CAPÍTULO 21

Christl se miró con expresión de desdicha.

—¿De verdad tengo que ponerme estos harapos miserables para asistir a la boda de Lukas y Elisa? —exclamó con indignación.

En los últimos años había tenido que soportar con disgusto que su ropa se redujera a aquellos harapos, pero nunca ese disgusto había sido como en los últimos días. Era habitual que todos los colonos, sin excepción, llevaran las camisas manchadas y los pantalones y las faldas harapientas; entre ellos, la ropa de la propia Christl no llamaba tanto la atención. Pero ahora Elisa recibiría un vestido nuevo, confeccionado con el primer lino que habían tejido en las ruecas que ellos mismos habían hecho. ¡Y solo ella!

O por lo menos esa había sido la voluntad expresa de Christine, que al principio había provocado las lágrimas de Christl, quien luego, al ver que con las lágrimas no iba a conseguir nada, se puso a dar sonoros alaridos de rabia. Y después de haberse llevado una buena bofetada por eso, ya no se quejaba en presencia de su madre, pero sí que lo hacía, de forma más intensa si cabe, ante su hermano.

A Poldi, que desde hacía semanas andaba por ahí con cara malhumorada, aquello le resultó demasiado.

—¿A quién le importa tu aspecto en esa boda? —la increpó el hermano.

—¡Dios mío! ¿Es que no lo entiendes? —le replicó Christl—. ¿No recuerdas cómo eran las cosas antes, en nuestro país…?

En realidad, ni ella misma se acordaba de nada de lo que ocurría en su región de origen, en Wurtemberg.

Pero lo que Christl sí sabía era que en los días de fiesta las chicas solteras llevaban vestidos rojos para demostrarles a todos que todavía estaban libres. ¡Y ella quería un vestido rojo como aquellos!

—¡La que se casa es Elisa, no tú! —le dijo Poldi lacónicamente, y la dejó allí plantada sin más.

Y eso era precisamente lo que su madre le había reprochado. Era un día especial para Elisa, así que era ella la que merecía llevar el mejor vestido y recibir las mayores atenciones.

Christl suspiró resignada. ¿Por qué nadie la comprendía? ¿Por qué nadie quería entender que ella también deseaba casarse algún día? ¿Y cómo iba a atraer la atención de un hombre —de un hombre muy concreto, por cierto— si iba por la vida con esos harapos?

El único consuelo era que, aparte del vestido, no había muchas cosas por las que pudiera envidiar a Elisa. Aquel casamiento era, en realidad, un asunto bastante triste.

En su país, los días de boda, un gran carromato solía recorrer el pueblo cargado con todos los efectos de la dote. El carro iba acompañado de unos músicos y, finalmente, llegaba hasta la casa de la novia y esta tomaba asiento en él para luego ser acompañada por su padre hasta los límites de los terrenos de la familia, donde era acogida por el novio.

Aquí en Chile no tenían tal carro. Elisa no poseía siquiera un arcón para reunir en él su ajuar, pues, al fin y al cabo, lo cierto es que no tenía nada. Y en lo que sí había insistido mucho la madre de Christl era en que la novia llevara una corona de mirtos, como ella misma la había llevado en el pasado.

—¿Y habrá la misma variedad de mirtos aquí? —le había preguntado Annelie llena de duda.

Christl sonreía ahora con sorna al recordarlo. Elisa podía contar con algunos matojos con espinas y unas pálidas florecillas. Pero la risa de Christl desapareció cuando recordó también que su madre había insistido en mantener una segunda tradición: la de celebrar la despedida de solteros típica de su país.

¡Y en esa despedida a Christl le encantaría llevar puesto un bonito vestido!

—¡Qué voy a hacer! —soltó la chica con obstinación. Ya no había nadie a quien acudir con sus llantos, sus protestas y sus improperios, así que se alejó con paso firme de la casa de los Steiner a fin de, por lo menos, buscarse un acompañante para esa fiesta.

Y cuando llegó a su objetivo, se examinó las manos, que se había cepillado durante mucho rato, hasta que estuvieron limpias. Y esa mañana se había peinado también cuidadosamente y se había hecho unas trenzas con mucho esmero. Tenía más bien poco pelo y de un tono más desvaído que el de Elisa, pero tampoco era del todo feo.

Su corazón empezó a palpitar con fuerza, a causa de la agitación, a medida que se acercaba. La casa de los Mielhahn estaba en silencio y a ella le pareció algo descuidada. Las otras mujeres adornaban sus casas con lo poco que tenían a mano. Annelie, Christine y Barbara hacían cortinas y manteles, recogían flores y tejían alfombras. Sin embargo, ahora, cuando Christl echó un vistazo dentro de la casa de Viktor y Greta, no vio nada por el estilo.

En fin, cuando ella se convirtiera en la esposa de Viktor, haría que la casa resultase acogedora y en su boda llevaría un vestido mucho más bonito que el de Elisa. ¡Su madre se lo debía!

Christl se apartó de la ventana y llamó a la puerta. Se oyó el eco de los golpes, pero no hubo respuesta.

Christl frunció el ceño. ¡Había visto a Viktor yéndose a casa un poco antes! ¡Tenía que estar allí!

La joven llamó de nuevo y ahora lo hizo con tal fuerza que los tablones unidos a duras penas para hacer las veces de puerta crujieron amenazadoramente. ¡Otro enérgico golpe como aquel y se romperían! Molesta, Christl dio un paso atrás y en ese preciso instante oyó que, dentro de la casa, unos pasos se acercaban arrastrándose.

Christl esbozó una sonrisa. Pareció transcurrir una eternidad hasta que la puerta se abrió por fin: lo que quedó abierto fue un pequeño palmo y a través de él pudo reconocer la nariz de Viktor.

—¡Hola, Viktor! —le gritó Christl con cordialidad.

—¿Qué quieres? —le preguntó él hoscamente.

La sonrisa desapareció de los labios de Christl. Viktor era sin duda reservado e inaccesible, y eso era precisamente lo que hasta entonces a la joven le resultaba tan interesante: siempre había que establecer una lucha para arrancarle algo, como lo del baile en aquella fiesta. Después de aquello, ella lo había seguido algunas veces por el campo y hasta lo había ayudado en las labores y, cuando él le sonreía con timidez —lo cual, por lo demás, sucedía muy pocas veces—, ella se sentía suficientemente compensada. Y todo ello a pesar de que su madre y sus hermanos siempre la estaban molestando diciéndole que en casa nunca se esforzaba tanto. En su casa no había ningún Viktor al que quisiera impresionar y besar. Sí, hasta eso había hecho en una ocasión. O por lo menos lo había intentado. Solo que, antes de que los labios de Christl tocaran los del joven, este se había echado hacia atrás, asustado, y la había dejado allí plantada. ¡Esta noche, en cambio —y de eso Christl estaba segura—, no se le escaparía! ¡Esta noche él tendría que bailar de nuevo con ella y por fin lo besaría!

—¿Qué quieres? —le preguntó de nuevo Viktor.

Él la miró con ojos recelosos, como a una persona totalmente extraña.

Instintivamente, ella dio un paso atrás, pero luego se armó de valor y se mantuvo allí, con firmeza. Señaló algo a sus espaldas. En realidad, de la casa de los Von Graberg solo podía verse el techo a dos aguas, pero si uno escuchaba con atención, podía oírse algo del murmullo y de la música que ya estaba sonando.

—Te he dicho que mañana Elisa se casa con mi hermano. ¡Y hay baile otra vez! A decir verdad, es su último día de libertad.

A la joven Steiner se le escapó una risita nerviosa.

Viktor abrió la puerta y se detuvo en el umbral, pero no parecía tener intención de invitarla a pasar; su manera de estar allí de pie se parecía más bien a la de alguien que cree que de ese modo puede proteger mejor su morada de la llegada de un intruso. Allí estaba, firme, y tenía tal rigidez en la cara que esta parecía oculta bajo una máscara.

La risita de Christl se desvaneció.

—Pensé que querrías acompañarme… y que bailaríamos.

Ella bajó la mirada y entonces, cuando ya no podía ver sus ojos fríos, le resultó más fácil cogerle la mano, apretarla y atraerlo hacia ella.

El joven Viktor se puso aún más rígido.

—¡Suéltame!

—Pero ¿qué te pasa? Ya bailamos una vez, ¿no te acuerdas? Te lo pasaste bien; soy yo, Christl, y pensé que…

Christl se interrumpió. En la cara de Viktor no había comprensión ni familiaridad. No era solo que la estuviera mirando como a una extraña; él mismo se había vuelto de repente un extraño para ella. La decepción empezó a corroerla y entonces la rabia se volvió más tempestuosa. Ya tenía suficiente con no poder llevar un vestido bonito en la fiesta. Ya era bastante tener que renunciar a tantas cosas en aquel extraño país. Y bastante grave era también que siempre estuvieran dándole la lata con que tenía que trabajar más y más duro.

¡Ahora también tenía que soportar los cambiantes estados de ánimo de este extraño joven, esos constantes cambios que marcaban su forma de tratarla!

—¿Pero qué es lo que pasa contigo? —lo increpó Christl—. ¡Das un paso para acercarte a mí y luego das dos hacia atrás! ¿Por qué intentas alejarme siempre? ¡Pensé que te gustaba! ¡Pensé que nosotros dos…! —Christl volvió a interrumpirse—. ¿Es que no te gusto?

De sus labios brotó un chillido, que en nada se parecía a una risa, sino más bien a un gemido, a un sollozo.

Una vez más, ella se le acercó, le tomó la mano nuevamente y, claro, no se dio por satisfecha con ella. Entonces lo agarró por los hombros y, sencillamente, lo atrajo hacia sí, debatiéndose entre las ganas de tener su cuerpo más apretado contra el suyo y la repugnancia que la incitaba a apartarlo de ella, al verlo así tan estirado, tan seco, tan frío…

Y antes de que alguno de esos estados de ánimo pudiera dominarla, una sacudida recorrió el cuerpo de Viktor, que se separó bruscamente de Christl y estuvo a punto de caerse al suelo debido a la fuerza con la que lo hizo. Presa del pánico, se aferró al marco de la puerta, como si esa fuera su única salvación. Y cuando las vigas crujieron amenazadoramente, el joven se soltó y empezó a lanzar golpes a ciegas a su alrededor. No llegó a pegarle a Christl, que había retrocedido unos pasos. Ahora lo miraba perpleja, temerosa ante aquella danza grotesca que Viktor escenificaba, viendo cómo el joven apretaba los puños y pegaba patadas a su alrededor, como si ella hubiera estado planeando estrangularlo y él se hubiera visto obligado a defenderse con todos los miembros de su cuerpo.

—¡Has perdido el juicio! —le gritó ella—. ¿Por qué te comportas de ese modo? —La joven Christl pateó el suelo y, de repente, Viktor se tranquilizó. Su cuerpo parecía paralizado y a Christl eso le daba casi más miedo. Ella sacudió la cabeza—. ¿Acaso tengo necesidad de correr tras alguien como tú?

—¿Alguien como yo?

Su voz sonaba ronca.

—Tú no eres un hombre hecho y derecho, Viktor —le gritó ella—. Eres un… un…

No le vino a la mente ningún insulto, algo que se correspondiera con lo que pensaba de él. Pero de pronto cualquier posible sonido se le quedó atascado en la garganta porque entonces fue Viktor el que se abalanzó sobre ella y la agarró por las muñecas, y se las apretó tanto que se le entumecieron los dedos.

—¿Qué has dicho? ¿Qué me has dicho? —le gritaba él una y otra vez.

A Christl se le saltaron las lágrimas; no sabía si lloraba a causa del dolor, del miedo o de la rabia. Varias veces intentó en vano librarse de él, pero solo lo consiguió al cuarto o quinto intento. Cayó al suelo, rodó una vez sobre su propio eje. Rápidamente se incorporó, se le enredaron los pies y cayó por segunda vez. Cegada por las lágrimas, se levantó de nuevo. Cuando se dio la vuelta, vio que él no la seguía. Sollozando, regresó a su casa a toda prisa y, al llegar allí, comprobó que su vestido, ya de por sí bastante feo, estaba ahora cubierto de manchas de hierba.

Viktor se dio la vuelta; su respiración iba sosegándose y la agitación cedía. Solo la voz lo perseguía. Y esa voz le decía, una y otra vez: «No eres un hombre hecho y derecho, no lo eres, no eres un hombre…».

La voz fue perdiendo todo parecido con la de Christl Steiner y, de repente, empezó a asemejarse demasiado a la de su padre. «Eres un pusilánime, un cobarde, no vales para nada, eres un fracasado…».

Apenas llegó a la cocina de su casa, cayó de rodillas, sin fuerzas. Entonces, no sintió la mano que le tocó el cuello y se sobresaltó cuando Greta le preguntó en voz baja:

—¿Le has dicho que se fuera?

—Sí, sí, sí… —balbuceó él. Una imagen se alzó ante sus ojos: la de Christl trabajando con él en el campo, girando en círculos, mientras su falda se levantaba y él podía echar una rápida mirada a sus piernas desnudas. O la veía riendo a carcajadas, con una risa contagiosa. Y él también había reído, le gustaba verla así: al mismo tiempo, ella siempre le había dado un poco de miedo. Algún día —según temía en su fuero interno— ella lo vería tal y como él era en realidad. Un día ella lo insultaría como antes lo había hecho su padre y lo apartaría de su lado.

—¡No vamos a ir a esa fiesta de despedida de solteros! —ordenó él con rudeza—. ¡Yo por lo menos no voy! ¡Y tú tampoco irás! ¡No quiero!

La presión de la mano de Greta aumentó. Greta sabía quién era; sabía que no era un hombre hecho y derecho, que era un cobarde… O incluso sabía algo peor: ¡Qué era un asesino! Tenía las manos manchadas con la sangre de su padre.

Y no obstante, seguía a su lado.

—Me da igual que Elisa se case o con quién se case —dijo ella en voz baja.

—Si no te tuviera a ti… —dijo Viktor suspirando. Entonces se levantó y se apretujó contra su hermana. La voz aún no se había acallado.

«No eres un hombre de verdad, no eres un hombre hecho y derecho, no eres…».

¿Acaso hubiera sido capaz de matar a su padre si no fuera un hombre de verdad?

Tal vez sí que lo era, tal vez era un hombre, pero no para una chica como Christl Steiner. La risa de ella siempre le había parecido demasiado estridente. Y lo de llevar las piernas desnudas le parecía demasiada desvergüenza.

—Tienes que quedarte conmigo, Greta —balbuceó él—. ¡Tienes que quedarte conmigo!

Aunque Elisa todavía no llevaba puesto el nuevo vestido, pues estaba reservado para el día siguiente, Christine la estaba mirando ya con los ojos llenos de brillo. Ella había insistido en arreglar a Elisa para la noche de la despedida, y ahora la tomó por los hombros y la abrazó con fuerza.

—Estás preciosa, Elisa.

Elisa luchó para mostrar una sonrisa. Desde que le había dado el sí a Lukas, una profunda tranquilidad se había apoderado de ella. Se decía a sí misma que eso era exactamente lo que ella quería, que no deseaba continuar con aquella espera agotadora, que no pretendía seguir perdiendo fuerzas luchando, sino que por fin tenía la sensación de haber llegado. Sin embargo, en los últimos días se preguntaba a veces si la paz a la que aspiraba no era más bien una paz sepulcral, en la que ya no penetraba nada, ninguna risa, ningún canto, ningún color. No parecía que en la vida hubiera ya nada de eso, en ella solo había cabida para el deber y el buen juicio. Se resistía a esa idea, se decía que en el último año había tenido muchas alegrías, y sobre todo estaba la satisfacción por la manera en que conducía su vida, aun sin Cornelius, con Lukas a su lado, ese joven tranquilo, dulce, responsable. No obstante, a Elisa le costaba sonreír.

Christine se inclinó ligeramente y pegó su cara contra la de la joven.

—Ahora eres una de mis hijas, Elisa. Y eres la mejor de todas. Me puedo fiar de ti.

Elisa negó con la cabeza, pues aquella alabanza le parecía infundada. A lo mejor era cierto que ella era más trabajadora que Christl y más cuidadosa que Lenerl. No obstante, ¿compensaba esa verdad aquella otra gran mentira?

«Yo no amo a Lukas. Amo a otro —le hubiera gustado gritar—. Ya no puedo esperar más a Cornelius y si acepto a tu hijo es por esa única razón, no por amor. Me cae bien, lo aprecio, pero no me caso con él por amor».

Elisa se reprimió para no confesar aquello y, ante las siguientes palabras de Christine, sospechó que ni siquiera era necesario.

—En su momento, cuando acepté casarme con Jakob —empezó a decir su futura suegra expresando aquella duda que Elisa no se atrevía a pronunciar—, pensaba que era demasiado pronto, que aún no había disfrutado lo suficiente de la vida y que me merecía algo mejor que él. No es que mi Jakob fuera un mal hombre, pero cada vez que lo miraba sentía que algo faltaba. Y había algo que lo hacía todo más difícil: yo no sabía qué era eso que faltaba. Pero mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, había determinado que me casase con él, y lo hice. ¿Y quieres que te diga una cosa? No es siempre fácil tener un marido que no habla mucho y da pocas muestras de lo que siente, lo que quiere y lo que lo anima. Pero una se acostumbra y, llegado un momento, lo único que importa es que una puede confiar en él. Que una sabe que él está ahí y que se ocupa de ti, que lucha a tu lado para criar a los hijos y para poner suficiente comida encima de la mesa. Eso tiene mucho más valor que perseguir fantasías.

Elisa asintió, pero en su interior empezaba a desperezarse cierto amago de resistencia. ¿Acaso lo que ella sentía por Cornelius no eran más que fantasías que ahora la vida dura de Chile se encargaba de sacarle de la cabeza? ¿Y acaso él, de haberse convertido en su marido, no habría hecho también todo lo que hubiera estado a su alcance para ocuparse de ella y de sus futuros hijos?

Por un momento, apareció ante ella la imagen de esos niños: un grupo de niños ruidosos, alborotadores, que reían a carcajadas, al tiempo que se colgaban de su falda; sin embargo, no podía reconocer el rostro de ninguno, pues la imagen era demasiado vaga. La vida en Chile estaba sujeta al mismo ritmo. Nada cambiaría especialmente tras su boda con Lukas; los dos vivirían en la casa de los Von Graberg, eso estaba acordado, pero, cada vez que Elisa intentaba imaginarse su futuro, no aparecían imágenes en su mente, no había ni asomo de felicidad, solo un vacío.

Y ese vacío la perseguía incluso en sueños. Ya no se veía vagando por aquellas tupidas selvas, sino a través de una oscuridad innombrable; y ya tampoco sujetaba la mano de Cornelius, sino que estaba sola desde el principio. No era ya que lo hubiera perdido; era como si Cornelius no hubiera existido nunca. Al principio se despertaba de aquellos sueños gritando y llorando. En esos días abría los ojos y se sentía como si estuviera muerta.

—Elisa —le decía con insistencia la voz de Christine—. Estoy muy orgullosa de que seas mi hija.

Elisa volvió a asentir. Las lágrimas se le agolparon en los ojos, pero las contuvo antes de que empezaran a correr por sus mejillas.

—Echo de menos a mi madre. Annelie nunca pudo sustituirla realmente. Pero tú… —dijo, y se aclaró la garganta—; tú, Christine Steiner, eres digna de ocupar mañana su lugar.

Poldi escuchó aquellos sonidos y, sin querer, su pie derecho empezó a marcar el ritmo; y esa fue la única señal que lo traicionó. Por lo general, se prohibía siquiera pensar en ello, en cómo había bebido en aquella fiesta, en cómo había bailado y en cómo, finalmente, había entonado aquel canto de alabanza en honor de Barbara.

Nada en el mundo habría conseguido hacerle celebrar con Elisa y Lukas aquella noche de tortura ni reunirse allí con una Barbara que se mostraba fría y distante desde que él la había besado; una Barbara que ya no cantaba, mucho menos con él; una Barbara en cuyas mejillas ya no se abrían aquellos graciosos hoyuelos.

Y aún menos que con Barbara quería encontrarse con el generoso de Tadeus, a quien, por lo visto, a pesar de que normalmente era tan estirado y se reía tan poco, le parecía divertido que un chaval estuviera loco por su mujer.

Lo peor de todo, al cabo, sería ver a Resa, que siempre lo miraba expectante y que tal vez se estuviera preguntando en secreto si él solo se sentía atraído por su madre o si, por el contrario, era ella la que le gustaba. En las últimas semanas, él había hecho todo lo posible por reafirmar precisamente esa última impresión a fin de proteger la reputación de Barbara y su propio orgullo, pero hoy no se sentía capaz de hacer de tripas corazón para ponerse a cortejar a Resa.

Poldi se alejó rápidamente para no tener que seguir escuchando aquella música, el tumulto de voces, las risas. Tras unos pasos, se dio cuenta, sin embargo, de que él no era el único que no se sentía contagiado por el ambiente de fiesta ni el único que había sido expulsado de un mundo en el que todos parecían divertirse de lo lindo.

Christl y Fritz estaban sentados delante del granero, sobre una pila de leña, y tenían la mirada perdida, huraña, como si el acontecimiento del día siguiente fuese un entierro y no la boda de su hermano.

—¿Qué hacéis ahí? —les gritó Poldi.

Fritz alzó la vista y el enfado le dibujó unas arrugas en la frente.

—Has estado bebiendo —le dijo el hermano mayor.

Rápidamente, Poldi intentó esconder la jarra bajo la camisa, pero ya era demasiado tarde. Antes de que empezara la fiesta, había robado un poco del vino de manzana de Annelie y ya se había bebido la mitad.

—¿Y a ti qué te importa? —le respondió el hermano menor con obstinación.

Fritz sacudió la cabeza.

—Así son las cosas: cuando no me necesitáis, no puedo ni abrir la boca. Pero normalmente soy yo el estúpido que tiene que trabajar por todos y al que ni siquiera le dan las gracias.

El tono protestón era habitual en su hermano, no así el ofendido.

Poldi se dejó caer pesadamente sobre la pila de leña. Algunos trozos de corteza se desprendieron.

—¡Oye! —le gritó Christl malhumorada.

—Si no estás satisfecho con tu vida, no deberías aleccionarme ni reprenderme, lo mejor que puedes hacer es emborracharte tú también —gruñó Poldi.

Fritz se cruzó de brazos y apoyó la cabeza contra la pared de troncos del granero.

—Lo que debería hacer es largarme —dijo en voz baja.

Poldi no estaba seguro de haberlo entendido bien. Lanzó a Christl una mirada inquisitiva para ver cómo había acogido su hermana las palabras del primogénito, pero ella estaba demasiado ocupada con sus propias penas como para prestar atención.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Poldi finalmente.

Por un instante, pareció que Fritz iba a sumirse en el mutismo, pero entonces su hermano mayor murmuró algo de forma mecánica:

—Pude haber hecho las cosas mejor, mejor que todos vosotros. Allá en Stuttgart, cuando iba al zoológico los domingos, en un viaje que duraba dos horas de ida y dos de vuelta, en cierta ocasión me abordó un hombre muy culto. Llevaba un frac negro, creo que era un doctor que había dado clases en la universidad. ¿Y sabéis lo que me dijo?

Fritz no esperó a que sus hermanos respondieran.

—Que yo tenía talento, eso me dijo, que solo una mente inteligente era capaz de adquirir tan amplio saber sobre plantas y animales, y que él estaría encantado de ayudarme a incrementar mis conocimientos.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Poldi, mientras Christl seguía allí sentada, sumida en sus pensamientos.

—¡Después no pasó nada! —protestó Fritz—. Después llegó el momento de marcharse a Chile, y yo no podía dejar que os marcharais solos. ¡Mamá y papá me necesitaban! ¡Apostaban por mí! Pero nunca… mamá nunca me ha dicho una palabra alentadora. Solo tiene ojos para ti… y ahora, de modo excepcional, para Lukas, pero solo porque se va a casar con Elisa.

Con una sacudida, Christl se sobresaltó.

—¡Elisa, que es mucho más trabajadora que yo! —exclamó.

A su hermana parecían importarle poco las penas de Fritz, pero que este mencionara a su futura cuñada pareció dar rienda suelta a su amargura.

—¡Y ahora ella llevará el vestido más bonito!

Poldi se levantó, estaba mareado. No sabía si se debía al vino de manzana o a las envenenadas palabras de su hermana.

—Bueno, no empieces de nuevo con lo del vestido de Elisa —la increpó él—. Ella se casa mañana. Si te casaras tú…

—¿Sí? ¿Y con quién me voy a casar? —lo interrumpió ella con acritud—. ¿Con Viktor? Viktor está completamente loco, ¡¿sabéis lo que me ha dicho?!

—Pues hace poco decías cosas muy distintas. Cualquiera podía notar que le estabas haciendo ojitos.

—¡Venga ya! —gritó la joven—. Me daba lástima porque no tiene padres, solo esa hermana tan estirada. Pero ambos, y eso os lo puedo asegurar, se lo tienen merecido. ¡No son personas normales! ¡No habrá nada que me haga acercarme de nuevo a ese loco!

Del mismo modo que antes Christl había hecho caso omiso de las palabras de Fritz, ahora el hermano mayor tampoco la escuchaba a ella, sino que miraba hacia otra parte con ojos tristes.

Poldi rio con sorna.

—Entonces quédate con Andreas Glöckner —le propuso—. Ese entrará pronto en una edad en que necesitará una mujer.

—¿Ah, sí? —dijo Christl con tono venenoso—. ¿Igual que Resa necesita un hombre? Tú serías el hombre adecuado para ella, Poldi, ¿no te parece? Pero no, claro, lo había olvidado: solo tienes ojitos para su madre.

Con una exclamación de enfado, Poldi golpeó la pila de leña. Se desprendieron nuevos trozos y rodaron ante sus pies. Esta vez fue Fritz quien exclamó un indignado «¡eh!», pero Poldi ya se había largado. Mientras caminaba deprisa, alzó la jarra de sidra y se la llevó a la boca. La espuma blanca le salpicó la cara. No podía correr y beber a la vez, por lo que se vio obligado a detenerse, al tiempo que tragaba el vino ávidamente.

Por eso, pudo oír la voz de la mujer que, después de que él se hubiera ido, se había acercado a sus hermanos para preguntarles:

—¿Dónde está Poldi? No lo he visto en todo el día.

Un calor hirviente le subió a Poldi a la cara.

Barbara.

Era Barbara la que estaba buscándolo.

—Probablemente quiera ahogarse en uno de esos pantanos —oyó que se mofaba Christl.

La jarra se le cayó de las manos cuando echó a correr para alejarse cada vez más y con mayor rapidez. La idea de enfrentarse borracho a ella, a sus fríos ojos, era insoportable.

Poldi corrió hasta que le faltó el aliento y la maleza le cerró el paso. Se dejó caer al suelo apoyándose en el tronco de un árbol gigantesco, aspiró el olor penetrante de la corteza y cerró los ojos. Durante un rato fue como si solo existiesen él, el árbol, las gotas que caían y le golpeaban la cara, la tierra húmeda, la corteza del árbol contra la que frotaba la cara, aunque le dolía: o más bien porque le dolía. Aquel dolor lo distraía de su vergüenza, le devolvía la sobriedad y le permitía ver de nuevo las cosas claramente, por lo menos hasta el momento en que aquella voz sonó a sus espaldas.

—Poldi, ¿qué estás haciendo?

Y otra vez el suelo empezó a temblar bajo sus pies; ya no pudo pensar en nada y su cuerpo no parecía estar hecho de otra cosa que de ese anhelo, de ese ardor, de ese tormento.

Barbara se le acercó y se apoyó también en el tronco del árbol.

—¡No seas tan niño, Poldi! —le dijo ella con acritud—. ¿Por qué estás aquí sentado, fuera, ocultándote, como has hecho en las últimas semanas? ¡Ven, entra en la casa, canta, toca algo de música! ¡Tú no eres de los que pierden la oportunidad de celebrar una fiesta!

¿Por qué lo había seguido hasta allí? ¿Por qué no lo dejaba solo de una vez?

—Tú no vas a decirme lo que debo hacer —le respondió él con terquedad.

—¿Por qué no? ¡Podría ser tu madre! —Su voz parecía severa, pero su mirada no era tan fría como la última vez.

—Pero no lo eres —dijo él, vacilante, y añadió al cabo de una pausa—: Tú eres la mujer más hermosa que he conocido.

—Bueno, basta ya —dijo ella alejándose unos pasos del joven; pero no se alejó en dirección a la colonia, sino que se adentró en la selva. Puede que fuera casualidad y no significara nada, pero, de repente, a Poldi le pareció notar en ella lo mismo que sentía él: ese temblor que lo sacudía, ese aleteo en el estómago, como si no hubiera comido nada durante varios días y, a pesar de ello, no tuviera hambre.

«Podía simplemente marcharse», pensó Poldi.

Pero Barbara no se marchaba.

—¿Por qué me has seguido? —le preguntó él con voz ronca—. ¿Acaso tienes miedo de que me pierda en el bosque y me ahogue en el lago? ¡Ya no soy un niño, soy un hombre!

Ella soltó una risotada que pareció un chillido. Una vez más, se le acercó, parecía que iba a agarrarlo, pero lo que hizo fue rodear con sus brazos el tronco del árbol. Él vio cómo sus uñas se clavaban en la corteza.

—¿Tú? ¿Un hombre? —dijo ella en tono burlón—. Tadeus es un hombre. Él sabe lo que tiene que hacer, es trabajador, jamás se escabulle del trabajo, jamás dice ninguna estupidez. Él…, él… —Barbara empezó a tartamudear, se mordió los labios; de repente, parecía sumamente triste—. Aunque tampoco ríe apenas y nunca canta. Solo vive para trabajar. Tener tierras y casa lo hace feliz, y también que todos los suyos estén sanos y puedan trabajar… Fuera de eso…, nada. Nada…

—Si eso es un hombre, entonces yo no quiero serlo —refunfuñó Poldi—. No quiero ser alguien así. Y mucho menos quiero a alguien así para ti.

—Tenemos que regresar —dijo Barbara apartándose del tronco, pero sin hacer ademán de ponerse en marcha. Poldi sintió su aliento cálido y vio el brillo claro de sus dientes cuando ella emitió un sonido, sonido del que Poldi no habría sabido decir si se trataba de una risa o un sollozo.

—Si hubieras querido estar de celebración con los demás, te habrías quedado con ellos. —Al joven casi le fallaba la voz, pero así y todo continuó—: Sin embargo, me sigues hasta esta selva. Hasta esta selva oscura donde nadie puede ver lo que estamos haciendo.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Esto… —De nuevo, la voz le falló, pero de todos modos aquel no era momento para hablar. La cara de Barbara estaba cerca de la suya. Fue muy fácil superar esa distancia; fue muy fácil presionar sus labios contra los de ella. Ya la había besado una vez, pero cuando Poldi recordaba aquel beso solo sentía el golpe de la mano de Barbara en su mejilla, aquel golpe que él no había sabido amortiguar. Hoy ella no le pegó, hoy Barbara abrió la boca hasta que la lengua de Poldi alcanzó sus dientes y fue penetrando más y más en aquella cálida cavidad, hasta que, al final, acabó enredándose con la suya, que estaba húmeda y áspera. Sus bocas chocaron primero torpemente, pero luego se fueron volviendo cada vez más exigentes, más ávidas, más voraces.

De repente, todo había acabado. Ella puso sus manos sobre el pecho de él y lo apartó con brusquedad, soltando un gemido.

—¡Ya basta!

Los labios de Poldi estaban húmedos de saliva. ¿Había probado antes algo más delicioso?

—¿Qué pasa? —susurró el joven con voz ronca—. ¿Es que vas a abofetearme de nuevo? Tú no me has seguido hasta aquí para pegarme. Así que dime, ¿qué quieres?

—Quiero…

Sus manos se deslizaron hacia abajo por el pecho de él. Esta vez fue ella la que superó la distancia hasta los labios de Poldi y apretó los suyos suavemente contra los de él no con una actitud exigente, como la del joven, sino con ternura. Los dedos de Barbara le acariciaron las mejillas, el cabello, el cuello. Poldi sintió como si unas lenguas de fuego bailaran sobre él. Pero, como el anterior, este beso también tuvo un final abrupto. En esta ocasión, ella no lo empujó para apartarlo, sino que se dio la vuelta.

—Barbara, quédate, por favor…

Él notó cómo le temblaban los hombros. Con un breve grito, ella se volvió de nuevo y ahora, reaccionando con retraso, lo golpeó, pero no lo hizo en la cara, sino que le dio con los puños en el pecho. Poldi retrocedió un paso, dos. Sus pies se enredaron con la maleza, tropezó y cayó al suelo, que estaba mojado y blando. Él ya no sentía los puños de ella, sino tan solo su cuerpo, que él había arrastrado con el suyo al caer, y que ahora yacía encima del suyo pesadamente.

—¿Qué estamos haciendo? —La voz de Barbara no era más alta que un suspiro; y entonces ya no dijo nada más, pegó su boca contra la de Poldi, le rodeó el cuello con los brazos. Por último, sus manos fueron bajando, le tiraron de la camisa. Un aire frío penetró su cuerpo y Poldi sintió cómo se le endurecían los pezones. Él quería tocar los de ella, quería sentir su carne blanda, hundirse en ella, asfixiarse, pero no tuvo suficiente paciencia para explorar su cuerpo lenta y suavemente. Cuando vio que ella se subía la falda, él se abrió rápidamente los pantalones. El miembro se le endureció, parecía que iba a explotar entre las manos de ella, que lo palpaban. Entonces ella abrió las piernas y se colocó encima de él. Él soltó un gemido al penetrar cada vez más hondo en esa estrechez húmeda y cálida, y se aferró a sus caderas. Y cuando ella empezó a cabalgar sobre él, la cabeza de Poldi golpeó contra un tronco. Sintió que sobre la cara le caían un poco de tierra y algunos trozos de corteza; cerró los ojos, y unas lágrimas brotaron. Pero aquello no le molestó. El gemido que salió de su boca se mezcló con los agudos gritos de ella. Él fue penetrando cada vez más en ella hasta que tuvo la sensación de que iba a arder a causa del calor. Aún llegó a sentir que ella le tapaba la boca con las manos cuando sus gritos se hicieron más intensos. Y a continuación ya no percibió nada más, solo sintió cómo el placer crecía entre sus piernas e iba formando un nudo y al final salía al exterior. Creyó que se iba a derretir, dentro de ella, debajo de ella, sí, puede que ahora también estuviera encima de ella.

Poldi no habría sabido decirlo. Su mundo se había puesto patas arriba. Ahora, su mundo solo se componía de Barbara, ella era todo su mundo.

—¿Y ahora? —preguntó Poldi al cabo de un rato.

El calor desapareció, aunque todavía estaba muy pegado a la mujer. Su voz sonó temerosa, como si de nuevo fuera un niño pequeño que ha hecho alguna travesura y espera el castigo de su madre.

Con un gesto brusco, Barbara se separó de él.

—Tadeus no debe enterarse nunca de esto —dijo ella con voz dura, una voz en la que no quedaba ya nada del placer sentido apenas un momento antes—. Y, por lo demás, nadie debe enterarse, pero sobre todo no debe saberlo Tadeus. Es un buen hombre, no se merece esto.

Aun cuando había empezado a hablar de manera enérgica, hacia el final su voz se volvió temblorosa. Quizá su mente creyera lo que decía, pero su corazón no, y de eso Poldi estaba seguro.

Es decir: claro que Tadeus era un buen hombre, eso no podía dudarlo nadie. Pero eso no bastaba ni con mucho para desatar en Barbara esa rabiosa avidez que la había arrojado a sus brazos.

Poldi sintió que se encendía en él una sensación de orgullo, una sensación cálida y penetrante que, desgraciadamente, no duró demasiado.

—Tienes que casarte con Resa —le ordenó Barbara inesperadamente.

Poldi no estaba seguro de haber entendido bien.

—¿Qué? —se le escapó.

Ella se puso en pie, se abotonó la blusa y se alisó la falda.

—Tienes que casarte con Resa —repitió ella—. Así por lo menos serás mi yerno.

Barbara se marchó presurosa. Le temblaban los hombros. Poldi no pudo determinar si tenía escalofríos, si reía o si lloraba. ¿Lo habría dicho en serio? ¿O era una broma? ¿Se estaba burlando de él? ¿De sí misma?

Poldi no lo sabía. Solo sabía que, si por él fuera, se casaría con la hija del mismísimo diablo si Barbara se lo exigía.

El chico no se atrevió a seguirla y se quedó allí tumbado, hasta que toda la sensación de placer amainó en su cuerpo y este quedó rígido y frío.

Claro que no estaba bien lo que acababan de hacer, pero también estaba seguro de que se moriría si no lo repetían.