El resto del camino lo recorrieron en silencio. Tras otra noche a la intemperie, la tensión fue creciendo. Parecía que Poldi iba a reventar de impaciencia y mientras a Cornelius continuaba inquietándolo el poco dominio de sí que tenía el joven, Fritz mostraba un aspecto pensativo, ensimismado. El único que parecía sentirse a gusto era Quidel. Con paso ligero, recorría los trechos más agrestes y empinados, que los caballos solo conseguían vencer a duras penas; la mayoría de las veces el indio llegaba a lo alto mucho antes que los demás y los esperaba allí. En cierto momento, dejó de hacerlo: continuaba caminando, tal vez con la certeza de que los otros podrían seguir sus huellas. Lo que no revelaba era si aún seguía el rastro dejado por los mapuches. Poldi planteó en voz alta sus dudas al respecto, pero Cornelius le aclaró con firmeza que no había otra persona en el mundo en la que confiara más que en aquel indio.
Y, de pronto, también el mapuche se detuvo por fin. Tras haber recorrido un trecho de la estepa, habían llegado a un bosque de coníferas erizadas y maleza espinosa.
—¿Es que… has oído algo? —preguntó Cornelius en tensión.
Quidel les hizo una señal para que se callaran y les indicó que fueran hacia donde estaba él. Con cautela, todos bajaron de los caballos.
—¡Mirad allí! —les dijo Quidel.
Cornelius aguzó la vista en la dirección que el indio le indicaba, pero no vio nada aparte del cielo centelleante que ya había visto antes. Solo al cabo de un rato creyó distinguir una delgada columna de humo que se elevaba hacia el cielo.
—Probablemente sea esa la aldea.
Poldi dio una rabiosa patada en el suelo.
—¡Vaya! ¡Por fin! —exclamó, y adelantó a los demás hombres, impaciente. Entonces, Cornelius se dio cuenta de que, sin que nadie lo notara, el joven se había apoderado de la pistola que estaba al cargo de Fritz desde que este le hubiera prohibido a su hermano llevarla.
—¡No puedes lanzarte así sobre ellos! —lo increpó Cornelius.
Pero Poldi blandió el arma y demostró que, al parecer, no tenía otra cosa en mente.
—¡No! —exclamó Quidel interponiéndose—. ¡Nada de violencia!
Poldi lo miró lleno de furia.
—¡No fui yo el que empezó la violencia! —le gritó el joven Steiner. Y cuando Quidel lo sujetó, él se desasió de un tirón y le puso la pistola amenazadoramente delante de la nariz.
Quidel no retrocedió ni un paso, pero Fritz se metió entre ellos con determinación.
—¡Haremos lo que nos dice Quidel!
—Pero…
Entonces Fritz le agarró el brazo, le tiró la pistola de un manotazo y lo arrastró para apartarlo de los otros dos hombres. A continuación, habló lo bastante alto como para que Cornelius pudiera oír cada palabra.
—¡Aquí no eres tú el que toma las decisiones! —le dijo Fritz con un siseo de rabia.
—Nuestro hermano ha estado a punto de morir… Y todo por culpa de esos indios —refunfuñó Poldi—. Y piensa en Richard von Graberg y en…
—Si en verdad se trata de lo que los mapuches nos han hecho, ¿por qué no te atreves a pronunciar el nombre de Tadeus? ¿No será que su muerte te viene demasiado bien?
La cara de Poldi enrojeció por completo.
—¿Cómo te atreves a…?
A punto estaba Poldi de lanzarse sobre su hermano con los puños cerrados y en alto, y Fritz ya se había puesto en guardia para defenderse, pero antes de que llegaran a las manos, Poldi se detuvo repentinamente y se quedó inmóvil, como una piedra. (Cornelius estaba seguro de que el más joven de los hermanos habría perdido en aquel enfrentamiento). Cornelius también se sobresaltó y, por fin, también Fritz se dio cuenta: percibió aquellos pasos furtivos que se acercaban lentamente, pero sin pausa, y los rodeaban.
Cornelius se dio la vuelta. Los árboles y la maleza creaban una cortina demasiado cerrada como para que las caras fueran discernibles, pero entonces a través de las ramas vio una boleadora, la temible arma de los mapuches.
Cornelius alzó las manos en gesto tranquilizador:
—Calma, calma —dijo en un murmullo, no tanto para contener a los silenciosos agresores como para calmar a sus acompañantes.
Pero Poldi hizo oídos sordos a lo que él les decía. Todavía ciego por la rabia contra su hermano, se agachó rápidamente a recoger la pistola y empezó a girar frenéticamente en círculos, dispuesto a disparar hacia la maleza si era necesario.
—¡No!
Cornelius y Fritz habían gritado al unísono, pero fue Quidel quien pegó el salto, derribó a Poldi y le arrebató la pistola de las manos. El arma fue a parar a pocos centímetros de los pies de Cornelius, que no se agachó a recogerla, sino que se quedó tieso y con las manos en alto. Una vez más, se oyó un ruido en la maleza y, en ese momento, los mapuches se levantaron y dieron la cara, y estrecharon más aún el círculo que los rodeaba.
Quidel se apartó de Poldi rápidamente, les salió al paso a los indios y les habló en mapudungun, la lengua de los mapuches. Cornelius intentó determinar cuál de aquellos hombres era el líder, pero todos llevaban ropas muy parecidas y también se asemejaban mucho sus caras inmóviles, inexpresivas y orgullosas. No parecían proclives a emplear la fuerza, pero las armas les conferían un aspecto amenazante.
Durante un rato, fue Quidel el único en hablar. Poldi, que se había ido levantando poco a poco, tuvo intención de gritar algo, pero Fritz le clavó con furia el codo en el estómago para hacerlo callar.
Finalmente, se oyó la voz de uno de los hombres, una voz oscura y gutural.
—¿Qué pasa? —preguntó Fritz. Todos tenían los nervios a flor de piel.
—Debemos acompañarlos al pueblo —les explicó Quidel brevemente; a continuación, se agachó, recogió la pistola y la mantuvo bien alejada del cuerpo, en señal de que no iba a hacer uso de ella.
El círculo se despejó un poco, de modo que ellos pudieron marchar delante. Aun así, la expresión de los rostros de los indios no se había vuelto más amable.
No tardaron mucho en llegar al pueblo. En cierta ocasión, Quidel le había contado a Cornelius que su gente vivía sobre todo de la caza y que solo practicaba la agricultura en casos muy raros; sin embargo, allí todo parecía ser muy diferente. Las ovejas y las cabras pastaban en las lindes de los campos de trigo, maíz y cebada. Pasaron junto a una pocilga de cerdos y vieron un par de gallinas que escarbaban la tierra. Junto a las chozas había huertas con judías; y en otros canteros se cultivaban patatas y algo que parecían vainas de pimienta.
En el corral que estaba detrás de la pocilga, Cornelius vio unos animales que no conocía, algo más pequeños que un caballo y con mucho pelaje, con los belfos salientes y los ollares muy anchos.
—¿Qué animales son esos? —preguntó con asombro.
Fritz había seguido su mirada.
—Creo que son llamas. Procura mantener la distancia, te escupen cuando te acercas demasiado.
—Dan leche y lana —intervino Quidel—. Antes, cuando todavía no criábamos caballos ni vacas, eran nuestros animales más preciados. Ahora la mayoría son salvajes. Viven en la pampa en grandes manadas.
Cornelius dejó vagar su mirada. Entre las casas había algunas tiendas aisladas hechas con pieles. La tez de quienes les salieron al encuentro desde esas tiendas estaba curtida por el sol, pero no todos eran igual de morenos. Algunos eran tan blancos como ellos mismos y el propio Cornelius no sabía si aquello se debía a algún capricho de la naturaleza o al hecho de que los mapuches se hubieran mezclado, a lo largo de los siglos, con las españolas que habían raptado.
Con todo, uno de los hombres tenía la piel tan oscura como un negro. Un grito de asombro escapó de sus gargantas.
—¡Un negro! —exclamó Fritz con más fascinación que desprecio.
—Probablemente sea oriundo del norte de América —les explicó Quidel—. Muchos esclavos negros huyen de allí y se trasladan a Chile, sobre todo ahora que allí están en guerra civil. Mi gente los acoge gustosamente y…
De repente Quidel guardó silencio. Ante ellos se había plantado un hombre; no era uno de los que los habían conducido hasta la aldea. Su cara era inexpresiva, como la de los otros, pero tenía más arrugas y —según le pareció a Cornelius— era más atenta y despierta. Durante un tiempo reinó el silencio entre ellos, después el hombre se dirigió a Quidel.
Hablaba despacio y, aunque Cornelius no entendió nada de lo que decía, sintió confianza de inmediato. Aquel anciano no tenía nada que ver con los guerreros impredecibles y brutales que habían atacado la colonia.
Los demás siguieron aquel intercambio de palabras igual de tensos que él. Algunas caras daban muestras de aprobación; otras parecían enfadadas.
Cornelius creyó que alguno de los hombres más jóvenes había pronunciado la expresión huincas, una manera despectiva que los mapuches tenían de referirse a los blancos.
El anciano hizo como si no notara la inquietud que reinaba entre los de su tribu. Cuando a Quidel le tocó responderle, el viejo lo escuchó con toda calma.
Al final se hizo de nuevo el silencio. Cornelius estaba hecho un manojo de nervios. ¿Qué les harían? ¿Sería este el pueblo al que habían traído a las mujeres?
Finalmente, el anciano alzó la mano sin decir palabra y, acto seguido, uno de los indios más jóvenes tomó las riendas del caballo de Cornelius. Este no sabía muy bien qué significaba aquel gesto, pero le entregó al mapuche su montura, en una actitud muy distinta a la de Poldi, que se plantó ante su caballo con actitud protectora.
—¡No! —gritó furioso.
—¡Deja que lo haga! —dijo Quidel en tono apaciguador—. ¡Solo quieren dar de comer a nuestros caballos!
—¡De eso nada! —gritó Poldi malhumorado—. ¡Seguro que pretenden robarlos!
Quidel lanzó a Fritz una mirada de exhortación, y aunque este frunció el ceño, en una actitud tan escéptica como la de su hermano Poldi, le hizo una señal a su hermano pequeño para que obedeciera.
Mientras se llevaban los caballos, Cornelius se acercó a Quidel.
—¿Y bien? ¿Qué ha dicho?
—Que quieran dar de comer a nuestros caballos es una buena señal. Significa que nos garantizan su hospitalidad. Y el anciano también prometió que nos darían de comer a nosotros.
—¿Y las mujeres? ¿Qué hay de las mujeres? ¿Están aquí?
Quidel se encogió de hombros.
—Cuando le hablé de ellas, no me dijo nada. Pero eso no tiene por qué significar nada. Esperemos a ver qué pasa.
Los llevaron a una de las casas, donde los recibió un aire húmedo y pesado. Cornelius sintió un mareo momentáneo; ahora notaba cuánto lo había desgastado la dura cabalgada de los últimos días y el hambre que tenía.
Se habría comido cualquier cosa que le hubieran ofrecido, pero, para su asombro, en las fuentes que les trajeron había alimentos deliciosos que no solo llenaban el estómago, sino que sabían muy bien al paladar. Había sopa de carne y huevos revueltos; un plato a base de patatas y judías y, finalmente, una especie de mousse de bayas, hierbas dulces y piñones macerados.
En un principio, parecía que Poldi pensaba negarse a probar la comida, todo por orgullo y recelo, pero al final pesó más el hambre y el joven Steiner se comió con avidez todo lo que le pusieron delante.
Acababan de comer cuando el anciano entró en la casa. Antes solo había mirado a los ojos a Quidel, pero ahora también examinó a los otros con atención. Tenía una mirada cálida y clara. Cuando vio a Poldi, Cornelius deseó que el más joven de los Steiner no hiciera nada irreflexivo y, gracias a Dios, el chico se contuvo.
—Por favor… Por favor… —Cornelius se oyó a sí mismo balbucear—. Si las mujeres están aquí, dejadlas que vuelvan con nosotros. Deben estar con nosotros. Tienen hijos que claman por ellas.
Quidel tradujo aquellas palabras rápidamente. El anciano guardó silencio, solo su mirada se endureció un poco. Parecía haber adoptado una actitud reflexiva, tal vez presa de un dilema interior entre su profundo escepticismo respecto a los blancos y el hecho de que alguien de su propia raza acudiera a él pidiendo ayuda en nombre de ellos.
Finalmente, se acercó a Quidel. Cornelius contuvo el aliento instintivamente, pero antes de que el anciano pudiera decir algo, se oyó un bramido de furia que venía de fuera.
—¿Qué está pasando ahí fuera? ¿Qué ocurre?
A Elisa la ruca nunca le había parecido tan pequeña; nunca había tenido esa sensación de estar completamente aislada del mundo ni se había sentido tan molesta como en el instante en que se enteró de que unos forasteros habían llegado al pueblo.
Las horas pasadas en la ruca habían transcurrido con monotonía. Cuando Magdalena no estaba rezando, se dejaba llevar por las conjeturas más descabelladas. Creía saber, por ejemplo, por qué aquel enorme espacio que había dentro de la casa estaba dividido en habitaciones tan pequeñas: porque los mapuches practicaban la poligamia; probablemente detrás de cada una de aquellas paredes de cuero vivían distintas mujeres con sus hijos.
Elisa no sabía si tenía razón o no. En cualquier caso, no habían oído a ninguna otra mujer y solo habían visto a aquella que les traía comida regularmente y hacía sus labores diarias.
Magdalena también tenía sus conjeturas sobre ella. La tela de su ropa era fina y colorida, por lo tanto era cara, y eso, a su vez, solo podía significar que se encontraban en la casa del cacique: una buena señal en todo caso, pues estarían bajo la protección de este.
Sobre esto, Elisa tampoco sabía en qué medida podía creer a Magdalena, pero se sentía aliviada de que aquel hombre malhumorado no hubiera vuelto a aparecer y de que la mujer, entretanto, les dedicara a veces una furtiva sonrisa. La última vez que les había traído comida, la ración de carne seca y ahumada era bastante más abundante que las anteriores y contemplar a la mujer mientras hacía sus labores distraía a Elisa de sus oscuros pensamientos. Con visible habilidad, la mujer cosía ponchos, mantas que se utilizaban como silla de montar, carteras, cortinas y fajas. También trenzaba cuerdas, tejía redes y cestas y, a partir de una masa de color grisáceo, hacía unos recipientes.
—Eso, probablemente, es arcilla —dijo Magdalena.
No era el único material del que disponían los mapuches. Elisa también vio bandejas, platos y calderas de cobre. En algunas de ellas, la mujer maceraba unas plantas de olor penetrante y luego hacía un caldo con ellas. Más tarde, sumergía en el caldo algunas piezas de ropa, que salían teñidas de varios colores: rojo, negro, verde y azul.
Y cuando en la ruca fueron quedando menos cosas nuevas por descubrir, Elisa se dedicó a espiar el exterior a través de las rendijas de la pared. Vio toda suerte de animales, algunos conocidos, otros extraños; una vez, poco después del mediodía, oyó unos cascos de caballo, lo cual anunciaba la llegada de un grupo de jinetes.
Todas alzaron la cabeza con asombro y la mujer mapuche se puso en pie de un salto y se apresuró a salir para ver qué estaba sucediendo.
Instantes después, regresó con el rostro encendido y haciendo gestos frenéticos. Elisa no entendió las palabras que dijo, pero estaba segura de que aquella agitación solo podía significar que a la aldea habían llegado unos forasteros.
—Tal vez… ¡Tal vez hayan venido a por nosotras!
Entonces pegó la cara aún más contra las rendijas. En un principio no vio nada, pero luego creyó atisbar una figura muy distante que nada tenía que ver con la complexión y el aspecto de los mapuches. No tenía el pelo oscuro, sino de un color marrón y rojizo; su piel tampoco estaba curtida por el sol, sino que era mucho más clara. ¿Había sido un espejismo, o Cornelius había venido a buscarlas y las había encontrado?
El hombre se hallaba de espaldas a Elisa, pero antes de que se diera la vuelta hacia donde estaba ella y esta pudiera asegurarse de quién era, desapareció dentro de una ruca.
—¿Qué está pasando ahí fuera? ¿Qué ocurre? —gritó Elisa una y otra vez.
Magdalena se encogió de hombros, sin saber qué hacer, y el silencio se extendió sobre ellas.
Elisa estaba agachada en una postura tan rígida que al final se le entumecieron los pies y tuvo que levantarse. La sangre le volvió a bajar a las extremidades causándole un cosquilleo. Entonces vio que Magdalena también miraba hacia fuera, tensa, pero cuando sus miradas se encontraron brevemente, no se dijeron palabra alguna, como si la esperanza de ser salvadas fuera a desaparecer inmediatamente si se dejaban llevar por ella demasiado pronto.
Elisa ya se disponía a agacharse otra vez cuando de repente hubo movimiento delante de la tienda. Unos pasos sonoros golpearon el suelo y entonces alguien abrió la puerta con brusquedad. Por un momento muy breve el sol las cegó de tal modo que Elisa solo pudo ver la silueta de un hombre alto que se acercaba a ella y el primer sonido que salió de sus labios fue una expresión de alivio.
«Cornelius…». Cornelius había venido a salvarla. Sin embargo, cuando el hombre empezó a proferir aquellos gritos, Elisa supo que se había equivocado. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el hombre llevaba el pelo demasiado largo para ser Cornelius y de que tenía una expresión de muy mal humor, y una cara malvada.
Los ojos oscuros centelleaban mientras seguía gritándoles; al final, el hombre la cogió del brazo y la arrastró consigo.
Magdalena soltó un chillido de miedo, pero Elisa se sentía incapaz de gritar. La boca se le quedó reseca, y se enredó con sus propios pies.
A continuación, dos siluetas saltaron al mismo tiempo sobre el hombre y liberaron a Elisa; eran Magdalena, que tenía una expresión tremendamente seria, y la mujer mapuche, que empezó a gritar con nerviosismo. Bastó un solo golpe para apartarlas a ambas y a Magdalena la alcanzó con tal fuerza que la arrojó al suelo. Elisa aún pudo ver cómo la pequeña Katherl —que excepcionalmente no estaba riendo— se inclinaba sobre su hermana; pero entonces, el hombre la arrastró al exterior. La mujer mapuche cesó de gritar, tal vez a causa de la indignación, o tal vez por miedo.
Aunque al principio Elisa había seguido al hombre sin ofrecer resistencia, ahora intentó liberarse, por lo que gritó con fuerza pidiendo auxilio. Pero el hombre quebró toda su resistencia de un modo brutal, arrastrándola por el pelo en lugar de por el brazo. El dolor hizo que a Elisa se le saltaran las lágrimas cuando el indio, de un tirón, le arrancó varios mechones de pelo. Con un alarido, Elisa cayó de rodillas, pero con eso solo consiguió que el hombre tirara de ella con más brutalidad.
Durante un buen rato, su universo entero quedó formado por el dolor, el miedo y la oscuridad.
Elisa había cerrado los ojos con fuerza y, cuando por fin volvió a abrirlos, toda imagen había desaparecido tras un borroso velo. No se veían personas ni animales por ninguna parte y tampoco las rucas. El hombre la había llevado hasta un bosquecillo con el suelo cubierto por una alfombra de agujas secas de coníferas. Algunas se le clavaron con fuerza en las plantas de los pies cuando el hombre por fin le soltó el pelo y la arrojó al suelo.
Rápidamente, Elisa se dio la vuelta y se apartó el pelo de la cara. La piel le ardía como el fuego y entonces alzó la vista temerosa.
—¿Por qué me miras? —la increpó el hombre—. ¡Esto es lo que puedes esperar de mi gente!
Elisa no estaba segura de si había entendido bien sus palabras. ¿Cómo es que aquel hombre dominaba su idioma? Jamás lo había oído hablar alemán, pero tal vez hasta ahora no lo había hecho por orgullo, y no porque no supiera hablarlo.
En eso, el hombre continuó:
—El cacique no ha querido escucharme, me ha expulsado de la comunidad. Considera que nuestro ataque ha sido un error. ¡Bah! Y al final ha preferido escuchar a ese que tan bien se entiende con los blancos. ¡Pero ese no es un auténtico mapuche! ¡No puede serlo quien pacta con el enemigo!
Las palabras del indio le iban llegando a Elisa muy lentamente.
«Quidel… Tal vez estuviera hablando de Quidel…».
Entonces le vino a la mente la cara seria de aquel mapuche tan callado y discreto. Tal vez había guiado hasta allí a los hombres y ahora estaban negociando su liberación… Y era eso lo que este hombre quería impedir a toda costa.
Elisa quiso levantarse, pero en ese instante un puño le golpeó el pecho con brutalidad y le cortó la respiración.
—¡No te muevas! —le ordenó el indio. En su mirada todavía fría apareció un destello peligroso. Solo en ese momento, Elisa se dio cuenta de que el hombre estaba ocupado con sus pantalones y entonces comprendió lo que se proponía.
—¡No, por favor! —le suplicó Elisa, al tiempo que intentaba ponerse en pie nuevamente. Una vez más, el hombre la golpeó, aunque esta vez no lo hizo con tanta fuerza; de todos modos, ella sintió cómo se le cortaba el aliento cuando el hombre se arrojó sobre ella y, primero, le agarró la cara con ambas manos y palpó con ellas cada centímetro de su suave piel, para luego deslizarlas más abajo y abrirle las piernas con violencia.
—¡No! —La voz de Elisa había perdido toda su fuerza, no era más que un tenue balbuceo.
—Por eso mataron a mi hermano a sangre fría. ¡Porque se supone que violó a una blanca! Pero él no hizo nada semejante, ¿y sabes por qué? —Con gesto amenazante, el rostro del hombre se acercó al de ella. Ella sintió cómo su saliva le caía sobre la cara—. ¡Porque él siempre despreció a las mujeres blancas! ¡Le parecían feas! Jamás hubiera tomado a una de esas mujeres, hijas de los que han ocupado nuestra tierra por la fuerza.
Elisa ya iba a lanzar golpes a su alrededor, pero el hombre le agarró las muñecas con fuerza y se las clavó contra la tierra por encima de la cabeza.
—Siento lo de tu hermano —dijo ella.
—¡Por lo menos debería haber una razón para que lo hayan matado!
Con una exclamación de enfado, el hombre la golpeó en la cara. Ella no supo cuántas veces lo hizo, solo sintió que la piel se le iba a abrir. Cuando su cabeza dejó de moverse de un lado a otro a causa de los golpes, sintió cómo las agujas de los pinos se le clavaban en la nuca.
Durante un rato, solo pudo yacer allí tumbada, inmóvil; apenas notó nada cuando el hombre le tiró de la falda, se la levantó y empezó a manosearle la piel desnuda.
Un líquido cálido le corrió por la mejilla, tal vez fuera saliva, o tal vez sangre. Cuando los dedos de él se le clavaron en los muslos, Elisa recobró sus fuerzas. Ahora tenía las manos libres y entonces volvió a lanzarle un golpe. El hombre se limitó a reír y apretó aún más su cuerpo contra el de ella, con mayor lujuria.
Las manos de Elisa golpearon en el vacío; creyó que iba a asfixiarse bajo el peso del cuerpo del indio. Y cuando el cielo, hasta entonces claro, se oscureció sobre ella, estuvo segura de que iba a desmayarse. Tal vez eso tuviera su lado bueno, le pasó entonces por la cabeza; por lo menos así no tenía que presenciar lo que aquel indio le estaba haciendo. El dolor que sentía en la cara, en el cuero cabelludo y en la nuca seguía siendo intenso. Pero no, Elisa no se desmayó, el cielo solo se había oscurecido porque de repente había aparecido una figura que se inclinó sobre el mapuche y lo apartó de ella con fuerza. Elisa rodó hacia un lado y, por un instante, permaneció tumbada, jadeando; luego se llevó la mano a los labios, que estaban hinchados e insensibles. Cuando se incorporó, sintió mareos. Por un instante no vio ni oyó nada y, cuando su mirada se despejó de nuevo, el mapuche había desaparecido y quien estaba de pie, ante ella, era Cornelius.
De repente ya no sentía dolor, ni miedo, ni horror, solo calidez. Cornelius le cogió la mano sin percatarse de que estaba cubierta de sangre y la atrajo hacia él.
—¿Dónde…? ¿Dónde está…? —balbuceó ella.
—No tengas miedo, ¡se ha ido!
Ella no le preguntó cómo había conseguido que el mapuche huyera. Hasta mucho más tarde no se puso a especular sobre si Cornelius había conseguido ahuyentarlo solo con unas palabras amenazantes, si había usado los puños o si había echado mano de una pistola. En ese momento aquello no contaba, solo contaba que Cornelius estuviera allí, que la abrazara, que le apretara la cabeza contra su pecho. Poco a poco la respiración se le fue calmando, pero sus piernas seguían temblando.
—Ese hombre quería vengar a su hermano —balbuceó ella—. Quería violarme para vengar a su hermano.
—Ya ha pasado, Elisa. Quidel ha hablado con el cacique. Él no ha tenido nada que ver con el ataque, fue un asunto organizado por los mapuches más jóvenes. Cuando el cacique anunció que os iba a dejar en libertad, comenzó una discusión e incluso hubo forcejeos. Si no hubiéramos contenido a Poldi, él mismo habría ahorcado a algunos de esos hombres. Al final ha salido con un ojo magullado. Pero ahora…
Cornelius estuvo un rato hablándole para tranquilizarla, pero Elisa solo entendió algunas palabras y la promesa que había en ellas. Lo único que acertaba a entender plenamente era que él estaba allí, con ella.
En un principio le bastó mantenerse apoyada contra él. Sin embargo, en algún momento le pareció demasiado poco; poco para demostrarse a sí misma que estaba viva, que ya nadie la amenazaba, que era libre otra vez. Entonces Elisa le rodeó el cuello y lo apretó más contra su cuerpo. Aunque los pies ya se le habían calmado, el temblor subía y le llegó hasta el pecho. A continuación, sollozó y las lágrimas se abrieron paso. Lloró, y él la sujetaba y, cuando por fin dejó de llorar, Elisa no sabía si habían pasado horas o tan solo unos instantes.
Ella apartó la cabeza del pecho de él, pero no lo soltó.
—Pensé que nunca volvería a verte. Pensé que tendría que vivir en este sitio extraño… sin ti…
Él le acarició la mejilla y, aunque la caricia fue suave y cautelosa, a ella le recordó los golpes que el mapuche le había propinado y el dolor. Le ardía el cuero cabelludo y sentía que no solo tenía los labios hinchados, sino también el ojo derecho.
—Lukas… —dijo ella.
—Aún vive —se apresuró a decirle Cornelius—. Lo hirieron gravemente en la cabeza, pero Jule se ha ocupado de él. Ya sabes, uno puede fiarse del poder curativo de sus manos. Y tus hijos están todos bien.
—Pero ¿y papá? —murmuró Elisa con voz apagada.
—Richard y Tadeus están muertos.
Por un momento permanecieron en silencio el uno junto al otro; Elisa no sabía qué decir para expresar con palabras aquella horrible pérdida. Una vez más, él quiso apretar su cabeza contra su pecho, pero entonces ella se resistió.
Aquello todavía era poco, demasiado poco.
Los dolores cesaban y los recuerdos tormentosos se iban desvaneciendo, ya no contaba el miedo por lo que pudiera venir. Elisa alzó la cabeza y lo miró a la cara. Por un instante, mantuvieron la distancia entre ellos dos, pero entonces ella se acercó más y lo besó en la boca. Lo besó del mismo modo que lo había besado muchos años atrás, después del incendio del barco, con ternura y cuidado primero, luego con avidez y pasión, con calidez, con desesperación. Jamás había besado a Lukas de aquel modo, nunca había encontrado ese calor entre sus brazos, ese anhelo de abrazarlo con más y más fuerza para no soltarlo jamás. Los labios le dolían a causa de los golpes, pero ese dolor era poco en comparación con la agradable naturalidad con la que su boca se abrió, sus lenguas chocaron y encontraron el ritmo adecuado para saborearse. Elisa le pasó la mano por la cabeza, por la nuca, por la espalda, al tiempo que se preguntaba cómo había podido renunciar a él durante todos aquellos años, sin sentir sed, sin morir de hambre, de pena.
Sin embargo, sí que era posible que esa pena la hubiera convertido en otra Elisa, en una Elisa muy distinta, cuya vida solo consistía en cumplir con sus obligaciones; en una mujer que se había prohibido aquella dicha, que en esa circunstancia jamás habría besado a Cornelius, sino que se habría consumido de preocupación por su marido, Lukas, gravemente herido…
Los recuerdos regresaron, espantando aquel calor. Eran recuerdos relacionados con los terroríficos mugidos de las vacas, con su padre al ser derribado de un golpe, con Lukas, que yacía inmóvil, sin que ella supiera cómo de graves eran sus heridas.
Abruptamente, Elisa se separó de Cornelius y lo miró con fijeza.
—¡Dios mío! ¡¿Qué estamos haciendo?!
—Elisa…
Casi sintió dolor al separarse de él. Pero lo hizo, retrocedió unos pasos lentamente, se dio la vuelta y echó a correr. Sus pies se enredaron con la maleza; las agujas y las espinas le rasgaron la piel, el sol la abrasó de un modo implacable.
No llegó demasiado lejos, pues muy pronto la venció el agotamiento. El agotamiento… y la confusión.
—Elisa…
Cornelius la había seguido, pero ahora mantuvo la distancia. No volvió a abrazarla y, en silencio, ella le dio las gracias y al mismo tiempo lo maldijo por no hacerlo.
—Ah, Elisa… —empezó diciendo él otra vez—. Elisa. —Por un momento no pudo decir otra cosa que su nombre. Entonces otras palabras salieron de su boca—. Sé que he esperado demasiado. Me dejé llevar durante mucho tiempo por los caprichos de mi tío. Todo es culpa mía. Cuando por fin os encontré, ya era demasiado tarde. Pero tienes que saber una cosa: vine hasta aquí solo por ti y me he quedado por ti. ¡Jamás quise atormentarte con mi presencia! ¡Solo quería hacerte feliz! Tal vez fue un cálculo fallido, pero…
Las ansias por besarlo de nuevo, por sentir su boca, sus mejillas, su frente, sus ojos, fueron más poderosas. El calor que recorrió su cuerpo solo de pensarlo fue casi insoportable. Nunca había sentido un calor semejante en las noches que había pasado con Lukas, esas noches tranquilas, oscuras, con abrazos rápidos, no del todo desagradables, pero siempre tímidos. Con Lukas se sentía arropada, pero sus labios nunca habían ardido de aquel modo, nunca todo su ser había clamado por él, jamás se había apoderado de ella esa lujuria, esos deseos de abrazarlo y de derretirse con él. El calor abarcó todo su cuerpo, le recorrió la espalda, endureció sus pechos, hizo que las piernas le temblaran y sintió un nudo en la boca del estómago.
Su voz, por el contrario, sonó fría y sobria cuando volvió a hablar.
—Esto no puede volver a pasar jamás. ¿Me oyes? ¡Jamás!
Cornelius bajó la mirada.
—Si quieres que desaparezca de tu vida, me marcharé. No sabría adónde ir, pero me marcharé.
Solo pensar en esa posibilidad hizo que a Elisa se le saltaran las lágrimas.
—No —suspiró ella—. ¡No! Es solo que no debemos besarnos nunca más, no debemos permitirnos, nunca más, un instante de debilidad. Pero no deberías irte. ¡Tienes que quedarte a mi lado! Ah, Cornelius… Yo no podría vivir sin ti.
Ella pasó junto a él sin mirarlo a los ojos. El calor se desvaneció. Todo en ella, todo lo que hacía un momento había clamado, hambriento, por recibir más, parecía haber adquirido la rigidez de una piedra.