En la casa de los Von Graberg se había hecho sitio rápidamente para la fiesta de aquella noche: puesto que el mobiliario era escaso, no había sido necesario apartar demasiadas cosas. Pero nadie podía decir qué iban a hacer ahora con esa superficie vacía. Los colonos sabían cómo partir leña y cómo arar los campos, cómo cultivar lino y cómo abrir zanjas, pero se habían olvidado completamente de cómo se celebraba una fiesta.
Los tablones crujían bajo los pasos irresolutos de los invitados, que parecían más cansados que relajados. Las sonrisas de sus rostros eran poco convincentes y sus vestidos, poco apropiados, pues estaban sucios y gastados, como siempre.
Solo la mesa ricamente servida y presentada por Annelie no dejaba lugar a dudas de que se habían reunido para una ocasión festiva y alegre y, finalmente, fue la propia Annelie la que salvó la noche, pues no quería que sus platos se masticaran entre miradas apagadas o sombrías.
Por eso, antes de invitar a los huéspedes a que se sirvieran de comer, ofreció algo de beber y no sirvió solo chicha en abundancia, sino también un vino de manzana, una especie de sidra hecha con las frutas de los manzanos silvestres que acababan de descubrir por los alrededores.
Aquel brebaje sabía tan ácido que Elisa creyó que su boca soltaba lenguas de fuego, pero de todos modos la bebida surtió su efecto. En cuanto su paladar se acostumbró al sabor, el vino de manzana empezó a fluir en abundancia por su cuerpo, se le subió a la cabeza y la hizo reír de un modo estridente, muy poco habitual en ella.
A Poldi le sucedió algo parecido. Se bebió una jarra entera de una sentada y cuando bajó la cabeza, tenía la cara roja. Hasta su hermano Fritz parecía esta vez más relajado, por lo menos no tenía esa mirada adusta y torcida de siempre.
La única que se mantenía sobria era Jule.
—Me gustaría tomarme una cerveza, no vino —explicó con terquedad.
—¡Ya lograré en algún momento fabricar no solo chicha, sino también cerveza de verdad! —le dijo Annelie con orgullo.
—¡Bah! —exclamó Jule—. Aquí, en medio de la nada, eso es tan absurdo como intentar hornear una tarta de ruibarbo.
—¡De eso nada! —exclamó Annelie—. Carlos Anwandter, de Valdivia, ha conseguido hacerlo, por fin.
La historia se había divulgado hasta la región de los lagos: el tal Carlos Anwandter, con una simple olla de cocinar, había hecho malta de trigo, la había secado en un horno y con ello había conseguido fabricar seis botellas de cerveza que hubo que beber rápidamente porque de lo contrario se habrían transformado en vinagre. La segunda vez, había conseguido hacer más cantidad y en lugar de la olla de antes había utilizado una tina de metal de las de hervir la ropa. Entretanto, ya había puesto a funcionar una verdadera caldera para la fabricación de cerveza.
En cuanto Annelie le llenó de nuevo la jarra a Poldi, el joven se la bebió a la misma velocidad que la primera. La depositó sobre una mesa haciendo un ruido enorme y de pronto se envalentonó para gritar:
—¡Hay mucha tranquilidad aquí! ¡Necesitamos música para bailar!
Annelie se encogió de hombros, ella no podía aportar a la diversión nada que no fuera comida y bebida, pero Andreas Glöckner —que acababa de entrar en la casa en compañía de sus padres y su hermana— sacó una armónica del bolsillo del pantalón. Antes de que empezara a tocar, le lanzó a su madre una mirada inquisitiva.
—¡Pero claro que sí! —le gritó Barbara y, al gritar, se le escapó un gallo, a pesar de que todavía no había bebido ni un trago—. ¡Poldi tiene razón! ¡Hace falta música! ¡Buena música!
—¿Y de dónde habrá sacado Andreas esa armónica? —gruñó Christine Steiner, recelosa, como si algo que no hubieran fabricado ellos mismos solo pudiera ser robado.
—Pues se la han dado los otros tiroleses, los de la colonia vecina —intervino Jule—. A ellos no se les han entumecido los miembros, como a nosotros. Se reúnen con regularidad, cantan y bailan, se cuentan historias y organizan juegos. Allí, la risa no está prohibida. Cualquiera que nos vea a nosotros pensaría, por el contrario, que alguien acaba de morir.
—¿Y eso lo dices precisamente tú? —protestó Christine—. Verte a ti es lo último que podría alegrar el ánimo a cualquiera.
—Pues no me extraña —respondió Jule—. Porque no tengo ningún motivo de risa en medio de esta turba de gente con caras adustas.
—¡Vaya! ¡Qué pena! —se mofó Christine—. Eso solo puede significar una cosa: te aburres… Y donde uno se aburre, no quiere quedarse.
—¡Bueno, basta ya! —se inmiscuyó Annelie a tiempo y, como hacía con tanta frecuencia, se acarició el vientre abultado—. ¡Es mejor que oigáis tocar al chico!
Los sonidos que Andreas iba sacando al instrumento eran desafinados y no respondían a compás alguno, pero el propio hecho de ser tan extraños y poco habituales hacía que los demás los escucharan conmovidos.
—Es verdad que podría hacerlo mejor —dijo Jule—, pero el hecho de que ese chico huesudo sepa tocar un instrumento ya es más que un milagro.
Tampoco Elisa había esperado algo así, aunque, cuando examinó a Andreas, tuvo que admitir que jamás había esperado nada de ese muchacho larguirucho. Los Glöckner eran gente trabajadora, eso estaba claro. A veces, Tadeus era demasiado terco y a menudo estaba a la gresca con Fritz, pero cuando se necesitaba su ayuda, siempre estaba allí. No obstante, en aquella familia era como si Barbara hubiera acaparado no solo toda la belleza, sino también la vivacidad, el sentido del humor y la elocuencia, mientras que para el resto no había quedado nada de nada, salvo permanecer en silencio bajo la sombra de aquella mujer.
Andreas acabó la primera pieza.
—¡Muy bien! —exclamó Annelie, para luego añadir en voz baja—: Está bien que se celebre a ese chico, que experimente el reconocimiento. Barbara no se ocupa mucho de él.
—Bueno —comentó Jule—, ella preferiría tener a Poldi de hijo. Aunque habría que preguntarse, viendo el rubor que le entra a ese chico cuando la mira, si Poldi en realidad quiere ser su hijo o más bien lo que quiere es…
Esas últimas palabras quedaron amortiguadas por un gruñido.
—¿Qué has dicho? —preguntó Christine con expresión suspicaz.
—Nada, absolutamente nada. Sigo ocupada en aburrirme como una ostra.
Una vez más resonaron las notas de la armónica, esta vez más sueltas y seguras.
Poldi estaba bebiendo su tercer vino de manzana.
—¡Vaya! —exclamó en voz alta tras enjugarse los labios—. ¡Ahora tenemos música! ¡Ahora también podemos bailar!
Tambaleándose, se acercó a los Glöckner, y Elisa, que había oído cuchichear a Jule y a Annelie, se preguntó si tendría el atrevimiento de pedirle a Barbara que bailara con él. Pero entonces se dirigió adonde estaba Resa, tomó su mano y la atrajo hacia el centro. En un principio, la chica pareció perpleja, pero no se resistió; al igual que aceptaba tantas otras cosas, como el trabajo, también ahora aceptaba bailar aquella pieza. El suelo crujió bajo los pasos de Poldi, mientras giraban en un círculo algo caótico, sin seguir los pasos de la música, ni siquiera el ritmo. El joven se tambaleó y estuvo a punto de caer sobre las piernas de Resa, pero finalmente pudo mantenerse erguido y dejar espacio para otras parejas.
En silencio, Lukas se acercó a Elisa y puso su mano, con sumo cuidado, sobre la de la joven.
—¿A ti también te apetece bailar?
Elisa se encogió de hombros, insegura. Le alegraba la perspectiva de quedarse sentada y se resistía a la idea de empezar a dar tumbos sobre aquellos tablones como hacían Poldi y Resa. Finalmente, se dejó seducir no solo por la sonrisa tímida de Lukas, sino también por la de su padre, que, en contra de lo habitual, parecía estar de muy buen humor. Richard le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Está bien —aceptó la joven, aliviada de ver a su padre en aquel estado. A decir verdad, los pasos de Lukas no eran tan torpes como los de su hermano, aunque él tampoco entendía ni jota de cómo guiar a su compañera de baile.
—Sé que no se me da muy bien —admitió al cabo de un rato sonriendo—, pero lo haré lo mejor que pueda.
Elisa soltó una carcajada.
—Así es la vida aquí. No hay muchas cosas con que hacer algo, pero de lo poco que hay intentamos sacar lo mejor.
Casi chocaron con Poldi, que tenía la cara roja como un tomate. Probablemente, la cabeza querría estallarle de dolor. Barbara intentó incitar a su marido a que bailara, pero Tadeus negó con la cabeza con determinación.
Con actitud no menos terca, Fritz también se negó cuando su hermana Lenerl quiso arrastrarlo hasta la pista de baile y la chica desistió enseguida, y no precisamente feliz, según le pareció a Elisa.
—No me parece que sea tan poco lo que tenemos —dijo Lukas—. En cualquier caso, todos tenemos un techo y el hambre ya no hace tantos estragos…
Elisa rio de nuevo.
—Bueno, eso es porque nos hemos acostumbrado a tener los estómagos vacíos. ¿O será porque ahora tenemos más comida?
Lukas se encogió de hombros. En silencio, continuaron bailando, a medida que el aire se iba haciendo cada vez más caliente y pesado.
Poldi no mostró su resistencia durante demasiado tiempo, sino que al cabo de un rato, soltó a Resa para ir en busca de más sidra. Y entonces otra pareja de baile ocupó el espacio dejado en la pista por Resa y Poldi. Elisa no había visto llegar a Viktor y a Greta, pero por lo visto ninguno de los dos había querido perderse una fiesta como aquella, a pesar de que eran las personas que vivían más retiradas. La cara de Viktor seguía siendo afilada y estrecha, pero ahora tenía la piel curtida y con un color mucho más oscuro que antes. Solo Greta estaba tan pálida como siempre, aunque Elisa no podía explicarse cómo conseguía protegerse del sol. Por lo menos, sus cabellos no estaban tan desgreñados ni eran tan escasos como de costumbre y los llevaba recogidos en dos sólidas trenzas. Al parecer, Christl la había ayudado a hacérselas, aunque la hermana de Poldi no había actuado sin interés, sino porque quería ganarse a Greta como aliada, y lo había hecho bien. Después de que Christl insistiera y lo llevara prácticamente a rastras, Viktor la había seguido hasta la pista de baile de mala gana, aunque quiso huir después de haber dado una o dos vueltas. Sin embargo, de repente, Greta apareció al lado de su hermano y lo tomó de la mano, mientras Christl le agarraba la otra, así que a Viktor no le quedó más remedio que moverse al ritmo de la armónica a veces en una dirección y a veces en otra. Una expresión de obstinación apareció en su rostro, pero no pudo escapar a la superioridad de las dos mujeres, y Christl soltó una risotada triunfante.
Elisa miró a Christine discretamente. ¿Qué pensaría aquella mujer de que su hija le estuviera haciendo ojitos precisamente al raro de Viktor Mielhahn? Pero no era esta la que observaba con gesto de incredulidad a aquella extraña pareja que necesitaba una tercera persona para bailar, sino Jule.
—Elisa —empezó a decir Lukas casi sin querer—. Desde hace algún tiempo quiero hablar contigo acerca de un asunto…
El joven Lukas se interrumpió.
—¿Sí? ¿De qué? —preguntó Elisa.
—Quería preguntarte algo…
Una vez más, dejó la frase sin acabar.
—¿Sí? Dime —dijo ella de nuevo.
—Bueno, es…
Esta vez a ella no se le escapó que le temblaba la voz a causa de la agitación, pero antes de que Lukas encontrara el valor para decir finalmente lo que quería, Poldi volvió a dejar con estruendo su jarra de bebida sobre una mesa. No fueron Elisa y Lukas los únicos en sobresaltarse: todos alzaron la cabeza.
—¿Es que os habéis asustado? —Una risita se escapó de la boca de Poldi, una risita chillona y poco natural.
Confundido, Andreas dejó caer la armónica. Sin pensarlo, Elisa se apartó de Lukas en cuanto la música cesó. Solo Christl no quiso separarse de Viktor y seguía dando vueltas con él cuando, en eso, Poldi entró en la pista de baile y empezó a manotear frenéticamente para echarlos de allí.
—Si tuviéramos un pastor —empezó diciendo—; si el pastor Zacharias no nos hubiese abandonado, sería el momento adecuado para decir un par de cosas solemnes.
Su voz parecía un balbuceo. Viktor aprovechó la ocasión para deshacerse de Christl y de su propia hermana. Indignada, Christl abrió la boca con intención de increpar a aquel aguafiestas, pero Fritz se le adelantó.
—¡Estás borracho! —ladró en medio de la habitación—. ¡Es mejor que cierres el pico!
El cerebro de Poldi parecía estar cubierto de niebla y el chico no pareció notar de dónde venía la voz que lo increpaba. Tambaleándose, se giró primero a un lado, luego al otro. Jule hizo otro gesto de incredulidad con la cabeza.
—¡No me digas lo que tengo que hacer, hermanito! —gritó Poldi cuando por fin vio dónde estaba Fritz—. ¡Eso de trabajar como negros todo el tiempo no puede ser! Tiene que haber un momento para mirar atrás y contemplar lo que hemos hecho. Tiempo para alabarnos y sobre todo… tiempo para alabar a las mujeres.
Una vez más, el más pequeño de los Steiner giró en círculos; finalmente, sus ojos vidriosos se quedaron fijos en Annelie.
—¿Quién, si no Annelie von Graberg, hubiera podido hacernos esta comida, casi por arte de magia?
Annelie sonrió; desde lejos, Elisa no pudo ver si era la sonrisa de una persona halagada o cohibida.
—Tú eres la mejor prueba de que el vino de manzana que hace está fuerte —intervino Jule con hosquedad.
Pero Poldi no se dejó amilanar.
—Sí, ¡qué sería de nosotros sin las mujeres! La estima de una mujer virtuosa sobrepasa largamente la de las piedras preciosas. Busca lana y lino, y con voluntad trabaja con sus manos…
¿Acaso estaba citando de la Biblia? Que Poldi se hubiera vuelto un devoto, como su hermana Lenerl, era una noticia nueva para Elisa.
—Pero ¿qué dice? ¿Qué dice? —oyó Elisa que preguntaba Jakob Steiner, como si no solo estuviera paralítico, sino también sordo.
—Fuerza y honor son su vestidura; y se ríe de lo por venir —continuó Poldi. Su lengua golpeaba pesadamente contra sus dientes.
Christine lo miró fijamente, de mal humor.
—¡Bueno, haz algo! —le indicó a Fritz.
Decidido, el hermano mayor se acercó a Poldi, lo cogió por los hombros y lo retiró del centro. Poldi se enredó con sus propios pies y cayó contra Fritz, con tal fuerza que este solo pudo mantener el equilibrio con un gran esfuerzo.
—Y la mujer más bella, más inteligente y virtuosa de todas… Esa mujer para la que vale la pena trabajar… La que tiene la risa más bonita y los hoyuelos más bonitos y el pelo más brillante… —A Poldi se le atragantaban las palabras—. Esa mujer es…
Asombrada, Elisa miró a Resa, con la que Poldi acababa de bailar. ¿Se referiría a esa chica demacrada?
—Sí, la única mujer con la que se puede hablar… y reír… y cantar… Sobre todo cantar…
—¡Es mejor que vayas a tomar un poco de aire fresco!
Fritz cogió a su hermano Poldi por el cogote y quiso obligarlo a salir, pero aquel se resistió a su hermano mayor.
—¡Barbara! —balbuceó finalmente—. ¡Es Barbara Glöckner!
Un silencio sepulcral se cernió sobre ellos. Parecía que nadie respiraba. Poldi se tapó la boca con la mano, tal vez porque estaba arrepentido de haber dicho aquello, o tal vez porque sentía ganas de vomitar y estaba a punto de echar fuera el vino de manzana. Christl le lanzó a su hermanito unas miradas venenosas. Parecía que Resa iba a romper a llorar, Barbara bajó la mirada y empezó a escudriñar el suelo, mientras Andreas no hacía más que examinar su armónica. Solo Tadeus soltó una sonora carcajada, en un tono que nadie esperaba y que los hizo estremecerse. Porque Tadeus jamás reía.
—¡Tiene razón, qué se le va a hacer! —exclamó. A Elisa su voz le sonó demasiado chillona, bastante poco natural, pero aquel hombre no dejaba de reír con ganas y de repente atrajo a Barbara hacia él y conminó a su hijo a que siguiera tocando.
—¿A qué viene ese silencio? —gritó exaltado—. Pensé que nos habíamos reunido para bailar. ¡Así que bailemos!
Él mismo no bailaba, sino que soltó a Barbara en el mismo instante en que su hijo Andreas empezó a tocar de nuevo la armónica. Poldi, por su parte, corrió hacia fuera. Para cómo había estado tambaleándose apenas un momento atrás, sus pasos sonaron ahora mucho más firmes y decididos.
—El aire fresco le hará bien —dijo despectivamente Fritz, que parecía tener ganas de propinarle a su hermano un par de sopapos. Pero en lugar de seguir a Poldi, se dirigió a Resa y le pidió un baile, y era obvio que no lo hacía por que tuviera ganas de bailar, sino por obligación, para paliar de algún modo el penoso comportamiento de su hermano menor.
También Lukas arrastró a Elisa hasta la pista de baile; solo Viktor no se dejó llevar a ello por segunda vez, ni por su hermana ni por Christl.
—Dime una cosa, ¿tu hermano ha perdido la cabeza? —le preguntó Elisa confundida—. ¿Qué mosca le ha picado?
Lukas no pudo responder a aquella pregunta. Torpemente, apretó a Elisa más contra él.
—Yo solo quería hablar de algo contigo, preguntarte una cosa —empezó a decir el joven, como si aquella desagradable salida de su hermano jamás hubiese tenido lugar—. Así que lo mejor es que lo suelte sin muchas palabras, pues no soy muy buen hablador. —Lukas se mordió los labios brevemente antes de llenarse de valor—. Elisa —dijo entonces—, ¿quieres casarte conmigo?
Afuera, la noche envolvió a Poldi en cuanto dio unos pasos; estaba fría y ventosa. Al joven no le importó, siguió caminando y finalmente echó a correr, clavando sus pies en el suelo con tal fuerza que a cada paso levantaba trozos de tierra. Todavía tenía aquel sabor ácido en la boca, pero su borrachera parecía barrida de un soplo, tras ella solo habían quedado la vergüenza y la incomodidad. Le hubiese gustado seguir corriendo para siempre, pero, de repente, su pie cayó en un hueco y todo su cuerpo aterrizó en el suelo con brusquedad. Por lo visto, había metido el pie en uno de los pequeños canales que se cavaban entre los campos para drenar aquel suelo pantanoso.
—¡Maldito país! —exclamó. Le dolía el tobillo, pero la cabeza le dolía más—. ¡Es un maldito país!
Aquella maldición no le salía del corazón, pues a él, en el fondo, le gustaba vivir en Chile. Aunque la esperanza de que la espalda le doliera menos después de haber huido de aquel Konrad no se había cumplido. No obstante, a él le gustaba pasar la mayor parte del tiempo al aire libre, en un sitio que nunca llegaba a ser tan frío como su país de antaño. Cuando recordaba Alemania, veía sobre todo aquella habitación lúgubre y estrecha en la que solía haber tan poco sitio para él y para todos sus hermanos. En Chile, además —y esta era la diferencia más importante—, estaba Barbara. Barbara, la mujer en torno a la cual giraban todos sus pensamientos, día y noche, y en los últimos tiempos sobre todo de noche. Poldi soñaba con ella y lo hacía de un modo que jamás se hubiera permitido estando despierto, con todas sus facultades alerta. Soñaba y la veía cantando con él, bailando con él, acunándolo entre sus brazos, se veía a sí mismo escondiendo su cabeza entre los senos firmes de ella y la veía luego abriendo sus piernas para él. Cuando se despertaba, la cabeza le ardía y el sudor le empapaba la frente y, unas pocas semanas atrás, había sucedido por primera vez: se había despertado en medio de un charco cálido y pegajoso. A medida que aquel charco se endurecía más y más, se había ido quedando petrificado, el sudor de la frente le formó una costra y su piel ardiente se enfrió; entonces Poldi sintió que se moría de vergüenza.
Ahora, con sumo esfuerzo, pudo controlarse y levantarse. Tenía mojadas las perneras. Su madre, como siempre, pondría el grito en el cielo si llegaba a casa —que ella siempre mantenía impecable— con todo aquel lodo.
Poldi se estremeció al oír unos pasos.
«¡Vaya, estupendo!», pensó. Probablemente Fritz lo hubiera seguido para instigarlo a contar su comportamiento inapropiado. Fritz, que siempre se creía en la obligación de hacer el papel de padre —sobre todo después del accidente que Jakob había sufrido— y que en la mayoría de las ocasiones solo hablaba con sus hermanos para impartirles órdenes breves y poco amables.
Poldi lo maldecía a menudo en su fuero interno, pero no se atrevía a enfrentarse a él abiertamente. Sin embargo, ahora pensó obstinado: «Ya tengo dieciséis años. Ya soy un adulto. No puede decirme nada».
Entonces enderezó la espalda y caminó hacia donde estaba la silueta, y comprobó que no era su hermano mayor el que estaba allí, delante de él, con los brazos cruzados. Era Barbara, que lo había seguido y que ahora veía cómo se incorporaba con sumo esfuerzo.
Había estado a punto de proclamar a voz en cuello que ya era un adulto, pero ahora volvía a sentirse como un niño al que alguien regaña, aunque la mujer no había dicho una palabra y solo había empezado a hacer un gesto negativo con la cabeza, en silencio.
Entonces sintió que su enfado se hacía más violento que su vergüenza.
—Nadie puede prohibirme decir algo bueno sobre ti, ¿no? —fue lo que dijo el joven.
—Poldi… —La voz de Barbara sonó ronca. ¿Estaba enfadada o solo cohibida?
Él se acercó a ella y, aunque no la tocó, sintió el calor que emanaba del cuerpo de aquella mujer. Tal vez otros le atribuyeran una figura demasiado enjuta y fibrosa, para él su cuerpo era suave y regordete. Él la había observado cuando estaba con sus hijos, cuando los mimaba, y no dejaba de hacerlo aunque ellos rezongaran: Andreas, porque ya se sentía demasiado mayor para que su madre lo tratara como un niño; y Resa, porque era tan distante como su propio padre. Era cierto que su madre, Christine, a veces lo había atraído hacia ella para abrazarlo, pero jamás lo hacía de forma tan continuada ni con tanto cariño, y cuando Poldi veía la manera en que Barbara trataba a sus hijos, solo sentía una envidia ferviente.
Cuánto deseaba que Barbara lo acariciara de ese modo, que lo abrazara…
—Te estás poniendo en ridículo —lo riñó ella brevemente—. A ti… y también me pones en ridículo a mí.
El enfado de Poldi desapareció y también su obstinación. Ya ni siquiera había atisbo de vergüenza en su mirada: solo un anhelo de acercarse a ella. Y ese anhelo era tan fuerte que tenía la boca reseca.
—Yo… no puedo evitarlo —balbuceó él.
—¿El qué? —le preguntó ella con hosquedad.
A Poldi le faltaban las palabras. No podía explicar aquellas ansias que hacían que el latido de su corazón le recorriera todo el cuerpo, arrastrando consigo un calor tan doloroso como magnífico.
Se asfixiaría si no cedía a aquellas ansias. Sin previo aviso, se acercó a ella, la cogió sin más por los hombros, inclinó la cabeza hacia delante y la besó en plena boca. Lo que hacía era tan tremendo que no podía parar, pues ello significaría tener que pensárselo dos veces. Pero Poldi no quería pensar, solo sentir: quería sentir esa boca suave y húmeda, esa boca cálida que ahora no se cerraba, como él había temido, sino que se abría, cediendo a sus labios ávidos, aunque solo fuera por un breve instante, tan breve que más tarde le fue difícil determinar si no había sido tan solo una ilusión de los sentidos.
Barbara retrocedió, alarmada, y le apartó las manos; solo entonces él se dio cuenta de que probablemente tendría las manos llenas de lodo y la habría ensuciado; y entonces, Barbara le pegó una bofetada. Él estaba acostumbrado a amortiguar tales golpes, cuando era su madre la que se los propinaba.
—¿Te has vuelto loco? —le gritó ella—. ¡No vuelvas a hacer eso en la vida, tú, mocoso maleducado!
Barbara golpeó el suelo con el pie, el lodo salpicó. Poldi todavía sentía arder los dedos de ella en su mejilla, pero los labios le ardían mucho más.
La había besado.
Había acariciado a Barbara, la había sujetado entre sus brazos y la había besado.
—No me arrepiento de lo que he hecho —murmuró él tercamente, y le ofreció la cara, desafiante, indicándole que podía pegarle de nuevo, si quería. Si era esa la única manera en que ella podía tocarlo, pues adelante, él lo aceptaría, lo principal era poder estar cerca de ella y sentirla.
—No me arrepiento de lo que he hecho —repitió.
Durante un rato ella se quedó allí, inmóvil. Estaba demasiado oscuro para poder desentrañar la expresión de su rostro, pero sí que podía ver que ella ya no negaba con la cabeza. La oía respirar agitadamente y él mismo intentó tomar aire. Entonces Barbara dio media vuelta, sin decir palabra, y regresó a la casa con paso rápido.
A Elisa el aire de la noche le causaba dolor de garganta y en sus antebrazos desnudos se erizaba el vello. No obstante, toleraba mejor aquel frío que la brumosa nube que se le había metido en la cabeza y que, de repente, se desvaneció. La estrechez, la algarabía de voces, el calor y, sobre todo, la mirada de Lukas habían sido demasiado para ella.
Tras la petición de mano de él, ambos habían estado bailando un rato en silencio. El rostro de Elisa no había mostrado reacción alguna; la joven solo se había esforzado por mantener algo más de distancia con el cuerpo de Lukas.
—No dices nada —terminó por decir él; no lo dijo en tono de reproche, sino con cierta impasibilidad, como siempre.
—Lukas… —empezó a decir Elisa sin saber qué hacer.
—Bueno, no tienes que decir nada ahora —se apresuró a aclararle él—. No sabía que te iba a sorprender con esto. Pensé que llevabas tiempo esperándolo. No pretendo presionarte. Tómate tu tiempo.
Aquellas palabras resonaban como un eco en los oídos de Elisa.
¿De verdad había estado tan ciega? ¿Era ella la única a la que no le saltaba a la vista la bonita pareja que harían? Richard le había sonreído antes, cuando la vio bailar con Lukas. Y también le había sonreído Christine; sobre todo Christine, a la que le gustaba tanto tenerla en su casa, la mujer que admiraba su disciplina de trabajo y su laboriosidad, la que apostaba por ella más que por sus propias hijas.
Con nadie había pasado Elisa tanto tiempo en los últimos meses como con Lukas. Ambos habían trabajado hombro con hombro y se complementaban muy bien. Jamás había habido asomo de discusión o de pelea.
Sí, era sensato pensar en esa posibilidad, en la de casarse con él, aunque las mejillas ruborizadas de Lukas cuando le pidió matrimonio no habían sido las de una persona que actúa guiada por la sensatez, sino las de alguien sinceramente enamorado. Si no estuviera enamorado, ¿le habría tallado él aquel rastrillo, para entregárselo luego tan tímidamente, con tal torpeza?
Elisa continuó alejándose de la casa. El lago yacía ante sus ojos como un gran paño negro. No se veía nada del Osorno, era casi como si no estuviera allí. Como tampoco estaba allí Cornelius, a pesar de todas sus esperanzas, de todos sus anhelos, de toda su paciente espera. Jamás había recibido respuesta a su carta. En todos los meses —que entretanto se habían convertido en años— transcurridos desde su separación, nunca había recibido de él la más mínima señal de vida y solo ahora, estando en medio de aquellas tinieblas, frotándose los hombros con las manos para calentarse un poco, se vio en condiciones de admitir cuánto le dolía aquello y cuán profundamente crecía el desconsuelo en su corazón.
¿Le habría llegado su carta? ¿Viviría realmente en Valdivia? ¿Le iría bien allí?
Elisa intentó evocar su rostro, pero, aunque normalmente lo conseguía sin esfuerzo, este se presentó ahora ante ella como una mancha negra. Tal vez se debiera al frío que sentía.
La joven se dio la vuelta y regresó a la casa con paso rápido. Todavía no había llegado a donde estaba la delgada luz cuando su pie tropezó con un obstáculo. Se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero con mucho esfuerzo pudo mantenerse en pie.
Se sintió mucho más desconcertada cuando oyó un gemido. Allí yacía una persona y había estado a punto de caer sobre ella.
—¡Dios mío, Annelie!
En un principio no reconoció a la persona con la que había tropezado. Pero cuando se inclinó hacia ella, un opaco rayo de luna se coló por entre las tupidas nubes. Y entonces el rostro de su madrastra se iluminó con un color casi amarillento.
—¿Qué ha pasado?
Annelie quiso incorporarse, pero no lo consiguió. Gimiendo, dejó caer el cuerpo nuevamente.
—Desapareciste así, de repente —murmuró—. Tu padre estaba preocupado, así que salí a buscarte.
—¿Te has caído?
—No, yo… —De repente su madrastra soltó un grito; unos espasmos sacudieron su cuerpo. Elisa la sujetó y no le molestó para nada que, en medio de sus dolores, Annelie le apretara la mano con tal fuerza que al cabo de un rato apenas la sentía. Poco a poco las convulsiones fueron disminuyendo—. Me empezó así, de repente… —balbuceó Annelie.
Entonces su madrastra se llevó la mano a la entrepierna y, cuando la levantó, la tenía teñida de sangre.
—¿Es el niño? ¿El niño? —gritó Elisa, aunque sabía muy bien que aquellas convulsiones que sacudían el cuerpo de su madrastra eran espasmos de parto, prematuros.
Annelie soltó otro sollozo.
—Pensé que esta vez todo saldría bien. ¡Nunca había aguantado tanto! ¡Elisa, tienes que ir a buscar a Jule! Y no quiero que Richard se dé cuenta de nada. ¡Vamos, hazlo! ¡Ve!
Elisa avanzó a trompicones entre la oscuridad. Las piernas no le obedecían. Cayó al suelo más de una vez. No tenía ni idea de cómo iba a ocultarle a su padre que Annelie estaba allí, sangrando en la oscuridad. Por lo alterada que estaba, se le notaría de inmediato el horror que sentía. Pero, por suerte, dio con Jule antes de llegar a la casa de los Von Graberg, su casa, tal vez porque Jule ya tenía satisfechas sus ganas de compañía. La mujer tenía la mirada clavada en el cielo y no parecía particularmente alterada por el hecho de que no se ofreciera a sus ojos el espectáculo de un firmamento cubierto de estrellas, sino únicamente un manto de negrura. Pero tal vez fuera eso, precisamente, lo que estaba buscando después de tantas horas de calor y griterío.
—¡Jule, ven rápido! Annelie… Annelie… —A Elisa la voz le obedecía tan poco como las propias piernas.
Jule no hizo preguntas, sino que salió al instante, presurosa, en la dirección por la que había aparecido Elisa. Esta última apenas podía seguirla y, cuando Jule llegó a donde estaba Annelie, se arrodilló junto a ella y le palpó el vientre para examinárselo. Una vez más, el vientre de Annelie se veía sacudido por aquellos espasmos. La mujer de Richard von Graberg no podía decir nada, solo alcanzaba a morderse los labios, al tiempo que gemía.
—Está todo lleno de sangre… —gritó Elisa—. Todo está…
—¡Necesito luz! —la interrumpió Jule impaciente.
La brusca orden le dio a Elisa la fuerza que necesitaba. Esta vez volvió presurosa a la casa, sin tropezar ni una sola vez. Espió brevemente por la ventana. Andreas seguía tocando la armónica, pero ya nadie bailaba. Richard charlaba con Jakob, y Christine le pasaba la mano por el pelo a su pequeña Katherl. A nadie parecía haberle llamado la atención que Jule y Annelie no estuvieran presentes.
«¡Luz, luz, luz!», era lo único que le cruzaba la mente a Elisa.
Utilizaban unas lámparas de aceite, pero se mostraban muy ahorrativos con ellas. Cuando el sol se ponía, todos solían irse a dormir, y la vida no despertaba hasta la mañana siguiente. Solo hoy la habitación estaba iluminada, bajo el brillo cálido que hacía que las sombras bailaran en las paredes. Los chicos de la familia Steiner habían clavado en el suelo de delante de la casa algunas antorchas, para que los invitados encontraran el camino desde lejos.
Elisa arrancó una del suelo y corrió al sitio donde había tropezado con Annelie, pero allí no había nadie.
—¡Estamos aquí!
Jule le hizo señas desde cierta distancia. Había trasladado a Annelie hasta el torcido cobertizo que servía de granero. Elisa no sabía si la había llevado ella misma o si Annelie, a pesar de aquellos retortijones, había estado en situación de dar algunos pasos apoyándose en Jule. Esta última le quitó la antorcha de la mano y, cuando el resplandor del fuego cayó sobre Annelie, Elisa vio el charco de sangre y la masa roja que yacía entre sus piernas.
—Por lo menos esta vez todo fue rápido —murmuró Jule.
Aunque Elisa tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no vomitar, no pudo apartar su mirada de la criatura muerta. Jule clavó la antorcha en la tierra y levantó aquel amasijo para inspeccionarlo por el costado.
—¡No! —le gritó Annelie echando la cabeza hacia atrás—. ¡No quiero verlo!
Jule no le prestó atención alguna.
—Está entero —dijo fríamente—. Y eso es bueno. Ninguna extremidad se ha quedado dentro, eso podría causarte una infección.
Annelie volvió a soltar un grito, y esta vez no era provocado por el asco o la tristeza, sino por el dolor. Después de tener otros espasmos, un nuevo charco de sangre salió de su cuerpo, al que siguió otro bulto sanguinolento.
—Muy bien —dijo Jule nuevamente—. Es la placenta.
La cabeza de Annelie cayó pesadamente contra el suelo.
—Demasiado rápido —se quejó—. Todo ha sucedido demasiado rápido.
Elisa estaba como petrificada; sabía que debía arrodillarse junto a su madrastra, cogerle la mano y consolarla, pero no se sentía capaz de hacerlo: solo podía mirar aquel amasijo sanguinolento que habría podido convertirse en su hermano o hermana.
Entretanto, Jule se había desatado el delantal y envolvió al feto en él. Lo alzó.
—Entiérralo en alguna parte de la selva —le ordenó a Elisa.
La joven retrocedió. ¡Tocar aquel bulto le resultaba inimaginable; no digamos enterrarlo!
—¿Qué habría sido? —preguntó Annelie en voz baja.
—Pensé que no querías verlo —dijo Jule.
—¿Habría sido un niño?
—Es posible —respondió Jule meneando la cabeza de mala gana—. Las mujeres como tú no deberían quedarse embarazadas. Ya te lo he dicho, hay formas de evitar un embarazo.
—¡No! —gritó Annelie soltando un gemido—. ¡Tengo que darle un hijo varón a Richard! ¡De ese modo sacaría otra vez fuerzas para vivir!
En un gesto involuntario, Elisa retrocedió. Annelie estaba removiendo otra vez aquel antiguo dolor suyo, pero ella no cedió a él, sino que por fin se inclinó hacia donde estaba Annelie y le acarició los hombros.
—No, no —balbuceó tímidamente—. Papá está mucho mejor desde que vivimos aquí, junto al lago. Y eso no solo tiene que ver con que…
—Sus ojos brillaron intensamente cuando le conté que estaba embarazada —la interrumpió Annelie con voz áspera—. Y ahora… Ahora su mirada volverá a apagarse.
Entonces, una vez que dijo aquello, Annelie empezó a llorar silenciosamente.
—Eso, ante todo, es problema suyo, no tuyo —gruñó Jule, que se levantó y se inclinó otra vez para recoger ella misma el bulto sanguinolento con el feto—. Aquí todo tengo que hacerlo yo —protestó, y se alejó rezongando.
Las lágrimas corrían a borbotones por las mejillas de Annelie. La antorcha empezó a parpadear, dibujando sombras en las paredes. El aire estaba impregnado de un penetrante olor a sangre. Tenía que lavar a Annelie, pensó Elisa, tenía que llevarla a la cama. Y también tendría que contarle a su padre lo sucedido. Sin embargo, estaba ahí parada, sin atinar a hacer nada.
—Lo siento —murmuró—. Lo siento muchísimo.
Las lágrimas de Annelie cesaron.
—Pensé que esta vez iría todo bien. Por lo menos esta vez.
Elisa le tomó la mano, que estaba débil y fría.
—¿Debo ir a buscar a papá?
—No… No… ¡Por favor, no! Vuelve allí, diviértete, todos se están divirtiendo… Bastará con que Richard se entere mañana. Hacía tanto tiempo que no lo veía reír… Que por lo menos esta noche lo haga sin tapujos. —Annelie dijo algo más, pero lo hizo en voz tan baja que Elisa no supo si había entendido sus palabras de forma correcta.
Elisa se inclinó sobre su rostro lívido:
—¿Qué has dicho?
Y entonces Annelie se lo repitió.
—¡No te quedes aquí conmigo! ¡Ve donde Lukas! ¡Tú sí que le gustas! Pasáis… Pasáis tanto tiempo juntos…
Con cuidado, Elisa le acarició la frente a su madrastra.
—Sí… mucho tiempo… —repitió Annelie, y cerró los ojos. Elisa no estaba segura de si se había quedado dormida, si se había desmayado o si, sencillamente, ya no tenía fuerzas para mantener los párpados abiertos.
Y aunque Annelie le había pedido que hiciera otra cosa, ella se quedó sentada a su lado.
¿Y Lukas? ¿La estaría buscando?
«Probablemente no», decidió. Lukas era un joven paciente, jamás la presionaría, esperaría a que ella le comunicara su decisión y se mantendría tan callado y tranquilo como siempre.
Elisa suspiró. Había tantas cosas que la agitaban por dentro, que la movían a hacerse preguntas y la llenaban de dudas, de inquietud y de miedo al futuro, pero con Lukas jamás le pasaba eso.
Cuando estaba cerca de él, ese silencio y esa calma la envolvían; era una calma placentera y, al mismo tiempo, muy vacía. Nada sentía de aquel dolor que la había hecho sufrir cuando se despidió de Cornelius. Pero del mismo modo que faltaba ese dolor, también faltaban el anhelo, la tímida esperanza, la vaga noción de felicidad, la confianza profunda. Elisa se mordió los labios.
¡Imposible! ¡No podía renunciar a eso!
—A mí también me gusta Lukas, me cae bien —dijo la joven, y acarició de nuevo la frente de Annelie—. Pero no puedo casarme con él. Estoy esperando a Cornelius. Y lo esperaré siempre, porque él es… —Elisa vaciló un momento, pues nunca había pronunciado aquellas palabras con tanta claridad. Entonces añadió, con resolución—: Porque él es el hombre al que amo.