius Suckow comprendía por qué ella parecía sacar fuerzas del trabajo diario. También a él la faena cotidiana le ofrecía mucho en esos días: lo distraía de sus malos pensamientos y, sobre todo, le daba la convicción de que, de algún modo, la vida continuaba y de que ningún dolor, ninguna pena, podía interrumpir la rítmica alternancia del proseguir y el fenecer.

Había estado mucho tiempo reflexionando sobre cómo hacer las paces con Elisa, pero seguía sin saber cómo proceder en ese asunto: solo la naturaleza le inspiraba con claridad lo que tenía que hacer. Trabajaba duramente desde el amanecer hasta que caía la tarde, dormía como si estuviera anestesiado y, al día siguiente, se entregaba de nuevo al trabajo, agradecido porque en ese aspecto no lo amenazara ningún fracaso, ninguna carencia, ninguna culpa. Cada día lo saludaba un nuevo éxito, por pequeño que fuese: una pila de leña bien abastecida, un nuevo tejado, una habitación limpia, una parcela libre de malas hierbas.

A nadie le extrañó que se quedara a vivir en casa de Greta tras la muerte del hermano de esta, probablemente porque la mayoría de la gente estaba demasiado ocupada y no tenía tiempo para eso, y él mismo pronto se acostumbró —secretamente agradecido— a que Greta fuera tan discreta y silenciosa. Con escasos ingredientes ella le preparaba regularmente la comida, lo miraba muy seria mientras comía y afirmaba que ella ya estaba llena. La mayoría de las veces él no sabía de qué hablar con ella, pero le alegraba no estar solo; probablemente ella también se sintiera sola, pero Greta jamás lo hacía partícipe de lo que le pasaba por la cabeza, por lo menos no hasta esa noche.

Él regresó del campo con las manos llenas de tierra, pero en casa no lo esperaban ni una cocina encendida ni el olor de un buen estofado, sino únicamente una habitación fría y sucia. No es que Greta ya no mostrase su sonrisa dulce y triste —algo que lo conmovía—, sino que estaba desplomada en el suelo.

Horrorizado, se abalanzó sobre ella, pues al principio creyó que se había desmayado; sin embargo, cuando intentó levantarla, ella lo hizo por sí sola, de inmediato.

—¿Qué ha pasado, Greta? —preguntó.

Tenía la cara pálida como una muerta.

—Viktor… —murmuró la joven.

Él creyó entenderla.

—Lo echas de menos —dijo Cornelius—. Guardas luto por él.

Ella negó con la cabeza.

—No, no es eso.

Y entonces ella lo soltó todo, rápidamente, con agitación, como un niño pequeño que no sabe por dónde empezar ni cuánto revelar. Nadie debía saberlo, gritó ella, nadie debía enterarse nunca. Él tenía que guardarle ese secreto, jamás podía revelar lo que ella iba a contarle. Ella se lo habría ocultado también a él de haber podido. Pero, por desgracia, no podía.

—Greta, ¿qué te pasa?

Ella se puso una mano sobre el vientre, tan hundido y seco como siempre.

—¡Voy a tener un hijo! —exclamó.

Cornelius la miró fijamente. «No, eso es imposible», pensó él; y no lo pensó porque la idea de que Viktor hubiera violado a su propia hermana fuera monstruosa, sino porque Greta seguía pareciéndole una niña, demasiado enjuta, demasiado debilucha, demasiado frágil como para quedarse embarazada y parir.

—¡No podré sobrevivir a esto! —gritó ella.

Solo después de que se lo dijera muchas veces, él comprendió que Greta no se refería al embarazo, sino a la ignominia. Y la joven se vino abajo. Su cabeza golpeó con fuerza contra la pared.

Cornelius nunca se había sentido tan desamparado en su presencia. Le tomó las manos.

—¡Levántate! —le dijo tirando de ella para alzarla, y luego la abrazó. Greta tenía el cuerpo frío y era tan ligera que él apenas sintió el contacto. ¿Cómo podía Viktor haberle hecho aquello? ¿Cómo podía aprovecharse de la circunstancia de ser mucho más fuerte?

—No me desprecias, ¿verdad? —le preguntó ella tímidamente.

—No fue culpa tuya. Viktor…

Cornelius se interrumpió. Y ahora supo por qué había podido seguir adelante: no era solo a causa de la fuerza de la primavera, que auguraba un nuevo comienzo; no era solo debido al trabajo que se echaba encima y que le daba un poco de paz a su alma, sino porque tenía una obligación: proteger a Greta. Y sobre todo, porque, más que una obligación, aquello era una posibilidad, él podía protegerla.

La abrazó con más fuerza. Había llevado la desgracia a mucha gente —también a Elisa, especialmente a ella—; a esta última le había hecho cosas tan graves, tan insoportables, que ella había preferido no verlo nunca más; solo a Greta no le había hecho daño. No, a ella no le había hecho daño alguno, a ella la ayudaba, era un apoyo para la joven.

—No te preocupes —se apresuró a decirle Cornelius—. Nadie llegará a saber nunca que Viktor… Lo que Viktor te ha hecho. Ya encontraremos una solución.

Como cada año, en primavera, los caminos se cubrieron de fango. Elisa debía prestar mucha atención para no resbalar y caer y, cuando tropezó con el tablón de madera, pensó en Lukas con nostalgia. Después del último invierno, él había estado trabajando ahí como un loco, durante horas y horas, para mejorar los caminos. Tampoco eran suficientes los que había alrededor del lago —aunque el tal Franz Geisse llevaba años anunciándoles su construcción— y al menos sus parcelas debían estar comunicadas.

El recorrido que ahora hizo raras veces lo había transitado en los últimos años. Cuando, tras un recodo, pudo ver la casa de los hermanos Mielhahn, Elisa sintió ciertos remordimientos por un instante. Antes podía decirse que no se había preocupado más por los dos hermanos debido a la presencia del inaccesible y hostil Viktor. Pero, sin duda, era una vergüenza no haber pasado a ver a la hermana ni una sola vez desde la muerte repentina de este.

Casi ninguna otra mujer lo había hecho. Al enterarse de lo sucedido, Christl había reído con malicia y afirmado que ahora Greta estaría acabada del todo, por lo cual Christine la reprendió con dureza, pero sobre todo por la carcajada, no por sus palabras. En el fondo, todo el mundo estaba convencido de que Greta no iba a poder salir adelante sola, todos fingían estar demasiado agobiados con sus propias preocupaciones y responsabilidades como para apoyarla.

Por lo visto, solo Cornelius había estado a su lado en esos tiempos difíciles y cuando Elisa se enteró de ello, sintió —en lugar de los celos que antes había experimentado ante esas atenciones de Cornelius— un gran alivio, ya que, si Cornelius estaba ocupándose de Greta, entonces ya nadie más tenía que hacerlo, y tampoco ella. Y si esa mañana había tomado la decisión de acudir allí, no era porque estuviera preocupada por Greta, sino porque lo estaba buscando a él.

Annelie tenía razón. Tenía que hablar con Cornelius. Tenía que decirle que estaba esperando un hijo. Ella no sabía lo que sucedería después, ni lo que debía esperar, pues dentro de su corazón todavía había demasiado dolor, demasiada culpa y demasiado vacío. Pero la sola idea de no tener que compartir su secreto únicamente con la apocada Annelie le quitaba un gran peso de encima.

La hierba despedía un olor penetrante. Entre las hierbas viejas y amarillentas, aparecían retoños verdes. Entonces, algo crujió bajo sus pies; fue el único ruido que se oyó, pues todo lo demás estaba envuelto en un silencio sepulcral. Si la casa de los Mielhahn no hubiera aparecido de repente ante sus ojos, habría pensado que estaba completamente sola en este mundo. Por un instante, Elisa cerró los ojos y recordó aquella selva agreste que habían encontrado junto al lago cuando llegaron a la región; aquella época en que los bosques todavía no habían sido talados y el suelo todavía no estaba completamente despojado de raíces, la época en que los pobladores apenas habían dejado allí un rastro humano.

Elisa aspiró profundamente el aire fresco. También entonces había conseguido construirse una vida a partir, literalmente, de la nada. Tal vez lo consiguiera una vez más, tal vez lograra seguir viviendo y luchando, sin dejarse devorar por los sentimientos de culpa y sin ver al niño que crecía en su vientre como una ignominia, sino como una esperanza, como la señal de que a la muerte le seguía la vida. De pronto, pensó en la historia que le había contado a su pequeño Ricardo antes de que muriera, la historia de Flor de Fuego, que tanto había sufrido y que tantas batallas había tenido que soportar antes de unirse a su amado.

Cuando abrió los ojos, se sobresaltó. Greta estaba ante ella como si hubiera salido de la nada. Si el sonido de sus pasos al pisar la hierba no hubiera revelado su presencia, Elisa habría creído que aquella chica era como un espíritu que se le había aparecido.

E igual de silenciosamente, continuó comportándose en adelante. Greta no decía nada, respiraba tranquilamente y solo su boca se curvó en una extraña sonrisa que a Elisa le provocó un escalofrío involuntario.

En un gesto impulsivo, intentó corresponderle. Greta tenía mejor aspecto de lo esperado. Estaba delgaducha y pálida como siempre, pero el pelo ya no le colgaba sobre la cara, enmarañado, sino que lo tenía recogido en una pulcra trenza. Entonces, Elisa vio también la columna de humo que se elevaba de la casa, vio las cortinas tras las ventanas y las tejas nuevas que habían sustituido a las viejas, que estaban rotas. El hogar de los Mielhahn ya no parecía ruinoso, como criticaba siempre Christl, sino que tenía un aspecto incluso acogedor.

Lentamente, Elisa se acercó. En varias ocasiones, estuvo a punto de iniciar una conversación, pero no pudo pronunciar palabra alguna hasta pasado un buen rato.

—Lo siento tanto —murmuró—. Me refiero al accidente que Viktor sufrió y también al hecho de que hasta ahora yo no…

Greta hizo un gesto de rechazo, como queriendo espantar la evocación de su hermano como si fuese una mosca impertinente. Su sonrisa se hizo más amplia, no había dolor en sus rasgos.

—No tienes por qué sentirlo, ahora tengo a Cornelius.

Elisa no supo qué decir. Hasta hacía poco se alegraba de que Greta no tuviera que lidiar ella sola con la muerte de su hermano, pero ahora sintió extrañeza por esa facilidad con la que Greta sustituía en su vida a un hombre por otro.

Decidió no decir nada.

—Es a él precisamente a quien quiero ver —le dijo escuetamente—. Tengo que hablar con Cornelius.

Greta estaba allí, inmóvil.

—Está en el campo. No tiene tiempo para ti. Pero es bueno que hayas venido. Tengo que contarte algo.

Hasta ese momento Greta no la había mirado directamente, pero en ese instante sus miradas se encontraron. Los ojos de Greta brillaron, y a Elisa aquel brillo le pareció poco natural. Sintió otro escalofrío cuando intuyó que no deseaba oír lo que Greta tenía que contarle.

—Pero es que tengo que hablar con él. De verdad, tengo que ver a Cornelius para…

Elisa se interrumpió, había pasado al lado de Greta, que ni siquiera intentó detenerla. La joven Mielhahn continuaba allí de pie, inmóvil, y esperó incluso a que Elisa hubiera dado unos pasos para gritarle:

—¡Voy a tener un hijo!

Elisa se dio la vuelta rápidamente. Greta seguía sonriéndole, radiante de alegría, con una expresión triunfante.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Elisa, jadeante.

Un ligero rubor cubrió las mejillas de Greta.

—Lo sé, lo sé. Lo decente habría sido esperar hasta la boda.

Elisa tragó en seco.

—¿Qué boda?

Apenas podía pronunciar palabra. Pero algo tenía que decir. Mientras estuviera haciendo preguntas que no obtenían respuesta, no habría certeza de nada: tampoco de aquella sospecha que ahora parecía cubrir su mundo con un velo negro, a pesar de que el sol de primavera brillaba con la misma intensidad de un momento atrás.

Greta alzó la mano para protegerse los ojos de los intensos rayos del sol.

—¡La boda de Cornelius y mía, por supuesto! —exclamó la joven Mielhahn, y lo hizo con una fuerza con la que Elisa nunca la había oído hablar—. ¡Nos casaremos, tendremos un hijo y seremos una familia, una familia muy feliz! Muy a diferencia de lo que vivieron mis padres o de lo que lo fuimos Viktor y yo. Mi padre era un malvado, y mi madre una cobarde, y Viktor… Bueno, Viktor estaba mal de la cabeza, pero Cornelius y yo…

Greta continuó hablando y hablando. Elisa veía cómo sus labios se movían, pero las palabras ya no le llegaban, parecían hundirse en el suelo húmedo y verde. Creyó que la cabeza le iba a reventar.

—¿Es que no nos vas a felicitar? —le preguntó Greta a modo de conclusión.

Aunque Elisa la entendió perfectamente, no respondió. Se dio cuenta de que estaba corriendo cuando el pecho empezó a dolerle, apenas podía respirar y empezó a sudar por todos sus poros.

El malestar de estómago que la aquejaba normalmente se manifestó ahora con toda su fuerza. Se hundió en el lodo de la orilla del lago y vomitó. Y cuando ya no le quedó nada en el estómago, permaneció de rodillas, sin fuerzas. Solo se levantó cuando el lodo, que ahora cubría todo su vestido, se puso duro. Unos pequeños terrones se desprendieron de su cuerpo y fueron dejando un rastro gris, mientras Elisa caminaba en dirección a su casa.

«Es como ceniza —le pasó por la cabeza al verlo—, como ceniza…».

Como si en cualquier lugar al que llegaba o en cualquiera del que viniera hubiera ardido la tierra…

Annelie se echó a reír al verla, pues al principio no percibió la expresión del rostro de su hijastra.

—Pero ¿qué te ha pasado? ¡Estás sucísima!

Elisa se miró. Tenía lodo pegado no solo a la ropa, sino también a las palmas de las manos. También sentía que tenía una costra en la cara. Cuando se acercó a Annelie, las rodillas le temblaban. Le dolía el pecho como antes, como si se le fuera a romper a cada inspiración.

—¡Júramelo! —dijo con voz ronca—. ¡Júrame ante Dios, Anna Aurelia von Graberg, que jamás revelarás a alma alguna que Cornelius es el padre de mi hijo!

Solo entonces Annelie pareció percibir su mirada vacía y retrocedió, pálida.

—Santo cielo, ¿qué ha…?

—¡Júralo! ¡Me lo debes! —le gritó Elisa—. ¡Júramelo!

Annelie pareció sospechar que no tenía sentido contradecirla.

—Te lo juro —se apresuró a decir—. Te juro todo lo que tú quieras, pero dime, ¿qué ha pasado con Cornelius…?

—¡Cállate! —le gritó Elisa pegando un golpe tan fuerte en el suelo que una llovizna de lodo seco cayó de su ropa—. ¡Cállate! ¡No vuelvas a mencionar su nombre en mi presencia nunca más! ¡Nunca más! ¿Me oyes? ¡Nunca más!

Annelie asintió con expresión afectada. Elisa pasó por su lado a toda prisa y, mientras caminaba, se fue quitando la ropa sucia.