CAPÍTULO 17

UN AÑO DESPUÉS

El pastor Zacharias se despertó a causa de unos golpes muy fuertes. Despertó asustado de un oscuro sueño en el que se sentía abandonado, hambriento y sucio, pero no se mostró agradecido por haber sido liberado de aquella pesadilla, sino que comprobó que, en la vida real, estaba mucho más abandonado, hambriento y sucio que en el sueño. Apretó los ojos, se llevó las manos a las orejas y confió en que aquel ruido tan desagradable desaparecería si lo pasaba por alto el tiempo suficiente. Pero los golpes no cesaron, sino que se hicieron más enérgicos, y finalmente una voz, con tono apremiante, llamó a Cornelius Suckow.

El pastor se incorporó. El dolor de cabeza llegó de un modo tan repentino que era como si un objeto punzante se le hubiera clavado en las sienes. Gimió y lo hizo aún más cuando sus ojos se posaron en la botella de aguardiente medio vacía que estaba encima de la mesilla de noche, recordándole que no era poco culpable del estado miserable en que se encontraba. A menudo, le había prometido a Cornelius que iba a dejar de beber. Y este, a su vez, le había explicado suficientes veces que la condición para emprender el viaje a casa era que se mantuviera sobrio de forma duradera, pero Zacharias no era capaz de resistirse a la tentación de anestesiarse con bebida y ahora le hubiera gustado quitarse aquel resacón que sentía en la cabeza con un buen trago.

Pero los golpes en la puerta se lo impidieron; entretanto estos se habían vuelto tan ruidosos que parecía que alguien pretendía echar la puerta abajo.

—Sí, claro —refunfuñó. Parecía que la cabeza le iba a reventar cuando se levantó y se tambaleó hasta la puerta. Pero más que los dolores, lo que le daba miedo era abrir aquella puerta.

Valdivia seguía siendo un sitio extraño para él, muy ruidoso, muy agitado. En los últimos meses, la población se había incrementado de golpe. Allí se habían establecido más carpinteros y herreros, ebanistas y zapateros, sastres y panaderos. Ellos, con su eficiencia inquebrantable y su lucha por la supervivencia, le demostraban al pastor Zacharias que era posible vivir en aquel país extraño y que había otras maneras de luchar a brazo partido con la vida, en lugar de atrincherarse en un sucio alojamiento a la espera de que las duras pruebas pasaran.

—Sí…, ya voy —refunfuñó otra vez.

Cuando abrió, en lo primero que pensó fue en el aspecto miserable que estaría ofreciendo. Tenía el pelo pegado a la cabeza y sudoroso; de su boca salía un aliento ácido; tenía la camisa sucia, como siempre.

Pero el hombre que estaba ante él, en la puerta, no lo examinó con detalle, solo pareció alegrarse de no tener que seguir llamando.

—Vaya, por fin —dijo de mala gana.

Zacharias jamás había visto a aquel hombre.

—¿Es usted Cornelius Suckow?

Por lo menos el tipo hablaba alemán, algo que tampoco había que dar por sentado en aquel maldito país, ni siquiera en Valdivia, donde —según tuvo que admitir Zacharias— casi todos los habitantes eran alemanes. Aquel hombre, sin embargo, no esperó su respuesta.

—Tengo una carta para usted. Ha venido del lago, con una lancha.

El pastor Zacharias puso cara de no entender. ¿Qué diablos era una lancha? ¿Y a qué lago se refería aquel hombre? Además, ¿quién podría escribirle una carta a Cornelius?

Zacharias abrió la boca, pero el hombre no tenía intención de perder más tiempo, así que le puso la carta en la mano y se marchó sin más.

¡Adiós![2] —le gritó a Zacharias por encima del hombro.

El pastor resopló. Por lo menos iba a tener que acostumbrarse a eso, a ese saludo en español que entretanto ya iban usando muchos inmigrantes, como si haber renunciado a su patria no fuera suficiente y ahora quisieran renegar también de su lengua. Atontado, siguió con la mirada al desconocido y luego cerró rápidamente la puerta, con una sensación de alivio por poder dejar fuera, bloqueada, a la ruidosa Valdivia, a sus habitantes y a todo aquel extraño país.

Solo cuando se hundió de nuevo en la cama, con un gemido, cuando sus ojos se dirigieron nuevamente, ávidos, a la botella de aguardiente, recordó que todavía tenía aquella carta en la mano.

¿Quién le habría escrito a su sobrino?

Pocas veces le preguntaba a Cornelius sobre lo que hacía durante el día, y lo único que quería saber era si por fin podrían regresar a Alemania. Obstinado, Cornelius se resistía a responderle y contestaba a los reproches de su tío con los suyos propios: lo reprendía por beber demasiado, por malgastar el poco dinero del que disponían; lo exhortaba a que se controlara de una vez.

Zacharias examinó la carta. El papel estaba manchado, pero la letra era nítida.

¿Tal vez aquella carta venía de Alemania y tenía que ver con el posible regreso?

Rápidamente, el pastor desgarró el sobre. El papel estaba húmedo en los bordes. Alguna que otra palabra era ilegible y él tenía el cerebro demasiado borroso como para poder leer las otras con normalidad. Sin embargo, poco a poco su mente paralizada empezó a captar el sentido.

Cuando vio quién había remitido aquella carta, empezó a ponerse rojo y la cara comenzó a arderle.

Querido Cornelius:

Llevo algún tiempo intentando escribirte. A menudo me he visto en mis pensamientos tomando la pluma, pero hasta ahora ha sido imposible conseguir una hoja de papel. Hoy, por fin, lo he logrado. No sé dónde estás, ni siquiera sé si la carta te llegará, pero por lo menos debo intentarlo y estoy llena de esperanza de que leas estas líneas.

Me vienen tantas cosas a la mente, son tantas las cosas que tengo que contarte que no sé ni por dónde empezar.

Desde hace un año vivimos a orillas del gran lago, ese al que los colonos llaman lago de Valdivia y que los nativos llaman Llanquihue. Tras nuestra llegada, varias familias se han establecido aquí, al principio pocas, pero ahora son cada vez más y en especial en las últimas semanas ha afluido mucha gente recién llegada de Alemania. Vemos a muy pocos porque la tierra es inmensa. El gobierno, entretanto, la ha dividido en parcelas; los chilenos las llaman chacras, nosotros, en cambio, las llamamos orilleras, ya que por su lado más estrecho lindan con la orilla del lago y tienen casi cien hectáreas. ¡Eso suena a mucho, y lo es, pero también significa, sobre todo, mucho trabajo!

Hace poco nos hicieron entrega del certificado de propiedad, que atestigua que el gobierno chileno nos ha cedido estas tierras de forma oficial, así como semillas para la primera siembra (por un valor de cinco pesos), una vaca, doscientos tablones y clavos. También deberían habernos dado una yunta de bueyes por familia, pero a nosotros solo nos dieron un buey, de modo que para arar tenemos que enganchar la vaca al arado. Aún hoy esperamos en vano por un carro como es debido, pero nos han dicho que en Chile casi no hay carros de cuatro ruedas.

Veo que te lo estoy contando todo de forma caótica y son tantas las cosas que quiero escribirte que he empezado por el final.

Lo cierto es que, cuando llegamos hace un año al lago, al principio nos vimos solos y a merced de nosotros mismos; no conocimos al agente de colonización de Melipulli, el que reparte tierras y comida, hasta mucho más tarde. Pudimos vencer la primera etapa gracias a la ayuda de unas familias del Tirol, y solo así pudimos sobrevivir. (Cómo los conocimos y por qué no nos quedamos más tiempo a vivir con Konrad Weber es una historia larga y resulta imposible escribírtela toda, pues debo ahorrar papel). En cualquier caso, esas familias se habían asentado en la orilla occidental del lago, cerca del río Maullín, y ahora también nosotros nos hemos establecido ahí.

¡Ah, si cuando llegamos hubiésemos sabido lo fácil que era obtener tierras propias!

¡Qué estúpidos fuimos en seguir los pasos del tal Konrad!

Pero así como obtener tierra es fácil, hacerla producir resulta mucho más difícil.

Lo primero que tuvimos que hacer fue talar con las hachas los árboles que cubrían la selva, unos árboles gigantescos. Después del tiempo que pasamos viviendo en la hacienda de Konrad, ya estábamos acostumbrados a esa labor, al igual que al sonido del hacha y al estruendo que se oye cuando uno de esos gigantes cae al suelo. Cada vez que íbamos a cortar alguno, nos deteníamos llenos de respeto ante él y, luego, cuando lo derribábamos, nos mostrábamos orgullosos de haberlo conseguido con uno más. Y en cada ocasión nos preguntábamos, en silencio, por qué no avanzábamos más rápido y cuándo acabaría por fin aquel trabajo tan duro.

Llegado un momento, ya habíamos liberado suficiente tierra de la orilla de la selva, pero el trabajo no acabó ahí. Cerca del lago, el suelo es muy pantanoso. Y entonces nos tocó hacer canales por todas partes para drenar esa agua. Pero, en fin, antes de construir esos canales cavándolos en la tierra, era preciso liberar el suelo de las muchas raíces. Lo que facilita el trabajo es que los árboles de aquí no tienen raíces muy profundas. Pero lo que lo hace todo más difícil es que el suelo está repleto de enredaderas y de plantas espinosas. ¡Ambas dan una flores preciosas, pero las maldijimos todo el tiempo! ¡No sabría decirte cuántas veces me caí ni en cuántas ocasiones, por las noches, vi mi cuerpo cubierto de arañazos y moratones! Hace ya mucho que trabajar con el azadón ya no me provoca dolor. La piel de las manos se me ha curtido y ya no me salen ampollas.

Cuando el suelo por fin quedó libre de raíces, y tras haber separado toda la leña de los troncos, así como las ramas y las enredaderas, hubo una gran discusión. Unos opinaban que había que quemarlo todo, ya que el suelo que quedaba debajo —al que llaman roce— es extremadamente fértil y se pueden esparcir las semillas en él. Otros, por su parte, decían que era preferible esperar a ver qué pasaba con las semillas que habíamos sembrado en los primeros días en la tierra más blanda de los claros del bosque, no tanto porque esperasen sacar de ellas un gran provecho, sino para comprobar cómo germinaba el cereal en este clima.

Había tantas preguntas por responder… y nadie que las respondiera. ¿Serían los inviernos allí, junto al lago, tan húmedos como el primero que habíamos vivido en este país? ¿No arrastraría el viento las cenizas aún encendidas si finalmente nos decidíamos a quemar la tierra? ¿Debíamos sembrar trigo, cebada o centeno?

Hablábamos durante horas sobre esos temas y hubo muchas peleas antes de que tomáramos las decisiones. No es de sorprender que hubiera tan mal ambiente ni que los ánimos estuviesen tan caldeados: el trabajo nos dejaba exhaustos, los estómagos nunca se llenaban y nuestra ropa era todavía demasiado ligera y estaba desgarrada. Las primeras chozas apenas ofrecían protección contra la lluvia, mucho menos contra el viento. En especial, los vientos del norte, con sus tormentas, son muy fuertes, y a lo largo de muchas noches temimos que una rama nos cayera encima y nos matara. Dormíamos sobre el suelo desnudo y, a veces, para variar y también porque era el sitio más cómodo, lo hacíamos en las cajas en las que los hombres habían traído las semillas y las primeras raciones de Melipulli.

Mientras, estamos construyendo casas mejores y también aquí necesitaría muchas palabras para explicar los esfuerzos, las esperanzas y los miedos, pero apenas puedo sostener la pluma, por lo poco acostumbrada que estoy ahora a escribir.

Me he convertido en una mujer que puede sujetar el rastrillo durante horas, pero que ya no puede sentarse a escribir y tener la pluma en la mano ni la mitad de tiempo.

Déjame que te lo resuma diciéndote que no solo estaremos muy pronto durmiendo bajo unos techos de verdad, cubiertos con tejas hechas de alerce, sino que hace poco recogimos nuestra primera cosecha.

Los que abogaban por quemar la tierra para hacerla fértil (que son los que al final se impusieron) tenían razón: es un suelo estupendo y fecundo, que aramos y sembramos por primera vez hace medio año. Pero lo que la tierra puede dar aún no nos abastece del todo, aunque el temor a morir de hambre ha disminuido.

Y así como, tras nuestras primeras penurias, se despertó de nuevo nuestra sensación de que ahí fuera, al lado de nuestro pequeño mundo, existe otro más grande, ese mundo parece haberse fijado en nosotros. Se ha corrido la voz de que en la orilla occidental del lago viven unos labradores que cultivan trigo de verdad y eso es precisamente lo que necesita un tal Carlos Anwandter, de Valdivia, para producir su cerveza. Quizá tú lo conozcas. No hace mucho han venido a vernos unos hombres de su parte y nos han dicho que el tal Carlos quiere hacer negocios con nosotros. Y bueno, no podíamos darles nuestro cereal, porque entonces nos faltaría el pan, pero yo aproveché para preguntar por ti. Uno de ellos dijo que conocía a un Cornelius, pero no sabía si se apellidaba Suckow ni si vivía con un pastor.

Desde entonces intento con todas mis fuerzas mantener viva la pequeña llama de esperanza de que realmente es de ti de quien habló ese hombre. ¡Ah, Cornelius, tienes que ser tú! He pensado en ti cada día desde que nos separamos y ha habido muchos días tristes, vacíos, llenos de añoranza.

Y así fue como decidí entregarle esta carta a uno de esos hombres.

Fue Jule la que me dio el papel; ella, a su vez, lo había canjeado por otra cosa, pero no por cereal, sino porque había curado a uno de esos hombres con alguna hierba que crece junto al lago, una llamada ojo de gallina o algo parecido… No sé exactamente. Ahora solo rezo para que esta carta llegue a tus manos y también para que aguante todo el camino.

Te he escrito muchas cosas sobre mí y sobre nuestra dura vida aquí y hasta ahora no he empleado ni una sola línea para preguntarte cómo te ha ido a ti. Pero puedes estar seguro de que he pensado en ello muy a menudo; mantengo la esperanza de que el destino sea benévolo con nosotros y nos permita reunirnos en cuanto hayamos demostrado que nos hemos armado de paciencia y tenacidad.

Prometí esperarte y aún lo hago, Cornelius. Lo hago cada día, cada hora.

Tuya,

Elisa

El pastor Zacharias dejó caer la carta. Empezó a sentir un golpeteo en la cabeza aún más intenso que el de antes y un sudor frío le corrió por el cuello.

Elisa von Graberg.

Cornelius jamás le había hablado de ella, pero en su fuero interno Zacharias había sospechado que su sobrino pensaba a menudo en la joven, se preguntaba qué habría sido de ella y se preocupaba por cómo le iría. Cornelius se preocupaba siempre por los demás y, gracias a Dios, también por él. Pero lamentablemente esos desvelos no bastaban para sacarlos de aquel maldito país.

En los últimos meses, su sobrino también se mostraba muy atento con los indios. En realidad no se llamaban indios, se les decía araucanos, mapuches o huilliches. Se decía que vivían en unas tierras que abarcaban de Río Bío Bío a Toltén y de Toltén a Melipulli. Zacharias no tenía ni idea de lo grande que era ese territorio ni de cuántos indios —o como se llamasen— vivían allí. A diferencia de su sobrino, él no quería tener nada que ver con esas criaturas, y no porque fueran indios, sino porque vivían en aquel maldito país y él no quería tener nada que ver con nadie de allí.

El pastor Zacharias se sobresaltó. De nuevo llamaban a la puerta de un modo tan inesperado como antes. La cara volvió a ponérsele roja. Le temblaron las manos, sobre todo le tembló la mano que sostenía aquella carta. La alzó de nuevo, las letras se borraban ante sus ojos. Solo podía leer con claridad el nombre de Elisa.

Elisa von Graberg… Si Cornelius lo supiera… Pero no, Cornelius no lo sabía porque él no había estado ahí para recoger la carta. Estaba con ese mapuche, como tantas veces… ¿No le hablaba a menudo de ese joven…? ¿Cómo se llamaba? ¿Quidel?

—Sí, sí —decía siempre Zacharias, cuando su sobrino le hablaba de sus planes para ayudar al mapuche en los negocios. Algunos de esos indios eran agricultores o tenían ganado, pero a duras penas podían vivir de ello; el suelo estaba demasiado explotado y falto de nutrientes, y los indios tenían muy poca experiencia en el uso de abono. Pero ellos conocían la tierra mejor que los españoles, conocían cada rincón, cada camino, cada sendero. E incluso allí donde los carromatos no podían circular, ellos podían arreglárselas. Sabiendo muy bien lo que hacían, echaban a las aguas del río Futa unas pequeñas embarcaciones, llamadas canoas, y lograban evitar los rápidos y los remolinos peligrosos. ¿Quién mejor que ellos para transportar los productos por el país, para sacarlos del interior y llevarlos a Valdivia, y desde allí a Argentina, a través de los Andes?

Sí, Cornelius le había contado todo eso. También le había dicho que algunos de aquellos indios habían reconocido sus puntos fuertes y empezaban a comerciar con sal, pero a menudo los españoles, y también los alemanes que vivían por aquellos pagos, los engañaban en cuanto al precio adecuado y los despachaban dándoles un poco de aguardiente.

Los golpes en la puerta le dolieron físicamente al pastor. Rezongó. ¿Qué estaba pasando hoy? ¿Acaso uno de esos mapuches se atrevería a venir hasta allí?

Zacharias había visto al tal Quidel varias veces. Cornelius lo había traído a casa para enseñarle alemán, pero sobre todo para instruirlo acerca de cómo se hacían negocios sin que le tomaran el pelo, cómo plantear sus propias exigencias y poner sus propias condiciones, qué precios eran justos y cuáles no.

Pero Zacharias tenía miedo de Quidel, un miedo indecible.

Los golpes en la puerta cesaron; Zacharias creyó, aliviado, que el inoportuno visitante había desistido. Pero entonces resonó una voz chillona y desagradable:

—Sé que está usted ahí, le oigo respirar.

Era Rosaria. Solo era Rosaria. De ella el pastor no tenía miedo. Zacharias abrió la puerta.

—¿Dónde está su sobrino? —preguntó la mujer nada más entrar—. ¿Anda de nuevo con esos pieles rojas? ¡Eso no está bien, no está nada bien!

El pastor se encogió de hombros. Pero entonces se dio cuenta de que había estrujado la carta de Elisa. Tendría que ponerla encima de la mesa y alisarla para que Cornelius pudiera leerla más tarde. Cornelius, su sobrino, que todavía no sabía nada de esa carta…

—Usted no sabe mucho acerca de los mapuches, ¿verdad? —le gritó Rosaria. Tal vez no estuviera gritando, puede que solo lo dijera con voz normal, pero a oídos de Zacharias aquellas palabras sonaban como un chillido—. Son guerreros crueles si se los provoca —añadió mostrando los dientes y riendo—. Nosotros, los españoles, tuvimos que luchar durante años con ellos. ¿No conoce usted la historia de Lautaro?

Zacharias negó con la cabeza.

—Lautaro fue un gran guerrero. Al igual que Caupolicán. Venció hace muchos años a Pedro de Valdivia, ¿y sabe cuál fue la muerte que escogió el indio para ese hidalgo español?

Una vez más, Zacharias sacudió con la cabeza, en gesto de ignorancia. Él ni siquiera deseaba oír la historia, pero Rosaria ya había plantado su cuerpo regordete en medio de la habitación y se inclinó sobre él para gritarle al oído:

—¡Lo obligó a beber oro líquido!

Zacharias se estremeció cuando la mujer empezó a emitir unos estentóreos sonidos de asfixia para hacer más gráfica su historia.

—Qué malvado, ¿verdad?

A Zacharias no lo asombraba nada de aquello. Aquel era un país maldito, y eso él lo había sabido siempre. La gente era salvaje, bárbara, y lo mejor era no acercarse a ella.

«¡Largarse de aquí! —resonaba en su cabeza—. ¡Tengo que largarme de allí!».

—¿Le apetece una copita de aguardiente? —le preguntó Rosaria con una voz ya no tan chillona—. ¿Y una partidita?

¡Sí, tenía que largarse de allí cuanto antes! Pero ¿cómo iba a convencer a Cornelius, su sobrino, que ahora había hallado la misión de ayudar a ese pueblo salvaje? Para colmo, había llegado esa carta.

—¿A qué vienen tantas dudas, señor Suckow?

Por primera vez se dio cuenta de que la mujer lo llamaba señor, en español.

En Alemania lo llamaban siempre señor párroco.

La carta de Elisa crujió en sus manos cuando la estrujó aún más. «Los mapuches… —pensó y, de repente, se sintió libre de aquel dolor de cabeza—. Los mapuches no retendrían a Cornelius eternamente en este país, aunque ahora su sobrino se sintiera su valedor. Pero la tal Elisa von Graberg… Elisa, probablemente, sí».

—¡Bueno, venga, divirtámonos un poco nosotros dos juntos!

—¡Apártese, mujer!

No solo Rosaria se sobresaltó con aquella voz potente y enérgica, sino también él mismo.

—¡Apártese! Así dice el profeta Isaías: «¡Ay de los que son valientes para beber vino, y hombres fuertes para mezclar bebida!».

—Pero, pastor…

—¡Apártese, mujer, falsa serpiente, meretriz de Babilonia, Yezabel! En la carta a los efesios se dice: «¡No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución!». ¡Apártese, apártese!

Rosaria lo miró fijamente, al tiempo que sacudía la cabeza:

—Me parece que usted ha bebido hoy más de la cuenta.

Zacharias ya no oyó lo que ella empezó a refunfuñar con rabia mientras bajaba las escaleras, tan solo estaba contento de haberse librado de ella. El pastor se tambaleó hasta el espejo en el que no era posible verse de cuerpo entero. Pero estaba bien que así fuera: ¿cómo hubiera podido soportar ver a la vez el pelo pegajoso, los ojos inyectados en sangre, las gruesas bolsas que había debajo?

La carta se le escurrió a Zacharias de las manos.

Su aspecto era penoso.

Al caer la noche, el pastor Zacharias se dispuso a esperar a Cornelius. En todo ese tiempo apenas había conseguido tranquilizarse y ni siquiera ahora, que estaba sentado muy quieto en la silla, podía ocultar del todo sus jadeos de agotamiento.

Había cepillado su traje y había hecho la cama, se había peinado y lavado la cara. Incluso había barrido el suelo y se había atrevido —sin duda esto fue lo que más trabajo le costó— a salir al exterior para comprar una hogaza de pan de maíz donde el panadero alemán.

Ahora el pan estaba encima de la mesa y, aunque ya no estaba calentito, aún desprendía un olor apetitoso. Él no lo había tocado, aunque el estómago le gruñía desde hacía rato, tras todos aquellos esfuerzos.

Al llegar, Cornelius miró primero el pan, luego a su tío y, a continuación, sus ojos recorrieron la vivienda.

—Bueno… ¿Qué es lo que ha pasado aquí?

Zacharias se inclinó hacia delante y sintió cómo la carta de la joven Elisa von Graberg rozaba su piel sudada. Había estado un buen rato buscando un lugar apropiado en que esconder la misiva, pero al final lo que le pareció más seguro fue, sencillamente, ocultarla bajo su camisa.

—Tenías razón —dijo. Su voz, que en las últimas semanas era o bien llorosa o de protesta, adoptó aquel tono ceremonioso con el que solía predicar en otro tiempo los domingos—. Sí que tenías razón… Y la has tenido todo el tiempo: me estoy descuidando y debo poner toda mi fuerza de voluntad para evitarlo. Pero ¿sabes una cosa…? —dijo, y se levantó—. ¿Sabes una cosa, Cornelius? —continuó, acercándose a su sobrino—. Aunque logre controlarme, solo podré vivir con alguna satisfacción nuevamente cuando esté de regreso en nuestra patria. Me mantendré sobrio, te lo prometo, y te apoyaré en todo lo que pueda. Voy a ganar dinero de algún modo, ya sea como pastor o como simple peón. Pero tienes que salvarme, tienes que sacarme de aquí. Aquí mi alma se está echando a perder.

Zacharias sintió cómo la carta se resbalaba un par de centímetros hacia abajo.

Cornelius lo miró fijamente.

—Tío… —dijo el sobrino balbuceante—. Tío…

Por un momento no dijo nada más y luego añadió:

—¿A qué se debe este cambio de parecer?

Zacharias tragó saliva. Lo que venía ahora era la parte más difícil del plan. Confió en que no le temblara la voz y bajó la vista para no tener que mirar a Cornelius a los ojos.

—Cornelius…, mi querido sobrino… Hoy me he enterado de algo que me ha hecho comprender lo frágil que puede ser la vida y lo cruel que puede ser el albedrío del Todopoderoso… Cornelius…, mi querido sobrino…

—¿Puedes decirme, por el amor de Dios, qué ha sucedido?

Zacharias tragó saliva de nuevo y se aclaró la garganta.

—Un desconocido me ha traído hoy noticias acerca de esa joven, Elisa von Graberg. Una noticia muy triste. Tienes que ser valiente, Cornelius, muy valiente… Ojalá pudiese ahorrártela.