Los dolores de cabeza de Elisa habían decrecido. Con una expresión impasible en el rostro, uno de los hombres les había dado de beber a las mujeres sin que ellas tuvieran que rogárselo y, cuando continuaron la marcha, las dejaron erguirse sobre los caballos.
Con el tiempo, el miedo y el dolor fueron convirtiéndose en un latido sordo. A pesar de la incertidumbre sobre lo que iba a pasar con ellas, Elisa no pudo resistirse a admirar la belleza del paisaje. Como le resultaba insoportable pensar en sus hijos y en Lukas, se sumió en la contemplación, y por un breve espacio de tiempo se aferró a la ilusión de que aquello no era un rapto violento, sino un viaje voluntario de exploración por aquellos extraños parajes.
La selva húmeda, oscura y pantanosa, con sus helechos gigantes siempre verdes, entre los cuales había discurrido el primer trecho del camino, se despejó de repente. Los árboles de hoja caduca y las coníferas que empezaron a surgir entonces no estaban tan juntos como las araucarias. Por esas fechas, a finales del verano, las hayas ya empezaban a perder el color y su intenso verde se iba transformando, a medida que el terreno ganaba altura, en un color amarillo brillante o naranja. Y entre ellas centelleaban los esponjosos prados y también algunas superficies grises y peladas. En un principio, Elisa no pudo explicarse por qué no crecía nada allí y se preguntó si por esa zona habría hombres que prepararan con fuego los terrenos para el cultivo. Pero no, por los alrededores no se veía ni rastro de casas ni de aldeas y, al final, Elisa recordó lo que Fritz le había contado en una ocasión: que en las últimas décadas algunos volcanes habían entrado en erupción y habían abierto brechas grises en la tierra.
Pero en medio de aquellas montañas de ceniza y campos de lava también crecían algunas plantitas: los retoños de la alfalfa o de las ramificadas euforbias, con sus coronas semicirculares. Cuando, más tarde, dejaron de ver el lago, el verde de los prados fue desapareciendo y cedió el paso a los tonos amarillos y marrones de las plantas esteparias; los caballos empezaron a pasar junto a las mimosas. En esos páramos, hasta la maleza parecía encogerse y árboles que en otros sitios tendrían un aspecto imponente aquí parecían hombres encorvados y enclenques. Cuando por fin las llanuras desoladas se mezclaron con las colinas y los montes agrestes, volvieron los colores de antes: el verde esmeralda de las lagunas y el azul profundo de los ríos y los arroyos, por los cuales saltaban, ágiles, los peces.
Durante los primeros días de la marcha, lo habitual era que los hombres montasen campamentos para pasar la noche a orilla de esos ríos. La primera noche, cuando la bajaron del caballo, Elisa se puso rígida de miedo. Sin embargo, no les pasó nada; los hombres les indicaron un lugar donde dormir e incluso les dieron un cuenco con comida. Ella se lo zampó sin pensárselo mucho y, más tarde, ya ni recordaba lo que había comido ni si estaba bueno, solo sabía que aquello le pesaba en el estómago como una piedra. Mientras la oscuridad se cernía sobre ellos, Elisa se arrimó a Magdalena y a la pequeña Katherl y se acurrucó junto a ellas. Así unidas, empezaron a tiritar en cuanto el sol se puso definitivamente. Sin embargo, no quisieron acercarse más al fuego, pues allí estaban los hombres que las habían raptado, charlando entre ellos con unos sonidos guturales que parecían gruñidos. Elisa prestaba atención a cada palabra, pero aquel idioma era muy extraño y ella no pudo averiguar si estaban decidiendo sobre el destino de las mujeres o si solo hablaban de naderías. En algún momento, a pesar del frío, el cansancio la venció. Se quedó dormida y no despertó hasta la mañana siguiente con los miembros entumecidos y una sensación de malestar en el estómago. Sus sueños no habían querido repasar los horrores vividos el día anterior y, en adelante, ella misma intentó con todas sus fuerzas matar en su interior todo pensamiento o toda sensación; intentó dejarse aquietar por el balanceo monótono de los caballos y consolarse con la idea de que hasta ese momento ninguno de los hombres las había tratado con violencia.
Así fueron las cosas por lo menos los primeros tres días. Al cuarto, los hombres no hicieron ninguna pausa para comer, al contrario de lo que venía siendo habitual, y, mientras Elisa seguía luchando contra la sed, se percató de que había una amenaza mucho mayor que la que ella temía.
—Elisa —le susurró Magdalena de repente. En los últimos días, apenas habían intercambiado palabra alguna, más bien habían llegado al acuerdo tácito de que, si hablaban de su situación, solo aumentarían sus temores. Sin embargo, ahora Magdalena quebrantaba aquel silencio—, Elisa, uno de los hombres no para de mirarte.
Elisa había mantenido la cabeza gacha todo el tiempo. No recordaba haber mirado fijamente a ninguno de aquellos rostros de tez oscura. Y también ahora intentó comprobar a quién se refería Magdalena a través del rabillo del ojo. Pero antes de que pudiera ver a aquel individuo, los caballos se detuvieron bruscamente y uno de los hombres soltó un grito que se convirtió en un alarido de furia, seguido de otro grito no menos rabioso.
Elisa se aferró a la bestia y procuró no ver ni oír nada. Katherl, por el contrario, empezó a gritar, tal vez a causa del miedo, o tal vez porque le divertía aquella inesperada pelea.
—Estate tranquila —dijo Magdalena intentando calmar a su hermana.
Cada vez más voces se mezclaban en la riña. Pero la más sonora de todas cesó repentinamente. Un instante después, alguien se dirigió hacia el caballo de Elisa y lo agarró por la crin. Al mismo tiempo, puso una mano sobre el cuerpo de Elisa y tiró de ella hacia atrás. La mujer gritó, se defendió y, demasiado tarde, se dio cuenta de que el jinete que la había llevado con él en su caballo no pretendía acosarla, sino más bien protegerla. La mano que la agarraba aflojó la presión, mientras la otra le sujetó el pie y, sencillamente, tiró de él. Elisa perdió el equilibrio, se cayó del lomo del caballo y creyó que iba a dar de cabeza contra el suelo. Pero el hombre, el mismo hombre que la había hecho caer, la sujetó a tiempo y la agarró con firmeza, si bien ahora parecía menos protector. En cuanto dio en el suelo, las manazas del hombre la agarraron no por los hombros, sino por el cogote, y la obligaron a caminar con la cabeza baja.
Elisa oyó los gritos de Magdalena y de la pequeña Katherl. Solo veía que el suelo se bamboleaba ante ella, pero no podía ver hacia dónde la llevaban ni entender lo que aquel hombre le iba diciendo con voz furibunda. Lo único que captó es que pretendía alejarla de las demás mujeres.
«No pueden separarnos… Ellas…». No sabía si debía resistirse o si eso empeoraría aún más su situación. Tras unos momentos que parecieron interminables, el indio, por fin, se detuvo. Aunque no lo hizo por iniciativa propia, como comprendió Elisa al instante. Su mirada se posó en los pies de él y luego vio otro par de pies muy pegados a los del primer hombre.
Las manos que agarraban su nuca aflojaron y Elisa cayó pesadamente al suelo.
Cuando se incorporó, los dos hombres estaban muy rígidos, uno frente al otro: uno era el agresor y luego estaba un hombre más viejo, cuyo rostro no le era familiar, porque no figuraba entre la tropa que había atacado su colonia.
Durante un tiempo, estuvieron uno frente al otro, midiéndose en silencio, y luego se oyeron las primeras palabras, que no parecían furibundas ni belicosas como antes, sino frías y claras. Elisa se apartó el pelo de la cara; el que más había hablado era el hombre de mayor edad, mientras que el más joven mantenía la mirada baja. Elisa vio cómo este último apretaba los puños, pero, por lo demás, ni siquiera se movía y tampoco lo hizo cuando el anciano soltó un potente grito. Los otros se acercaron con cautela y Elisa, aliviada, rodeó a Magdalena con sus brazos.
—¿Qué quería…? ¿Qué quería…? —balbuceó ella, temblorosa.
Magdalena no respondió.
—¡Mira! —exclamó señalando un punto situado detrás de Elisa y, cuando esta por fin se volvió, vio una delgada columna de humo que se elevaba hacia el cielo, señal de que habían dejado atrás los lugares desolados y sin habitantes.
Las casas de la pequeña aldea estaban muy pegadas unas a otras, algunas eran redondas, otras de forma ovalada y otras eran rectangulares. Estaban hechas con madera de araucaria y el fuerte olor de esta tenía algo de familiar en medio de aquel paraje extraño… Elisa inspiró profundamente.
Ruca, así se llamaban aquellas casas, recordó. Podía recordar vagamente cómo Lukas, en una ocasión, había estado hablando con Quidel acerca de los métodos que los mapuches utilizaban para construir casas; Lukas, quien siempre se interesaba por todo lo que tuviera que ver con la madera…
Elisa tragó en seco, con esfuerzo, cuando pensó en él.
Pero antes de poder echar un vistazo al pueblo y ver qué plantas crecían en los jardines o cuáles eran los animales que aquellos hombres criaban además de los caballos, recibió un empujón que la obligó a meterse en una de las rucas.
Tras aquella luz solar tan intensa, en un principio no pudo ver nada. Solo poco a poco fue descubriendo que las paredes estaban revestidas con paja y que el suelo estaba cubierto de colchones de cuero. Desde el exterior, la ruca le había parecido enorme, pero el interior estaba dividido en pequeñas habitaciones mediante delgadas paredes de madera o de mimbre, y los espacios eran tan estrechos y pequeños que a lo sumo podían estar en ellos cuatro personas al mismo tiempo. En la habitación contigua a la suya debía de haber un fuego, pues no solo era calurosa, sino que estaba cubierta de un humo espeso.
Magdalena también miró a su alrededor, con curiosidad y en tensión; solo Katherl, que estaba exhausta, se tumbó en el suelo. Todas sus risitas y gritos se habían acallado.
—Gracias a Dios que estamos juntas —dijo Elisa suspirando.
Las dos se sobresaltaron cuando les dio la luz. Alguien había apartado la cortina de cuero que cerraba la ruca y había entrado. Sin embargo, para alivio de las mujeres, quien lo hizo no era uno de aquellos hombres siniestros, sino una mujer que, primero, las observó con curiosidad y, luego, dejó caer la mirada y aparentó indiferencia.
Cuando la mujer se dio la vuelta, Elisa y Magdalena la examinaron. Tenía el cuerpo envuelto en una tela cuadrada de lana sin labrar, sujeta por una banda de color brillante que cruzaba su hombro izquierdo. Debajo llevaba ropa de cuero ceñida que le dejaba los brazos al descubierto. Como algunos de los hombres, llevaba una cinta sobre la frente. Además, su cabello negro estaba recogido en varias trenzas, que sujetaba con una peineta de brillo plateado. La banda del hombro no era el único adorno, también llevaba pulseras, cadenas y anillos.
Entonces, la mujer se acercó a la pared y tomó algo de un gancho. Elisa vio que allí había colgadas unas tazas de arcilla, jarras y herramientas, además de otras piezas de ropa y mantas. Lo que la mujer cogió era una especie de garra con la que empezó a arañar el suelo. En un principio, Elisa no entendió lo que se proponía con aquello, pero entonces vio que en ese sitio había un agujero. Cuando la mujer retiró la placa de piedra que lo cubría, de él subió un olor delicioso; luego sacó algunas hojas fermentadas de nalca y cubrió con ellas una especie de pastel de carne y patata que estaba encima de una piedra caliente.
El estómago de Elisa empezó a rugir.
—Por favor… Por favor… Tenemos que comer algo.
La mujer alzó la vista y, una vez más, intentó vencer su curiosidad. Sin llamar la atención, su mirada pasó rápidamente de Elisa a Magdalena. Finalmente, les dio algo de comer, pero no carne, sino unas grandes hojas rellenas de unas semillas del tamaño de granos de mostaza. Tenían un sabor extraño, pero Elisa se las comió con avidez.
Una vez saciada el hambre más apremiante, los espíritus de su cuerpo empezaron a despertar otra vez. Y también despertó el miedo. Magdalena se le acercó y le tomó la mano.
—¿Qué irán a hacer con nosotras? —dijo formulando la pregunta que hasta entonces, con férrea voluntad, habían evitado hacerse.
A pesar del calor, Elisa sintió un escalofrío.
—El hombre que me bajó del caballo parece estar lleno de odio hacia nosotras.
—Sin embargo, al final no nos ha hecho nada, sino que se ha plegado a lo dispuesto por el anciano.
—Tal vez haya atacado nuestra colonia por su cuenta, sin la aprobación del… del… —Elisa intentó recordar lo que una vez Quidel le había contado acerca de su pueblo y de cómo se llamaba la persona de mayor rango en su aldea. Pero no, no lo recordaba—. En fin…, ese anciano no parece estar tan enfadado ni tan lleno de rabia. Tal vez… tal vez nos deje marcharnos a casa de nuevo.
Elisa había intentado adoptar un tono esperanzador, más de lo que ella misma creía.
—Sí, tal vez —dijo Magdalena escuetamente antes de soltar la mano de su cuñada y unir las suyas para decir una oración.
En las horas siguientes, Magdalena estuvo todo el tiempo murmurando sus oraciones. La pequeña Katherl se había quedado dormida hacía rato. Elisa, por el contrario, no conseguía tranquilizarse. El susurro monótono de Magdalena no la apaciguaba, sino que la alteraba aún más.
—La oración te da fuerzas, ¿verdad? —dijo al cabo de un rato, casi con envidia de que su cuñada encontrase algo que diera paz a su espíritu maltratado, mientras que ella creía asfixiarse en la estrechez de aquella ruca.
Magdalena levantó la vista lentamente.
—Cuando rezo, todo lo demás me parece insignificante.
—¿Todo? ¿De verdad que todo?
Magdalena no respondió a aquella pregunta.
—Antes siempre lamentaba que fuéramos protestantes y no católicos. A veces imaginaba que me hacía monja.
—¿Quisiste entrar en un convento? —exclamó Elisa sorprendida—. ¿No te quieres casar?
—¿Casarme? ¿Yo? —Magdalena rio con sequedad—. ¡¡Jamás!!
No hacía mucho tiempo que Elisa había estado sopesando si Magdalena no sería la mujer ideal para Cornelius.
—¿Pero es que tampoco quieres tener hijos? —le preguntó, ahora perpleja.
—¡Bueno, mira a Jule! Ella no tiene hijos ni marido. Y sin embargo es feliz.
—Sí, pero Jule, simplemente, abandonó a su familia. Eso tú no lo harías jamás.
—Ni siquiera deseo tener una familia. Me gustan los niños… Si no son míos.
Magdalena bajó la cabeza y continuó con sus oraciones, y esta vez Elisa no interrumpió sus murmullos. Lo que hizo fue tumbarse en el suelo y entonces no pudo evitar que las imágenes del terrible ataque se abrieran paso de nuevo en su memoria. Vio a Richard… Lo vio caer… Vio a Annelie escondiéndose con Ricardo en aquel agujero cavado en la tierra… Y vio a Lukas… Su Lukas… ¿Estaría vivo todavía? Faltando ellos dos, ¿quién se ocuparía de sus hijos?
Tal vez eso era lo que más fuerza le daba a Magdalena: no su fe, ni las oraciones, sino el hecho de no tener que preocuparse porque nadie a quien amara tan incondicionalmente desapareciera.
Elisa cerró los ojos. Las crueles imágenes del ataque no continuaron molestándola mucho más tiempo. Poco a poco, fue apareciendo la cara de Cornelius. Ahora ya no tenía fuerzas para prohibirse pensar en él, tal y como había hecho en los últimos años, más bien se entregó a la idea de que él estaba allí, tranquilo y reflexivo, como siempre, consolándola, calmándola. «Todo va a salir bien», diría él, y la tomaría en sus brazos, la apretaría contra su pecho, como aquella vez en la costa, tras el incendio del barco…
«Ah, Cornelius», pensó.
Ella se consumía de preocupaciones por sus hijos y por Lukas, casi añoraba con dolor tener al pequeño Ricardo entre sus brazos para consolarlo. Pero cuando pensó en la posibilidad de no volver a ver a Cornelius, lloró.
La colonia poseía tres caballos: uno pertenecía a los Von Graberg, otro a la familia Glöckner y el tercero a los Steiner. Cornelius propuso que se alternaran para que en un caballo fueran montados dos hombres, pero Quidel les explicó espontáneamente que él renunciaría a montar y que iría a pie. De ese modo podía seguir mejor el rastro de los mapuches.
Cornelius se preguntó para sus adentros si ese era el único motivo que el indio tenía o si no estaba más bien intentando evitar otro conflicto con Poldi. Su primera preocupación fue si Quidel podría aguantar aquella dura marcha; sin embargo, poco a poco fue comprobando que su amigo podía seguir sin esfuerzo el trote de los caballos.
Los mapuches no utilizaban sillas e incluso los colonos alemanes, impelidos por la necesidad, debían renunciar a ellas, ya que en la región del lago no había un solo maestro artesano capaz de fabricarlas. En su lugar, colocaban pieles de oveja y mantas de lana sobre los lomos de los caballos y los aguijaban con unos anchos cinturones de cuero. Aquello tenía una ventaja: de ese modo también disponían de mantas para pasar la noche. Asimismo, alrededor de los lomos de los caballos llevaban atada una maleta, una gran cartera de cuero con las provisiones: algo de café tostado, pan y queso.
A pesar del triste estado de ánimo, solo con sumo esfuerzo pudo reprimir Cornelius la carcajada que tuvo ganas de soltar cuando vio a Poldi. Este, por lo visto, pensaba que tenía que pertrecharse para la mayor aventura de su vida y se había puesto toda la ropa que poseía: no solo llevaba las botas de montar con las espuelas, sino también varias camisas, un poncho y, encima, dos sombreros, uno sobre otro: uno de paja y otro de fieltro.
—Te morirás sudando —le dijo Fritz haciendo un gesto de incredulidad con la cabeza.
Pero solo le prohibió llevar la pistola: la única arma que poseían los colonos. El propio Fritz se hizo cargo de ella. Ahora bien, Poldi no se dejó quitar, bajo ningún concepto, su cuchillo de monte. Cornelius lo vio brillar cuando el joven cortó un largo trozo de cuerda para atar los caballos de noche y se la enrolló sobre los hombros. Cornelius se preocupó. Es cierto que Poldi no se había lanzado contra Quidel por segunda vez, pero su odio hacia el mapuche era inequívoco, imposible de pasar por alto. ¿Cómo se comportaría aquel chico cuando dieran con los hombres que habían atacado la colonia? Y, a decir verdad, ¿acaso iban a encontrarlos tan fácilmente?
Quidel confiaba en que podría leer el rastro y les mostró en silencio el primer tramo del camino que tendrían que recorrer. Las superficies despejadas que venían a continuación de la tupida selva revelaban todavía la presencia de humanos: había manzanares, vallas y caminos trillados. Pero a medida que cabalgaban, aquella tierra se tornaba cada vez más virgen y silvestre. Tras la primera noche, ya no encontraron ni un ser humano más, solo manadas de cabras y caballos salvajes. Cornelius le ofreció a Quidel su caballo en varias ocasiones, pero el indio siempre rechazó su ofrecimiento. Por lo menos, Fritz marcaba un ritmo más lento para que el mapuche no se agotara. A eso del mediodía del segundo día, cuando el sol empezó a caer sobre ellos y a abrasarlos de un modo implacable, Cornelius saltó de su caballo y marchó a pie al lado de su amigo. Este les indicó que debían seguir con dirección a las cordilleras cubiertas de nieve.
—Es tal y como me lo imaginé. Atravesaron esas montañas a caballo.
—¿Y cuando los encontremos…? —preguntó Cornelius—. ¿Qué debemos hacer? ¿Crees que nos devolverán a nuestras mujeres sanas y salvas?
Quidel se encogió de hombros.
—Todos esos hombres eran jóvenes. No creo que su cacique estuviera con ellos. Y es con él con quien debemos hablar.
En ocasiones, Cornelius había oído hablar a Quidel acerca de un cacique, pero nunca había intentado averiguar quién era esa persona. Dado que los mapuches vivían en pequeños clanes, no tenían grandes ciudades, por lo que Cornelius sospechaba que se trataba de un jefe de la tribu, y así lo confirmó entonces Quidel cuando Fritz le preguntó.
—Nuestros clanes se llaman lobches —respondió—. Y cada lobche tiene un cacique, que es el juez supremo y el consejero. Tiene que ser un hombre razonable, generoso y debe saber hablar bien. Es como un padre para los habitantes de la aldea.
—¿Y no hay nadie que esté por encima de él?
—Los lobches de una región se reúnen regularmente y eligen, entre los caciques, a dos líderes, los toquis; uno de ellos es el responsable de que las cosas vayan bien en tiempos de paz y el otro asume las mismas responsabilidades en tiempos de guerra. Antes, este último tenía el poder por muy poco tiempo, pues las guerras entre las tribus no duraban mucho. Pero entonces llegaron los españoles… ¿Y cuánto tiempo ha reinado la paz desde entonces?
Los ojos oscuros de Quidel reflejaron su tristeza.
—Pero Chile se independizó de España en 1818 —objetó Fritz.
—Sí, pero pocos años después se dijo que los mapuches tendrían los mismos derechos que los ciudadanos chilenos —respondió Cornelius en lugar de Quidel—. Sin embargo, apenas nadie ha respetado eso. Los chilenos de origen español esclavizaron a muchos mapuches y los obligaron a trabajar en las minas.
—Y ahora —añadió Quidel—, se adentran en nuestros territorios y arrasan a nuestra gente.
—¡Bah! —se inmiscuyó Poldi de repente. Cornelius no se había dado cuenta de que había estado escuchando la charla con atención—. Se dice que el gobierno chileno les ha comprado a los indios sus tierras. ¿Por qué iban a comprarlas entonces, si hubieran podido tomarlas por la fuerza?
—Puede ser —dijo Cornelius—. Pero lo cierto es que el gobierno chileno ha pagado muy poco. Los mapuches, por su parte, no ven la tierra como una propiedad personal. La agricultura la practican muy poco. Cuando el suelo ha sido sobreexplotado, se marchan a otro sitio. No sabían lo que hacían cuando entregaron sus tierras al gobierno.
—Pues si no entienden de agricultura, no podrán reprocharnos entonces que hayamos puesto sus tierras a producir. ¡Qué diablos! —dijo Poldi cerrando los puños y alzándolos al cielo—. ¡Cada vez que recuerdo cómo han pisoteado nuestros cultivos! ¡Y cómo prendieron fuego a los establos!
—Esos fueron unos pocos —le respondió Cornelius—, fueron…
—¡Una maldita banda de indios, eso es lo que son!
Cornelius ya se disponía a replicar algo a aquel comentario iracundo, pero Fritz se le adelantó.
—¡Eh! ¡Si no sabes controlarte, puedes darte la vuelta ahora mismo!
Poldi guardó silencio, ciertamente, pero en señal de protesta empezó a cabalgar veinte pasos por detrás de ellos. Aunque nadie dijo nada, en el fondo, todos se sintieron aliviados.
—Dijiste que los hombres no matarían a las mujeres —le dijo Cornelius a Quidel cuando Poldi hubo desaparecido de su campo visual—. Pero ¿acaso debemos temer que las…? Ya sabes… Que las… —Cornelius no podía pronunciar la palabra.
—¿Qué las violen? —Quidel concluyó la frase en su lugar—. Bueno, nuestros hombres pueden tener varias mujeres y, en otra época, que hubiera un par de españolas entre ellas les daba cierto prestigio. Pero de eso hace mucho tiempo.
Fritz sacudió la cabeza y puso cara de asco y, a la vez, de preocupación.
Quidel guardó silencio durante un tiempo y luego rompió su mutismo:
—El tal general Saavedra, que ha traspasado hace poco con su ejército la frontera de la región de la Araucanía, también prende fuego a casas y cultivos y ordena matar a los hombres; pero a las mujeres y los niños los toma prisioneros. Conocí a una mujer que lo vivió en carne propia y…
El nativo empezó a buscar la palabra adecuada, pero no la encontró.
—Nunca me lo contaste —dijo Cornelius, confundido, pues no estaba seguro de si su amigo simplemente había querido ahorrárselo o si, a pesar de la familiaridad que había entre ellos, creía que el sufrimiento de su pueblo era algo que solo le incumbía a él y a nadie más.
—¿Y por qué debía contártelo? —respondió Quidel de un modo bastante hosco, poco habitual en él—. Tenemos el deber de hablar de nuestros sueños, no de nuestras penas.
—¿Hablar de vuestros sueños? —Esta vez fue Fritz quien intervino, lleno de curiosidad.
—Lo que pensemos para nuestros adentros es cosa nuestra —respondió Quidel—. Pero sí que tenemos la obligación de contarles nuestros sueños a otros. En ellos podría haber una visión que nos envía Dios y por eso no debemos callárnoslos.
—¿Y cómo sabéis qué es un sueño común y corriente y qué puede ser un mensaje de Dios?
—La machi, la curandera, se encarga de interpretarlo. Pero, además, eso uno lo siente.
Cuanto más calor hacía, más parca se tornaba la charla. En cierto momento, cada uno se dedicó únicamente a observar el camino que tenía delante. Bajo el vuelo circular de los cóndores, atravesaron la alta meseta y Cornelius, que hasta entonces había creído, erróneamente, haber descubierto de cuando en cuando huellas de cascos, no podía decir ya si estaban avanzando en la dirección correcta.
Quidel, en cambio, les iba mostrando el camino sin vacilar.
—De saber que alguien como yo los sigue, habrían borrado mejor el rastro —les explicó con un asomo de sonrisa.
Cornelius se debatía entre el alivio y la preocupación. Puede que de veras consiguieran alcanzarlos, pero ¿cuándo? Además, ¿qué barbaridades tendrían que soportar las mujeres hasta entonces?
«¡Oh, Elisa, Elisa! —pensó invocando la imagen de la mujer en su interior—. Voy de camino a ti. No te abandonaré…».
Sabía muy bien que tanto los animales como ellos mismos necesitaban un descanso, pero, pese a ello, tener que montar el campamento por segunda vez para pasar la noche le pareció un retraso intolerable. ¿Cómo estaría pasando Elisa esas noches que, repentinamente, eran tan frías?
Los hombres se alternaron para dormir y vigilar el fuego. Cuando le llegó a Cornelius el turno de descansar, casi tuvo que forzarse a mantenerse tumbado y tranquilo y a cerrar los ojos. Inquieto, empezó a arañar el suelo con los pies. En algún momento, lo venció el sueño, pero se despertó de inmediato, sobresaltado.
Oyó unos murmullos. Fritz y Quidel estaban sentados muy juntos al lado del fuego, charlando, algo que sorprendió a Cornelius. Y aunque Fritz mostraba más respeto por el mapuche que Poldi y le hacía preguntas, hasta ahora Cornelius no había tenido la impresión de que fuera mucho el interés del mayor de los Steiner por la cultura de Quidel.
Cornelius pasó por encima de Poldi, que roncaba, y fue adonde ellos.
—¿De qué habláis? —preguntó. Fritz se sobresaltó un poco, de un modo apenas perceptible, como si el otro lo hubiese sorprendido haciendo algo prohibido.
—De sueños —le respondió Quidel escuetamente—. Solo de sueños.
Ahora era Cornelius el que estaba verdaderamente sorprendido, pero no quiso agobiar a Fritz. La expresión de su cara, normalmente huraña, parecía ahora triste y perdida.
¿Sería la preocupación por las mujeres lo que pesaba en su estado de ánimo? ¿O acaso estaba pensando en los muertos: en Richard von Graberg y en Tadeus Glöckner?
Cornelius sabía que Fritz era capaz de hacer cualquier cosa por su familia, pero desconocía qué persona le era más querida y qué cosas habría hecho por amor o por pasión, no solo llevado por su sentido del deber.
En silencio, aguardaron el amanecer. Las montañas se cubrieron de un color rosa cuando los primeros hilillos de luz se tejieron alrededor de sus cumbres.
—Esta tierra es muy hermosa —dijo Fritz en voz baja—. Y apenas nos damos cuenta porque solo miramos el suelo que tenemos bajo nuestros pies.
Cornelius se alegró de que partieran temprano, pero su tensión no alcanzaba a disminuir su cansancio. Una pesadez invencible caía sobre sus párpados. A veces cerraba los ojos y continuaba cabalgando a ciegas.
En cierta ocasión, estuvo a punto de quedarse dormido y, cuando se despertó sobresaltado, vio que los otros se habían detenido y apuntaban agitados a la lejanía. Al principio solo se veían unos puntitos negros y al final los puntos se convirtieron en siluetas. Era la primera vez, después de varios días, que volvían a encontrar seres humanos: conducían una caravana de mulas que venía de Argentina con un cargamento de sal.
Eso fue por lo menos lo que les explicaron los hombres que la llevaban, cuyas palabras tradujo Quidel.
—Se trata de comerciantes en son de paz —les dijo.
Pero Poldi no se dejó convencer tan fácilmente.
—¡De eso nada! —exclamó con un siseo de rabia—. Son pieles rojas y quién sabe lo que realmente se traen entre manos.
Entonces, se llevó la mano a la empuñadura del cuchillo de monte, pero Fritz se inclinó y le agarró el brazo.
—¡No es hora de jueguecitos ni de hacerse el héroe! ¡A nosotros no tienes que demostrarnos nada!
—¿¡A qué viene eso de demostrar!? ¡Yo solo quiero rescatar a las mujeres!
—¿Ah, sí? ¿Son las mujeres las que te interesan? ¿Cuál de ellas específicamente? ¿Se trata de veras de Magdalena, Katherl y Elisa, o más bien quieres demostrarle a Barbara lo valiente que eres? Pero no, tú no quieres demostrarle nada, lo que pasa es que no sabes qué hacer con tu impotencia, ahora que Tadeus está muerto y tú sigues casado con Resa. Eres tan transparente, Poldi. No creas que yo no sé…
—¡Cierra el pico! —lo interrumpió Poldi con rudeza. En cualquier caso, lo bueno fue que guardó silencio y no volvió a intentar sacar el cuchillo.
Quidel intercambió otras palabras con los hombres y entonces la caravana siguió su camino.
—¿Y bien? ¿Han visto a las mujeres? —le preguntó Cornelius ansioso. Estaba recuperado y fresco de nuevo.
—Hombre, aunque las hubieran visto, mentirían —dijo Poldi sin poder contenerse.
—En realidad no han visto a nadie —dijo Quidel—. Pero sí que saben de la existencia de una gran colonia de nativos. Está más o menos a un día de marcha de aquí.