Todos acudieron a consolarla, cada uno a su manera, aunque no pudieron llegar al corazón de Elisa. Ninguna palabra amable, ninguna caricia la alcanzaban. En los últimos días, había creído que solo Ricardo y ella existían, pero ahora estaba completamente sola.
Lukas dejó las labores de reparación del granero y, en su lugar, anunció, todavía acosado por la tos, que él mismo le construiría un ataúd a su hijo muerto.
—Acuéstate, de lo contrario, vas a morir tú también —le dijo Elisa.
Su voz sonaba apagada, como la de una extraña a la que, en realidad, le daba igual lo que él hiciera.
—No lo vamos a envolver en un trozo de tela —le dijo Lukas casi con obstinación—. Tendrá su propio ataúd.
Para Elisa era impensable que hubiera que enterrar a su pequeño Ricardo, fuera en un ataúd o no. El chiquillo estaba amortajado en la habitación y Elisa permanecía a su lado sin poder dejar de acariciarlo.
Magdalena rezaba incansablemente por él e incluso Christl, que siempre se había burlado de su devota hermana, estuvo a su lado horas y horas musitando sus rezos con ella.
Elisa se sentía incapaz de orar. Con una expresión de confusión, miraba fijamente a las hermanas Steiner y a las demás mujeres que habían venido para velar al pequeño; tenía la sensación de que nada de aquello tenía que ver con ella, de que estaban reunidos en torno a un niño desconocido.
Apenas prestaba atención a Lu y a Leo, que se peleaban con las hijas de Resa y Poldi y que terminaron recibiendo unas sonoras bofetadas de Christine y Jule. Tampoco se percató de cómo los chicos acudían hasta donde estaba su madre, con gesto apocado, y se sentaban en su regazo.
Por un instante, tuvo una sensación de calidez, pero esta desapareció rápidamente. Sabía que debía decirles algo, acariciarles las caritas, mostrarse agradecida por el hecho de que ellos todavía estuvieran sanos y alegres, pero no se movió. En algún momento, los niños se separaron de ella y no se atrevieron a acercarse más.
—Yo perdí a mis hijos mucho antes —le dijo Annelie en voz baja—, pero sé lo que se siente. No hay consuelo para eso.
Elisa se limitó a encogerse de hombros.
—Eres una mujer fuerte, lo superarás —le dijo Christine.
Otra vez Elisa se encogió de hombros.
En algún momento, también Poldi se acercó para expresarle su pésame.
—Lo siento muchísimo —le dijo, y entonces empezó, vacilante, a tararear una canción infantil. Elisa rompió a llorar; eran las primeras lágrimas desde la muerte de Ricardo.
—¡Cállate! —le dijo increpándolo, y Poldi se calló.
Al final, ya nadie se atrevía a hablar con ella. El único ruido que rompía aquel silencio eran los golpes de martillo de Lukas construyendo aquel ataúd.
Elisa no lo soportaba. Se tapó los oídos, se alejó por primera vez del niño muerto y corrió, adentrándose cada vez más en la selva. Solo cuando el lodo empezó a llegarle a las rodillas dio la vuelta. No podía sobreponerse y regresar a casa, así que, arrastrándose, se metió en uno de los establos; estaba oscureciendo. Aquel era el único establo que había salido indemne del ataque de los mapuches. Se subió a la buhardilla donde estaba el heno, se dejó caer y sepultó la cara entre la hierba húmeda y blanda.
—¡Márchate! —gritó Elisa cuando oyó los pasos. Eran los de Annelie, que venía a decirle que debía comer algo.
—¡Márchate! —le gritó Elisa otra vez.
Y Annelie se marchó.
Al cabo de un rato, resonaron otros pasos. Ella se sentó y se preparó para ahuyentar también a este inoportuno huésped. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que era Cornelius quien subía a verla y a sentarse a su lado, no tuvo fuerzas para pedirle que se marchara. A él no.
Una vez más, se dejó caer en el heno y miró al techo, que —al igual que los demás techos de la colonia— Lukas había construido… Lukas, que ahora estaba haciendo un ataúd para Ricardo.
—Está muerto —dijo Elisa en voz baja. Por primera vez podía enunciar aquella amarga verdad—. Mi pequeño Ricardo está muerto.
Cornelius no dijo nada. No expresó su pésame, ni siquiera asintió, solo le cogió la mano y se la apretó con fuerza.
Elisa regresó a casa, despertó ante su hijo muerto y salió corriendo otra vez hacia el granero. Y de nuevo Cornelius la siguió poco después y se quedó allí para acompañarla en su silencio.
Y así lo hicieron todos los días que Lukas estuvo trabajando en el ataúd, dando martillazos, y volvieron a hacerlo cuando el sepulcro estuvo listo y el pequeño Ricardo quedó amortajado y sepultado.
Elisa había perdido la noción del tiempo, no sabía cuánto tiempo llevaba muerto su hijo, no sabía si su dolor disminuía o aumentaba; tampoco sabía si encontraría otra vez el camino de vuelta a la vida o si esta continuaría siendo para ella un estado ajeno. Lo único que sabía era que existían aquellas horas de silencio junto a Cornelius. Y entonces comprendió que, sepultado bajo todo aquel cúmulo de pena y dolor, algo en ella todavía latía, algo que no estaba petrificado ni anestesiado.
Lo que más la ayudó fue que Cornelius no intentara consolarla. Él jamás franqueaba el último trecho de la distancia que los separaba. Fue ella la que un buen día, de un modo apenas perceptible, se acercó a él y se acurrucó contra su pecho.
Durante mucho tiempo, ella se había prohibido con todas sus fuerzas buscar esa calidez o permitirla. Pero ahora, cuando todo estaba muerto y nada tenía sentido, no había nada tras lo cual pudiera protegerse mejor, ni el orgullo ni el sentido del honor, ni la razón ni la indiferencia. Una yerma tierra de nadie parecía extenderse entre ella y el resto del mundo, tierra estéril, llena de tumbas, y solo Cornelius estaba a su lado, y era agradable tenerlo allí. Cuando ella se acurrucó contra él, empezó a llorar y lloró aún más cuando recordó que era una mezquindad por su parte sentirse tan a gusto en esa hora oscura. En ese furtivo instante, no sintió hambre. En ese furtivo instante, no se sintió tan cansada. En ese furtivo instante, no sintió aquella profunda tristeza.
Pero el temor y la vergüenza desaparecieron. Cuando, al cabo de un momento, alzó la cabeza y miró a Cornelius, su voz sonó sobria, casi fría:
—Es culpa mía.
—¿De qué hablas? —preguntó él confundido—. ¿Quieres decir que tienes la culpa de que el pequeño Ricardo muriera? No puedes pensar que es culpa…
—No —se apresuró a decir ella—. No me refiero a eso. He hecho por Ricardo todo lo que he podido. Pero es culpa mía que nosotros…, que nosotros dos no podamos vivir juntos. Prometí que te esperaría. Pero no lo hice, no esperé lo suficiente. Tuve poca paciencia.
Las lágrimas cesaron.
—Eso no es cierto —dijo Cornelius con voz ronca—. No pudiste hacer otra cosa. Mi tío me ocultó tu carta. De lo contrario, hubiera venido a buscarte mucho antes… Pero, Elisa, eso ocurrió hace mucho tiempo. Ya no cuenta. Tú ahora tienes a Lukas.
—Ricardo era más…, más hijo mío que suyo. Mi dos hijos mayores… Ellos sí que son unos Steiner como Fritz o Lukas. Son eficientes, trabajadores, tercos, parcos en palabras y un poco distantes. Pero Ricardo… Ricardo era tan dulce, tan menesteroso, a veces parecía incluso un poco perdido. Era tan fácil quererlo. A veces lo miraba y me imaginaba que era hijo tuyo.
—Eso no debes ni pensarlo —le dijo él—. Lukas…
—Lukas es un buen hombre —lo interrumpió ella con expresión hosca—. Un hombre decente y trabajador. Fue siempre el más tranquilo de sus hermanos y también el más fácil de aguantar. Sí, es un buen hombre. Pero yo no lo amo. Nunca lo amé. Yo solo…
—¡Por favor! —dijo Cornelius con voz suplicante—. ¡Te lo ruego! ¡No lo digas!
Ella no lo hizo, pero tampoco podía callar. Dijo otra cosa.
—Me casé con Lukas para ayudar a Annelie. Para demostrarle a mi padre que yo era capaz de dar a luz hijos fuertes y sanos. Annelie le había fallado, pero yo, yo podía darle nietos, y no solo uno, sino tres, uno tras otro, y casi sin esfuerzo. Y tras los partos, me incorporaba enseguida a las labores del campo, y trabajaba duro como antes.
—Elisa, tienes todos los motivos para estar orgullosa de lo que has hecho aquí y, por supuesto, también de tus hijos. ¡No lo estropees!
—Pero no quiero tanto a Lu y a Leo. Me alegra que sean tan independientes y que llamen tan poco la atención. Sí, eso es lo que más estimo de mi marido y de mis hijos, ¡Que no me estorben! ¡Es algo lamentable! ¡Muy lamentable! Al único que quería de verdad era Ricardo, porque a Ricardo podía imaginármelo como…
—¡Por favor, no lo digas otra vez!
—Es que no sé cómo voy a seguir. No sé cómo voy a continuar viviendo al lado de Lukas como si nada hubiera pasado entre nosotros.
—¡Entre nosotros no ha pasado nada!
—Claro que sí —dijo ella—. ¡Sí que ha pasado! Nos hemos besado. No puedo olvidarlo. No dejo de sentir tus labios sobre los míos. Sé cómo es tu pelo al tacto cuando lo acaricio. ¡Y ahora me gustaría tanto acariciarlo! Y quisiera tocar también cada parte de tu piel, olerla, besarla, porque yo…, yo… te quiero, Cornelius. Nunca he dejado de amarte y ahora…
Elisa se calló cuando él le tapó la boca con una mano.
Sin embargo, ella no se cohibió y cogió esa mano, la apretó brevemente, se la llevó a la boca para besar sus dedos, uno a uno, y, cuando hubo acabado, se inclinó hacia delante, lo tomó por el cuello y lo besó en la boca. Por un momento, él se puso rígido y quiso apartarla, pero cuando ella se pegó más a él, con gesto de avidez y demanda, él abrió los labios.
Mientras aún lo besaba, Elisa se dejó caer otra vez sobre el heno, pero sin soltar la cabeza de Cornelius; él se tumbó sobre ella e hizo un breve gesto negativo.
—Yo solo he querido siempre que te fuera bien —dijo balbuceando—. Yo solo…
—¡Entonces, abrázame, abrázame!
Él pegó sus labios a los de ella, con sumo cuidado primero, lentamente, como si jamás se hubiesen besado, como si primero tuvieran que explorar con cautela la boca del otro, como si tuvieran todo el tiempo del mundo.
Y tal vez fuera así. Nadie vendría a buscarlos aquí, nadie los estorbaría. No era necesario abordarse con prisas, con avidez desaforada, buscando el placer rápido. Su fuego podía ir creciendo lentamente, como una débil llama que primero se conforma con caricias de consuelo. Él la besó en la boca, en la nariz, en los ojos; ella le acarició el pelo, la frente, las mejillas, y por un rato eso bastó, bastó para alimentar la idea de que no se había vuelto de piedra, de que no solo era capaz de sentir tristeza y dolor, sino también proximidad, seguridad, dicha.
Entonces él se incorporó y ella también lo hizo. Estaban de pie, el uno ante el otro; durante un rato solo contemplaron sus cuerpos y, después, las manos empezaron a hacer. Se arrancaron la ropa, se desnudaron poco a poco, sin sentir frío, sin sentir vergüenza, sin pensar en nada, sin pensar que, más allá de ese mundo en el que solo existían ellos dos, acechaba otro muy distinto.
—¡Abrázame! —le repitió ella con un murmullo, cuando estuvieron desnudos—. ¡Abrázame fuerte!
Y se abrazaron, piel contra piel, carne contra carne. El vello de él le hacía cosquillas, su sexo se pegó con fuerza al vientre de ella.
Y si el placer fue despertando lentamente, cuando decidió abrirse paso, se volvió indomable. Sí, ella quería retenerlo, poseerlo, entregársele, acogerlo totalmente dentro de ella, diluirse con él. Se pusieron de rodillas, cayeron sobre la paja húmeda. Algunas briznas se le clavaban en la piel, pero ella ni se percató del dolor, solo disfrutaba; disfrutaba de poder entregarse finalmente, sin esas medias tintas a las que había estado sometiendo su vida en los últimos años. Había vivido días felices y plenos, pero siempre había estado en guardia para no revelar demasiado sobre lo que sucedía en su interior; siempre se había sentido un tanto cohibida, no se atrevía a explorar sus propios pensamientos y sentimientos.
Ahora, ante Cornelius, no tenía que cohibirse, no tenía necesidad de reprimir ningún suspiro, ningún gemido, ni la risa ni el llanto; no tenía que mostrarse avara con ningún territorio de su piel. Podía tocarlo por todas partes, indicarles el camino a sus manos y labios anhelantes. Y al final se le abrió, cálida, húmeda, deseosa.
Y cuando por fin él la penetró, creyó que iba a reventar de placer. Sin embargo, en cuanto esto ocurrió, el placer se redobló y un escalofrío recorrió todo su cuerpo en oleadas lentas, o en un extasiado temblor.
Ella le acarició la espalda, le suplicó, casi asfixiada, que siguiera, que siguiera, que no parara hasta que tuviera bastante y mucho más aún: bastante cercanía, bastante amor, bastante deseo… y bastante olvido.
Más tarde, ella se quedó dormida entre sus brazos y, cuando despertó, seguía tumbada sobre Cornelius, muy pegada a su cuerpo. El sudor se había enfriado, los latidos de su corazón eran ahora más lentos y la respiración mucho más tranquila.
—Te quiero tanto —murmuró ella, y se echó a llorar. Lloró por ella, por él, por Ricardo y por todos los demás; lloró ante la idea de que tras este valle de lágrimas hubiera una delgada franja de luz.
Cuando Elisa regresó, ya estaba oscuro. Apenas se veía luz por las rendijas de las contraventanas y, cuando entró en la habitación, toda la leña de la estufa se había convertido en un tenue rescoldo. Cruzó el recinto sin hacer ruido. No quería despertar a Lukas ni a los dos niños, que probablemente llevarían rato durmiendo en sus camas.
Se quitó la mantilla mientras caminaba. No quedaba nada de aquel calor que había encontrado en el abrazo de Cornelius; sentía que su ropa estaba húmeda y sucia.
Ya casi había llegado a la escalera de madera cuando notó un movimiento cerca de la puerta. Se dio la vuelta rápidamente y vio una sombra, pero no pudo identificar quién era.
—Christine… Christine… —dijo Annelie en un balbuceo.
Elisa estaba atónita. ¿Por qué Annelie no pronunciaba su nombre, sino el de su suegra? ¿Y por qué su voz sonaba como si estuviera sollozando?
Entonces vio la segunda sombra: la de Christine Steiner, que estaba completamente ensimismada. Annelie estaba inclinada sobre ella y es probable que llevara mucho tiempo en esa posición, sin apartarse de ella ni siquiera para echar leña en la estufa.
—¿Qué…? ¿Qué ha…? —intentó preguntar Elisa.
Unas briznas de heno cayeron de su cabeza. Se pasó la mano por el pelo y notó que había más.
«Lo saben —pensó—. Saben lo que he hecho… Lo que Cornelius y yo hemos hecho».
—Yo… —empezó a decir.
—Christine… —balbuceó otra vez Annelie.
Entonces la suegra de Elisa se incorporó súbitamente. Y cuando Elisa se acercó, vio, bajo la débil luz rojiza, que había lágrimas en sus ojos.
—Jule debería estar aquí —su voz parecía quebrada—. Aunque no pueda ayudar, por lo menos debería estar con él.
Fue entonces cuando Elisa se enteró de que había sucedido algo muy grave, algo mucho más grave que lo que ella acababa de hacer: por tristeza, por desesperación, por añoranza o incluso por amor… Eran tantos los sentimientos que la habían arrojado a los brazos de Cornelius…, pero no había nada que bastase para perdonarse. No cuando Christine continuó hablando y ella comprendió por fin lo que había ocurrido.
—Elisa, es Lukas…
El horror la alcanzó como un puñetazo. Le temblaron las piernas, se tambaleó y, mientras Christine se quedaba en pie, rígida, Annelie corrió a su lado para sujetarla.
—¿Qué ha pasado? —gritó Elisa.
Aquel horror no era el peor sentimiento que la embargaba, sino otro, más mezquino, que se le unía: el temor a que Annelie pudiera percibir el olor de Cornelius, que ahora impregnaba su ropa.
Bruscamente, apartó a su madrastra.
—¿Qué ha pasado? —preguntó de nuevo, esta vez en voz más baja.
—Llevaba todo el rato con fiebre, pero nadie lo había notado —la informó Christine con voz entrecortada—. Hace un momento se disponía a continuar arreglando el techo del granero, pero por lo visto se ha desmayado. Tal vez se debiera a la herida de la cabeza y no a la fiebre, pero lo cierto es que se vino abajo y cayó del techo.
De repente, Elisa oyó un murmullo proveniente de arriba. Le recordaba aquellos días tenebrosos en los que Magdalena había estado rezando por su hijo muerto. Ahora, posiblemente, estaría junto al lecho de su hermano inconsciente, al que Annelie —según le contó Christine— había encontrado inmóvil, en el suelo, y que aún no había recobrado el sentido.
Elisa se tambaleó. Annelie la sujetó de nuevo y esta vez Elisa ya no tuvo fuerzas para apartarla.
—¿Y Jule? —preguntó Elisa—. ¿Qué ha dicho Jule?
Christine se dio la vuelta. Le temblaban los hombros.
—Jule ha dicho que sus ojos no reaccionan a la luz —murmuró Annelie respondiendo en lugar de Christine— y que eso es un mal síntoma.
Guardaron silencio. El único ruido que llegó hasta ellas era el murmullo de Magdalena. Mientras su cuñada había estado rezando por Ricardo, las oraciones habían quedado amortiguadas por los martillazos del propio Lukas. Pero quizá su marido ya no pudiera reparar un techo nunca más… Tampoco podría hacer un ataúd.
¿Quién se lo haría a él?
Ese pensamiento cruzó la mente de Elisa como un fogonazo mientras subía la escalera, si bien un instante después, ella misma se maldeciría por haber pensado ante todo en algo tan insignificante. Pero había otras cosas en las que apenas podía pensar: que no había estado junto a Lukas cuando este había caído del tejado, que lo había engañado, que su situación era muy grave, tal y como decía Jule.
Hasta el momento en que llegó junto a la cama, confió en que Jule estuviera equivocada. Pero cuando vio a su marido allí tumbado, como un muerto, cuando vio que su pecho apenas se movía al respirar, supo que Lukas iba a morir, y que si no sucedía hoy, sería mañana, o dentro de un par de días.
Magdalena se levantó y le cedió su sitio junto al lecho de Lukas, pero Elisa no pudo acercarse más. Estaba allí de pie, como petrificada.
«¿Qué he hecho? —pensó—. ¿Qué he hecho?».
Se resistió cuando su cuñada Magdalena la empujó con suavidad para que se acercara a su esposo. No era digna de estar allí. Jamás se había merecido a Lukas, ese hombre incansable, trabajador y abnegado.