Los leones marinos los tenían asediados; casi no podía darse un paso en la cercanía del puerto sin tropezar con uno. Desde lejos, parecían montañas de carne pesada e inerte, pero los aullidos que emitían lo hacían a uno estremecerse de temor.
—No se acerquen demasiado —les habían advertido a Cornelius y a Zacharias—; están en periodo de celo y en esa época esos animales se ponen muy agresivos.
Desde entonces, Cornelius los contemplaba con sumo respeto y Zacharias, con un miedo enorme. Antes se habría puesto a temblar y probablemente habría protestado enseguida por las terribles garras que estaban a punto de clavársele en la carne indefensa, pero ahora, para asombro de Cornelius, su tío mantuvo la boca cerrada.
En esos últimos tiempos lo había notado casi siempre callado, parco en palabras. Aquello era una bendición, ya que él no habría soportado más las quejas del pastor y, al mismo tiempo, el silencio de su tío era el espejo del estado de su propia alma, paralizada por la tristeza desde que Zacharias le había dado la noticia de la muerte de Elisa.
Zacharias respetaba que su sobrino se hubiera sumido en sí mismo y eso ayudaba más a Cornelius que cualquier palabra de consuelo. A veces, el tío le lanzaba alguna mirada de preocupación; a veces murmuraba una oración; y en otras ocasiones, sencillamente, le echaba el brazo por encima del hombro. Pero nunca lo apremiaba ni lo atosigaba y Cornelius recordaba aquellos días en que guardaba luto por su madre y por Matthias: Zacharias no había podido aliviarle el dolor, pero al menos le había transmitido la sensación de que había alguien allí cuando despertaba de su ensimismamiento.
—Corral apenas ha cambiado nada —dijo Cornelius—. En Valdivia se han construido en los últimos años tantas casas y calles… Pero aquí… No se ve nada por el estilo.
—Mm… —se oyó murmurar al tío.
—¡Mira cuántos barcos! Probablemente la mayoría vaya a Valparaíso.
—Mm… —se oyó al tío de nuevo.
—He oído hablar del plan para que en el futuro los barcos de inmigrantes provenientes de Alemania atraquen en Melipulli, pero aún no ha llegado ese momento. ¡Mira allí! Ese podría ser el Victoria.
En las primeras semanas que siguieron a aquella mala noticia, que un desconocido había traído a su tío —desconocido al que Cornelius buscó en vano durante bastante tiempo para preguntarle acerca de los detalles—, al joven Suckow le había sido imposible decir demasiadas palabras o forjar demasiados planes. Sin embargo, peor aún que el luto por Elisa era el vacío que se extendía a su alrededor y del que pretendía librarse con un agitado afán y una actividad incansable.
Más tarde, cuando llegara a su patria, podría rendirse otra vez al dolor. Ahora solo quería largarse de aquel maldito país, que ya había empezado a odiar tanto como su tío.
En todo ese tiempo había trabajado con más ahínco que antes y al final había podido comprar dos billetes para cruzar el océano en el Victoria, barco que en su trayecto de Valparaíso a Hamburgo hacía escala en Corral. Apenas les había quedado dinero para matar el tiempo hasta la partida y para comprar algunas provisiones, pero, asombrosamente, su tío Zacharias, como en los últimos meses, se había mostrado más que conforme.
Cornelius oyó que su tío suspiraba al ver el barco y lo examinó de soslayo: era evidente que había perdido peso. Sus ojeras todavía eran pronunciadísimas, pero ya no tenía la piel tan gris ni tan hinchada, y las venitas azules que le afeaban tanto la nariz, de poros muy abiertos, habían desaparecido.
Él no creía que su tío fuera capaz de permanecer sobrio, pero Zacharias anduvo el camino de la purificación con una firmeza que el sobrino hasta entonces desconocía: como aquella primera noche, había mantenido en lo sucesivo la vivienda siempre limpia, había renunciado a los juegos de azar con Rosaria y no había vuelto a probar una gota de alcohol.
Cornelius se volvió entonces hacia Quidel. El mapuche, que se había convertido en un fiel amigo, había insistido en acompañarlos hasta Corral. Y ahora, cuando llegaron al puerto, se detuvo.
Cornelius suspiró. Sí, él también quería largarse de aquel país en el que había muerto Elisa (aunque aún no sabía con exactitud cuándo y cómo), pero la despedida de Quidel le resultaba sumamente dura.
—En el futuro, no dejes que nadie te tome el pelo —le dijo intentando adoptar un tono sobrio, de negocio—. Eres un buen trabajador, tienes que insistir en que te retribuyan de manera justa.
—Sin ti nadie me habría tomado nunca en serio.
—¡Pero qué dices! ¡A mí tampoco me tomaron en serio! ¡Siempre me consideraron un tipo con un físico lamentable, de brazos y hombros demasiado flácidos!
Quidel no lo contradijo, sino que sonrió quedamente. Cornelius no consiguió devolverle la sonrisa al mapuche; no obstante, sintió cómo el orgullo crecía en su interior. No había encontrado la felicidad en ese extraño país —más bien creía haberla perdido para siempre—, pero gracias al indio su vida allí había tenido algún sentido, no había sido del todo absurda.
Había conocido a Quidel y a muchos de sus parientes. Había abogado incansablemente por que recibieran un jornal justo y les había enseñado a negociar, a no ceder, a tener conciencia de sí mismos, a pensar en su propio valor y en el de sus productos.
—Lo siento —murmuró—. Siento mucho tener que abandonaros.
—¡No tienes por qué! —exclamó Quidel—. Ya has hecho mucho por nosotros.
Cornelius asintió. El uno ante el otro estaban algo tensos. Nunca se habían abrazado y tampoco lo hicieron ahora; sin embargo, Cornelius se había sentido pocas veces tan próximo a una persona.
—Adiós, y que te vaya bien —le dijo Cornelius, y se dio la vuelta rápidamente. No estaba seguro de si Quidel se había quedado allí de pie, siguiéndolo con la mirada.
—¡Bueno, vamos! ¡Tenemos que subir al barco! —le gritó a su tío, cuyos pasos de repente parecían vacilantes—. ¡Esto es lo que siempre has querido! —Zacharias hizo un gesto de asentimiento, pero en su rostro no había expresión de alivio, sino ensimismamiento y, de repente, también miedo.
¿Estaría pensando en las fatigas del viaje? ¿En los mareos, las tormentas, la mala comida, el agua de mala calidad?
A Cornelius le hubiera gustado consolarlo, pero él mismo necesitaba hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener la calma.
De todos modos, Zacharias no estaba esperando su apoyo.
—¿No deberíamos tomar un trago de aguardiente? —propuso cautelosamente.
—¡Juraste que te mantendrías sobrio! —le gritó el sobrino.
—¡Bueno, no pretendo emborracharme! —exclamó el tío, indignado—. Es solo para evitar los mareos.
Cornelius sacudió la cabeza, no sabía qué pensar de aquella propuesta del pastor.
Zacharias alzó las manos.
—También a ti te haría bien un trago, estás muy pálido.
—¿Y de dónde voy a sacar yo ahora ese aguardiente? —preguntó Cornelius.
—Aquella vez en que abjuré de ese maldito vicio, escondí todas las botellas bajo uno de los tablones del suelo —se apresuró a explicarle Zacharias—. Pero ahora que nos marchábamos, habría sido una pena dejarlas allí, así que las cogí todas y las he traído.
El anciano señaló una de las cajas que había metido entre el equipaje; ya estaba a punto de lanzarse sobre ellas cuando se agachó con un gemido.
—¡Déjame hacerlo a mí! —le dijo Cornelius rápidamente.
Tal vez su tío Zacharias tuviera razón y aquel trago le sentara bien. En alguna ocasión había lamentado que su tío se emborrachara y perdiera el sentido en vez de tomar las riendas de su propia vida, pero en las últimas semanas podía entender esa necesidad, la de beber para olvidar… Beber para no sentir ya el dolor…
Cuando se puso a registrar el equipaje, se topó con aquella baraja de cartas con la que Zacharias, en otro tiempo, había perdido tanto dinero jugando con Rosaria. Tenía unas ganas enormes de arrojarla al mar, pero luego la dejó, siguió palpando y sintió las botellas, y también algo húmedo.
¡Vaya, lo que faltaba! Una botella se habría derramado, empapando toda la ropa. ¿Por qué no habría dejado su tío aquellas botellas bajo los tablones del suelo?
Cornelius suspiró, sacó la botella, que estaba más que medio llena, y luego sacó la chaqueta mojada. El sol caía sobre ella, tal vez conseguiría que se secara un poco.
Zacharias no se había dado cuenta de nada de lo sucedido, sino que miraba lleno de añoranza hacia el buque Victoria.
Cornelius, por su parte, extendió la chaqueta y, de repente, sintió dentro de ella, bajo sus manos, una hoja de papel. Estaba doblada y metida en el bolsillo interior. Comido por la curiosidad, la sacó. ¿Sería la página de un libro que el tío querría llevarse consigo? ¿Algún poema o un versículo de la Biblia?
Antes le gustaba mucho leer y lo hacía mucho; de sus lecturas sacaba conocimientos y también consuelo.
El papel estaba mojado por los bordes, como la chaqueta, pero, cuando Cornelius desdobló la hoja de papel, vio que la letra solo se había corrido un poco y que la carta era todavía perfectamente legible.
—¿Qué tal? —preguntó Zacharias—. ¿Has encontrado el aguar…?
El anciano pastor se quedó mudo cuando vio lo que su sobrino Cornelius tenía entre las manos.
En ese preciso instante, Cornelius pensó que el corazón se le iba a salir del pecho, que se le iba a detener, sobre todo cuando descifró las primeras palabras escritas en aquel papel.
—¡Dios santo! —exclamó.
Un grito escapó de la boca de Zacharias.
«Querido Cornelius…», leyó.
Annelie caminaba nerviosamente de un lado a otro. A veces se detenía y alzaba la cabeza para mantener su cara de frente al sol, pero luego volvía a prevalecer la inquietud.
Esa inquietud se había apoderado de ella repentinamente. Después de aquel aborto involuntario, ocurrido hacía unos meses, había necesitado, sobre todo, tranquilidad. Cualquier movimiento le resultaba muy difícil y hasta hoy sentía con regularidad un tirón doloroso en el bajo vientre, tenía escaso apetito y seguía notándose cansada. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en las últimas semanas, permanecer sentada sin hacer nada no la tranquilizaba, sino que le suponía un tormento adicional.
—¡Dios santo! ¿Qué pasa contigo? —la increpó Jule, que, no lejos de ella, estaba sentada disfrutando del calorcito en el tronco de un árbol que servía de banco.
—Yo… No lo sé.
—¿Por qué no estás cocinando?
—Pero si acabamos de comer, ¿a santo de qué iba a estar cocinando?
—Porque siempre lo estás —dijo Jule, e hizo una pausa antes de corregirse—: Porque antes siempre cocinabas, mejor dicho. Hasta que perdiste a esa criatura. La tercera, por cierto.
Annelie no quería que se le notara el dolor que sentía, pero no pudo evitar estremecerse. Jule no se dio cuenta, ya que se había inclinado hacia delante y estaba trazando algo en la tierra con un palillo. Annelie solo pudo distinguir un par de rayas torcidas.
—¿Qué haces?
Jule apenas alzó la vista.
—Es un plano de mi escuela —le explicó brevemente.
—¿Un plano de tu qué?
—De mi escuela —confirmó Jule, que se incorporó y empezó a girar el palillo entre las manos, con expresión pensativa—. Hasta la propia Christine ha acabado por comprender que los niños no solo tienen que aprender cómo se enganchan los bueyes al arado o cómo se cosechan las patatas, sino que también deberían aprender a leer y escribir. Ayer estuve hablando con ella.
Annelie frunció el ceño, incrédula. No sabía qué creer menos: si que aquellas dos mujeres hablaran o que tuvieran la misma opinión sobre algo.
—Aquí lo que faltan son niños que aprendan a leer y escribir —dijo Annelie suspirando—. Solo está Katherl, pero ella es algo corta de entendederas.
Jule se encogió de hombros.
—Pero tú no eres la única mujer joven que puede parir unos cuantos niños.
Annelie se dio la vuelta bruscamente. Estaba acostumbrada a la manera hosca y sincera de Jule, a veces bastante cruel; en realidad, le gustaba aquella forma suya tan sobria de mirar el mundo. Pero a veces se preguntaba por qué aquella mujer se sentía obligada a decir todo lo que le pasaba por la mente, sin consideración ni compasión por nadie.
—¡Bueno, no te ofendas ahora! —le gritó Jule a sus espaldas cuando Annelie se dirigía hacia la casa—. Ya sé que todavía no has superado ese dolor, pero cuando consigas librarte de esa pena, te sentirás mejor. En este momento tienes un aspecto horrible.
Annelie bajó la cara ante aquella mirada escrutadora. Si estaba la mitad de pálida de lo que tendría que estar para ir en consonancia con su estado de ánimo, entonces debía ofrecer un aspecto alarmante. Pero la idea de ser condescendiente con ella misma la atosigaba mucho más.
No quería condescendencia, quería volver a tomar parte en la vida. ¡Sí, quería volver a cocinar! Pero no hallaba fuerzas para hacerlo y no podía soportar el olor de las comidas.
Pesadamente, se dejó caer en el tronco de aquel árbol, junto a Jule.
—Me siento tan mal, siento tanto asco… —dijo soltando un suspiro.
—¿Estás embarazada otra vez? —le preguntó Jule.
Annelie se estremeció. La mera idea la hizo sentir un escalofrío.
—¡No! ¡Gracias a Dios! —se le escapó.
—Oh. ¿Y esas palabras acaban de salir de tu boca? ¿Qué hay de tu deseo de regalarle a Richard un hijo varón?
Annelie se mordió los labios. El deseo estaba ahí todavía, ciertamente; podía evocar sin esfuerzo la idea de estar al sol, sosteniendo a un niño pequeño en sus brazos, esperando a que Richard regresara de las labores del campo, con la guadaña al hombro…
Pero, en fin, cuando Richard trabajaba, lo hacía en casa, no en los campos de cultivo, aunque seguro que si tenía ese hijo que tanto anhelaba, todo sería muy diferente. De eso no había duda. Se mostraría más decidido, más trabajador, más fuerte. Un hijo varón lo haría levantarse cada mañana más animado, incluso las mañanas que fueran demasiado frías y ventosas, o incluso las de lluvia.
Sí, ese era su deseo, por lo menos mientras estaba despierta. Pero cuando, durante las noches, se movía en la cama de un lado a otro, no deseaba nada, solo tenía miedo, un miedo indecible. Un miedo que la corroía, que iba carcomiendo su interior hasta que ya no quedaba nada, ningún deseo, ningún anhelo, ninguna esperanza, ni siquiera la esperanza de que Richard se sintiera mejor; solo le quedaba la avidez por vivir, por sobrevivir. Los recuerdos la atormentaban, el recuerdo de haberse visto allí, en medio del lodo, sangrando, incapaz de levantarse y de salir en busca de ayuda, temiendo no encontrar a nadie y morir allí, de un modo miserable, sola.
No era la primera vez que sucedía, a fin de cuentas, que los dolores de parto la tomaran por sorpresa. Y también aquella vez… en el barco… durante la tormenta…
Annelie se sacudió con un escalofrío, aunque sentía calor.
—¿Qué pasa contigo? —le preguntó Jule.
¿Acaso aquella mujer podía leer en su expresión el miedo que la perseguía desde hacía meses y que ella trataba de ocultar a los demás, pero también a sí misma?
—Como ya te he dicho —murmuró Jule, al ver que la otra se quedaba callada—, deberías dedicarte a cocinar de nuevo. Es lo que te proporciona la mayor alegría.
—Sí, tal vez… —dijo Annelie susurrante—. Tal vez, pero… —vaciló un momento, entonces dijo—: Pero, Jule, creo que jamás conseguiré hornear una tarta de ruibarbo.
—¿Cómo dices?
—Sí —dijo Annelie en voz baja mirando sus manos, que en ese momento cerró en dos puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. Jamás podré hacer esa tarta de ruibarbo. No tenemos aquí los ingredientes adecuados. Puede que consiga hacer otras tartas y pasteles, de manzana, por ejemplo, o alguna con esas bayas del copihue, pero jamás lograré hacer una de ruibarbo.
Jule no dijo nada.
Con un gemido, Annelie se puso de pie y empezó a caminar otra vez de un lado a otro. A cada paso la sangre le iba bajando de la cara, pero su expresión se volvía más grotesca, más deforme a causa del dolor. Sin embargo, no podía estarse quieta… No quería…
Y entonces estuvo a punto de tomar una decisión. Durante semanas la había ido aplazando, diciéndose a sí misma con insistencia que tenía que volver a recobrar fuerzas, que se había figurado una vida de manera obstinada y que ahora, de repente, sabía que jamás la tendría, ni aquí ni en ningún otro lugar, ni ahora ni en el futuro.
Es cierto que deseaba darle un hijo varón a Richard, pero lo que más deseaba era liberarse por fin de su miedo.
—Me siento tan miserable desde… la última vez —dijo sin previo aviso—. Tengo hemorragias, a diario. Creo que no sobreviviré a un nuevo embarazo. Estoy segura de que sucumbiré a él. Y no sería capaz de soportarlo una vez más: esas esperanzas, ese temor y al final esa enorme decepción.
Pensaba que se iba a echar a llorar cuando dijera esas palabras, pero no hubo lágrimas y su voz era de una firmeza asombrosa.
Jule la miró pensativa.
—Dale tiempo a tu cuerpo para que se cure. Hasta Richard debería estar en condiciones de entenderlo.
—¡A Richard esto no le incumbe! —exclamó Annelie con acritud. Entonces inspiró largamente y continuó con voz más moderada—. Es mi decisión, no la suya.
Una sonrisa fugaz se dibujó en los labios de Jule.
—¿Y cuál es esa decisión?
Annelie volvió a sentarse junto a ella y se apretujó contra su cuerpo. Sabía que Jule no soportaba que alguien se le acercara demasiado, pero quería hablar en voz muy baja.
—Tú has dicho que existe una posibilidad de… de evitarlo… Tú me lo has…
Annelie empezó a balbucear.
—Sí —respondió Jule—, te lo he dicho. Y hasta te he mostrado… ese artefacto… Solo tienes que introducírtelo a tiempo, antes de que Richard y tú…
Annelie se acordaba vagamente de aquel artefacto que Jule le había puesto una vez delante de las narices. En aquella ocasión había sentido un profundo malestar, pero ahora eso no conseguía mellar su firme decisión.
—¿Me ayudarás? ¿Me enseñarás cómo se maneja eso? ¡Pero, eso sí, no puedes contárselo a nadie!
Jule se inclinó hacia abajo. Todavía tenía aquel palillo en las manos y empezó de nuevo a trazar unas líneas en el suelo de tierra. Esta vez las líneas fueron adquiriendo, cada vez más, la forma de una casa.
—Sí, claro —dijo Jule sin levantar la vista—. Te ayudaré. Ya sabes que estoy de tu parte.
Annelie dejó allí a Jule, se acercó a la orilla del lago y se tumbó en una franja seca del prado. No acudía allí muy a menudo. Elisa, por lo que sabía, disfrutaba de esa vista. Pero para ella no era importante el paisaje en el que vivía; le daba igual estar rodeada de prados o de montañas, de lagos o de volcanes. Cuando se imaginaba unas horas felices, no veía los destellos verdes y azulados del agua, ni las cumbres blancas, sino una mesa ricamente servida, en la que hubiera no solo deliciosos platos conocidos, sino también otros nuevos, inventados por ella.
«Y niños», pensó: de algún modo, los niños formaban parte de esa imagen, niños corriendo alrededor de la mesa, jugando, niños a los que de vez en cuando se les podía dar a probar alguna de aquellas deliciosas comidas.
Esperaba que ese pensamiento la pusiera triste, sin embargo, lo que sintió fue únicamente alivio. Tras haber hablado honestamente con Jule, se había librado de una carga y solo ahora se daba cuenta de lo pesada que había sido. No lejos de ella nadaba uno de los cisnes de plumaje blanco y cuello negro. Parecía que apenas tocaba la superficie, porque esta permanecía lisa, como un plato. El animal llevaba a la espalda, como todas las madres de su especie, dos pichones. Annelie se quedó mirándolo durante mucho rato y la tristeza seguía sin aparecer. No pensó que nunca tendría la oportunidad de llevar a su propio hijo sobre la espalda, solo pensó que aquel niño sería un peso.
De repente el lago se alborotó. El agua se encrespó y unas olas salpicaron la orilla; entonces, entre la bruma, apareció la silueta de un bote. Annelie, sorprendida, se incorporó.
—¡Muy buenas! —le gritó el hombre que llevaba los remos. Annelie conocía a casi todos los colonos que se habían establecido en las orillas del lago, pero aquel hombre era un desconocido. Por su manera de hablar, su dialecto parecía suabo, algo semejante al de los Steiner.
—No tenemos nada para canjear —se apresuró a gritarle ella. La última vez que habían aparecido unos forasteros, habían llegado desde Valdivia con la esperanza de que ellos les dieran trigo—. La cosecha de patatas fue abundante, pero…
—¿Vive aquí una tal señora Von Graberg? —la interrumpió bruscamente el hombre.
Annelie asintió confundida.
—No busco nada de comer, solo traigo una carta.
Entretanto, el bote ya había llegado a la orilla y el desconocido saltó al agua, que le llegaba por las rodillas, a fin de superar el último tramo que lo separaba de ella. Annelie retrocedió instintivamente; acostumbrada a estar rodeada de caras conocidas, la presencia de un extraño le daba miedo. Pero el hombre no pareció notar nada y metió la mano en el bolsillo de su camisa.
—¡Vengo desde Valdivia!
—Si le apetece, puedo traerle una jarra de vino de manzana —murmuró Annelie—. Debe de haber hecho un viaje muy largo.
Las palabras de la mujer no mostraban demasiada hospitalidad, pero el hombre tampoco aceptó el ofrecimiento, solo le extendió rápidamente la carta.
—Tengo que continuar —dijo él, y saltó de nuevo al bote, antes de aclarar a qué señora Von Graberg iba dirigida la misiva, si a ella o a Elisa.
Annelie se lo quedó mirando hasta que el hombre desapareció tras la pared de bruma y el lago se calmó de nuevo. Solo entonces se dio cuenta de que, sin querer, había estrujado la carta entre sus manos. Con cuidado, la alisó de nuevo, la abrió y empezó a leer. Ya desde las primeras líneas supo que la carta no iba dirigida a ella, pero su curiosidad pudo más que su mala conciencia. Mientras leía la carta, se dio la vuelta varias veces para ver si alguien la observaba o incluso si alguien había notado la visita de aquel desconocido. Pero no, estaba sola.
Aunque Annelie leyó dos veces al vuelo aquellas palabras escritas, luego no podía repetir cuál era el contenido de la carta, solo sabía que la misiva era de Cornelius. La leyó entonces por tercera vez y se enteró de que el joven Suckow había enviado a su tío de regreso a Alemania y que este lo había engañado de la manera más ruin.
No solo le había ocultado la carta que ella, Elisa, le había escrito hacía tiempo, sino que le había contado la mentira de que ella había muerto, una noticia que lo había sumido en la más profunda tristeza. Pero el tío no se había atrevido a llevar aquel juego sucio hasta sus últimas consecuencias, pues aunque le había ocultado la carta, no la había destruido. Por casualidad, la había encontrado y ahora por fin sabía que ella estaba bien y conocía el lugar donde vivía.
La mirada de Annelie se posó en las últimas líneas.
Cornelius le escribía que ahora no tenía dinero y que tenía que ponerse a trabajar para ganar algo. Pero después… Después iría en su busca.
«Espera un poco más», concluía el hombre.
¿Qué significaba «un poco más»? ¿Una semana, un mes, un año? ¿Tal vez incluso más?
Annelie sintió un escalofrío. Antes, cuando le había pedido ayuda a Jule, creía que su decisión era algo que solo les incumbía a ella y a Richard. Pero ahora se le pasaba por la cabeza que ella jamás habría tomado esa decisión, jamás se habría atrevido a tomarla, de no haber sido porque contaba en secreto con Elisa, con la joven, fuerte y sana Elisa; de no haber sido porque confiaba en que Richard, aunque no podía tener un hijo de ella, por lo menos iba a tener un nieto lo más pronto posible.
«Espera un poco más…».
¡Pero ella no podía esperar más! ¡No podía seguir allí, sin hacer nada, esperando a que Elisa se casara y tuviera hijos! ¡Eso tenía que suceder cuanto antes! ¿Qué sino un nieto iba a compensar a Richard de no poder tener su propio hijo, un hijo salido de las entrañas estériles de Annelie? Es cierto, no serían sus hijos, pero habría niños en casa… Niños que Richard podría ver crecer, lleno de orgullo, niños que llenarían de vida la colonia y para los que ella podría cocinar.
Los hijos de Elisa.
Los hijos de Elisa y de… Lukas.
Por Lukas no tendría que esperar. Si por Lukas fuera, la tomaría por esposa hoy mismo.
La mirada de Annelie no repasó otra vez aquellas líneas escritas por Cornelius. En su lugar, la mujer de Richard miró fijamente al lago y estrujó la carta. Tenía las manos empapadas en sudor y parecía que el corazón quería salírsele por la boca.
Con cautela, se volvió en todas direcciones y vio que estaba todavía a solas, a orillas del lago. Primero tuvo intención de ocultar la estrujada carta en su delantal, pero apenas la guardó, volvió a sacarla de nuevo.
Entonces la rompió en pequeños trozos y arrojó al agua los pedazos. Por un instante, las tiras de papel flotaron en la superficie; Annelie pudo ver con claridad cómo la escritura se diluía en el agua. Entonces el oleaje se fue llevando los trozos de papel, deshaciéndolos.
Al cabo de un rato ya no había ni rastro de ellos. El lago estaba tan quieto que parecía que ella nunca había engañado a su hijastra ocultándole aquella señal de vida de su amado; que nunca un bote llegado de Valdivia, guiado por un desconocido, se había acercado por allí surcando las aguas.
Annelie espió por la rendija de la ventana cuando Elisa regresó a casa. La luz del atardecer era opaca y la bruma que había estado cubriendo el lago se había convertido en una niebla espesa. Lukas estaba al lado de su hijastra, pero se detuvo brevemente delante del umbral de la puerta y se despidió de ella.
—¿No te apetece cenar con nosotros? —oyó Annelie que preguntaba Elisa. El joven negó con la cabeza y, poco después, Elisa entró sola en la casa.
Rápidamente, Annelie se alejó de la ventana y le quitó a su hijastra de las manos el cubo que traía.
—¿Sabes ya lo que vas a hacer? —le preguntó sin saludar.
—¿Lo dices por lo de los nuevos canales? —preguntó Elisa mirándose las manos.
Ya se las había lavado, pero debajo de las uñas aún tenía tierra. Los bordes de su falda estaban llenos de lodo y en las trenzas del cabello, que ya empezaban a deshacerse después de un largo día de trabajo, se habían quedado atrapados varios terroncitos y ramas.
—Es terrible eso de tener que cavar cada vez nuevos canales —continuó ella—, pero ese lodo que anega los campos…
—No me refiero a eso —la interrumpió Annelie.
La madrastra de Elisa se dio la vuelta un momento, pero a Richard no se lo oía por ninguna parte. Hacía ya un rato, se había retirado al último rincón del salón y dormía profunda y plácidamente. Tampoco Jule, que vivía con los Von Graberg, estaba presente. A pesar de lo tarde que era, estaba paseando al aire libre, buscando la soledad y dándoles vueltas a sus ideas sobre la escuela, o incluso puede que buscando un trozo de terreno adecuado donde erigirla.
—No me refiero a eso —repitió Annelie—. ¿Sabes ya lo que le dirás a Lukas? Él ya te ha preguntado si quieres convertirte en su esposa.
Elisa alzó la vista perpleja. Tenía las mejillas algo enrojecidas a causa del aire fresco. Y aunque no estaba del todo limpia, aunque tenía la ropa toda manchada y el pelo algo desgreñado, a Annelie su hijastra le pareció bella como nunca se lo había parecido en los últimos meses. La típica obstinación infantil de antaño había desaparecido y había dejado paso a la expresión de una mujer enérgica, voluntariosa y, al mismo tiempo, discreta y reservada.
A veces, Annelie la miraba y pensaba cuánto le gustaría ser ella: menos débil, menos parlanchina… Y menos taimada y mentirosa.
Elisa jamás haría una cosa como la que ella había hecho hoy: esconderle una carta; jamás se mostraría tan interesada ni pensaría, en el trato con otras personas, tanto en el provecho propio; jamás habría antepuesto el frío cálculo al afecto sincero por los demás.
Annelie suspiró. Ella no había podido evitarlo.
—¿Qué iba a decirle? —replicó Elisa—. Ya te he dicho que rechacé su petición hace tiempo.
—Es cierto —dijo Annelie—, pero también sé que él ha repetido su solicitud varias veces en los últimos meses. Lukas es un hombre callado y tranquilo, pero muy persistente. No va a desistir con tanta facilidad. Sobre todo teniendo en cuenta que aquí no hay demasiadas mujeres a las que pedirles matrimonio.
Elisa se miró otra vez las manos, pero esta vez —y de eso Annelie estuvo segura— ni se fijó en la tierra que tenía bajo las uñas.
—Yo… No puedo aceptarlo —susurró la joven con voz más ronca.
Annelie volvió a soltar un suspiro, pero entonces se acercó a Elisa con determinación, le cogió una mano, luego la otra, se las apretó y la miró directamente a los ojos.
—¿Has pensado en tu padre? —le preguntó su madrastra.
Elisa frunció el ceño.
—¿Qué tiene que ver mi padre con esto? Ni siquiera estoy segura de que se haya dado cuenta de que Lukas y yo…
Elisa se interrumpió; pocas veces hablaban con tanta franqueza sobre la manera ciega en que Richard reaccionaba no solo a todos los asuntos del día a día, sino ante ambas mujeres. Era cierto que había recuperado cierta vitalidad y a veces les sonreía, pero, desde que se había visto afectado por aquella enfermedad, su manera de actuar y su pensamiento parecían girar únicamente en torno a sí mismo.
—Lo sé —se apresuró a decir Annelie—. Pero no me refiero a eso. Tu padre… Tu padre se siente muy perdido aquí. Es verdad que está mejor que en aquella hacienda de Konrad Weber, pero aún no ha acabado de llegar a este país. Aquí no tiene recuerdos de tiempos más felices, no tiene raíces. Pensé que le iría mucho mejor si… si por fin llegaba a tener un hijo. Pero yo he fracasado en eso. Mi vientre es estéril.
Elisa le retiró las manos con brusquedad.
—Bueno, solo porque hayas perdido dos criaturas eso no quiere decir…
—No han sido solo dos veces —la interrumpió Annelie rápidamente—. Ha sucedido con mayor frecuencia, pero, en fin, eso no viene al caso ahora. Ah, Elisa, sé que pretendes darme consuelo, pero las cosas son como son, y yo… Todos debemos resignarnos a que sea así: no puedo tener hijos.
Elisa abrió mucho los ojos.
—Pero…
Una vez más, Annelie le agarró las manos y esta vez Elisa no se las retiró.
—Yo no puedo darle un hijo a Richard, sencillamente, no puedo —dijo su madrastra en voz baja. Al decirlo, sintió cómo sus mejillas se ponían rojas de vergüenza. Sin embargo, no estaba mintiendo, era solo una verdad a medias: no se trataba de que no pudiera, sino de que no iba a intentarlo nunca más—. ¡En cambio, tú sí, Elisa! —se apresuró a continuar Annelie—. ¡Tú eres una mujer fuerte y saludable! Podrías darle a luz a tu padre unos nietos y así le brindarías un nuevo significado a su vida. En tu vientre, el fruto crecería bien sano, prosperaría, no se asfixiaría ni moriría de hambre, como en el mío.
—¡No digas eso!
—¡Pero es así! Puedo cocinar decentemente, puedo tejer lino y hacer faldas. Pero no puedo hacer nada más.
El silencio se cernió sobre ambas mujeres. Annelie reprimió un nuevo suspiro y vio cómo el ceño de Elisa se fruncía aún más. Y aunque su hijastra no lo dijo, ella pudo oír perfectamente lo que estaba pasando por su cabeza, podía percibir el dolor, la añoranza, esa esperanza desolada.
«Una palabra —pensó Annelie—, solo tendría que decirle una palabra para hacerla feliz… Solo tendría que contarle lo que decía aquella carta y ella esperaría a Cornelius… Durante días, durante semanas, durante meses si fuese necesario, durante años incluso».
Elisa era paciente; pero ella, Annelie, no.
—¿Cuánto tiempo mantendrás la esperanza de que os volveréis a encontrar? —le preguntó la madrastra—. ¿Cuánto tiempo aceptarás con resignación no recibir de su parte ninguna señal de vida?
No tuvo necesidad de pronunciar su nombre, ambas sabían a quién se refería.
—Pero yo se lo prometí…
—¿Qué le prometiste? ¿Malgastar tu vida? ¿Sacrificarle tu futuro? ¡Elisa, mira a tu alrededor! Nosotros, aquí, luchamos cada día por sobrevivir, ponemos todas nuestras fuerzas y nuestro empeño en dominar esta tierra salvaje, en doblegarla. ¡Y esa obra no es solo para nosotros, sino también para nuestra descendencia! ¡Ah, Elisa, me gustaría tanto tener hijos, pero esa felicidad me estará negada! ¡Para ti, en cambio, esa posibilidad existe! ¡No te aferres a ningún sueño que jamás se hará realidad! Cornelius es un buen hombre, sin duda; es inteligente, amable y es también muy atractivo, pero no está aquí. ¡Y aunque estuviera, no sería ni la mitad de buen agricultor que Lukas!
—Me cae bien Lukas, pero es tan…
—Ya…, es tan simple y callado como su padre —dijo Annelie terminando la frase de su hijastra—. ¡Bah, pues alégrate de eso! Jakob tuvo ese terrible accidente y desde entonces es tan solo una carga para su familia. Sin embargo, antes hizo todo lo que estaba en sus manos para alimentar a su mujer y a sus hijos. Trabajó duro, incansablemente, tomó decisiones…
Jakob había hecho todo lo que Richard no había hecho, todo lo que Richard no podía hacer.
Annelie no lo dijo y tampoco era necesario que lo dijera. Entonces, la mujer de Richard vio cómo la confusión se apoderaba del rostro de su hijastra; había en él desgarramiento, tristeza y una duda que la corroía —y estaba claro que no era la primera vez que sentía ese resquemor.
—¿Y qué debo hacer entonces? —exclamó Elisa—. Ya casi no puedo soportar no haber sabido nada de él en tanto tiempo y que…
Se interrumpió. Y justo a tiempo consiguió reprimir un sollozo.
—Por lo menos, piénsatelo, analiza si Lukas es o no el hombre apropiado para ti —le dijo Annelie—. Estoy más que segura de que hará todo por ti, te lo entregaría todo. Y sería para vuestros hijos un buen padre, un padre magnífico incluso.
Entonces la mujer cerró los labios y se dio la vuelta con rapidez. No quería que Elisa viera que sus mejillas se habían ruborizado aún más.
«Lo siento mucho —iba pensando mientras se acercaba a la cocina—, lo siento infinitamente».