El otoño fue frío, húmedo y gris. ¿Siempre había sido así esa época del año? ¿Siempre había brillado el sol tan poco, o era que la vida parecía tan sombría porque la cosecha se había malogrado y las bocas abiertas de los graneros dejaban ver su interior vacío?
Elisa apenas recordaba cómo había sido el tiempo en el último año; sin embargo, sí que recordaba muy bien cómo había mirado con orgullo los montones de patatas y los sacos de cereal, y también recordaba la gratitud por no tener que seguir racionando las comidas, por no tener que pasarse semanas enteras comiendo solo hierbas, como en los años posteriores a su llegada. Ahora se habría sentido feliz teniendo a mano nada más que aquellas hierbas en cantidad suficiente.
Algunos de los vecinos tiroleses se habían mostrado dispuestos a darles algo de su propia cosecha, pero también ellos tenían que alimentar a sus familias. Su generosidad los ayudaría temporalmente, pero no durante todo el invierno.
No solo Elisa estaba preocupada. Tampoco Annelie podía ocultar su desánimo. Pocas veces pronunciaba el nombre de Richard y Elisa jamás la había visto llorando por él, pero sus ojos no brillaron cuando propuso que recogieran cuantas nueces de avellano pudieran, pues se las podía cocinar y comer. Había oído hablar de una corteza pegajosa y de buen sabor de la que también podrían alimentarse, pero primero debía enterarse de cuál era su aspecto. Aunque Annelie estaba siempre pensando en la comida, ahora le faltaba esa determinación, esa disposición a luchar para, con lo poco que tenían, hacer muchas cosas. No cocinaba ni horneaba nada y tampoco iba al bosque para buscar frutos u hongos.
Nada de lo que se decía parecía incumbirle.
Cuando a Annelie se le agotaron las ideas sobre cómo conseguir la mayor cantidad de comida posible, Christine propuso que los hombres salieran a cazar jabalíes.
La respuesta fue un desentendimiento general. Aquel propósito ya había demostrado ser inútil en el pasado. Sabían, en efecto, que había jabalíes en la selva, pero eran tan asustadizos que se los veía solo en muy contadas ocasiones y la maleza baja era tan tupida que resultaba imposible perseguirlos.
Por ese motivo, los hombres —Poldi, Cornelius, Andreas y Lukas— decidieron no salir de caza, sino hacer un viaje a Puerto Montt, el antiguo Melipulli. En los comienzos, habían ido a aquella ciudad a buscar sus raciones, pero en cuanto tuvieron sus primeras cosechas abundantes dejaron de ir allí a mendigar y empezaron a hacerlo para comprar salchichas y embutidos, jamón y hierbas, y a veces también mantequilla y pan.
Elisa ayudó a Lukas a prepararse para aquel viaje. En un tono aparentemente alegre, su marido habló de la ciudad como si esta fuese una distracción, una posibilidad de alejarse otra vez de la región del lago para ver cuánto había cambiado todo allí. Hacía tiempo que las antiguas barracas habían sido demolidas y en su lugar habían surgido una fábrica de cerveza, un taller de reparaciones y una fábrica de tejas y ladrillos. Se habían establecido allí muchos constructores de barcos, sastres, carniceros y panaderos, y el tal Franz Geisse había fundado, además de un colegio para niños, una escuela para niñas.
Lukas seguía hablando y hablando, pero, cuando se llevó el hatillo con las pocas provisiones al hombro, soltó una queja.
Elisa lo miró preocupada. A su marido no le gustaba hablar de los dolores que la herida de la cabeza le provocaba, y nunca dejaba que su mujer lo examinara. Eso solo podía hacerlo Jule.
—No pasa nada, no pasa nada. —Eso era lo único que tenía que decir sobre el tema y, al principio, los temores por la inminente llegada de aquel invierno prematuro habían desviado la atención de Elisa del estado de su esposo. Ahora, sin embargo, lo examinó con detenimiento y pudo comprobar, asustada, que las cavidades de sus ojos eran profundas y oscuras. Esos ojos no solo daban fe de un desgaste físico, sino también de sus continuos malestares, aunque Lukas se prohibía a sí mismo expresar cualquier dolor.
—¿Estás seguro de que puedes hacer ese viaje a Puerto Montt? ¿No es preferible que te quedes? —le preguntó Elisa.
—¡Bah, qué dices! —exclamó él con desenfado—. Tal vez ir hasta Osorno sería demasiado, pero conseguiré llegar a Puerto Montt.
Elisa lo dudaba; sabía muy bien cómo eran aquellas marchas: los hombres apenas tenían vituallas, debían transitar por arduas zonas enlodadas y de tupida selva, dormir bajo los árboles…
—Basta con que los otros… —empezó a decir ella.
—¡Por favor! —la interrumpió Lukas—. ¡Tengo que hacerlo!
Su mirada cansada se volvió de pronto suplicante y solo entonces comprendió Elisa lo impotente que Lukas debió de haberse sentido cuando los mapuches la secuestraron y él no pudo estar entre los hombres que partieron para liberarla. Y había otra razón que lo movía: el deseo de sustituir a su hermano Fritz, cuya ausencia su madre lamentaba más que la de los hombres que habían muerto en el ataque.
—No tienes que pedirme permiso —murmuró Elisa de mala gana—. Si piensas que tienes que ir, ¡adelante!
—Sí, pero también debes saber que lo hago por ti… Por nuestros hijos.
Elisa siguió la mirada de Lukas. Leo y Lu no habían perdido la fe en que la vida era una gran aventura y el mundo, en esencia, un sitio lleno de promesas. Los chicos ayudaban con energía en la reconstrucción de los graneros y los almacenes. A ella, en cambio, la preocupaba más el pequeño Ricardo. Estaba más callado que de costumbre, parecía asustado y se aferraba a ella constantemente. A veces se quejaba de dolores y su madre no sabía si estos se debían a la humedad del clima, a la falta de comida o al miedo de que el horror pasado se cerniese sobre ellos nuevamente.
—Bueno, regresa si ves que resulta demasiado difícil —le dijo Elisa a Lukas en voz baja, aunque estaba segura de que su marido jamás desistiría ni se daría la vuelta, por muy mal que se sintiera.
Los hombres partieron a la mañana siguiente, arrastrando tras ellos un carro de bueyes de dos ruedas, lo cual, ya desde los primeros pasos, demostró ser una empresa ardua, puesto que los aguaceros habían convertido los caminos en unos lodazales.
Cuando se marcharon, en la colonia aumentó el silencio. Al principio, Christl empezó a quejarse de que Viktor no se hubiera marchado con los otros, pues no era la primera vez que se escabullía de las labores comunitarias. Sin embargo, en algún momento, también Christl dejó de protestar.
Las mujeres repartieron estrictamente las raciones del poco cereal que tenían. Annelie mezcló algunas cortezas con la harina y el pan que consiguió hornear era muy duro por fuera, muy grasiento por dentro y no llenaba.
Elisa se daba por satisfecha con poco y les daba a sus hijos cuanto podía, sobre todo a Ricardo, que por las noches se despertaba a menudo y se quejaba de haber tenido pesadillas. No solo Elisa se privaba de comer, también Christine les daba siempre algo de lo suyo a sus nietos varones, con más gusto que a las hijas de Poldi.
Jule observaba aquello con disgusto y, aunque Annelie siempre le hacía señas para que se callara, un buen día la mujer no pudo evitar decir unas duras palabras:
—En tiempos de miseria es mejor dar fuerzas a la madre, no a los hijos.
Christine se sublevó.
—¿Qué quieres decir con eso? —la increpó con furia.
—¡Mira cómo está Elisa, pálida y consumida! Si les sigue dando toda su comida a sus hijos, ¿quién va a ocuparse de ellos luego, en primavera?
Christine ya se disponía a dar una respuesta furibunda, pero Elisa se le anticipó.
—No te preocupes —dijo rápidamente—. Soy dura de pelar.
—¿Lo ves? —gruñó Christine—. ¡Es decisión suya!
—Sí, puede ser —refunfuñó Jule—. Pero la verdad es que si los adultos mueren, los niños también morirán. En cambio, si son los niños los que mueren, los adultos podrán tener otros.
Christine quedó muda de indignación; incluso Annelie, que era la que normalmente mejor se entendía con Jule, la increpó furiosa:
—¡Eso que estás diciendo es una crueldad!
—No es una crueldad —se defendió Jule—. Es la naturaleza. Y aquí nosotros luchamos con ella día a día. Y es una lucha brutal, no es un juego divertido: eso ya lo sabíamos cuando vinimos aquí, ¿o no?
Elisa apretó a Ricardo contra su cuerpo.
—Puede que tengas razón —dijo la madre en voz baja—, pero no quiero oír algo semejante nunca más.
Más tarde, cuando Christine ya se había marchado, no sin antes dedicar a Jule una última miradita de desprecio, Jule se acercó a Elisa y, antes de que esta pudiera alzar las manos en gesto de rechazo, ya se había sacado un pedazo de pan de su delantal y se lo entregaba.
—Quiero que por lo menos te comas la mitad de esto, y que lo hagas aquí, delante de mí, de lo contrario, no te lo doy.
Elisa la miró confundida; no estaba segura de lo que movía a aquella mujer, normalmente tan hosca, a hacer algo así: ¿sería auténtica amabilidad o solo el deseo de molestar a Christine haciendo algo positivo?
Se sentía demasiado débil para ponerse a cavilar sobre ello, así que tomó el pan y lo devoró ante los ojos de Jule, satisfaciendo los deseos de esta última. La perturbaba su propia avidez, esa gula, el deseo de sentirse llena por fin, aunque fuera por poco tiempo. Al cabo de un rato, se le saltaron las lágrimas porque en ningún momento, mientras comía con ansia, había pensado en sus hijos. Aquel pan en su estómago resultaba pesado como una piedra, aunque a la noche siguiente pudo dormir profundamente por primera vez.
Los hombres regresaron al cabo de una semana y en sus ojos Elisa pudo leer que no traían buenas noticias y que, sobre todo, apenas traían alimentos.
—Hace meses que no llega ningún barco a Puerto Montt para descargar víveres, lo que quiere decir que las reservas de alimentos son cada vez más escasas —informó Cornelius—. Casi tuvimos que mendigar, pero la gente se mostró terca y decía que en los tiempos de abundancia nosotros tampoco les dimos nada. Que los barcos no atraquen es algo que ocurre bastante a menudo y en esos casos la gente pasa hambre.
Jule frunció el ceño; Annelie parecía estar a punto de echarse a llorar.
Poldi, en cambio, dio una patada en el suelo, lleno de rabia.
—¡Ese Ruiz de Arce es el mayor fracasado que uno pueda imaginarse! —gritó.
Solo al cabo de un rato comprendió Elisa de quién se trataba: era un comerciante de Ancud, uno que normalmente se encargaba de supervisar el transporte de víveres a Puerto Montt.
—¿Y ahora qué? —preguntó Elisa. Su estómago se encogió no por el hambre, sino por el miedo.
—Tomad… Esto es lo que hemos traído.
Cornelius colocó en el suelo una cesta de bambú con las pocas cosas que habían podido conseguir. En la playa de Puerto Montt habían capturado algunos peces y reunido algunos caracoles y, durante la marcha a través de la selva, habían recolectado hongos y bayas. Aquello no parecía demasiado nutritivo; a lo sumo les llenaría el estómago durante tres o cuatro días, quizá; pero ¿qué pasaría después? ¿Cuándo atracaría en Puerto Montt el siguiente barco?
Ya era julio y el invierno no había hecho más que comenzar.
—Fritz —murmuró Christine. Era la primera vez en mucho tiempo que pronunciaba el nombre de su hijo mayor—. ¡Fritz nos enviará algo! ¡Él no nos abandonará!
Cornelius sacudió la cabeza con gesto sombrío.
—Seguramente lo intentará, pero ahora en invierno los caminos están intransitables. Y las aguas del lago están demasiado revueltas, de modo que ninguna embarcación se atreverá a cruzarlo.
Durante un rato se quedaron allí todos juntos, en silencio.
—Dentro de un mes… Dentro de un mes volveremos a Puerto Montt.
Eran las primeras palabras que Lukas pronunciaba y fue entonces cuando Elisa examinó a su marido con más detalle. Todos parecían agotados, pero ninguno estaba tan pálido como él. Los ojos se le habían hundido aún más en las cuencas. A la noche siguiente empezó a toser y ya no dejó de hacerlo.
Durante muchas noches, Elisa no pudo conciliar el sueño. Las preocupaciones la mantenían despierta, y también el hambre —que unas veces le provocaba mareos y otras la azotaba con dolores y espasmos— y la tos de Lukas.
Su marido luchaba por ocultarla y reprimirla, pero no lo conseguía. Cada vez que le daba alguno de aquellos ataques, su respiración parecía más bien un estertor. Una mañana, tras una noche bastante intranquila, ella le pidió que se quedara en la cama y descansara, pero él, terco como era, negó con la cabeza, se levantó y salió a reparar el techo del almacén, una actividad cuyo ruido amortiguaba en cierta medida el de su tos constante.
Elisa estuvo a punto de decirle que ya no necesitaban aquella recámara, pues no tenían provisiones, pero terminó callándose. Sospechaba que a su marido el martilleo le daba la certeza de ser dueño de la situación: del mismo modo que Annelie había retomado las labores culinarias aunque apenas hubiera nada que cocinar. De todos ellos, a la que menos afectaba el hambre era a ella. Y cuando el luto y la tristeza por lo que le había ocurrido a Richard se fueron desvaneciendo, su ingenio y su inventiva se activaron nuevamente.
Recorría los bosques en compañía de Lu y Leo, y regresaba con bayas silvestres, nueces y pequeñas semillas que sabían cómo piñones, y luego lo mezclaba todo en una olla en la que cocinaba hierbas y patatas: al menos mientras quedó algo de esto en la reserva.
Cuando empezaron a menguar los tres sacos que los vecinos tiroleses les habían regalado, Annelie se demoraba más en los bosques, de los que regresaba luego con cestas repletas de gurgai, un hongo que se formaba en las cortezas de algunos árboles después de los grandes aguaceros y que tenía cierto sabor a coliflor.
—¿Y qué pasa si es venenoso? —le preguntó Elisa presa de la duda.
Annelie se encogió de hombros, mientras que Jule, en cambio, dijo con amargura:
—¡Vaya, estupendo! ¡Por lo menos tenemos la libertad de decidir si morimos a causa de la ingestión de un hongo venenoso o por no haber ingerido nada!
Sin embargo, el gurgai resultó no ser venenoso en absoluto, aunque no llenaba los estómagos vacíos, como tampoco lo hacía el trozo de cuero que Annelie estuvo ablandando toda la noche en un caldero con agua y que al día siguiente devoró con sumo esfuerzo, por lo menos para tener algo en el estómago.
Al principio, Lu y Leo se negaron a comerlo, pero en algún momento Jule chasqueó la lengua, como si lo estuviera saboreando, y exclamó:
—Pero ¿cómo? ¿Es que vais a dejar escapar la oportunidad de comer zapatos y sillas de montar?
A los chicos aquello les pareció tan divertido que estuvieron un rato sin poder probarlo a causa de la risa. Aquel ruido poco habitual causó extrañeza a Elisa, pero enseguida secundó a sus hijos, aliviada. Tan consumidos no debían de estar si aún podían reír.
Pero el alivio no duró mucho. Las risitas se apagaron y los niños iban palideciendo y debilitándose día a día. Lu y Leo lo aguantaban estoicamente, pero Ricardo se pasaba todo el tiempo lloriqueando, un soniquete que a Elisa, a diferencia de lo que sucedía en las buenas épocas, la molestaba sobremanera. Tenía que esforzarse mucho para no increparlo con el mismo tono que Resa empleaba con sus llorosas hijas. Cierto día, sin embargo, hubiera preferido escuchar aquellos lloriqueos de Ricardo; fue cuando el chico empezó a toser como Lukas, hasta el punto de que apenas tuvo aliento para llorar.
El niño sufría aún más que su padre, escupía una flema viscosa y acabó por tener una fiebre muy alta. Hasta ese momento, Elisa había intentado siempre mantener la compostura, había soportado el hambre y las noches de insomnio, las preocupaciones por su marido enfermo y por los niños, pero, cuando vio a su hijo preferido retorcerse a causa de los espasmos y la falta de aire sin poder ayudarlo, rompió a llorar.
—¿Qué puedo hacer para que sane? ¡Jule! ¡Dime algo ahora! ¿Cómo puedo hacer que recupere las fuerzas?
Annelie no aguantó más su desesperación. Nerviosa, se lanzó sobre el fogón y se puso a remover algo en una fuente, una fuente que —tal y como sospechaba Elisa— estaba vacía. Barbara, que en las últimas semanas había venido de visita en varias ocasiones, se ocultó detrás de la rueca y empezó a trabajar con más ahínco. En ese momento, Elisa se dio cuenta de que, desde el comienzo de aquel invierno de hambruna, incluso desde la muerte de Tadeus, Barbara no había vuelto a cantar.
—¿Qué voy a hacer? —exclamó nuevamente, y sacudió a Ricardo con suavidad, dándole unos golpecitos en el pecho, con la esperanza de que así pudiera respirar mejor.
—¡Jule, di algo!
Jule se encogió de hombros. Aunque disimuló su mirada de desconcierto, su voz sonó tan sobria y clara como siempre cuando dijo:
—Así funciona el mundo. Los más débiles y pequeños son los primeros en verse afectados cuando el hambre azota.
Las lágrimas de Elisa cesaron. Con un horror descarnado en la mirada, sus ojos fueron de Jule a su hijo enfermo y volvieron a enfocar a Jule; por último, buscaron la mirada de Christine; ¡sobre todo la de esta última, que siempre se estaba peleando con Jule! Sin embargo, esta vez Christine no respondió a aquellas palabras de Jule, solo se acercó y le acarició al pequeño Ricardo la cabecita ardiente a causa de la fiebre. El niño había dejado de toser, solo gemía en voz muy baja.
—Tienes que ser muy fuerte, Elisa —susurró.
A Elisa aquello le sonó como si su hijo ya estuviera muerto. Nerviosa, apartó al niño de las manos de la abuela, como si sus caricias fueran peligrosas.
—¡No permitiré que muera! ¡Ricardo no! —gritó la madre.
Solo después de decirlas, se dio cuenta de lo crueles que sonaban esas palabras, pues en cierto modo revelaban que ella habría sobrellevado mejor la muerte de Leo o la de Lu. Rara vez había admitido de un modo tan franco que quería más al más pequeño de sus hijos, así que se mordió los labios, cohibida, mientras las lágrimas volvían a correr por sus mejillas.
Annelie dejó de remover en aquella fuente vacía.
—Lo he propuesto en alguna ocasión, pero me habéis llevado la contraria. De todos modos, creo que deberíamos hacerlo: saquemos de la tierra las patatas que han servido de semilla. De lo contrario, no podremos sobrevivir las próximas semanas.
Elisa se sentía demasiado extenuada como para reflexionar sobre la propuesta de Annelie. Con el pretexto de llevar al niño a la cama, huyó de aquella habitación. Con Ricardo bien apretado contra su cuerpo, se tumbó, pero a pesar del cansancio no pudo pensar en dormir. Cada vez que Ricardo tosía, sentía un tormento enorme y aún se atormentaba más cuando el niño no tosía. ¿No era eso un síntoma de que todas sus fuerzas iban desapareciendo, de que en algún momento dejaría de respirar para siempre?
Dos días y dos noches estuvo sin apartarse de su lado. Cada vez que daba una cabezadita, se despertaba de inmediato. A veces el niño se quedaba aletargado entre sus brazos, otras veces lloraba o sudaba, pero lo peor era cuando empezaba a balbucear algo acerca de unos demonios que anidaban en su pecho.
Elisa hizo unos aspavientos como señal de que ella se encargaría de espantar a esos demonios.
—¡Ellos no tienen poder sobre ti! ¡Yo estoy aquí, Ricardo, estoy aquí!
Cuando lo mecía durante un rato, el niño se quedaba dormido. Pero luego él volvía a soltar golpes sin concierto a su alrededor, como si ella no fuera la madre protectora, sino una de esas criaturas oscuras que lo acosaban.
Aunque siempre había gente que subía a verla, a menudo, Elisa sentía que estaba sola en el mundo con Ricardo. Annelie —eso lo sabía— vino en una ocasión para traerle patatas, las pocas patatas usadas como semillas que ella había desenterrado, pero Ricardo estaba demasiado débil como para comer nada. Se percató de la presencia de Lukas, que era como una sombra que —al igual que sus otros hijos— miraba al niño enfermo fijamente sin saber qué hacer y luego se marchaba rápidamente a fin de continuar trabajando en el techo del almacén. Seguía tosiendo, pero Elisa no prestaba ya atención al estado de salud de su marido, ocupada como estaba en no perderse ni una sola señal de vida de Ricardo.
Al tercer día, la tos de este se aplacó, pero la fiebre subió mucho.
—¡Tenemos que buscar un médico! —gritó Elisa, aunque sabía que no había ninguno. Por lo menos no allí, en la región del lago. En Puerto Montt vivía un médico llamado Franz Fonck y en Osorno un tal doctor Herrguth había abierto su propia farmacia, pero allí en el lago tenían que arreglárselas como podían.
—Tal vez…, tal vez él pueda venir —se quejó Elisa de nuevo en contra de toda esperanza—. De algún modo…
—Pero está lloviendo —le dijo Annelie en voz baja—. Hace tres días que está lloviendo sin parar.
Elisa ni siquiera se había dado cuenta.
Al cuarto día, la lluvia cesó por fin y Ricardo pareció recobrar la conciencia por primera vez en todo ese tiempo, aunque el rostro todavía le ardía. El chico murmuró algo y, cuando Elisa se inclinó y pegó el oído a su boca, creyó entender las palabras de su hijo.
Un cuento… El niño quería que le contara un cuento. Preferiblemente, el de Flor de Fuego.
Elisa recordaba vagamente que, antes, Quidel solía contarles a los niños algunos cuentos mapuches. Ella, por su parte, no lo había hecho nunca. No tenía tiempo para esas cosas y puede que tampoco ganas. Pero esta vez le contó a su hijo la historia de Flor de Fuego de la forma más conmovedora, vívida y colorida de que fue capaz.
—Érase una vez una maga que era muy malvada. No conocía la compasión ni la misericordia y le encantaba atormentar a los demás. Cuando se dio cuenta de que el joven Kalwuen, el hijo del cacique, se había enamorado de una muchacha de la tribu, la bruja tomó a la joven y se la llevó a lo más profundo de la selva. Flor de Fuego, que así se llamaba la joven, estuvo andando sin rumbo, perdida, entre los gigantescos árboles, sin poder encontrar el camino de vuelta a casa. Kalwuen enfermó de amor y estuvo a punto de morir. Pero entonces…, entonces llegó a su campamento la gran madre de la tierra, Machi, y exclamó: «¡Levántate, hijo mío, levántate!».
Afligida, Elisa miró a su hijo Ricardo y creyó que el pecho le iba a reventar de dolor. ¡Cuánto le hubiera gustado decirle lo mismo, que se levantara y recobrara sus fuerzas! Pero lo único que el chico pudo hacer fue entreabrir apenas los ojos.
—Sigue… —le exigió el niño—. Sigue contando…
Y Elisa siguió contando:
—Sí, eso fue lo que Machi le dijo al joven Kalwuen: «Levántate y dirígete hacia el sur, hasta que encuentres la orilla de un gran lago rodeado de majestuosos montes. Allí viven mis dos hermanos más jóvenes, el gigante Osorno y el gigante Calbucco. A ellos puedes preguntarles dónde habita la malvada bruja que responde al nombre de Malacaitu».
—Mala… Mala… —dijo Ricardo intentando repetir el nombre, pero sin conseguirlo. Entonces soltó una tos seca.
—Kalwuen hizo lo que le dijo Machi, se levantó de su lecho de enfermo y emprendió aquella larga marcha a pie. Se adentró en la selva y quedó empapado a causa de la incesante lluvia que, desde las ramas y las hojas, caía sobre él. Pero de repente, algo brilló entre los árboles, era un centelleo como el de un espejo. Había llegado al lago.
—Nuestro lago —murmuró Ricardo cerrando los ojos.
—Sí —dijo Elisa, y apenas pudo reprimir un sollozo—, nuestro lago…
No estaba segura de que Ricardo la siguiera escuchando, pero continuó:
—Cuando Kalwuen llegó al lago, Osorno estaba justamente llevándose una pipa a la boca: unas enormes columnas de humo salieron disparadas al cielo. Y su hermano Calbucco empezó a lanzar lenguas de fuego, que era su juego preferido. Aunque Kalwuen se asustó muchísimo, su miedo por Flor de Fuego podía más. Por eso, se atrevió a dirigirse al gigante y a preguntarle por el paradero de la joven.
»Una vez más, el humo de Osorno y las llamas de Calbucco se elevaron hacia lo alto, pero cuando vieron que Kalwuen no se asustaba, sino que su amor era fuerte y sincero, detuvieron aquel teatro terrorífico y le indicaron a Kalwuen el lugar en el que tenían secuestrada a la pobre Flor de Fuego. De nuevo, el joven avanzó durante días por la selva de altos árboles, hasta que encontró un claro donde florecía el copihue, con su color rojo. Y allí, allí pudo abrazar a Flor de Fuego.
Elisa abrazó también a Ricardo con más fuerza que nunca. ¡Jamás, jamás iba a dejarlo, no dejaría que ninguno de esos oscuros poderes del destino se lo llevasen!
Al menos durante la noche, el niño respiró de forma sosegada y regular. Al amanecer, sus puños apretados se aflojaron de repente, sus párpados temblaban. Ya no lloraba, y tampoco parecía tener miedo de los demonios que acechaban en torno a la cama.
Cuando, por la mañana, el sol asomó por primera vez tras las nubes, como una primera señal pasajera de que en algún momento llegaría la primavera y la vida continuaría, Ricardo ya estaba muerto.