CAPÍTULO 22

Cornelius había esperado que llegar a la colonia situada junto al lago iba a ser más fácil. Un hombre llamado Franz Geisse había querido construir tres caminos que rodearan el lago de Valdivia y condujeran hasta él: uno de ellos debía llevar desde el lado norte hasta el lado sur, otro desde Melipulli hasta Puerto Varas y otro desde Octay hasta Osorno pasando por Cancura. Todos aquellos eran lugares en los que ahora había grandes colonias de inmigrantes.

Sin embargo, Cornelius comprobó que los planes de Geisse habían fracasado, al parecer, porque, en largos tramos, la orilla era de maleza y selva, y resultaba imposible llegar al lugar de destino sin hacer uso de una embarcación.

Al final, Quidel pudo conseguir un bote y le explicó cuál era la mejor manera para llegar a la orilla occidental del lago.

—¿Y cómo es que conoces tan bien esa zona?

—Podemos manejar un hacha mejor que los alemanes —respondió Quidel.

Cornelius necesitó algún tiempo para interpretar el sentido correcto de aquellas palabras. Solo entonces comprendió que Quidel era uno de los hombres que Franz Geisse había contratado para construir aquella carretera, por un jornal de dos reales al día, tal y como el propio Quidel le contó, algo que, según sabía Cornelius, era un sueldo miserable. No era de extrañar que la gente no tuviera demasiadas ganas de trabajar ni que la construcción de aquel camino se suspendiera rápidamente, aunque algún que otro hombre lo atribuyó a la holgazanería de los mapuches, no al descaro de explotarlos de esa forma.

Quidel guardó silencio después de que subieran al bote, del mismo modo que había permanecido callado cuando Cornelius envió a su tío solo de vuelta a Alemania y regresó a Corral.

Pero tal vez eso tuviera su lado bueno. A Cornelius le resultaba más fácil lidiar con la terrible traición de su tío Zacharias si no tenía que hablar de ello. Todavía en el puerto, había tenido la sensación de que se iba a asfixiar a causa de la ira, se había abalanzado sobre su tío con los puños en alto y estuvo a punto de lanzarlo a aquellas aguas turbulentas del puerto. La cara pálida y asustada del tío lo hizo contenerse y, a la postre, también tuvieron su peso los reproches culpables que se hacía el pastor, la manera en que se despreciaba a sí mismo por haber orquestado aquella mentira para la que no había encontrado ninguna otra salida.

—¡Fuera de mi vista! —le había gritado Cornelius, y Zacharias se había marchado, en efecto, con los hombros caídos, sin siquiera darse la vuelta ni una vez.

Pero cuando se dio la vuelta para verlo, Cornelius ya no sentía odio alguno, solo una profunda tristeza por haber desperdiciado tanto tiempo y por haber apostado por un hombre incapaz de asumir la responsabilidad de su vida.

Desde entonces, intentaba no pensar en su tío. En vez de eso, se concentró en ahorrar un poco de dinero para no tener que aparecer ante Elisa en aquel estado de pobreza, como un mendigo.

—Yo te ayudaré —le había prometido Quidel, muy serio, cuando por fin pudo reunir lo suficiente.

Cornelius no estaba muy seguro del alcance de esa promesa. Si solo lo iba a acompañar durante el camino hasta aquella colonia de inmigrantes o si también lo iba a ayudar a labrarse un porvenir allí.

Se iban alternando con los remos y, aunque Cornelius ya estaba bastante acostumbrado al trabajo físico, pronto empezaron a dolerle los hombros. Pero le daba igual y menos aún le preocupó hundirse hasta los tobillos en el lodo cuando por fin, después de varias horas, atracaron en la orilla. Todo le parecía fácil desde que tenía un objetivo a la vista, desde que había leído una y otra vez la carta que Elisa le había escrito y desde que ya no tenía a su tío dándole todo el tiempo la lata con sus protestas.

Mientras cruzaban el lago, apenas había levantado la vista; ya en la orilla miró con respeto los enormes volcanes que orlaban el lado oriental del lago: el Osorno, que arrojaba su imagen blanca sobre el espejo azul que había a sus pies, y también las escarpadas laderas rocosas del Pichijuan. El agua soltaba un brillo verdoso allí donde la selva llegaba hasta la orilla. En el lugar en que Quidel atracó, las tierras cercanas a la ribera ya habían sido preparadas para el cultivo. En algunos puntos, se veían oasis de tierra de color marrón; otros terrenos estaban cubiertos de ceniza y, en otros, crecía aún la maleza y las raíces se extendían por encima de unos caminos apenas transitables. A lo lejos, Cornelius creyó ver una columna de humo que ascendía hacia el cielo.

Y antes de que pudiera ver las primeras casas, vislumbró la silueta de una persona. Esta se fue acercando, primero lentamente, con cautela, y luego cada vez más rápido. Cornelius creyó oír que un grito salía de su boca. ¿Había gritado su nombre?

—¡Dios mío! —se le escapó a Cornelius. Hasta ese momento había dudado de poder encontrar tan pronto la colonia—. ¡Dios mío! Conozco a esa chica… Es…

La joven se detuvo; a las claras, estaba esperando que él se acercara. Cornelius estuvo a punto de tropezar cuando echó a correr hacia ella. Muchos de sus rasgos le eran familiares, pero también muchos le resultaban irreconocibles.

Estaba muy delgada, como antaño, pero era mucho más alta; sus cabellos seguían siendo casi blancos, pero estaban más desgreñados. La ropa que llevaba puesta se le había quedado pequeña, era la de una niña: la falda apenas le llegaba a la rodilla y las mangas de la blusa solo le llegaban hasta los codos. Llegó hasta donde estaba y pudo verle bien la cara. Estaba pálida y tenía la piel tan delicada que las oscuras venas resaltaban en ella. A Cornelius le pareció que tenía un aspecto miserable, pero la sonrisa que mostraron sus labios le daba a sus rasgos cierto resplandor.

—¿Greta? —preguntó Cornelius.

La niña echó un vistazo por encima del hombro, como si tuviera miedo de ser sorprendida haciendo algo prohibido. ¿Vivirían ella y su hermano todavía bajo la fusta de su severo padre?

—Qué bueno que hayas regresado —dijo la joven en voz baja. Y así como sus palabras y su sonrisa no prometían otra cosa, su voz no sonó entusiasmada o alegre, sino inexpresiva.

—Nunca he olvidado cómo te ocupaste de nosotros en el barco —añadió la chica— aquel día en que nuestro padre golpeó a Viktor hasta hacerle sangrar.

Cornelius no sabía si extenderle la mano o abrazarla y se quedó tieso ante ella, ya que la joven tampoco hacía nada por superar aquella última distancia.

—Cómo has crecido, Greta, y estás tan… —Cornelius se interrumpió. Porque no, la verdad es que no estaba más llenita ni más fuerte que antaño.

Greta todavía sonreía, pero su sonrisa ya no tenía aquel brillo, sino que era una sonrisa triste. Y en ella se mezclaba otro sentimiento que él no sabía interpretar. ¿Burla? ¿Desprecio?

—Has venido para la boda, ¿verdad? —le preguntó ella.

—¿Qué boda?

—Viktor no quiere que yo vaya. Quiere que me quede con él. —La tristeza aumentó; al mismo tiempo, en la cara de Greta se vio un destello de triunfo que Cornelius no pudo explicarse. Sin poder entender, la miró de arriba abajo.

—Tampoco es que me importe mucho —se apresuró a decir Greta.

—¿El qué?

Aunque el sol estaba en su cenit y era un día claro y cálido, y aunque había sudado mucho mientras remaba, Cornelius, de repente, sintió frío.

—Bueno, es que Elisa se casa, ¿no lo sabías? Se casa con el segundo hijo de los Steiner, con Lukas. Creo que es el hombre adecuado para ella.

Ahora, mientras decía aquellas palabras que hacían trizas sus sueños, tenía un tono de sabihonda.

Sin embargo, al mismo tiempo, la tristeza no se borraba de su expresión, ni tampoco esa mirada de triunfo callado.

Cornelius corrió a la casa de los Von Graberg. No había iglesia, de modo que la boda se celebraría allí, y tampoco había un pastor, por lo que Tadeus Glöckner les tomaría la promesa de unión eterna. Eso le había dicho Greta. Y la chica había querido contarle más cosas, pero él había salido disparado, dejando atrás a Quidel, que apenas podía seguirle los pasos. Se le desgarró el pantalón cuando se quedó enganchado en una rama con espinas y las piedrecillas que se le habían colado en los zapatos le herían los talones con su filo. Pero Cornelius no prestó atención a nada de eso y no aminoró el paso hasta que oyó un murmullo de voces.

Quidel lo seguía. Greta, por el contrario, se había quedado en su propia parcela. Un momento antes no había nada capaz de detenerlo, pero ahora Cornelius apenas se sentía capaz de levantar un pie.

«No puedo destruirle este día, no puedo».

Fue el único pensamiento sensato que afloró en él. A ese no lo siguió ningún otro, ni ninguna decisión, solo un vacío, un profundo vacío, y al mismo tiempo la sensación de sentirse mágicamente atraído por aquella casa y por el grupo de personas que se había reunido delante de ella.

Entonces, se sacudió la rigidez que atenazaba su cuerpo y se acercó; la alta hierba atenuaba el sonido de sus pasos.

Reconoció la mayoría de las caras: los hermanos del novio, sus padres, el padre y la madrastra de la novia…

Todas las voces que llegaban hasta él sonaban alegres y eufóricas… Todas menos una.

—Otra mujer que se llevan al altar —oyó decir a aquella voz. Era Jule Eiderstett—. Y todo para que Christine tenga una criada y Richard tenga pronto un nieto. Aunque para ti lo que más cuenta es que el venerable marido esté satisfecho, no esta vieja.

—¡Deja ya de hablar así! —le dijo Annelie von Graberg con rabia contenida. En el barco, Cornelius la había visto casi todo el tiempo tumbada, exhausta, recostada en su marido. Pero ahora se la veía erguida; es verdad que tenía una figura demacrada, pero su postura era la de una mujer orgullosa.

—Hasta ahora únicamente había gastado sus energías en tu desconsolado esposo —comentó Jule, que no parecía tener intención de parar de molestar—. Pero eso, por lo visto, era demasiado poco. Ahora la chica también debe dedicarle al padre la alegría de su vida. Pero, por favor, eso es asunto tuyo, yo no me meto.

—¡Deja de hablar así! —repitió Annelie, esta vez alzando más la voz.

Algunos de los reunidos se volvieron hacia ellas y, en ese preciso instante, la mirada de Jule se fijó en Cornelius. Él sintió cómo se ruborizaba, como si fuera una desvergüenza aparecer justo en ese momento, aunque él no tenía la culpa, él no sabía que Elisa estaba a punto de casarse…

Jule tiró de la manga de la blusa de Annelie y señaló en dirección a él.

—A mí no tienes que aclararme nada, tesoro. Pero tal vez sí que tengas que explicárselo a ese joven.

Annelie abrió los ojos enormemente y palideció al verlo. Hasta mucho después, Cornelius no se preguntó por qué razón Annelie se había asustado tanto al verlo, pero en ese momento no le dio vueltas al asunto. El círculo se despejó. Y entonces vio a la novia… Y la novia lo vio a él…

A menudo se había imaginado ese reencuentro, sobre todo en las últimas horas, y había reflexionado sobre si pesaría más la familiaridad, si correrían ambos a ese mutuo encuentro para caer uno en los brazos del otro, o si predominaría la extrañeza porque habían estado tanto tiempo sin verse.

¡Como si Elisa pudiera ser nunca una extraña para él!

Ahora lo comprendía, pero no podía correr hacia ella y estrecharla entre sus brazos porque Elisa estaba de pie junto a su marido… Su marido.

¡Qué bella era! Sus cabellos, que ella jamás había conseguido domeñar, caían en rizos brillantes sobre su espalda. Una corona de flores rojas y amarillas reposaba sobre su cabeza. Su vestido era de un color gris oscuro; era sencillo, pero estaba impecable. El arco de sus labios estaba ligeramente abierto y sus mejillas mostraban un leve rubor; solo los ojos no eran los de Elisa. No había en esos ojos ni rastro de aquella curiosidad, de aquella mirada franca y cálida que lo había hecho sentirse tan vivo. Ella lo miró ahora tan fijamente que parecía estar ciega, parecía querer estar ciega.

El silencio se había extendido en torno a ellos; y una voz resonó sobresaliendo claramente del grupo. Magdalena Steiner, que era la única que no lo había visto llegar, se acercó a Elisa, le estampó un beso en la mejilla y dijo:

—Ahora eres mi hermana. Que Dios bendiga vuestra unión.

Ella dirigió su mirada a Elisa; a Cornelius no le quedó más remedio que contemplar al hombre que estaba al lado de la novia: Lukas Steiner, el chico que durante el viaje en barco había estado siempre a la sombra de sus hermanos, aquel del que casi no sabía nada. Poldi era atrevido y estaba sediento de aventuras, Fritz era serio y responsable, pero ¿cómo era Lukas?

Por lo menos parecía cortés, de lo contrario, no se le habría acercado sonriente ni le habría dado aquella amable bienvenida al huésped inesperado.

«Él ni sabe lo que está pasando —le pasó a Cornelius por la cabeza—. Se ha casado con una mujer sin saber a quién ama ella, a quién ha amado…».

Tal vez Elisa ya no lo amara, tal vez se había olvidado de él durante todos estos últimos años de duro trabajo.

Sabía que tenía que decirles algo a Lukas y a Elisa, pero no se sentía capaz de hacerlo.

Entonces otra persona habló en su lugar: era Poldi, el arisco chico del barco, que ahora era todo un hombre, de hombros anchos y muy alto. Su voz sonó como un chillido y tenía la mirada nublada.

—¡Y esta no va a ser la última boda del año! —anunció—. Le he preguntado a Theresa Glöckner si quiere casarse conmigo y ella ha aceptado ser mi mujer.

Por el rabillo del ojo, Cornelius pudo ver que Poldi atraía hacia delante a una joven de aspecto insignificante. Pero él no le prestó atención; ahora que Lenerl se había apartado de Elisa, él no podía dejar de mirarla. Pero ella, que hacía un momento lo había mirado fijamente, inmóvil, desesperanzada, con los ojos inertes, bajó la mirada. Vio que le temblaban las comisuras de los labios, pero que no dejaba de sonreír mientras aceptaba las felicitaciones de todos junto a su recién estrenado marido.