El golpe resonó en toda la selva.
—Faltan tres —dijo Lukas.
Asombrada, Elisa alzó la vista hacia donde estaba el joven. Hasta entonces no había cobrado conciencia de que él estaba tan entusiasmado como ella, extasiado ante aquel gran momento. Pero el temblor de su voz no dejaba lugar a dudas sobre un hecho: él, como ella, también había estado esperando ese instante y quería vivirlo con la solemnidad que merecía.
—¡Faltan dos!
Ella le alcanzó la teja y cuando él la cogió en su mano, sus miradas se encontraron. Lukas sonrió, triunfante, antes de darse la vuelta para clavar la teja a la viga.
—¡Y una más!
Aquellas palabras sonaron como un grito de júbilo y Elisa no pudo reprimir que de sus ojos brotaran lágrimas de emoción. Hacía más de un año —desde que habían llegado al lago Llanquihue— que la joven vivía con la sensación de haber alcanzado, por fin, su lugar. Sin embargo, era ahora cuando podía hablar de tener una casa, un hogar propio.
Mientras Lukas fijaba la última teja en la viga del techo, ella pensó en los esfuerzos que había costado construir aquellas viviendas, en la superación que había significado, en cómo habían apretado los dientes cada mañana para partir a la obra diaria sin pensar demasiado en el hambre y en el cansancio.
«¿Necesitamos en realidad casas tan grandes? —le hubiera gustado gritar a veces—. ¿Acaso no nos bastan unas pequeñas cabañas?».
Sin embargo, ella misma sufría bastante por el hecho de que tales cobertizos hechos con troncos de madera partidos en dos fueran presa del viento, que con sus silbidos se colaba implacable por entre la madera, a pesar de los esfuerzos que hacía Annelie por rellenar las rendijas con una argamasa hecha a base de musgo y tierra. Y también recordaba con cuánta rabia había soltado su sarta de improperios cuando una de aquellas chozas se vino abajo a causa de un aguacero. Pocas veces se había sentido tan desanimada como cuando vio aquel montón de tablones, a pesar de que en aquella ocasión, por lo menos, nadie había salido lesionado. Casi ni eso había podido consolarla.
Pero, en fin, aquellas miserables chozas ya eran cosa del pasado; a partir de ahora todos vivirían en auténticas casas y serían recompensados por los esfuerzos de los últimos meses.
La madera de los árboles que crecían junto a la orilla del lago tenía mucha savia y, mientras estaba blanda, podía trabajarse muy bien. Eso sí, cuando se secaba, se endurecía tanto que era imposible clavarle ni el clavo más fino. Por eso era preciso, inmediatamente después de talado el árbol, partir la madera con las hachas y machetes para hacer con ella las tejas con las que ahora Lukas estaba cubriendo el tejado de la última casa.
—¡Ya está!
Con agilidad, Lukas saltó del techo y soltó un suspiro de alivio cuando examinó su obra con orgullo.
Las paredes estaban hechas con láminas de madera cortadas muy parejas, que se iban colocando de la manera más uniforme posible para luego fijar unas encima de otras. El techo a dos aguas era asombrosamente simétrico, aunque lo habían hecho todo a ojo de buen cubero. Las ventanas eran muy pequeñas, pero todas tenían al menos un travesaño. Las contraventanas faltaban todavía, pero las harían más tarde.
Junto a la casa habían apilado leña, todas aquellas ramas y troncos que habían ido apartando mientras despejaban el terreno con fuego.
—Pues bien —dijo Lukas—, a partir de mañana ya podremos trabajar dentro.
Lo que faltaba era una cubierta que separara la planta baja de la buhardilla: eso, ciertamente, requeriría un trabajo y un esfuerzo de concentración extras, pero al menos esa labor la realizarían sin estar expuestos a los caprichos del cambiante clima.
Hoy, por ejemplo, el cielo se mostraba benévolo. Cuando Elisa se dejó caer al suelo, unos rayitos de sol le hicieron cosquillas en la nariz. Lukas se sentó junto a ella, en la hierba, y juntos alzaron las caras para disfrutar de aquella cálida luz.
Elisa no recordaba haber hecho una pausa tan larga en el trabajo durante todo ese tiempo. Si Fritz hubiera estado allí, enseguida los habría conminado a seguir trabajando; Poldi, por el contrario, andaría inquieto de un lado a otro, lo cual no quiere decir que el chico fuera especialmente trabajador, sino que le costaba muchísimo permanecer sentado.
Lukas, en cambio, parecía disfrutar esos momentos de holgazanería tanto como ella misma.
—¡Vaya trabajazo! —soltó Elisa.
—¿Te acuerdas? —le preguntó él—. ¿Te acuerdas de aquellos árboles que estaban en la propiedad de los Glöckner y que se resistían a caer?
¡Cómo hubiera podido olvidarlos! En torno a aquellos árboles se habían enredado unas plantas tan tercas que, para hacerlos caer, en ocasiones, tuvieron que ponerse a dar hachazos diez y hasta doce de ellos; e incluso necesitaron animarse todo el tiempo unos a otros. El ruido que provocó la caída de aquellos árboles fue ensordecedor.
—Barbara me ha contado que los tiroleses rezan una oración cada vez que talan un árbol.
—También los niños se atienen a ese ritual: «A ver, rapaces, quitaos las capuchas, que vamos a rezar», dice el abuelo —dijo Elisa imitando el deje de los tiroleses.
Lukas sonrió.
Entonces Elisa se apoyó sobre ambos codos, abrió los ojos y examinó otra vez la casa.
—En ciertos momentos me resistí a creer que algún día cada familia tendría su propia vivienda. Pero ahora es obvio que hemos terminado.
—Bueno —objetó Lukas—, ahora falta hacer los graneros, los establos, las alacenas.
Con un suspiro, la joven apoyó otra vez la cabeza sobre la blanda hierba. Y eso no era todo, era preciso talar y quemar más bosque para crear nuevos «roces», como llamaban allí a las superficies de cultivo. La vida, entonces, se subordinaría a los ciclos constantes de las siembras y las cosechas, siempre acompañada de la esperanza vacilante de que las semillas germinasen. Y a pesar de eso, ahora había una señal visible de cómo habían conquistado un nuevo hogar a la selva y a la pantanosa orilla del lago.
Sumida en esos pensamientos, Elisa no se había dado cuenta de que Lukas se había incorporado. Solo alzó la vista cuando la sombra del joven la cubrió. Él le alcanzó un rastrillo.
—¿De verdad tenemos ahora que…? —suspiró ella, pues había pensado que él la estaba conminando a continuar el trabajo. Pero no, Lukas hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Esto es un regalo. Lo he hecho para ti.
Elisa se sentó, examinó el rastrillo con detenimiento y vio que el mango estaba adornado con artísticos arabescos tallados. No sabía muy bien qué representaban, tal vez fueran cabezas de persona, o tal vez de vacas; en cualquier caso, aquello le habría costado a Lukas un esfuerzo enorme.
—Gracias —murmuró ella—. No sabía que tenías esa habilidad para trabajar la madera.
Él sonrió algo cohibido.
—¿Y me lo dices después de haber visto cómo he puesto el tejado a media docena de casas?
—No me refiero a eso. Ese es un trabajo que requiere más bien fuerza, paciencia y maña. Pero esto…
Ella no siguió hablando. Aquello exigía mucha concentración y cuidado, y sobre todo mucho tiempo, que, por lo demás, siempre había sido bastante escaso; y todo por hacer algo que no era imprescindible, sino solo agradable de ver; lo cual, dicho sea de paso, era una prueba visible de lo mucho que a Lukas le gustaba trabajar con ella, al igual que a ella con él.
—¡Es hora de comer! ¡Ven a comer con nosotros! —la animó él.
—Pero en casa también tengo…
Elisa sabía que cada familia debía administrar sus raciones de comida de la forma más ahorrativa posible.
—Ninguno de nosotros tiene mucho —admitió Lukas para, de inmediato, añadir con determinación—: Pero para ti siempre habrá suficiente.
En la casa de los Steiner, Lukas se dejó caer en el banco. La vivienda, al igual que la mesa tambaleante, había sido construida a duras penas algunos meses atrás. No había habido tiempo para hacer sillas con respaldo; pero lo más importante para todos los miembros de la familia era que todas las casas estaban en pie.
Con una locuacidad poco habitual en él, Lukas anunció que acababa de poner el último tejado, bajo el cual ahora vivirían los Glöckner. La mayoría de las veces el joven no hablaba mucho y, generalmente, a excepción de Elisa, la gente no lo escuchaba. Sin embargo, hoy todo era diferente.
Christl alzó la cabeza con expresión de curiosidad:
—¿Entonces ahora habrá fiesta? —preguntó la niña.
Christine frunció el ceño. La matriarca estaba ocupada haciendo algo en el sitio donde estaba el fuego, cuyo humo llenaba ahora toda la habitación, a pesar de que la ventana situada detrás estaba abierta de par en par.
Ayer, Fritz había anunciado que, cuando todas las casas estuvieran techadas, debían construir chimeneas y fogones en toda regla.
—¿Quién ha hablado de fiesta?
—¡Todos! —exclamó Christl con entusiasmo—. Annelie prometió que cuando las casas estuvieran acabadas, íbamos a…
—Cuando se habla de fiesta, tú sí que prestas atención, ¿eh? —la interrumpió su madre hoscamente—. Sin embargo, cuando te pido que me ayudes en las faenas de la casa, te quedas sorda de los dos oídos.
A diferencia de Lukas, Elisa se había quedado de pie tras haber entrado en casa de los Steiner. Ahora se apresuró a acercarse al lugar donde estaba Christine para echarle una mano en la preparación de la comida.
Era obvio que a menudo era huésped de esta familia y, por descontado, ayudaba en los quehaceres de la casa.
El guiso que Christine estaba revolviendo en una olla era poco menos que precario: las alubias y las lentejas que los hombres habían traído la última vez de Melipulli se habían terminado hacía tiempo, y también la carne seca y la sal. En una única ocasión habían recibido azúcar y café, y Christine había impuesto vigilancia sobre ambos productos como si fuesen un tesoro muy valioso.
En Melipulli, Peter Wirth, un encargado de Franz Geisse —quien, a su vez, era desde hacía muy poco el intendente del agente de la colonización Rosales— les había entregado a los hombres no solo las raciones, sino un cálculo detallado al máximo de lo que estas costarían. Además, les dijo que tendrían que devolver el dinero en un plazo de seis años. A veces eran 9,30 pesos por ración y otras, 9,10 o 9,70.
—Tendríamos que esperar mucho menos si, simplemente, nos dijera el precio medio —opinó Fritz malhumorado.
Elisa se inclinó sobre la olla y vio que Christine había cortado las patatas y la col en trocitos muy pequeños y que los estaba cociendo con un poco de agua.
El mero hecho de ver los trozos de patata le provocó a Elisa dolores en la espalda, aunque al mismo tiempo la llenó de orgullo. Se vio a sí misma, haría unas semanas, arrodillada en la tierra, pegando golpes en los surcos con una pequeña azada y revolviendo luego el suelo solo con las manos para sacar los tubérculos, que eran tan preciados como pepitas de oro. Y aunque sabía que la tierra ya no iba a dar nada más, seguía excavando. Más tarde, cuando regresó a casa llena de orgullo, con el delantal repleto y las manos negras, se sintió como si hubiese ganado una gran batalla y le hubiese arrebatado un buen botín a su enemigo.
—¿Dónde está Poldi? —preguntó Elisa. Todos los miembros de la familia Steiner estaban allí reunidos, solo faltaba el benjamín.
—¡A saber lo que estará haciendo por ahí! —gruñó Christine—. Probablemente esté en la casa de los Glöckner. Prefiere ayudar a Barbara antes que a su propia madre.
Elisa no preguntó más y siguió trabajando para suplir aquella ayuda que Christine echaba de menos.
—¡Deja que lo haga yo! —le dijo en voz baja, y Christine le entregó de buena gana la cuchara de madera, dejando en sus manos la labor de revolver el guiso.
—¿Y qué hay de la fiesta? —preguntó Christl.
—¿Y qué hay de ayudarnos ahora un poco? —dijo en tono sarcástico Lenerl.
—¡Mira quién habla! La que siempre se detiene para rezar.
Fritz se pasaba el rato reprochándole a aquella hermana su lentitud en el trabajo y esta siempre objetaba que tenía que parar para decir alguna oración. Algunos la creían, pues la consideraban muy devota; pero para otros era una holgazana, aunque sabía camuflarlo mejor que sus hermanas.
—¡Tú solo quieres celebrar esa fiesta para hacerle ojitos a Viktor Mielhahn! —le reprochó Lenerl a Christl, machacona.
—¡Eso no es cierto! —dijo entre dientes Christl, aunque se puso roja de apuro.
Elisa levantó asombrada la cabeza. No se había dado cuenta de que Christl tuviera tales simpatías, pero cuando pensó más detenidamente en ello, recordó que con frecuencia había visto a la mayor de las hijas de los Steiner con Viktor. El joven siempre le parecía descontento, malhumorado, y apenas tenía nada que ver con el chico tímido que ella había conocido antes. Era como si aquella noche en que abandonaron la hacienda de Konrad Weber, Viktor Mielhahn se hubiese convertido de repente en un adulto. Durante los primeros meses, él y su hermana Greta habían vivido con los Steiner, pero luego él había exigido tener su propia parcela y todos lo habían ayudado a construir su casa.
—¡Ya sabía yo que te gustaba Viktor! —se burló Lenerl.
—¡Eso no es verdad! —replicó Christl otra vez.
«Me estoy volviendo ciega para la gente», pensó Elisa con consternación.
A veces se sentía como si solo existieran ella, las tierras y el trabajo, y la única persona que aparecía repetidas veces en ese panorama era Lukas. En la época en que habían llegado al lago, se había sumido en un silencio huraño y solo se sentía plenamente a gusto cuando conseguía aislarse de los demás, cuando se quedaba absorta contemplando aquellas aguas de color azul turquesa o la cumbre nevada del Osorno, entregada del todo a su añoranza: la añoranza de ver a Cornelius, con quien tanto le gustaría compartir el peso y la gratitud por haber recibido aquella tierra y por poder cultivarla ahora.
Elisa casi nunca hablaba de él con nadie. Por las noches, dormía tan profundamente que aquel viejo sueño ya no regresaba y, a menudo, el trabajo duro no le permitía siquiera pensar en él ni invocar su imagen en la memoria. No obstante, lo llevaba en lo más hondo de su corazón y en los pocos instantes de pausa lo sentía tan cerca como siempre.
—¡Dejad ya de pelear! —regañó Christine a sus hijas antes de que ella y Fritz trajeran al tullido Jakob hasta la mesa. Este soportó toda la maniobra con una mirada inexpresiva. Muy pocas veces había alzado la voz para quejarse por lo inútil que se sentía, por verse prisionero dentro de su propio cuerpo. Normalmente aceptaba en silencio el destino que le había tocado.
—Las sobrinas de Barbara no tienen en mente hacer ninguna fiesta, solo piensan en continuar con su trabajo —dijo Fritz con severidad—. Dos de ellas han partido recientemente hacia Melipulli para trabajar allí como criadas en una casa y ganar algo extra para sus familias. Se echaron a la espalda todas sus pertenencias y se marcharon solas a través de la selva. Deberías tomar ejemplo de ellas —añadió el hermano mayor asintiendo con la cabeza para conferir más fuerza a sus palabras.
—¿Es que te has vuelto loco? —le gritó Christl—. Yo no voy a meterme sola en esa selva. ¡Me moriría de miedo!
La mirada de Fritz se volvió ahora despectiva.
—¡Como si ese fuera el motivo! Tu mayor miedo es que en otra parte tengas que ponerte a trabajar de verdad.
—¡Madre! —Christl se volvió hacia Christine reclamando su auxilio—. No tendré que ir, ¿verdad? Tú no nos obligarás a mí y a Lenerl a marcharnos, ¿verdad?
La pequeña Katherl, que estaba sentada a la mesa al lado de su hermano Lukas, rio con cierto retintín.
—¡Silencio! —exigió Christine con tono severo—. Los dos. Vosotras no iréis a ninguna parte.
Elisa seguía removiendo la cazuela y estaba pensando en bajarla de su enganche, pues las patatas ya estaban blandas. Como siempre, pusieron la olla en medio de la mesa para que todos comieran directamente de ella. No había habido tiempo para hacer también platos y fuentes.
—¡Te ayudo!
Elisa no había notado que Lukas se había levantado y se le había acercado para coger la olla en su lugar. Entonces miró dentro con el ceño fruncido.
—Patatas y coles —comprobó suspirando—. ¿Cuándo volveremos a probar la carne?
—¿Qué tal en la fiesta? —propuso Elisa, aunque no estaba segura de si en verdad iba a organizarse una fiesta o si Christl solo se lo había imaginado. Pensó en quién podría ser la persona que, en general, decidiera tal cosa y llegó a la conclusión de que no serían los hombres de su colonia, sino las mujeres: sobre todo Christine, Annelie y Barbara. También Jule se involucraría en la organización de algo así con todas sus fuerzas, como en todas las decisiones que se habían tomado hasta el momento, aunque en la mayoría de los casos había sido siempre ella la que obligaba a Christine a adoptar una posición. Elisa sospechaba que Jule siempre decía intencionadamente lo contrario de lo que quería conseguir, pues de ese modo podía estar segura de que Christine estaría de su parte, aunque aparentemente fuera su enemiga. También estaba segura de que Christine ya había detectado esa táctica hacía tiempo, pero se prestaba a aquel juego.
—En caso de que se organice esa fiesta, ¿vendrías conmigo? —le preguntó Lukas muy bajito antes de que llegaran a la mesa.
Las mejillas de Elisa se pusieron rojas y empezaron a arderle, igual que le había sucedido a Christl poco antes, cuando se mencionó el nombre de Viktor.
—Si así lo quieres —dijo Elisa.
Se alegró de no tener que devolverle a Lukas la mirada; rápidamente, ocuparon su sitio en la mesa y todos se inclinaron, hambrientos, sobre la olla. Durante toda la comida reinó el silencio.
—Imaginaos: Antimán dice que esto es una patata.
Habían pasado tres días desde que habían acabado de techar la última casa y, en ese momento, Annelie alzaba un tubérculo hacia la luz para examinarlo con más detalle.
Barbara y Jule levantaron la vista con apatía. No era nada nuevo que Annelie se topase con una fruta, una baya o un hongo comestible con que llenarles las barrigas medio vacías. Que supieran bien o no, eso era ya otra cosa.
—¡Sí, claro! —corroboró Annelie—. ¡Es una patata! Me ha dicho Antimán que en Chile las patatas rojas no son una rareza. También las hay azules y de color morado. Imaginaos eso.
—¡Bah! —exclamó Jule—. ¿Y de qué nos sirve? Desde hace un año casi solo comemos patatas. ¡Ya se me salen hasta por las orejas, me da igual que sean rojas, azules o moradas!
Annelie dejó caer de nuevo el tubérculo.
—Pero esta noche vas a comer algo más que patatas.
Estaba feliz ante todas aquellas fuentes. Normalmente le bastaba con una para preparar las comidas. Pero hoy habían reunido las vajillas de todos para que Annelie pudiera llenarlas con sus deliciosos platos. La fiesta, ahora inminente, la había hecho estar más ingeniosa en los últimos días y con más deseos de experimentar. Ya no era solo que se esforzara por hacer una tarta de ruibarbo; entretanto había averiguado que no solo eran comestibles los tallos de la nalca, sino que con sus hojas también se podían rellenar las rendijas de las paredes de las casas. Había descubierto, además, que aquella flor de color rojo fuego, la del copihue, que crecía en la selva y cuyas raíces flexibles y duras podían usarse para todo tipo de labores de cestería, daba en primavera unas bayas jugosas con forma de cerezas, no tan rojas como las flores, sino de un color más bien naranja amarillento. Esos frutos eran muy dulces, le había explicado Antimán y, en cuanto las probó, Annelie ya no paró de comerlas. Después de haber comido todos aquellos sosos platos a base de patatas y de col, ahora su lengua parecía estar en llamas.
También ahora seguía comiendo de aquellas pequeñas frutas.
Barbara alzó la cabeza.
—Yo no me atrevería a comer tantas frutas… En tu estado.
Annelie miró su vientre ligeramente abultado. Hacía poco que se le notaba que estaba otra vez embarazada. Su madre le había inculcado que aquel era un estado vergonzoso, algo que la mujer debía ocultar cuando pudiera; sin embargo, desde que había comprobado que iba a tener un hijo, Annelie no podía contener su ansia de que llegara el momento en que los demás también se dieran cuenta. Cuando se hablaba de ello, no se sentía avergonzada, sino orgullosa y feliz.
Los meses que habían dejado atrás habían sido duros, de mucho trabajo, pero todo había dado un cambio para mejor. Richard seguía mostrándose lento y vacilante en todos sus movimientos, pero, tras la llegada a aquel lugar junto al lago, parecía estar despertando de su largo sueño. Ya no se pasaba tantas horas mirando al vacío, con tristeza, sino que poco a poco empezaba a participar de la vida en la colonia, hablaba de nuevo con ella, su mujer, la acariciaba, le sonreía. Los últimos vestigios de melancolía desaparecerían, sin duda, si alguna vez llegaba a sostener entre sus brazos un hijo varón: y Annelie estaba segura de que estaba esperando un varoncito.
La esposa de Richard se inclinó sobre la mesa.
—Hasta ahora Antimán solo me ha dado buenos consejos. Dice que también se pueden usar las semillas y las hojas del arrayán, aunque no como alimento, sino como medicina contra la diarrea, por ejemplo. Y también me ha hablado mucho del llao-llao. Se supone que es un hongo que crece sobre todo en los troncos del ñire, también llamado haya antártica, que tiene un sabor muy rico. Lástima que hasta ahora no haya encontrado ninguno. Y lástima que Antimán venga tan poco por aquí.
El indio los había dejado poco después de que llegaran al lago, aunque retornaba de vez en cuando; en una ocasión, incluso había traído moluscos y pescado fresco; pero según Annelie nunca se quedaba el tiempo suficiente para enseñarle cosas sobre los alimentos que se ocultaban en aquella selva.
—Bueno —admitió Jule—, es cierto que algunas de las cosas que dice tienen sentido.
Antimán les había mostrado también lo que se podía hacer con los tallos de bambú cuando las frutas desaparecían: aquellas varas largas y duras eran muy apropiadas no solo como armazón para las estructuras de las casas, sino también como material para fabricar algunas herramientas.
Hacía poco, Jule se había confeccionado una especie de peine, cortándole trocitos de madera a un pedazo de bambú. Con aquello, peinaba todas las semillas del lino; más tarde, Annelie las secaba para hacer con ellas linaza, una medicina que se tomaba en caso de dolor de estómago o que se untaba cuando alguien tenía psoriasis o arañazos.
Barbara, por el contrario, estaba del todo ocupada en ablandar la paja del lino en unos recipientes de agua limpia. Tras una inmersión de varias semanas, el lino se ponía a secar, se trenzaba y, finalmente, se entretejía.
—Si no fuera por Antimán, no hubiésemos conocido la mejor manera de cultivar el lino en este país —dijo Annelie.
Jule resopló.
—Si yo hubiese sabido el trabajo que nos iba a costar, habría preferido que se lo callara.
Barbara sonrió con sorna.
—¿Es que prefieres ir desnuda? Según un viejo dicho, el lino ha de pasar nueves veces por manos humanas antes de que alguien pueda llevar la tela sobre el cuerpo.
Había dicho la expresión con aquel canturreo que era típico de su acento. Su voz, aunque no estuviera cantando, sonaba extremadamente melodiosa.
Jule se burlaba a menudo de ello, pero de todos modos debía reconocer que las muchas canciones que se sabía Barbara habían hecho que el cultivo del lino resultara más entretenido.
Primero, se dedicaron a colocar las semillas, surco por surco, en la tierra removida; cada medio paso había que dejar caer tres semillas. Luego les tocó esperar, entre temores y esperanzas, pues no había un cultivo más delicado que el del lino. Para orgullo de todos, la primera cosecha fue muy productiva. Los tallos se sacaban de la tierra con raíces y todo, y quedaban luego extendidos sobre el campo durante semanas. Entonces hubo que temer de nuevo y esperar, confiar en que no lloviera todo el tiempo. Y una vez más, la suerte les sonrió: el aire se mantuvo húmedo, pero los rayos del sol fueron lo suficientemente fuertes como para que los tallos se abrieran. Finalmente tocó amarrarlos en hatillos, eliminarles el duro espinazo con la piedra y peinar las semillas de la espiga.
Lo que siguió fue una labor no menos ardua, pero por lo menos podía realizarse mientras se estaba cómodamente sentado en el interior de una vivienda.
—¡Dentro de poco podremos llevar faldas nuevas! —exclamó Barbara.
Jule señaló la rueca al tiempo que fruncía el ceño:
—Siempre y cuando este desvencijado aparato aguante lo que parece prometer —comentó.
Annelie había seguido su mirada y soltó una carcajada. En realidad, no era nada divertido que no dispusieran de una rueca ni de un telar como es debido, pero, desde que estaba embarazada, la mujer de Richard se reía muy a menudo, la mayoría de las veces sin motivo alguno. Antimán les había conseguido aquel aparato, cuyo cabezal estaba hecho con huesos de animales.
Fritz Steiner, por su parte, había intentado confeccionar un telar. Annelie y Barbara consideraban que el resultado era notable, pero Jule no escatimó sus malos presagios, diciendo que aquello se rompería antes de poder unir los primeros hilos.
—¡Y si todo sale bien, también podremos confeccionar pantalones! —dijo Barbara dejándose llevar por el entusiasmo.
—En Melipulli se pueden cambiar dos pantalones por un buey.
—Richard ha tallado incluso algunos botones de madera —añadió Annelie.
—¡Vaya, estupendo! —se mofó Jule—. ¡El buey que os den a cambio de esos pantalones será seguramente un animal enclenque, ciego y tullido!
Annelie no le prestó oídos.
—Y tal vez hasta podamos pagar con ellos una mesa como es debido; dicen que en Valdivia hay muy buenos carpinteros ebanistas.
—Viajar hasta Valdivia, ida y vuelta, es ya de por sí bastante agotador sin tener que echarse una mesa a la espada —opinó Jule—. Y que Christine no oiga tus palabras. ¿Acaso ella no suele decir siempre que uno solo necesita aquello que es capaz de hacer?
—Bueno, ya que hablas de Christine —dijo Annelie—, no os pondréis a pelear esta noche en la fiesta, ¿verdad?
Tras el accidente de Jakob, Christine se mostraba cortés con Jule. Pero había pasado ya un año y medio de eso y la vieja animadversión se encendía de nuevo no pocas veces.
—No nos pelearemos. Sencillamente, no nos hablaremos —replicó Jule.
—¡Pero, por favor, que no sea con esa expresión de odio! ¡La vida es estupenda!
Con una sonrisa soñadora, Annelie miró primero las jugosas frutas del copihue y echó luego un vistazo a su redonda barriga. Jule arrugó la nariz, pero Barbara no le llevó la contraria, sino que se puso a cantar, como tantas veces, una de sus canciones.
Poldi había dado la vuelta a la casa tres o cuatro veces, pero no había conseguido espiar a través de las rendijas de la madera. Y cuando ya se disponía a marcharse sin hacer ruido, sin haber podido hacer lo que tanto anhelaba —ver a Barbara—, vio el recipiente de agua que había junto a la puerta. Aunque hacía un momento estaba agachado y escondido, ahora se irguió y caminó muy seguro de sí mismo hacia aquel rincón. A fin de cuentas, nadie podía negarle que se lavara un poco después de haber estado trabajando en los campos. Y tan solo de pensar en que podía encontrarse con Barbara de un momento a otro —tal vez ella saliera por la puerta si lo oía—, sintió tanto calor que se arrancó la camisa del cuerpo. Rápidamente, hundió la cabeza y los hombros en el fresco líquido. Se frotó la piel, cubierta de cicatrices y rasguños —recuerdos de dolorosos encuentros con ramas que caían o con maleza espinosa— y bajo la cual había unos músculos fuertes. Si algo de bueno había en aquel trabajo duro era eso: ya nadie lo consideraba un chiquillo. Cualquiera podía notar, a simple vista, que ya había alcanzado la estatura de un hombre. Poldi se alzó de nuevo y sacudió la cabeza como un perro mojado. El agua salpicó en todas direcciones y provocó el chillido de alguien. Cuando se dio la vuelta, no vio, como esperaba, a Barbara, sino a sus hermanas Lenerl y Christl, que llevaban rodando unos barriles hasta la casa de los Von Graberg, probablemente para la fiesta de esa noche.
—¿Es que tienes que empaparme? —le gritó Christl.
—¡Vamos, no es para tanto! —gruñó el joven.
Con una expresión no menos anhelante que aquella con la que había estado esperando hasta entonces encontrarse con Barbara, miró los barriles. Probablemente estuvieran llenos de chicha, un brebaje hecho a base de maíz que solo con muy buena voluntad se podía tomar por cerveza. Antimán le había enseñado a Annelie cómo se preparaba y le había contado que desde hacía siglos los pueblos de los Andes bebían aquello. Cuando Poldi lo probó, estuvo varios días con dolor de cabeza. Sin embargo, ahora, al mirar hacia aquellos barriles, no pensó en las jaquecas ni en el sabor amargo de la bebida, sino en la agradable sensación de estar embriagado. Era como si uno anduviera por encima del suelo, flotando, liberado de todos los pesos.
—¡Estos barriles permanecerán cerrados hasta hoy por la noche! —le explicó Christl en un tono tan severo y malhumorado que parecía que era su hermano quien merecía el castigo por que ella tuviera que acarrear los barriles.
Poldi volvió a sentir una oleada de calor ante la idea de poder pasar toda una noche en presencia de Barbara. Hasta entonces, la comunidad de los emigrados se había reunido pocas veces después de caer la noche; casi siempre se disolvía en cuanto Barbara cantaba una de sus canciones. Pero hoy, seguramente, todo sería distinto.
—¡En fin! ¡Ya sabes! —corroboró Christl—. ¡Aparta tus manos de la chicha!
«¡Si al menos su hermana no quisiera hacerse siempre la importante!», le pasó a Poldi por la cabeza. Un año atrás bastaba con pegarle un tirón de la trenza, a continuación la chica se ponía a gritar y él, la mayoría de las veces, conseguía librarse de ella.
—¡No te acerques a mí con ese maldito brebaje! —le ladró él.
—Pues entonces dime una cosa. ¿Si no es la sed lo que te trae por aquí, qué otra cosa puede ser? —Por un instante, Christl se hizo la confundida para de inmediato esbozar una sonrisa sabihonda—. Bueno, ya puedo imaginármelo…
—¡Cierra el pico! —la interrumpió Poldi alzando la mano en son de amenaza, aunque la dejó caer rápidamente, ya que detrás de las contraventanas percibió un movimiento.
¿Se habría levantado Barbara y estaría mirando hacia fuera?
Barbara, a quien hasta hacía muy poco él había estado ayudando en el cultivo del lino —aunque Fritz siempre decía que aquello era trabajo de mujeres…—. Barbara, con la que había pasado horas y horas cantando, como aquella vez cuando estuvieron vagando por el bosque…
—¿Y bien? —dijo Christl, que no podía parar de lanzar sus pullas—. ¿Qué haces aquí?
—Solo quería lavarme.
—Vivimos a orillas de un lago; allí puedes sumergirte hasta la cabeza. Y tú vienes y te deslizas hasta esta tina. No, no te creo. ¡Sé muy bien que estás loquito por Barbara Glöckner!
Antes de que Poldi, hirviendo de rabia, pudiera responderle algo, intervino Lenerl.
—¡Bueno, déjalo en paz! —protestó la chica poniéndose las manos en las caderas.
—Eso no es cierto —dijo Poldi increpando a Christl y sin prestar atención a lo que su otra hermana decía—. ¡Sin embargo, sí que es cierto que tú le has echado el ojo a Viktor Mielhahn!
Christl no prestó atención a sus palabras.
—¡Esa mujer podría ser tu madre! —exclamó.
—¡Y Viktor es un tipo raro! Eso lo piensa todo el mundo, solo que nadie lo dice porque todos sienten compasión por él y por la loca de su hermana.
Él se había sentido aliviado cuando Viktor había insistido en recibir una parcela de tierra propia para él y para su hermana, a fin de vivir allí en su propia casa. No se le había escapado, sin embargo, cuánto lamentó Christl que esos dos ya no fueran a vivir bajo el mismo techo que la familia Steiner, tal y como se había acordado cuando llegaron a la región del lago.
—¡Viktor…! ¡Viktor es una persona con clase! —gritó Christl manoteando frenéticamente—. ¡No es un tosco campesino!
—Vaya, pero es eso precisamente lo que necesitamos aquí, toscos campesinos: y también necesitamos mujeres trabajadoras que sepan ponerse manos a la obra.
—¿Sí? ¿Como Barbara, por ejemplo? —lo chinchó Christl.
—Jamás conseguirás que Viktor hable una palabra contigo.
—¡Cuánto te equivocas! —exclamó Christl en tono triunfante—. Hoy lo ha hecho, por ejemplo. He ido a verlo y lo he invitado a la fiesta, e imagínate, hasta me ha ofrecido un mosto de manzana. Ya lo verás, esta noche bailaré con él.
Poldi se encogió de hombros.
De repente una imagen afloró ante él: no era la imagen de Christl y Viktor bailando, sino la de él y Barbara, y vio cómo giraban en círculos, con los cuerpos muy pegados.
—¡Bah, déjame en paz! —gritó sin poder dominarse.
Christl sonrió con expresión de triunfo.
Una vez más, la cara del chico se puso roja como un tomate y, para que sus hermanas no lo notaran, metió de nuevo la cabeza en la tina, cuya agua había cobrado entretanto un color marrón; la hundió tanto que ya no vio ni oyó nada.