Todos los colonos se habían reunido delante del edificio que más tarde haría las veces de escuela. Todos habían hecho su aportación, ya fuera en forma de madera, de clavos, de herramientas o brindando su propia mano de obra. Y ahora había llegado el momento de contemplar aquella obra llenos de orgullo, y la más orgullosa de todos era Jule, que se disponía a pronunciar un discurso. Por lo menos así lo había anunciado, aunque en un principio no dijo nada, sino que esperó un rato, tal vez con la intención de disfrutar cada instante, porque un sueño largamente acariciado se había hecho realidad, o tal vez porque de ese modo dejaba que se acallaran los murmullos y podría empezar a hablar cuando se hubiera hecho silencio.
Elisa veía que aquel era un propósito inútil: jamás había silencio entre ellos, mucho menos con la cantidad de niños que los rodeaban, la mayoría de los cuales no podían estarse quietos, los suyos menos que ninguno.
Finalmente, Jule se dio por satisfecha con que por lo menos los adultos le prestaran atención y empezó a pronunciar sus solemnes palabras:
—No somos los primeros alemanes en Chile que fundan su propia escuela. Tampoco somos los primeros que consideran que transmitirles a las siguientes generaciones nuestra propia habilidad para leer y escribir es sumamente importante. Pero tal vez sí somos los primeros habitantes de una colonia tan pequeña como la nuestra en permitirse el lujo de tener una escuela como esta.
Entonces, Jule miró el edificio con satisfacción. Estaba formado por un salón enorme en la planta baja y una pequeña recámara encima, en la que ella iba a vivir a partir de entonces. Elisa no podía evitar la sospecha de que era eso lo que más le interesaba a Jule, lo que más ilusión le hacía, más aún que la propia escuela: poseer su propio hogar, no tener que compartir casa con nadie. La soledad era para Jule un bien muy preciado. Si estaba en compañía de demasiadas personas, se volvía más gruñona y hosca que de costumbre.
—Hace ocho años —continuó la mujer— se fundó en Osorno la primera escuela alemana, y le siguieron varias en Melipulli (que ahora se llama Puerto Montt), en Valdivia y, hace poco, en La Unión. Es decir, en los lugares más poblados, la gente puede darse el lujo de emplear a maestros formados para tal fin. Aquí tendréis que daros por satisfechos conmigo. —Su voz no dejaba lugar a dudas de que no solo se consideraba capacitada para llevar a cabo esa labor, sino que se tenía por la mejor—. También es cierto que nuestra escuela no está tan bien equipada como las de otros lugares, y ni siquiera tenemos encerados. Pero, de todos modos, hay que decir que disponemos de sillas y mesas suficientes. —Al decirlo, dedicó a Lukas una mirada de agradecimiento, ya que había sido él quien las había fabricado; no obstante, su mayor elogio no estuvo dirigido a él—. Y sí que tenemos, sobre todo, una cosa: mapas para colgar en la pared —dijo, y continuó—: Y eso hay que agradecérselo a una persona.
Jule se dio la vuelta y Elisa siguió el trayecto de su mirada, aunque, como siempre, verlo a él le provocaba un dolor punzante.
Cornelius estaba de pie, con la cabeza algo baja, detrás de Jule, pero no muy lejos. Desde que se había encontrado con ellos siete años atrás, se había unido a la comunidad como un miembro que llamaba poco la atención. Era aceptado por todos, pero no a todos les caía bien. Elisa sabía que trabajaba duro y que cultivaba su propia parcela con laboriosidad y, puesto que había recibido poca tierra —por ser un hombre soltero y sin hijos—, tampoco tenía demasiados campos de cultivo. Cornelius no se quejaba del trabajo ni se jactaba de él, la mayoría de la gente lo consideraba un labrador esforzado, pero no un campesino auténtico. Lo miraban con ojos benévolos y condescendientes, no amistosos, lo que enfadaba bastante a Elisa, si es que aquella mujer se permitía ya, a esas alturas, sentir algo por él. Cornelius, por lo menos, tenía a Quidel, su fiel amigo. Pero el mapuche se había revelado como un compañero inconstante que desaparecía a menudo por espacio de varias semanas. Tampoco ese día Elisa lo había visto asomar por allí.
—Tal vez deberías decir tú algunas palabras, ¿no te parece? —dijo Jule animando a Cornelius—. Esta escuela te debe a ti tanto como a mí.
Cornelius se apresuró a negar con la cabeza.
—Yo solo he prestado mi ayuda como todos los demás. Es tu sueño, el sueño por el que tú tanto has luchado.
—Y para el que tú has dibujado, en una labor abnegada, un montón de mapas.
En efecto, en las paredes de madera del nuevo edificio colgaban un mapa de Alemania, uno de Europa y uno de América del Sur.
Hacía varias semanas que Elisa se había enterado de que Cornelius iba a ser el encargado de dibujarlos; se lo había contado Christl, que, ante Elisa, solía pronunciar su nombre a la ligera, ya que no sabía nada del dolor profundo que asolaba a su cuñada. Sin embargo, hasta hoy, Elisa no había podido ver aquella obra admirable.
Elisa sintió que una mano la agarraba. Alzó la vista y vio que Lukas, que estaba de pie a su lado, le sonreía. «¡Qué estúpido ha sido mirar a Cornelius de un modo tan llamativo!», pensó.
Por el momento, no sabía si Lukas conocía o no ese desgarramiento interior que consistía en desear que Cornelius se quedara allí para siempre y, al mismo tiempo, querer que se marchara de nuevo. Ella hacía todo lo que estaba a su alcance por apartarse de su camino, pero vivía para disfrutar de los escasos momentos como este, cuando lo tenía cerca.
—La escuela ha quedado bonita —le murmuró Lukas.
Elisa se apresuró a asentir.
Cornelius seguía negándose a completar el discurso de Jule, de modo que esta última volvió a tomar la palabra y habló del gran valor que tenía la educación. Elisa no escuchó aquellas palabras. Para no tener que ver más a Cornelius, su mirada se deslizó hacia los niños que asistirían a esa escuela, en especial hacia sus dos hijos mayores.
El primero llevaba el nombre de su padre, Lukas, pero para diferenciarlos, todos lo llamaban Lu. El segundo se llamaba Leopold, como su tío —que también era su padrino—, y todos lo llamaban Leo. Habían venido al mundo con una escasa diferencia de tiempo y se parecían como hermanos gemelos no solo en estatura y aspecto, sino también por su manera de ser: habían tardado bastante en aprender a hablar y eran bastante parcos en palabras; miraban a sus padres con curiosidad mientras estos trabajaban y muy pronto empezaron a ayudar en las labores. Les encantaba recorrer la selva y empezaron a hacerlo en cuanto aprendieron a caminar, y también les gustaba excavar en la tierra durante horas. El día anterior habían descubierto los restos de recipientes y molinos de mano, utensilios que tal vez pertenecían a aquellos indios que habían habitado a orillas del lago Llanquihue mucho antes de que los colonos alemanes llegaran.
Elisa estaba agradecida de que estuvieran tan apegados y de que fueran tan independientes, y también le extrañaba un poco que no parecieran necesitar nada. En realidad, era harto comprensible, pues ella siempre había tenido muy poco tiempo para ellos. Tras los partos, se había recuperado rápidamente. Como hacían las chilenas, envolvió a sus hijos, todavía lactantes, en unas telas que se colgaba al cuerpo cuando salía a trabajar al campo y, cuando se volvieron muy pesados, los dejaba en el suelo, como también hacían las madres chilenas, para que los chicos aprendieran a caminar por su cuenta. Nadie tenía tiempo para enseñarles. Y antes de que pudiera darse cuenta, los dos críos de regordetas mejillas se habían convertido en unos mozos larguiruchos que se las apañaban para desenvolverse en el mundo sin su ayuda. La sonrisa melancólica de Elisa se volvió cálida cuando observó a su tercer hijo, que se aferraba a su falda.
Llevaba el nombre de su abuelo, Richard, pero todos lo llamaban Ricardo, pues muchos de los colonos se habían ido acostumbrando a llamarse por la variante española de sus nombres de pila. Elisa no estaba segura de por qué lo quería a él más que a sus hermanos mayores: quizá porque, en el año en que Ricardo nació, la cosecha tuvo excedentes por primera vez y ella tuvo más tiempo para el chico; o quizá porque era demasiado pequeño como para jugar con sus hermanos mayores y por tal razón parecía algo perdido muchas veces.
Elisa le acarició el pelo. A diferencia del cabello de Lu y Leo, que era duro como las cerdas de un cepillo, el de Ricardo era muy suave. No había transcurrido demasiado tiempo desde que el agua bendita había humedecido su cabecita en el bautizo; y el encargado de la ceremonia había sido Cornelius, a quien, tras su llegada, Christine y Jule habían designado pastor de la comunidad. A fin de cuentas, su tío había sido pastor, y esos lazos familiares podían sustituir la formación que Cornelius nunca había llegado a tener. Él había declarado a voz en cuello que no era digno de ese cargo, pero Jule le cerró la boca con brusquedad, de modo que al hombre no le quedó otro remedio que ceder.
—Aquí solo cuenta que alguien tenga habilidades para hacer algo, y no cuánto tiempo lo ha estudiado —le había dicho Jule—. ¿Acaso aquí no somos todos maestros y veterinarios, farmacéuticos, carpinteros y sastres?
A ella, sin duda, lo que más le gustaba era dar clases.
Elisa reprimió el recuerdo del bautizo de Ricardo —que había sido tan bonito como doloroso, sobre todo el momento en que Cornelius sostuvo en brazos a su hijo más pequeño— y volvió a prestar atención a la voz de Jule, que estaba hablando precisamente de los niños a los que iba a dar clases. Después de los nombres de Lu y Leo, se mencionó el de Jacobo, el hijo de Christl, la cual se había casado con Andreas Glöckner unos meses después de que su hermano Poldi contrajera nupcias con Resa, la hermana de aquel. Christl solo tenía palabras elogiosas para su marido y lo alababa como el más trabajador de todos los hombres de la colonia y el único que, a fin de cuentas, sabía tocar la armónica; sin embargo, a veces su boca se torcía en una mueca y, de repente, todo el brillo desaparecía de sus ojos. Los espíritus que le daban la vitalidad parecían despertar únicamente cuando podía maldecir a Viktor con voz estridente y rabiosa.
En ese momento, Jule mencionó los nombres de las hijas de Poldi y, al decirlo, les echó una mirada severa: una de ellas protestó, otra soltó una risita y la tercera gritó. Resa había dado a luz a sus hijas una tras otra, tan rápido como Elisa a los suyos. Pero mientras que los hijos de esta última se habían ido educando unos a otros y sabían cómo comportarse en cada caso, las chicas de Poldi y Resa (Frida, Kathi y Theres) se pasaban la vida lloriqueando y peleándose, se mordían y pellizcaban o se tiraban de los pelos. Nadie lo reconocía, pero todos se alegraban de no tener cerca a aquellas chicas, incluso su abuela Christine, a la que le gustaban los niños y adoraba reunir a su familia en torno a ella; incluso ella se alegraba de que las niñas no estuvieran. Elisa tuvo que dominarse para no poner los ojos en blanco de impaciencia, algo que Jule hizo abiertamente cuando mencionó en voz alta a los niños de la vecindad tirolesa y anunció:
—Magdalena Steiner asumirá la educación religiosa de los niños.
Había un tono de burla en su voz, con lo cual daba a entender que no consideraba que esa parte de la educación fuera demasiado significativa.
Los demás, en cambio, asintieron con gestos de aprobación. Lenerl se había destacado hasta ese momento por mantener vivas algunas tradiciones religiosas: en los últimos años, ella se había ocupado de que el día seis de diciembre Santa Claus y su siervo Ruperto acudieran a donde estaban los niños y les regalaran un árbol de Navidad, que en aquel país se hacía con un mañío, no con un abeto. También se ocupaba de que el Jueves Santo los niños visitaran a sus padrinos y de que estos les hicieran regalos. El Domingo de Pascua escondía huevos que intentaba pintar de colores con la ayuda de Annelie, aunque hasta entonces no lo habían logrado, ya que los huevos siempre salían con un color ocre o marrón y jamás mostraban color verde, azul o rojo.
—Y de las clases sobre la vida de los animales y las plantas se ocupará Fritz —continuó Jule—. A él le debemos, a fin de cuentas, todo lo que sabemos sobre la flora y la fauna de aquí.
La mirada de Jule ya no era burlona, sino que mostraba un sincero respeto. Elisa dirigió la mirada hacia su cuñado. Era el único de los Steiner que no se había casado y Elisa no recordaba haberlo visto sonreír en los últimos años. Nadie trabajaba más duramente que Fritz y tampoco nadie se mostraba tan rápido y solícito cuando se lo necesitaba. Siempre remolcaba consigo a su padre, el paralítico Jakob, y se ocupaba incansablemente de su madre y de sus dos hermanas solteras. Pero, con cada mes que pasaba, parecía mostrarse también más duro consigo mismo y con los demás, más egoísta e inaccesible. Elisa sospechaba que, en su fuero interno, era muy infeliz; un par de semanas atrás había dicho algo al respecto en voz alta por primera vez:
—Aquí, soy yo el que se ocupa de todo y de todos, pero ¿de mí quién se ocupa?
A Elisa no le dio la impresión de que aquella queja fuera dirigida a ella, sino de que, casualmente, había sido ella quien la oyó.
—¿A qué te refieres? —le había preguntado.
—Lukas se siente feliz cuando puede trabajar la madera y hacer muebles. Y a Poldi le encanta hacerse el holgazán, pero se siente orgulloso cuando está trabajando en el campo o en los establos. Sin embargo, Elisa, ¿sabes una cosa? No estoy nada orgulloso de mi trabajo. Solo lo hago porque es necesario. Pero no es algo que me guste hacer, no me nace del corazón.
—¿Y qué es lo que te gustaría hacer?
Él no lo expresó, del mismo modo que ella jamás admitía el dolor que sentía por lo de Cornelius. Pero es probable que Fritz supiera algo de sus sentimientos por aquel igual que ella sabía de la pasión de Fritz por las ciencias naturales, pasión que antes había podido cultivar en el museo de Stuttgart y a la que ahora solo podía dedicar tiempo cuando iba a Valdivia a buscar cerveza. La cerveza la continuaba produciendo Carlos Anwandter, que además de la fábrica era dueño de una farmacia y sabía mucho sobre hierbas y plantas, un tema sobre el que le encantaba departir con Fritz Steiner.
—En fin —dijo Jule concluyendo su discurso. Todos suspiraron con alivio, pues no estaban acostumbrados a estarse de pie, quietos, durante tanto tiempo; Resa, en especial, se sintió más que aliviada, pues ya apenas conseguía sujetar a las fierecillas de sus hijas—. Bueno, ya he hablado bastante y vosotros habéis estado ahí de pie suficiente tiempo. Ahora deberíamos celebrar como se merece el hecho de que dispongamos de una escuela propia.
Como siempre, Annelie los invitó a un banquete, pero, a diferencia de lo que hacía antes, cuando, casi en un acto de magia, sacaba algo de la nada, hoy la mesa puesta al aire libre estaba a punto de doblarse bajo el peso de los muchos platos.
Para esa ocasión festiva, habían sacrificado casi una docena de reses. Annelie había adobado la carne con aceite y hierbas aromáticas y la había puesto a asar en la parrilla, al igual que el cordero rebozado con harina. De guarnición había mazorcas de maíz dulce y patatas, calabaza y judías.
En un caldero enorme situado junto a la parrilla, se cocinaba un guiso de cebollas, zanahorias y paca, un roedor que tenía una carne sumamente tierna y que se podía cazar sobre todo en las proximidades de los grandes lagos. Esto último era algo que todos tenían que admitir, hasta los que en un principio no habían querido probarlo porque no lo conocían. En otro caldero, Annelie había puesto a hacer una sopa de pescado con anguilas, mero de agua dulce y mucho ajo, y, además, en una sartén se freían unos huevos.
Desde su tercer aborto, la mujer de Richard no había vuelto a intentar hacer una tarta de ruibarbo, pero había empezado a emplear las moras que uno de los inmigrantes de las últimas expediciones, un tal Adolf Ellwanger, había traído hasta el lago de Llanquihue. Y no menos imprescindible para aquellas gruesas y jugosas tartas que tanto les encantaban a los niños era algo que había traído otro inmigrante, Heinrich Wiederholz, que había sido el primero en criar abejas en el sur de Chile, con lo que introdujo la producción de miel. Annelie ya tenía su propia colmena, que se alimentaba sobre todo del néctar de las blancas florecillas de los ulmos y que no solo le proporcionaba una miel espesa y de color ámbar, sino también una cera de olor embriagador.
Como sucedía siempre, los ojos de Annelie brillaban mientras repartía los alimentos. Físicamente, el deleite por la comida era algo que no se le notaba mucho, pues seguía siendo muy delgada aun después de que los años de vacas flacas hubieran terminado; pero el placer de llenarles el plato a los demás sí que seguía siendo el mismo.
—¿Y quién se va a comer todo eso? —preguntó Elisa cuando su madrastra le entregó su ración.
Al parecer, a Richard, que llevaba una eternidad masticando su primer trozo de carne, se le pasó lo mismo por la cabeza. Si se tomara su apetito como rasero de su estado de ánimo, entonces no podría decirse que este había mejorado mucho desde aquellos primeros meses tan duros. Eso pensaba Elisa. Pero por lo menos en tomar cerveza de Valdivia sí que su padre se empleaba a fondo. Y más que los jóvenes, Richard tenía cierta proclividad a beber más allá de lo que la sed le pedía, y no porque quisiera emborracharse, sino porque la cerveza le recordaba su patria alemana. Cuando cerraba los ojos y se imaginaba que estaba allí de nuevo, viviendo en su antigua finca, parecía por un momento reconciliado con aquella vida en el extraño país, y lo mismo sucedía durante las horas que pasaba en compañía de sus nietos.
Elisa dejó el plato en cuanto se comió la mitad. Como la cerveza, la vajilla venía de Valdivia. No tenía muchas piezas, y la mayoría tenía que comer en platos comunes y corrientes hechos con bambú, pero aquel era el tesoro más preciado de Annelie, y ella misma había supervisado el peligroso traslado de las piezas: aquella fue la única ocasión en la que había salido de la colonia situada a orillas del lago.
Annelie contempló el plato de Elisa.
—¿Tú también has comido suficiente?
—¡Por supuesto! —se apresuró a contestar Elisa.
Annelie hizo una mueca dubitativa, pero antes de que pudiera decir nada, Elisa señaló hacia donde estaba la fogata.
—¿Qué está haciendo ella ahí? —se le escapó.
Annelie se dio la vuelta. Sin hacer ruido, como siempre, Greta se había acercado al sitio donde estaban reunidos los demás pobladores. Elisa no recordaba haberla visto, en los últimos años, caminando deprisa o hablando en voz alta. Greta siempre aparecía de repente, como salida de las entrañas de la tierra.
Y del mismo modo sigiloso en que se había aproximado, se mezcló ahora entre los pobladores de la colonia. No saludó a ninguno de ellos, sino que se dirigió directamente hacia donde estaba Cornelius.
Elisa oyó cómo él pronunciaba el nombre de Greta y, de pronto, instintivamente, sintió aquel dolor punzante al ver que el rostro de la joven se iluminaba y que Cornelius, solícito, le ofrecía de comer de su propio plato.
Elisa no vio si Greta aceptaba o no el ofrecimiento, ya que ambos le estaban dando la espalda, pero los dientes le rechinaron imperceptiblemente. En verdad, podía entender muy bien ese afán de Cornelius por mostrarse solícito y atento. Greta causaba la impresión de ser un pajarito caído del nido. Pero a Elisa le molestaba que la hermana de Viktor rechazara cualquier gesto afectuoso de otras personas, mientras que, cuando se los prodigaba Cornelius, aceptaba esos mismos gestos con su sonrisa más adorable. Sabía que no podía reprocharle eso a aquella mujer, sino que debía alegrarse de que por lo menos Greta confiara en una persona de la comunidad que no fuera el raro de su hermano. Sin embargo, cuando la vio hablando animadamente con Cornelius, con las mejillas enrojecidas, tuvo la sensación de que Greta se estaba comportando de un modo inadecuado, que tomaba algo que no le correspondía y que no merecía.
—¿Cómo ha conseguido eludir a su hermano? —dijo con amargura.
Lo normal era ver a los hermanos siempre juntos. Christl, con su lengua viperina, afirmaba que Viktor tenía a su hermana como esclava y que a veces le pegaba como antes hacía su padre, Lambert; pero Christl hablaba mucho cuando los días se hacían demasiado largos. Lo que sí era indudable era que, con los años, Viktor se había ido aislando cada vez más y solo se dejaba ver en ocasiones debido a la insistencia de su hermana. Llevaba años sin afeitarse, su barba crecía, llena de mugre, y ya le llegaba hasta el pecho; el cabello, por su parte, le caía hacia delante y le tapaba la frente. Las hijas pequeñas de Resa y de Poldi siempre se asustaban al verlo y Elisa podía entender muy bien esa reacción.
Annelie se encogió de hombros.
—Cornelius es el único que es amable con ella de todo corazón; no irás a reprochárselo.
—¿Acaso he dicho yo algo que indique que se lo reprocho? —le contestó Elisa. Pero en realidad lo que había tenido en la punta de la lengua era que incluso deseaba que Cornelius encontrara por fin una esposa. ¡En cualquier caso, de ningún modo podía ser Greta la mujer adecuada para él! Mucho más apropiada sería Lenerl, que desde hacía poco se negaba a responder cuando la llamaban por el diminutivo y obligaba a todos a que la llamaran Magdalena. Con esta, Cornelius leía a veces la Biblia, pero jamás se había mostrado con ella tan atento como con Greta.
De repente, un penetrante grito de «¡mamá!» sacó a Elisa de sus pensamientos. Ricardo tiraba de su falda y le mostraba un pedazo de carne dura que no podía masticar. Siempre se sentía molesto si algo no le salía bien, o si no le salía como quería, como cuando sus hermanos mayores lo molestaban o no era capaz de mantener su ritmo en las carreras, o cuando resbalaba y los pantalones se le cubrían de barro.
Elisa le apartó el trozo de carne, lo cogió en brazos y lo abrazó con fuerza. Lukas no sabía relacionarse muy bien con su hijo más pequeño y lo consideraba algo débil, debido a que siempre se estaba quejando. Elisa, por el contrario, siempre se mostraba conmovida cuando su pequeño ponía aquella carita de desesperación y a menudo sentía que el chico era el encargado de manifestar lo que a ella le oprimía el corazón y debía permanecer oculto por prudencia.
Hoy la pena de Ricardo no se prolongó mucho tiempo. Al cabo de un rato, empezó a insistir para que su madre lo soltara y, cuando esta por fin lo hizo, corrió hacia donde estaba su abuela. Normalmente, los ojos de Christine brillaban al ver a sus nietos, pero, aunque esta vez le abrió los brazos a Ricardo, no le prestó demasiada atención.
Desde que Jule había empezado a acariciar aquellos planes de fundar una escuela, Christine había estado de su parte, aunque no podía admitirlo abiertamente, o solo lo había hecho en muy contadas ocasiones. No se cansaba de soltar sus pullas; y del mismo modo incansable, Jule seguía encontrando placer en llevarle la contraria.
—Bueno, ha llegado el momento —gruñó Christine—. Ahora nuestros niños pronto estarán en condiciones de leerles algo en voz alta a nuestras vacas. Esperemos que no por ello se olviden de cómo se las debe ordeñar.
—¿Es que acaso tú preferirías que de tanto ordeñarlas se les quede esa mirada estúpida que tienen las propias reses? —respondió Jule—. Aquí hay trabajo todavía para muchas generaciones, nadie se olvidará de cómo hacerlo. Pero de Alemania hemos traído más cosas que arados y bueyes, y eso debemos preservarlo.
—Pero lo asombroso es que seas tú precisamente la que pretenda educar a nuestros hijos; tú, que no te ocupaste de los tuyos, sino que decidiste abandonarlos.
—Si tienes miedo de que eche a perder a tus nietos, puedes sentarte en la escuela mientras esté dando clases para vigilarme.
—¡Bah! No sé qué podría aprender yo de ti. Aquí solo puede aprenderse algo usando las propias manos, no la mente.
—Pero no irás a negarme que es mucho mejor que la mente sepa qué hacen las manos.
—¿Y dónde queda el corazón en todo esto? No tengo la impresión de que te caigan bien los hijos de Christl, de Poldi y de Elisa. ¿Y ahora vas a pasar tanto tiempo con ellos?
—Créeme —le ladró Jule—; me gustaría mucho más dar clases a los adultos que a los niños, pero si tengo que hacerlo, me daré por satisfecha con la segunda mejor opción.
—¡Solo alguien como tú puede hablar así! ¡No sabes apreciar el mayor tesoro que hay en la vida: la juventud!
—Si ser joven significa lloriquear como las hijas de Poldi, soltando mocos, protestando y chillando, entonces prefiero ser una anciana prehistórica.
Ricardo dejó de luchar por arrancarle a su abuela una señal de afecto. Annelie, en cambio, se reía de aquellas dos gallinas peleonas.
—Imagínate —le dijo a Elisa—. Jule afirma que hace algún tiempo sorprendió a Christine leyendo un libro. Uno de esos libros que nos han llegado de Valdivia. Pero Christine, por supuesto, no quiere admitirlo.
Elisa se encogió de hombros. En lugar de seguir escuchando aquella larga pelea entre Christine y Jule, su mirada se deslizó nuevamente hasta donde estaban Greta y Cornelius, que seguían allí juntos, con familiaridad.
Al parecer, a Annelie no se le escapó aquella mirada.
—¡Ven! —le dijo a su hijastra. Mientras, Ricardo parecía haber captado al menos la atención de su abuelo Jakob, que lo sentó sobre sus piernas inertes—. Ayúdame a meter las cosas en casa.
Las ramas crujían bajo los pasos de Poldi, que avanzaba velozmente, se agachaba y miraba a su alrededor una y otra vez. Aunque no se veía a nadie a la redonda y aunque estaba seguro de que Resa no lo seguía, se sentía observado. Al principio de su matrimonio todo había sido muy diferente. Ella se pasaba todo el tiempo pegada a él, literalmente, y cuando él conseguía quitársela de encima para encontrarse en secreto con Barbara, Resa esperaba a que llegara y, con ojos recelosos, le preguntaba molesta:
—¿Dónde has estado?
Pero, entonces, ella había dado a luz a su primera hija y todo había cambiado. Había mujeres como Elisa, que se ataban a sus recién nacidos en un hatillo a la espalda y que, pocos días después del parto, ya estaban a pie de surco, trabajando en las labores del campo, llevando la vida de antes, con la única diferencia de que de vez en cuando tenían que parar para amamantar o cambiar a los pequeños. Y también había mujeres como Resa, cuyo universo entero se venía abajo con el nacimiento de un hijo. Ella había sufrido mucho durante todo el embarazo y se había quejado y, cuando por fin la primera hija llegó, se sentía siempre cansada, con demasiadas responsabilidades encima, y estaba siempre de mal humor. Trataba a Poldi como si este fuera una carga adicional para ella y, cuando su marido se marchaba de casa, se sentía muy aliviada.
Poldi se dio otra vez la vuelta; oyó un ruido entre la maleza, pero pensó que sería uno de esos coloridos pájaros que alzaba el vuelo hacia el cielo vidrioso. Sí, Resa no los estaba vigilando, los demás colonos estaban demasiado ocupados comiendo y bebiendo, pero, no obstante, debían protegerse de cualquier mirada curiosa.
En otra época, la ribera occidental del lago había estado desierta; había suficientes lugares solitarios donde encontrarse. Pero durante los últimos años habían seguido llegando al lugar más emigrantes alemanes. Los buques que los traían se llamaban Australia, Alfred, Fortunata y Reiherstieg. Un año arribaron solamente dos o tres familias, pero otro llegaron cien, y todas iban directas a la región del lago, donde se seguían entregando parcelas.
Entre la oscuridad de los árboles, Poldi se sentía algo más seguro, por eso empezó a caminar más erguido y aceleró el paso. No tardó mucho en llegar a un espacio cubierto y protegido por espesas ramas. Del último lugar en que se habían encontrado habían tenido que salir huyendo a toda prisa, cuando oyeron los pasos firmes y las voces de un grupo de hombres; hasta este sitio, sin embargo, nadie les había seguido el rastro nunca.
No tuvo que esperar demasiado. Escuchó la risa de ella a lo lejos. Barbara solía reír ahora mucho más que antes y lo hacía de un modo más estridente y espontáneo, y Poldi nunca estaba seguro de si ello era síntoma —como antaño— de su alegría de vivir, o de si aquella risa era provocada por su timidez y su complejo de culpa para con su malhumorada hija. De todos modos, ninguna de las dos cosas era suficientemente fuerte como para acabar con sus ansias de placer.
Sin decir palabra, él se arrojó sobre ella. Era raro que tuvieran tiempo para ponerse a charlar, para mostrarse cariñosos o simplemente para mirarse. Poldi se abrió el pantalón y ella se levantó la falda. Ya no había inseguridad entre ellos, ya no había aquellos tímidos tanteos, ni temblores ni estremecimientos. Hacía tiempo que sus cuerpos se conocían; ya no había extrañezas que superar, solo la avidez de satisfacer aquella lujuria, y lo más rápido que se pudiera, con la mayor intensidad.
Y solo cuando ambos se separaron, jadeantes, y se apoyaron en el tronco de un árbol, dejando enfriar sus cuerpos, se dijeron las primeras palabras.
—Cuando me alejaba del lugar de la fiesta, hace un rato, Jule me ha mirado de un modo muy extraño —murmuró Barbara.
Parecía agobiada, cosa poco habitual en ella, aunque lo cierto es que Barbara no solía revelar sus verdaderos sentimientos. Las alegrías de su amor secreto eran algo que ambos compartían, y con la carga que eso suponía, pues ella estaba engañando a su marido y a su hija, y él hacía lo propio con su esposa, si bien cada cual debía llevar su parte por sí solo.
—Jule mira a todo el mundo de ese modo. A decir verdad, por lo que parece, nos desprecia a todos.
—Bueno, no fue una mirada de desprecio, sino la de alguien que sabe algo… —respondió Barbara, y se encogió de hombros—. ¿Piensas que alguien se ha percatado de que los dos desaparecemos con regularidad? —le preguntó Barbara a Poldi finalmente.
Este último negó con la cabeza.
—No lo creo. A Tadeus siempre le ha dado igual lo que hagas, pienses o digas.
Barbara suspiró. Poldi sabía que su mayor preocupación era que Tadeus se enterara de su pasión secreta. Y aunque aquella vez a su marido no se le habían escapado las palabras de entusiasmo de quien más tarde se convertiría en su yerno y las había aceptado con un gesto entre generoso y sonriente, no parecía haber considerado en serio la idea de que aquellos sentimientos llevaran a Poldi a algo más que a ciertas miradas furtivas y algún que otro rubor de vergüenza; y mucho menos habría pensado que Barbara pudiera corresponder al chico.
Especialmente desde que Poldi se había casado con su hija Resa, Tadeus lo trataba como a todo el mundo: siempre con cortesía, con pocas palabras, y siempre juzgando con cuánta eficiencia la otra persona cumplía con sus labores diarias, sin intentar saber cuáles eran los anhelos, los deseos y las esperanzas que movían al otro.
—No —reafirmó Poldi—, estoy seguro de que Tadeus no sabe nada de lo nuestro. Y Resa se pasa todo el tiempo ocupándose de los niños.
Entonces Poldi se separó de Barbara y se abrochó los pantalones. Se examinó la cabeza pasándose la mano por el pelo para sacudirse las hojas y las ramas que se le habían enganchado.
—Tú… Deberías ayudarla más —murmuró Barbara.
—¡Bah! —exclamó Poldi con ligereza—. Ella no quiere. La casa es lo suyo y lo mío son las labores del campo. Y ella también lo ve así.
Barbara se quedó apoyada en el tronco del árbol.
—Y a ti eso te viene de maravilla, ¿no es cierto? Te da igual cómo se sienta. Lo principal es que no te endilguen trabajo extra.
—¿Me estás hablando como una severa suegra, como la madre que se preocupa por su hija? ¡Si lo fueras de verdad, no deberías estar aquí!
Aquel tono envenenado era muy poco habitual en él y, apenas dijo aquellas palabras, Poldi lo lamentó. A veces se machacaban el uno al otro, a veces discutían y a veces parecía que se odiaban.
Pero luego volvía a haber entre ellos momentos de tranquilidad, de sosiego, en los que pesaba más la idea de que no podrían seguir así por mucho tiempo. Entonces se miraban en silencio, se separaban y cada cual regresaba por su camino, decididos a no encontrarse más. Pero después, al cabo de no mucho tiempo, se sentían impelidos a reunirse de nuevo, movidos por la lujuria, por el deseo mutuo de tocar sus cuerpos, por el placer de hacer algo prohibido y secreto.
Barbara se mostró ofendida por un instante, pero aquel sentimiento no duró mucho. Se apartó del tronco del árbol, se acercó a Poldi y le acarició la mano. Tal vez lo hacía con la intención de apaciguarlo, pero él lo interpretó de otra manera. Aunque parecía que acababa de saciar su deseo, este despertaba ahora nuevamente. Con un jadeo, Poldi la agarró con fuerza y la empujó de nuevo contra el árbol. Le arrancó la ropa del cuerpo, tiró del escote y le dejó los pechos al desnudo. Poldi los agarró, pero de repente se detuvo.
Barbara se quedó petrificada bajo él. Ella también había oído el ruido. Ambos escucharon atentamente lo que venía del bosque.
—¿Qué es eso? —exclamó.
Se acercaban unos pasos, o mejor dicho, no eran pasos: era un trote, no parecía provenir de unos pies humanos, sino de caballos. La comunidad en la que vivían solo tenía tres caballos, un lujo impensable en los primeros años. Trataban aquellas bestias con sumo cuidado, nadie estaba autorizado a montarlas si no lo aprobaban todos. El ruido de cascos no parecía provenir de dos o tres animales, sino de toda una manada. Y fue entonces cuando oyeron el grito salvaje, estridente y furioso. No era un alarido emitido por un ser humano, sino por un grupo de animales enloquecidos.
—¡Dios mío!
Las miradas de ambos se encontraron y entonces echaron a correr. Mientras corría, Barbara se abotonó el vestido. Las ramas crujieron, el lodo salpicó, una llovizna cayó de los árboles. Al cabo de un rato habían atravesado el bosque y llegado al límite de los campos talados. Desde allí podían divisar las propiedades de los Von Graberg, la escuela de Jule —que estaba muy cerca— y la parcela de los Steiner, que lindaba a la derecha con la de los Von Graberg. Lo que no se veía era la casa de Greta y Viktor, situada en el extremo más exterior de la colonia. De los terrenos de los Glöckner, situados a la izquierda de los de la familia Von Graberg, solo podía verse el techo de la casa y de las posesiones de Cornelius —una estrecha franja de terreno entre las parcelas de los Mielhahn y los Steiner— únicamente se divisaba la valla.
El ruido de aquel trote de caballos hacía temblar el suelo; los agudos gritos les herían los oídos.
—¡Dios mío! —gritó de nuevo Barbara cuando vieron quiénes eran los jinetes que ahora rodeaban las casas y lo que llevaban en las manos.
Poldi se quedó petrificado, pero Barbara continuó corriendo; o por lo menos, lo intentó.
Después de haber dado algunos pasos, se le desató el vestido —que solo se había atado a medias—, tropezó con la tela y cayó rodando por la pendiente. Poldi se lanzó tras ella y se inclinó para ayudarla.
—¿Te has hecho daño?
—Dios mío… Están todos allí…
Por un instante, él no entendió a lo que se refería Barbara. Entonces recordó que todos los habitantes de la colonia se habían reunido en la casa de los Von Graberg para celebrar la inauguración de la escuela de Jule. Pero ya era demasiado tarde para alertarlos. Demasiado tarde.