Aparecieron como de la nada, desde todas partes. Tenían que acercarse a la colonia sin hacer ruido para de repente empezar a lanzar aquellos gritos terribles. Antes de que Elisa pudiera ver a los atacantes desconocidos, pensó que eran niños los que provocaban aquel ruido, no los suyos, claro, que todavía eran muy pequeños para eso, pero sí tal vez los niños de la colonia vecina, la de los tiroleses.
Pero entonces vio que el primer jinete venía hacia ellos y un instante después se encontró en medio de una marea de plumas. Delante de ella, un pollo sin cabeza dio sus últimos pasos antes de caer al suelo entre sacudidas. Los jinetes estaban masacrando a las gallinas una tras otra. Algunos asestaban los golpes con sus armas desde los caballos, otros lo hacían después de haber saltado de las bestias.
Al principio, Elisa no sintió miedo alguno, solo indignación por lo que les estaban haciendo a sus gallinas, las mismas que ellos le habían robado a Konrad y que habían transportado a través de la selva; aquellas cuyos huevos habían sido un manjar en los primeros y difíciles años y cuyos polluelos tanto quería Ricardo.
Cuando las plumas empezaron a llover sobre ella, aún no se había dado cuenta de qué estaba sucediendo realmente ni por qué. Aquellos hombres pegaban gritos y destruían todo lo que caía en sus manos: ya no solo mataban gallinas, sino también gansos y patos, y lo hacían con las caras deformadas por muecas de ira y odio.
Elisa conseguía pensar a duras penas. «Cuánta carne —se dijo cuando, sin entender nada, vio aquellos animales muertos—. Cuánta carne. Jamás podremos comérnosla toda, se pudrirá, qué lástima…».
El clamor fue creciendo y al cabo fue reemplazado por unos silbidos estridentes que sonaban como gritos de guerra. Elisa creyó que le iban a reventar los oídos, pero de repente todo quedó en silencio. No porque aquellos hombres hubieran dejado de gritar. Ella veía sus bocas abiertas, veía cómo las patas de los caballos revolvían el polvo del suelo. Pero el impacto había hecho que su sangre palpitara con tal fuerza que se quedó sorda para todo lo demás, insensible, rígida, sobre todo cuando se vio obligada a presenciar cómo los jinetes se apartaban de las aves de corral y empezaban a pisotear los campos de trigo. En vano… Todo lo que habían hecho había sido en vano.
¡Cuántas horas de trabajo quedaban destruidas de un solo pisotón! Horas en las que habían ido ganando terreno a la selva, quemando las raíces y evacuando los restos calcinados; horas de labor con el arado, preparando el suelo para sembrar trigo, patatas y verduras en aquella tierra abonada con cenizas. Horas que pasaron viendo con orgullo cómo crecía el cereal, a la espera del momento en que pudieran cosecharlo con la hoz, dejando los mazos sobre el campo abierto. Este año la cosecha prometía ser tan buena como en los anteriores y de esa manera iban a quedar compensados todos los esfuerzos: los dolores de espalda, las manos llenas de callos y ampollas, la piel curtida por el sol.
Pero ahora todo había sido en vano… En vano.
Con todo, mayor que la preocupación por la cosecha destruida era el horror que Elisa sintió cuando vio que el humo se elevaba ante sus narices. Soltó un grito. Era el primer sonido que escuchaba por encima del rumor de su sangre. Elisa se dio cuenta de que algunos de aquellos jinetes llevaban antorchas en las manos: primero prendieron fuego a los graneros y a las alacenas, luego a los establos. Y más penetrante y horrorizado que su propio grito era el mugido de las vacas.
Entonces, por fin, pudo liberarse de su rigidez. Se dio cuenta de que tenía un cubo lleno de agua en las manos. «La vajilla de Annelie», pensó. Había ido hasta el lago en busca de agua para poder lavar juntas la vajilla…
Apresuradamente, Elisa quiso lanzarse con el cubo contra el fuego, apagarlo como pudiera y salvar de algún modo al ganado, pero inmediatamente se vio en el suelo, con el agua fría salpicándole las piernas. No había tropezado, tal y como había creído en un primer momento. Una sombra se le había acercado, la había derribado y ahora estaba encima de ella. Pero no, no era una sombra, era uno de aquellos hombres de pelo largo y piel oscura. Finalmente, el hombre la levantó de un tirón y se la echó a la espalda. Elisa gritó, pataleó, dio golpes en todas direcciones. En algún momento debió de propinarle a aquel hombre uno que le causó dolor porque a continuación el indio la dejó caer. Elisa se dio con el hombro contra el suelo y tuvo la sensación de que se había roto todos los huesos.
—¡Elisa!
Apenas había conseguido incorporarse cuando vio que su padre venía hacia ella, con las manos en alto, blandiendo amenazadoramente una hoz; sí, su padre, quien a menudo se mostraba tan parsimonioso; el melancólico Richard, cuyo poco afán de trabajo se atribuía, indulgentemente, a una enfermedad, y no a la holgazanería. Ella misma, sin ir más lejos, lo había defendido varias veces y, en silencio, se preguntaba atormentada por qué su padre no le preguntaba nunca cómo estaba, por qué aceptaba agradecido que le hubiera dado unos nietos, pero sin pensar jamás en los sacrificios que ella había hecho para tenerlos. Sin embargo, ese mismo hombre no dudaba ahora en empuñar una hoz —una igual a la que ella había empleado tantas veces— para salvar a su hija aun a riesgo de su propia vida.
—¡No! —gritó Elisa.
Ella vio venir el caballo mucho antes que él; el jinete se dirigió a Richard, pero no detuvo la bestia cuando llegó a donde estaba su padre, sino que le estrelló algo contra la cabeza mientras pasaba por su lado. Elisa no había visto qué era; solo que la fuerza con la que asestó el golpe había bastado para romperle los huesos.
Brotó un líquido de color rojo y, aunque en ese instante Elisa ya supo que su padre no iba a sobrevivir a esa agresión, Richard von Graberg no cayó, sino que se mantuvo erguido momentáneamente. Sus miradas se encontraron: la de él era una mirada despierta, mucho más despierta que la que había exhibido en los últimos años. No había dolor ni espanto en ella, no había discordia ni aquel vacío de indiferencia que tanto dolor le había causado a Elisa; solo había orgullo y amor: y los había en abundancia, como si su padre nunca hubiera tenido que luchar demasiado para mostrar tales sentimientos.
Entonces Richard von Graberg se desplomó.
—¡Papá!
Elisa quiso correr hacia él, pero no pudo. Unas zarpas la agarraron por detrás y le oprimieron las muñecas para luego tirar de ellas y colocárselas a la espalda. Amargamente, Elisa intentó defenderse con gritos y patadas. Pero la fuerza implacable de aquella sujeción no disminuía.
—¡Auxilio! —gritó la mujer, pero sus energías mermaban—. ¡Auxilio! Pero…
De repente la mujer enmudeció. No lejos del lugar donde estaba su padre y donde ahora se extendía un charco de sangre, Elisa vio escabullirse a Annelie.
Huía hacia una de aquellas fosas cavadas en el suelo en las que guardaban las patatas.
Primero, se hundió en ella todo lo que pudo y, luego, asomó la cabeza repentinamente y miró con ojos temerosos hacia donde estaba su hijastra. Toda la resistencia que Elisa estaba oponiendo a su agresor se paralizó. Con cada fibra de su cuerpo intentó hacerle una señal a Annelie para indicarle que no se moviera y que no acudiera en su ayuda. Porque, además, Annelie no estaba sola. Llevaba a Ricardo en brazos, que se retorcía y gritaba llamando a su madre. Elisa vio que Annelie le tapaba la boca con la mano al chico para atenuar los gritos y luego terminó agachándose para esconderse en el fondo de aquella zanja donde estaba a salvo.
Elisa se sintió tan aliviada al saber que Ricardo estaba bien protegido que se dejó arrastrar por su agresor. Solo después de haber avanzado varios pasos, cuando ya pensaba que en cualquier momento aquellos tirones harían que los brazos se le desprendieran, cuando sus piernas estuvieron cubiertas hasta las rodillas de rasguños sangrantes, volvió a ofrecer resistencia.
Sí, Ricardo estaba a salvo, pero ¿dónde se habían ocultado sus otros dos hijos?
De nuevo, empezó a dar patadas a su alrededor y por un instante su propósito pareció tener éxito: el agresor la soltó y ella entrevió una cara marcada por una cicatriz, sobre la que caía el pelo negro recogido en trenzas. Pero en cuanto Elisa, arrastrándose, se hubo alejado un poco del hombre, este la agarró y ahora le ató las manos con unas cuerdas. Lo hizo con tal firmeza que ella perdió la sensibilidad de los dedos. Ya apenas podía ver nada, pues desde los establos se elevaba una nube de humo espesa y penetrante, y fue entonces cuando se dio cuenta de que las vacas ya no mugían. ¿Las habrían puesto a buen recaudo o se habrían quemado?
El hombre arrastró a Elisa hasta donde estaba su caballo. Allí el aire aún no estaba infectado por el humo y Elisa pudo ver con claridad hacia donde estaba la escuela, que aún no había atraído la atención de los agresores.
En su fuero interno, rezó para que aquello siguiera siendo así porque entonces vio que Jule y Christine habían ido a ocultarse dentro del edificio. O mejor dicho, solo Jule se escondió, mientras Christine se alejaba precipitadamente de la casa. Pero no llegó demasiado lejos. Apenas había dado unos pasos cuando Jule salió corriendo tras ella, la agarró y la obligó a regresar. Las dos mujeres abrían la boca desmesuradamente. Se gritaban la una a la otra como no se había visto antes en ninguna de sus peleas. Elisa no podía entender lo que se decían, solo vio que Jule había conseguido imponer su criterio y que había podido llevar a Christine tras una pared protectora.
Las dos mujeres estaba bien resguardadas; sin embargo, cuando Elisa volvió la cabeza, un escalofrío de terror recorrió todo su cuerpo. Una vez más todo en ella enmudeció, también se acallaron los estridentes gritos de los agresores y el crepitar de la madera al quemarse, solo quedó el latido de la sangre que fluía por su cuerpo. Lukas yacía en el suelo, estaba inmóvil, como su propio padre muerto.
—Lukas… —Su boca dio forma a las sílabas del nombre de su marido, pero en ese instante el hombre la arrojó sobre el lomo del caballo y solo vio que la tierra daba vueltas y que se había levantado polvo y sintió que su cabeza se bamboleaba por encima del suelo.
—Lukas…
El hombre tiraba frenéticamente de las riendas de su caballo y, cuando Elisa consiguió por fin erguirse un poco, se dio cuenta de cuál era el motivo de la prisa. Hasta ese momento los atacantes habían tropezado con muy poca resistencia, pero ahora esta empezaba a organizarse. Por fin llegaba la ayuda: Barbara, Poldi, Fritz, Andreas, Tadeus y un par de hombres de los pueblos vecinos, todos armados, con lo primero que pillaron a mano: hachas, machetes, hoces, ganchos. Elisa vio que uno de ellos derribaba de su caballo a uno de los agresores y lo golpeaba.
—¡Los niños! —le gritó Elisa a Barbara—. ¡Ve a ver qué pasa con mis hijos!
No estaba segura de que su voz se hubiera oído en medio del vocerío de la lucha. Ya no pudo gritar nada más. El hombre la golpeó en la cabeza, se montó sobre el caballo, detrás de ella, y aguijó a la bestia con más impaciencia que antes.
«Este hombre no llegará muy lejos —confiaba Elisa—, las vallas lo obligarán a detenerse». Las vallas… Esas vallas que habían ido construyendo con tanto esfuerzo, a base de troncos y ramas. Sin embargo, el hombre continuó galopando, sin parar, sin que ningún obstáculo se lo impidiese. Probablemente, él y sus hombres habían derribado las vallas antes de irrumpir en el pueblo.
«Pero Fritz y Poldi —se consolaba pensando Elisa—, Fritz y Poldi los harán detenerse… O Lukas…».
Pero no, Lukas yacía allí… Inmóvil como su padre, Richard. ¿Estaría muerto también?
Con más intensidad aún que el griterío, se oyó ahora cómo entrechocaban cuchillos y hoces. Elisa buscó por última vez a Lukas con la mirada, pero no lo vio, lo que vio allí tumbado fue otro cuerpo empapado en sangre: era Tadeus Glöckner.
«¡Dios mío! ¡Están matando a todos los hombres!».
Eso fue lo último que pensó. Entonces recibió otro golpe en la cabeza, puede que dado con la intención de que se estuviera quieta por fin. Y esta vez fue tan violento que su mundo se hundió en la oscuridad.
Cuando Elisa volvió en sí, todavía yacía atravesada sobre el lomo del caballo. Cada paso que el animal daba le provocaba un dolor fortísimo en el estómago. No sabía qué era peor, si las ganas de vomitar que sentía o el dolor en el pecho que le cortaba el aliento.
Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para alzar la cabeza. Primero no vio nada, solo los pies de aquellos hombres desconocidos que calzaban unas sandalias de cuero polvorientas. Con un gemido consiguió seguir alzando un poco más el cuerpo y entonces vio el cabello largo y trenzado que a aquellos hombres les caía sobre la espalda, sujeto por unas cintas plateadas, y también vio que vestían coloridos ponchos de largos flecos. Había alguno que tenía una cinta de cuero sobre la frente, otros llevaban unos pañuelos.
Los hombres mantenían las miradas tan fijas en el camino que apenas se dieron cuenta de la suya. Todos los gritos se habían acallado y las caras de los agresores ya no estaban deformadas en aquella mueca de odio. Aunque iban vestidos con unas ropas extrañas, no eran distintos de cualquier hombre. Nada parecían tener en común con aquellos monstruos que habían atacado la aldea un momento antes, que habían destruido los cultivos y prendido fuego a los establos y que, a continuación, habían agredido a su padre, a Tadeus Glöckner, a Lukas…
Cuando el recuerdo de aquel horror retornó con toda su fuerza, las lágrimas rodaron por las mejillas de Elisa. Ella dejó caer de nuevo la cabeza, vencida por unos mareos aún más intensos y por aquella sensación de horror.
De repente, no lejos de ella oyó una risa, un sonido claro, cálido, con el que no había contado en aquella situación miserable.
—¿Katherl? —se le escapó.
Una vez más alzó la cabeza: en efecto, era la hija tonta de los Steiner, a la que también habían arrojado sobre un caballo y a la que no parecía molestarle en absoluto aquel rudo trato. Y Katherl no era la única prisionera. La mirada de Elisa se cruzó con los ojos inexpresivos, casi apagados, de Magdalena.
—Magdalena…
Los mareos y los dolores eran cada vez más insoportables y, cuando Elisa dejó caer la cabeza, de nuevo todo se volvió negro a su alrededor. Cuando despertó, ya no estaba sobre el caballo, sino sobre un suelo arenoso. Un aliento cálido la golpeó en la cara y sintió que una mano le acariciaba la mejilla. Se sobresaltó dando un grito y empezó a lanzar golpes a su alrededor para resistirse al agresor.
—¡Elisa! —Una voz familiar la hizo detenerse—. Elisa, soy yo.
«Magdalena… —pensó—. También se han llevado a Magdalena…». Elisa dejó caer las manos. Magdalena estaba sentada junto a ella y no lejos de ambas estaba Katherl, que seguía riendo con más fuerza que antes, como si aquella estrafalaria excursión le pareciera divertida. Elisa sintió un dolor punzante en las sienes. Se llevó las manos a la cabeza y sintió que tenía una costra en el pelo: sería lodo, o quizá sangre.
—Los niños… ¿Qué ha pasado con los niños? —preguntó con voz apagada.
—Están bien —respondió Magdalena en voz baja. Su mirada era todavía inexpresiva, era como si aquello por lo que estaban pasando no le importase nada—. He visto cómo Barbara los escondía.
—Pero ¿y mi padre…? ¿Y Lukas…? ¿Y Tadeus…? ¿Están todos muertos?
Magdalena se encogió de hombros.
—No lo sé.
Elisa echó un vistazo a su alrededor. Los caballos la miraban con ojos impávidos. Los hombres, en cambio, estaban inclinados sobre un manantial situado no muy lejos de aquel claro en que habían parado a descansar. Al escuchar el rumor del agua, Elisa cobró conciencia de lo secos y agrietados que tenía los labios, pero no se atrevió a llamar la atención y pedirles agua a aquellos hombres.
—¿Adónde nos llevan? ¿Qué se proponen hacer con nosotras?
—No lo sé…
Magdalena cerró los ojos y empezó a murmurar algo; probablemente buscaba fuerza en una oración como hacía a menudo. Katherl, por su parte, no paraba de reír.
Jule se incorporó y se frotó los codos doloridos. Aunque había pasado la última hora escondida hecha un ovillo en el interior de la escuela, tenía la sensación de haber recibido todos y cada uno de los golpes que les habían asestado a los demás pobladores. Lo había observado todo a través de las rendijas, por lo menos mientras no tuvo que contener a Christine a la fuerza para que no corriera a ayudar a los demás. La resistencia de la mujer había aflojado pronto y ahora no hacía más que mirarla con gesto de reproche.
—Casi me rompes los huesos —gruñó Christine.
Jule se encogió de hombros:
—Claro, tú habrías preferido que te los rompieran los mapuches, y no yo, ¿no es cierto?
Christine no respondió, sino que soltó un grito y se precipitó afuera. Cuando Jule la siguió, vio a Lukas en medio de los campos destrozados. Las dos habían visto cómo los mapuches golpeaban a Richard, pero no que también habían alcanzado al hijo de Christine. Mientras esta última se agachaba junto a su hijo, Jule aprovechó para buscar a otras víctimas.
No lejos de la escuela vio a Poldi y a Barbara arrodillados uno al lado del otro. Primero pensó que habían sido el horror y el nerviosismo lo que los había hecho hincarse de hinojos, pero enseguida vio que allí, ante ellos, yacía Tadeus, con las extremidades cruzadas de modo poco natural, con los ojos abiertos e inertes. No tuvo ni siquiera necesidad de examinarlo para saber que estaba muerto. También Poldi y Barbara parecían haberlo comprendido, pero no se sentían capaces de decir palabra alguna ni de hacer ningún movimiento.
Tras ellos estaban Lu y Leo, pero no eran los niños despiertos y ávidos de aventuras que ella conocía, sino dos críos asustados que se agarraban de las manos y primero miraban fijamente al fallecido Tadeus con una expresión de desconcierto y luego observaban a su hermano Ricardo, que lloraba en brazos de Annelie, la cual estaba saliendo con él de un agujero cavado en la tierra. Ricardo gritaba desesperado llamando a su madre.
Barbara se sacudió la rigidez que la atenazaba y se levantó de golpe.
—¡Los niños no deberían ver esto! —les dijo con energía y, a continuación, se llevó a Lu y a Leo lejos del muerto y tomó a Ricardo en brazos. Quiso acariciarle la frente, pero el chico empezó a dar golpes a su alrededor y continuó clamando a gritos por su madre.
Jule se volvió hacia los otros dos niños, Lu y Leo.
—Id a la escuela y no os mováis de allí hasta que alguien vaya a por vosotros.
No pudo asegurarse de que los chicos la obedecían, pues un instante después oyó un sonoro sollozo y entonces Annelie se le lanzó al cuello y se aferró a ella con la fuerza de una persona que se está ahogando.
—Richard… —balbuceó—. Richard…
Jule suspiró y por unos minutos toleró aquel abrazo, hasta que la cercanía de un cuerpo extraño le resultó excesiva y apartó a Annelie con suavidad y firmeza a la vez.
—Richard está muerto…
Los sollozos de Annelie se hicieron más roncos y, finalmente, cesaron; pero ella no era la única que lloraba: también Resa y sus hijas; Resa, porque acababa de ver a su padre muerto, y las niñas, porque solían llorar todo el tiempo.
Jule frunció el ceño con enfado y ya se disponía a enviarlas a la escuela cuando Poldi vino hacia ella. Hacía un minuto estaba agachado, inmóvil, junto a Tadeus, pero ahora se había levantado y le gritaba algo a su mujer:
—¿Ni siquiera puedes ocuparte de que esas niñas mantengan la boca cerrada?
Al escuchar aquel tono poco habitual en su padre, las chicas se callaron; Resa, en cambio, miró a su marido con los ojos muy abiertos. Jule había presenciado en más de una ocasión cómo Poldi criticaba a Resa, pero jamás le había visto gritar a su mujer de aquel modo. Pareció lamentarlo enseguida, pues empezó a morderse los labios con inquietud.
—Lo siento…
Poldi se volvió entonces hacia donde estaba Barbara, que no se mostraba afligida por el marido muerto, sino que seguía luchando con el pequeño Ricardo, que lloraba a más no poder.
—Lo siento mucho —repitió, pero esta vez no se dirigía a su mujer, sino a su suegra. Barbara bajó la cabeza y entonces huyó con Ricardo en dirección a la escuela.
Jule se acercó al sitio donde yacía Lukas. Christine estaba agachada junto a él, con la cabeza hundida en el regazo. A Lukas le temblaban los párpados, respiraba débilmente y tenía una herida en la nuca de la que manaba sangre.
Jule se inclinó un poco y le dio unos golpecitos con el dedo corazón en la frente y en las sienes. El sonido que provocó era seco.
—¿Qué haces? —la increpó Christine.
—Pretendo comprobar si le han roto el cráneo.
A Lukas le temblaron los párpados de nuevo, pero en esta ocasión abrió los ojos. Tenía la mirada vidriosa y durante un rato tuvo que batallar para poder decir algo. Entonces las palabras salieron de su boca:
—Elisa… ¿Dónde está Elisa?
Jule no respondió.
—¡Llénate la boca de aire, infla las mejillas! —le ordenó con rudeza.
—¡Bueno! ¡Deja que primero se tranquilice! —le vociferó Christine.
Lukas hizo lo que se le había ordenado e infló las mejillas. Jule pareció estar satisfecha con el resultado.
—Si el aire no sale, es que el cráneo no está roto. De todos modos, no debería levantarse. Alguien debe llevarlo hasta la casa, allí podré examinarle mejor la herida.
Jule alzó la mirada y comprobó que a su alrededor se había formado un pequeño círculo; Annelie se enjugó las lágrimas de la cara; Fritz y Andreas, que acababan de librar aquella enconada lucha contra los mapuches, miraban fijamente al herido, desconcertados.
—¡Qué hacéis ahí parados! —los amonestó Jule—. ¿No habéis oído lo que he dicho? ¡Llevadlo dentro de la casa!
Fritz asintió y arrastró a Andreas consigo, por lo visto, iban a buscar una parihuela para usarla como camilla.
Annelie murmuró algo.
—¿Qué dices? —la reprendió Jule también a ella.
—Hay que preparar el entierro de Richard —respondió ella en voz baja—. Cuando alguien moría en nuestra familia, se preparaba un asado de ternera y albóndigas…
Jule resopló.
—Lo del asado puedes ahorrártelo —le dijo Jule—. Las vacas ya están crujientes. Además, ¿para quién pretendes cocinar? Aquí están todos muertos o desaparecidos.
Los hombros de Annelie se estremecieron y la mujer empezó otra vez a sollozar. Christine fulminó a Jule con la mirada:
—¿Tenías que decírselo de ese modo?
Solo un instante después, comprendió lo que las palabras de Jule significaban. Con nerviosismo, miró a su alrededor y las comisuras de los labios le empezaron a temblar.
—Magdalena… Katherl… Elisa…
Cuando mencionó el nombre de Elisa, su voz sonó aún más desesperada.
—Dios mío, ¡se han llevado a mis hijas!
Fritz regresó con Andreas y colocó un tablón junto a Lukas para colocarlo sobre él con cuidado.
—No te preocupes, madre —dijo, y su voz sonó fría a causa de la rabia—. No te preocupes. Las traeremos de vuelta.
Cornelius estaba de pie, horrorizado, delante de los establos destruidos. Las casas habían quedado intactas, pero las patas de los caballos habían arrasado los campos, y las vacas se habían achicharrado; a las gallinas les habían cortado las cabezas o las habían matado a golpes. Habían saqueado o destruido todas las alacenas y solo la propiedad de los Mielhahn había quedado ilesa.
Demasiado tarde; había llegado demasiado tarde.
—¿Me llevas a casa? —le había preguntado antes Greta y, como siempre, él no había podido eludir su deseo. Hacía tiempo que Greta era una mujer adulta, pero cuando Cornelius la miraba, solo veía a la niña asustada de ojos abiertos como platos que, aquella vez, en el barco, había llevado a su hermano herido hasta donde estaba el médico de a bordo borracho. No siempre podía barruntar lo que pasaba por la cabeza de Greta, y mucho menos cuando la joven ponía aquella extraña sonrisa que no le confería a su cara una expresión cálida y amable, sino que se la deformaba como si se hubiese puesto una máscara. Sin embargo, Cornelius tenía a veces la vaga sensación de que ella era la única que se alegraba de corazón por el hecho de que él viviera allí en la colonia, la única por quien él podía hacer algo bueno.
Cuando llegaron finalmente a la casa, ella pareció asustarse de repente y miró a su alrededor en todas direcciones.
—Viktor no debe saber que yo estaba allí… con ellos —dijo la joven en voz baja.
Cornelius no preguntó nada. No quiso saber por qué Viktor evitaba a los otros colonos ni cuál era el castigo que le aplicaba a su hermana cuando esta no lo obedecía. En varias ocasiones había intentado averiguarlo, pero Greta o no le respondía o se iba por la tangente.
A Viktor no se lo veía por ningún sitio.
—¿Puedo dejarte sola? —le había preguntado Cornelius. En la casa de los hermanos Mielhahn siempre se sentía incómodo. Aquella casa, sin adornos y siempre sucia, no era tan confortable como las demás y le recordaba más bien aquella horrible habitación que le había alquilado a Rosaria y en la que había vivido con su tío.
—Ah, por favor —le había rogado Greta—. Quédate un poco más.
Y por eso había permanecido allí, un poco de mala gana, incluso cuando empezaron a oír los gritos y las pisadas de los caballos, primero algo atenuados, de modo que uno no los tomaría por un ataque, sino por los ruidos de una alegre fiesta. Al menos así lo creyó Greta y por eso se mantuvo impasible. Pero luego, en medio del griterío, escuchó una voz, una voz desesperada y llena de pánico.
Era Elisa.
Elisa gritaba clamando auxilio. Y él estaba tan seguro de ello que ni siquiera cogió su chaqueta, sino que se precipitó fuera de la casa.
A lo largo de la ribera del lago se habían trazado unos caminos con troncos de árboles; estos se clavaban unos encima de otros y luego se unían con unos tablones y a veces se los dotaba de unas rejillas. Con uno de esos maderos tropezó él en su apuro y estuvo a punto de caer al lago.
Pero la prisa no sirvió de nada. Cuando llegó, el silencio ya se había cernido sobre los campos destrozados y sobre los graneros… y sobre los muertos.
No sabía cuánto tiempo había pasado allí, sin moverse, contemplando aquella estampa de destrucción; solo sabía que, en algún momento, Quidel había aparecido a su lado, sin hacer ruido, sin llamar la atención, como emergido de la nada.
—¿Por qué? —balbuceó Cornelius—. ¿Por qué han hecho esto?
—Yo intenté detenerlos, pero ellos no me escucharon.
—Pero ¿por qué lo hacen? —preguntó otra vez Cornelius.
—Probablemente los haya movido la venganza.
—¿Venganza por qué? ¡Nosotros no les hemos hecho nada!
Quidel dijo simplemente:
—Muchos hombres de mi pueblo han muerto violentamente.
Cornelius sabía a qué se refería. Había oído historias acerca de otros colonos alemanes que ahorcaban a los mapuches arbitrariamente cuando estaban convencidos de que estos les habían robado ganado. Pero lo peor para ese pueblo eran los esfuerzos constantes de los españoles por delimitar sus territorios. Mucho tiempo atrás, la región de Río Bío-Bío se consideraba el límite entre ellos y los mapuches, pero cuatro años atrás, habían cruzado la línea de repente, y habían erigido puestos fronterizos en la Araucanía.
A raíz de esto, Mangin, un líder mapuche, había llamado a un levantamiento y el general Saavedra, el gobernador de la región, aprovechó la ocasión para crear mal ambiente en contra de los mapuches, así que instaló más puestos militares y colonias a lo largo de los ríos Malleco y Toltén y aplastó toda rebelión de un modo sangriento.
Un sonoro lamento lo sacó de sus pensamientos. Era Christine Steiner, que lloraba y se golpeaba el pecho con desesperación.
«Mis hijas… Se han llevado a mis hijas. Y a Elisa. También a Elisa».
Cornelius se lanzó sobre ella.
—¿Elisa? ¿Qué le han hecho a Elisa? —gritó.
Fritz Steiner lo miró, sus ojos parecían los de un muerto. Fue entonces cuando Cornelius vio a su hermano Lukas, que yacía ante ellos. Lukas, el marido de Elisa.
—¿Está… está…?
—Está vivo —dijo Fritz escuetamente; seguía teniendo la mirada vacía—. Por lo visto, solo han atacado nuestra colonia. Los tiroleses oyeron el ruido, pero los mapuches no fueron donde ellos. Es raro…
Al igual que Fritz, Cornelius tampoco le hallaba a aquello ni pies ni cabeza.
La colonia de los tiroleses estaba a una media hora de camino de la suya. En invierno, los caminos apenas eran transitables, pero ahora, a finales del verano, los mapuches habrían podido llegar perfectamente a caballo, si lo que verdaderamente les importaba era vengarse de los blancos, y no —como empezó a pensar Cornelius— vengarse únicamente de los Von Graberg, de los Glöckner y de los Steiner. De todos modos, él no podía entender cómo era posible que aquellas familias hubieran merecido tanto odio por parte de los indios.
Pero no era el momento de reflexionar sobre los motivos que habían impulsado a aquellos hombres, sino más bien sobre las consecuencias de sus actos.
—Las mujeres… —Agitado como estaba, su voz era balbuceante—. Las mujeres… Tenemos que…
—Regresaremos con las mujeres —dijo Fritz acabando la frase—. Y tú —dijo señalando más allá de Cornelius—, tú nos acompañarás.
Cornelius se volvió hacia Quidel, que lo había seguido en silencio.
—¿Adónde podrían haberlas llevado? —preguntó.
Quidel se encogió de hombros.
—No estoy muy seguro. Esos hombres no pertenecían a ninguna tribu en concreto, por lo menos ninguna que yo conozca. Emplearon un dialecto extraño. Tal vez ni siquiera sean oriundos de Chile, sino de Argentina; muchos de mi pueblo viven en la ladera este de los Andes. Eso significaría que se marcharon a través de Peulla, en dirección al paso de los Andes.
—Pero ¿qué podrían hacer con ellas? ¿Crees que las…, que las matarán? —Apenas pudo pronunciar aquella palabra.
—No, no lo creo. Antes, cuando los mapuches secuestraban a las mujeres de los españoles, lo hacían para ponerlas a trabajar para ellos, pero no para matarlas. ¡Tenemos que seguir el rastro, yo puedo descifrarlo!
Cornelius asintió, agradecido, pero, antes de que pudiera decir nada, sonó a sus espaldas un estridente grito de protesta. Se dio la vuelta y vio que Poldi se abalanzaba sin más sobre Quidel y lo cogía por los hombros. Lo sacudió de un modo brutal.
—¡Maldito hijo de puta! ¡Tú eres uno de ellos! ¿Qué haces aquí? Has estado espiando para ellos, ¿verdad?
Con el estoicismo de siempre, Quidel aguantó aquellas rudas maneras, pero Cornelius se interpuso y empujó a Poldi con brusquedad.
—¡No digas estupideces! —lo increpó—. ¡Es como si te culparan a ti de las fechorías cometidas por el tal Konrad Weber!
Poldi lo miró fijamente, pero a Cornelius le daba la sensación de que el joven no lo veía ni lo escuchaba.
—¡Maldito! —gritó Poldi, y se zafó de Cornelius para echarse de nuevo sobre Quidel. A causa de la rabia, los ojos parecían salírsele de las órbitas—. ¡Eres un maldito!
—¡Ya basta!
Antes de que Cornelius pudiera proteger a Quidel por segunda vez, Fritz intervino. Con el puño pegó un golpe en el pecho de su hermano más joven y lo obligó de ese modo a retroceder.
—¡Basta! —le dijo con un siseo.
A diferencia de Cornelius, Fritz sí que logró hacerlo entrar en razón. Aquella rabia desapareció de los ojos de Poldi y dejó sitio a la desesperación. El joven apretó los puños.
—Pero… —empezó a decir, y su voz sonaba desamparada como la de un niño.
—Nada de peleas —dijo Fritz escuetamente—. Sin la ayuda de Quidel no tendremos posibilidades de encontrar a esos hombres ni de salvar a Elisa, a Magdalena y a la pequeña Katherl. Tú, Poldi, vendrás con nosotros, con Cornelius, con Quidel y conmigo; los seguiremos. Y para eso tenemos que estar unidos. ¿Me has entendido?
Poldi no dijo nada y apretó aún más los puños, pero finalmente asintió.
—Bien dicho —Cornelius corroboró las palabras de Fritz—. Tenemos que estar unidos.