CAPÍTULO 16

El primer tramo del camino les era familiar, pues les recordaba el recorrido diario hasta el lugar de trabajo. Los árboles crecían muy juntos, pero había senderos ya trillados entre ellos que les permitían avanzar. Con todo, no pasó mucho tiempo hasta que el mirto, el romerillo y otras plantas empezaron a crecer del suelo y casi les impedían el paso. Entre las araucarias había otros árboles parecidos a hayas y cedros. Algunas ramas eran tan bajas que había que agacharse para pasar y a veces ni siquiera bastaba con doblar la espalda. Las ramas y el follaje parecían entrelazarse de tal modo que formaban auténticas vallas destinadas a retener a los fugitivos y solo podían continuar la marcha cuando los hombres iban abriéndose paso con sus hachas y machetes.

No menos esfuerzo les suponía el suelo húmedo. Dar un paso era como pisar una esponja encharcada. Y hasta el propio Fritz, normalmente tan lleno de energía, estaba al mediodía tan cansado que tuvo que pasarle la camilla a Lukas por un tiempo.

Elisa evitaba quejarse: muy a diferencia de Poldi, que se pasaba todo el tiempo maldiciendo, o de la llorosa Resa Glöckner, que se lamentaba de un modo no menos conmovedor que las hijas de los Steiner, con la excepción de Katherl. Viktor y Greta, por su parte, no decían palabra, pero estaban tan pálidos que parecía que se iban a desplomar de un momento a otro. ¿Estarían pensando en su padre, sobrecogidos por el miedo?

Antes, Greta les había explicado con breves palabras que habían huido de Lambert mientras este dormía. Christine los había escuchado con la frente fruncida, pues por lo visto no estaba segura de qué era más importante: su antiguo odio por Lambert Mielhahn o el mandamiento de que los hijos debían obedecer a sus padres y no huir de ellos así, sin más. Al final había optado por no decir nada y en adelante también Greta y Viktor habían guardado silencio.

Annelie también estaba callada, simplemente porque no tenía fuerzas para hablar o para quejarse. No era solo el esfuerzo de la propia marcha, sino que, además de eso, tenía que arrastrar a Richard consigo a cada paso.

—¡Tendrías muchas más fuerzas si lo dejases sentado en cualquier rincón! —le dijo Jule hoscamente.

—¡Eres una desalmada! —la increpó Christine—. Serías capaz de dejar a mi Jakob tirado también con tal de avanzar más rápidamente.

—¡Nos tomamos un descanso! —anunció Fritz en voz alta.

Annelie, sin embargo, no pudo tomarse ningún descanso, sino que empezó a preparar con Antimán algo de comer, para reponer fuerzas: mezcló la harina tostada con agua fría, haciendo una papilla, y le añadió sal y pimienta: era el alimento de los leñadores, que no solían prepararlo en unos cacharros de hojalata como lo hacía ella ahora, sino en unos huecos que hacían en las ramas de los árboles más gruesos.

—Antimán dice que este plato se llama ulpiar —le explicó a Elisa cuando se lo dio a probar.

A Elisa le daba igual, en realidad, cómo se llamara aquella papilla o cómo supiera. Aplacó su hambre con ella y luego miró a su alrededor. Descansaban en un claro del bosque rodeado de ulmos, con sus troncos fibrosos y sus flores blancas. Estas últimas no eran las únicas que daban a todo cierto toque de color. Hasta hacía un momento la selva no era sino verde, aunque en todos sus matices; sin embargo, ahora al blanco de aquellas flores se le unía un rojo intenso: las suntuosas flores escarlata del árbol del fuego que crecía en el claro parecían gotas de sangre, así como las grandes flores, del tamaño de una mano, de los chilcos. No del todo rojas, sino más bien amarillas y naranjas, eran otras flores cuyo nombre no conocía.

Lukas se dejó caer a su lado sobre el tronco de un árbol caído.

—Es bonito —dijo el joven brevemente—. Muy bonito pese a todo.

Elisa alzó la cabeza, maravillada. Jamás hubiera esperado de Lukas que este se alegrara ante la visión de unas flores.

—Si al menos nos indicaran el camino hasta ese lago —dijo ella suspirando.

Elisa oyó cómo Tadeus y Fritz discutían en voz alta, por lo visto en desacuerdo sobre la dirección que debían tomar. Barbara dijo algo, pero en su ceño fruncido Elisa pudo notar que no estaba segura de ello.

—Antimán dice que ese lago se llama lago del Diablo —dijo Annelie, que por fin había conseguido descansar un poco—. Uno de los volcanes que lo rodea entró en erupción hace algunos años y desde entonces algunos espíritus malignos causan estragos allí.

—¡Ah, vamos, cállate! —la increpó Jule—. No existen los espíritus. Uno vive o muere y si no encontramos ese lago, moriremos.

El temor se apoderó de Elisa y la joven se sintió tan empapada y fría como el musgo sobre el que estaba sentada. ¿Qué sucedería si se pasaban semanas y semanas vagando por aquella selva y se les terminaban las provisiones?

Lukas no parecía compartir los temores de la joven. Cuando Fritz dio la orden de continuar, él se puso en pie de un salto, le extendió una mano y la ayudó a levantarse.

—¡Ven! —le dijo—. ¡Lo conseguiremos!

Poldi se sacudió como un perro empapado. Tras la cuarta noche bajo aquellos árboles, tenía la sensación de que jamás volvería a estar seco. Le dolían las extremidades y el pelo mojado se le pegaba en la cara. Cuando se pasó la mano por él, sintió que algo oscuro le colgaba de la frente. Una vez más se sacudió, pero sin éxito.

A su lado, se oyó una risa cristalina y entonces Barbara Glöckner le quitó aquello de la cara: era una hoja mojada, del tamaño de una mano, que había caído volando de alguno de los árboles directamente hasta su cara. Ahora, la mujer no dejaba de reír y, aunque en un principio Poldi se había sentido ridículo, lo que predominó después fue el asombro de que, aun en aquella triste situación, alguien pudiera reír con tantas ganas. Poldi examinó a la mujer con más detalle y vio los pequeños hoyuelos que se le formaban en las mejillas. Su figura estaba demacrada, igual que las de todos los demás, pero sus mejillas eran llenitas y estaban sonrosadas.

Inesperadamente, el chico la secundó en su risa. Por mucho que lo atormentaran la humedad, el hambre y la incertidumbre, lo que más lo agobiaba era la amarga seriedad que se había cernido sobre todos ellos, como una nube oscura, desde la partida. Con cada hora que pasaba, ya no era únicamente la selva la que parecía volverse más inquietante y embrujada, sino que el ánimo de todos se había ensombrecido sobremanera. Ni siquiera la pequeña Katherl sonreía ya y, mientras todos avanzaban con paso torpe y en silencio, Poldi tuvo la impresión de que no caminaban en pos de una nueva vida, sino hacia la tumba de alguien.

En realidad, hasta entonces, la vida en Chile había sido bastante amarga. En el barco, aún habían tenido alguna diversión; él les había hecho jugarretas a los demás, se burlaba de sus hermanas y hacía reír a Elisa von Graberg. Pero aquí, con todas aquellas miserias, con el trabajo duro, había perdido todas las ganas.

—¡Hay que seguir! —dijo una voz interrumpiendo la risa de Barbara.

Como siempre, era Fritz el que los animaba a continuar.

Y como siempre, Poldi maldijo en secreto a su hermano, al que el mal tiempo, tan gris, parecía sentarle de maravilla, pues de ese modo llamaba menos la atención el hecho de que nunca sonreía, ¡ni siquiera cuando había sol!

Poldi continuó avanzando, al tiempo que maldecía, y, al cabo de unos pasos, se dio cuenta de que Barbara Glöckner seguía a su lado y continuaba sonriendo. Aún no había certeza alguna respecto a aquellos tiroleses. O por lo menos eso era lo que le había dicho, poco antes de la partida, su madre, quien se mostraba cortés con los Glöckner, pero nunca amistosa.

De todos modos, era fácil ahorrarse esas amabilidades con Tadeus Glöckner, cuya mirada al mundo era rígida e indiferente, o con sus hijos, Resa y Andreas, que o parecían embobados o llorosos. Sin embargo, a Poldi le resultaba fácil corresponder a la sonrisa de Barbara, aunque al hacerlo se le subieran los colores a la cara. En silencio, caminaron uno al lado del otro y, aunque en todos aquellos días había pesado sobre ellos la quietud, solo interrumpida por los crujidos de las ramas al ser pisadas y por los chillidos de los pájaros, ahora ese silencio, de repente, resultaba doloroso al oído. Él no sabía qué decir y, por eso, sencillamente, empezó a tararear algo, una canción que conocía desde niño.

—¿Sabes cantar?

Poldi se sintió sorprendido, como si hubiera hecho algo prohibido, e interrumpió el canturreo.

—¡No, sigue! —lo invitó Barbara—. Cuando yo era una niña y vivía todavía en el valle de Ziller, no en Silesia, teníamos que hacer a menudo largas caminatas hasta el pueblo más cercano para vender lana o queso. Nos echábamos todo al hombro, en una cesta, y entonces partíamos. Salíamos antes del amanecer y llegábamos hacia el atardecer, y no creo que hubiera sobrevivido a esas largas caminatas, por senderos tan empinados, si nosotras (mis hermanas, mi madre y yo) no nos hubiésemos puesto a cantar durante todo el trayecto.

Barbara hizo una breve pausa y luego se puso a cantar con una voz melodiosa y firme. Poldi no recordaba haber escuchado jamás cantar a un ser humano de un modo tan hermoso y armónico. Su madre a veces le había cantado nanas para dormir, pero casi siempre su voz sonaba como un graznido. Barbara, en cambio, cantaba a voz en cuello.

Poldi se dio la vuelta; Resa y Andreas marchaban con las cabezas bajas, no muy por detrás de ellos. Para aquellos chicos era habitual que su madre se pusiera a cantar.

—¿Era eso lo que cantabais en el Tirol?

—No, esta es una canción silesiana.

Por un instante la sonrisa desapareció de su rostro y su mirada se tornó nostálgica.

—Primero tuvimos que dejar el Tirol, luego tuvimos que marcharnos de Silesia y ahora estamos aquí y seguimos sin encontrar un hogar.

El chico no sabía por qué, pero no quería que ella tuviera aquella mirada concentrada y triste. Deseaba que aquella mujer sonriera y que sus mejillas mostraran los bonitos hoyuelos. Entonces hizo una profunda inspiración y empezó a cantar él también, una canción popular suaba.

Jetzt gang i ans Brünnele,

Trink aber net,

Do such i mein herztausige Schatz,

Find’n aber net.

Da lass i meine Åugelein

Um un um gehn,

Do seh i mein herztausigen Schatz

Bei nem and’re stehn.[1]

Barbara rio tan cristalinamente como antes y de nuevo las mejillas de Poldi se pusieron rojas como tomates.

—Cantas muy bien, aunque tienes la voz un poco ronca. Ya hace tiempo que te cambió la voz, ¿verdad? —Y entonces, aquella mujer, con cariño y coquetería, le acarició el pelo revuelto. Poldi retrocedió involuntariamente, como si fuera a quemarse.

—¡Cántala otra vez! —le pidió ella.

Él repitió la estrofa y esta vez Barbara lo acompañó ajustando todos sus tonos desafinados.

«Tiene razón —pensó el joven al cabo de un rato; en ese tiempo no había prestado atención al camino, ni al dolor de los huesos ni a la humedad—. Tiene razón, cantar hace más fácil la marcha». Aunque tal vez no fuera solo el canto, sino también su risa, sus hoyuelos.

En los últimos meses apenas había visto reír a una mujer. Christine y Jule tenían siempre esa expresión huraña, Elisa se había ido poniendo muy seria durante ese tiempo, estaba cada vez más ensimismada. Greta parecía un fantasma; Christl se pasaba el tiempo protestando y Lenerl, con su poca alegría, se asemejaba cada vez más a Fritz. La pequeña Katherl sonreía, cierto, pero no contagiaba a los demás con su sonrisa. Y las risitas de Annelie parecían algo forzadas.

Sin embargo, Barbara Glöckner reía y cantaba de todo corazón.

—Mira, voy a enseñarte ahora una canción tirolesa; es así —exclamó entusiasmada.

Pero Barbara no pudo pasar del primer verso y se calló sin previo aviso. La comitiva había aminorado el paso y finalmente se detuvo. Delante se oyeron unas furiosas voces masculinas.

Barbara y Poldi vieron cómo Fritz dejaba bruscamente en el suelo la camilla en la que iba el padre de los chicos. Hasta ese momento había sido siempre extremadamente cuidadoso con ella, pero ahora la ira le deformaba el rostro. Jakob no pareció notar la sacudida, estaba dormido; cuando Poldi lo miró, sintió un poco de envidia de su padre. ¡Qué agradable hubiera sido que lo llevaran por la selva en una camilla! ¡A esas alturas le dolían tanto los pies!

Con furia, Fritz se lanzó en ese momento hacia donde estaba Tadeus Glöckner.

—Te lo he dicho, habríamos tenido que tomar la otra dirección.

—¡Si tú lo sabes todo, entonces ve delante! —respondió Tadeus con una violencia poco habitual en él.

—¡Bueno, no vayáis a pelearos ahora! —intervino Christine. Pocas veces Poldi había visto a su madre con los cabellos tan despeinados. El moño que normalmente llevaba se había deshecho y los mechones de pelo le caían por la espalda, como le sucedía a Elisa.

Fritz y Tadeus se observaron con mirada siniestra.

—No encontraremos jamás el camino para salir de esta selva —dijo Fritz entre dientes—. Sucumbiremos aquí de un modo miserable.

—¡Mira, vayamos hacia el norte, sin más!

Visiblemente dudoso, Tadeus levantó la mano y señaló en una dirección.

—¡Bah! —gruñó Fritz—. Hoy por la mañana estabas muy seguro de hacia dónde debíamos dirigirnos… Y ahora esto —dijo el mayor de los hermanos Steiner, y pegó una patada en el suelo, levantando salpicaduras de lodo.

Poldi se acercó a Elisa, que, como todos los demás, escuchaba acongojada la discusión.

—¿Qué ha pasado?

Elisa suspiró.

—Hemos estado andando en círculos todo el tiempo —dijo la joven—. ¿Ves ese árbol de ahí, el del tronco rajado del que salen infinidad de setas? Pasamos junto a él esta mañana.

Elisa suspiró de nuevo cuando miró a sus padres.

A Richard von Graberg, según le pareció a Poldi, habría sido mejor llevarlo también por la selva en camilla, pues parecía totalmente exhausto. Y Annelie tenía un aspecto tan demacrado que daba la impresión de que iba a partirse en dos en cualquier momento. Solo Lukas, que se había quedado al lado de Elisa cuando la comitiva se detuvo, intentaba dar impresión de firmeza.

—Lo conseguiremos —murmuraba alguna que otra vez—. Claro que lo conseguiremos.

Fritz parecía tener otra opinión.

—Y bien —le dijo a Tadeus en tono de reproche—. ¿Confías en encontrar el camino o no?

—Bueno, la pregunta más bien sería: ¿tienes un poco de confianza en mí? ¿Confías en que encuentre el camino? Si tú lo sabes todo, entonces deberías ir en una dirección y yo en otra; los demás deberán decidir a quién quieren seguir.

Parecía que Fritz había sacado algo en limpio de aquella propuesta, pues asintió, pensativo.

Christine, por el contrario, puso el grito en el cielo e intervino:

—¡Vaya idea tan absurda! ¡Basta ya de eso! Estamos todos cansados, agotados. Y estas peleas nos hacen perder nuestras últimas fuerzas.

Jule se había puesto a su lado y la secundó al instante:

—Bajo ningún concepto debemos separarnos. Dijimos que nos marcharíamos juntos y que permaneceríamos juntos, y así lo haremos.

—¡Eso es! —reafirmó Christine.

A Poldi no le quedó más remedio que soltar una sonrisita irónica ante aquella alianza tan singular. Las dos mujeres se quedaron juntas, una al lado de la otra, y estuvieron mirando severamente a los dos hombres durante un buen rato, hasta que el joven Fritz cedió.

—Está bien —dijo—. Intentémoslo.

Fritz se agachó para levantar la camilla con su padre y Tadeus hizo lo mismo, en silencio.

Y una vez más se pusieron en marcha. Al cabo de un rato, Poldi tuvo la sensación de que los árboles crecían ahora más pegados y que las enredaderas salían del suelo en mayor número, haciendo caer a cualquiera que no levantara demasiado los pies al dar un paso. Aquel camino le resultaba extraño y eso, por lo menos, significaba que por allí no habían pasado todavía. Entonces, se dio la vuelta hacia donde estaba Barbara, confiando en que la mujer volviera a unírsele para cantar, a fin de facilitar la marcha. Pero ella estaba ahora ocupada en arrastrar consigo a su remisa hija.

Cuando Poldi volvió a darse la vuelta, una rama le golpeó en plena cara.

«¡Vaya, maravilloso!».

El joven soltó un improperio en voz baja, aunque, de inmediato, iba a darse cuenta de que todo iría a peor. Al dar el paso siguiente, chocó con algo húmedo y esta vez no era una rama ni una hoja, sino una gruesa gota de agua. Alzó la cabeza; la poca luz que entraba a través de las copas de los árboles parecía haberse vuelto gris. Y entonces la llovizna que los atormentaba desde hacía días se convirtió en un violento aguacero.

La lluvia, sencillamente, no cesaba. El suelo se volvía cada vez más resbaladizo. No podían dar un paso sin hundirse hasta los tobillos. Al cabo de un tiempo, Elisa tuvo que aferrarse a Lukas para poder continuar, pero aun con la ayuda del joven la marcha era un tormento. En una ocasión, Lukas resbaló y tropezó. Ella no pudo contrarrestar su peso, de modo que los dos cayeron al suelo y solo a duras penas consiguieron levantarse. De todos modos, la lluvia se encargó de lavarles el lodo casi al momento. El agua los rodeaba como un muro gris, así que, salvo Lukas, de los demás solo veía unas sombras borrosas.

En algún momento, el cansancio terminó por extirparles todo pensamiento. El espíritu de lucha, la esperanza se esfumaron y con ellos toda sensación de tiempo y espacio. El mundo parecía vacío, solo estaban ella, Lukas y la lluvia; y aquel vacío no generaba pánico, sino que les regalaba una profunda tranquilidad interior. Se trataba de no pensar en nada, no decidir nada, sino, sencillamente, seguir andando. Si la dirección era correcta o no ya no era importante, pues no parecía haber dirección alguna; de hecho, su objetivo, el destino que antes se habían imaginado con los colores más vivos y brillantes, se difuminaba ahora bajo el gris de la lluvia.

Andar y respirar. Caer y levantarse. Resbalar y aferrarse a la mano de Lukas. Soltarla y continuar andando. Se sentía como en medio de un sueño recurrente en el que avanzaba con torpeza por la selva en compañía de Cornelius. Pero ese sueño siempre despertaba en ella sentimientos muy fuertes: el amor que abrigaba por Cornelius; el terror que sentía al pensar en no poder sentir su mano nunca más; la desesperación cuando cobraba conciencia de haberlo perdido, de estar completamente sola en este mundo.

Sin embargo, su mente estaba ahora demasiado vacía como para pensar en nada.

Elisa no sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando, de pronto, el rumor de la lluvia se hizo más tenue y finalmente desapareció. Alzó la cabeza. Unas gotas aisladas la golpearon todavía en la cara, pero ya no se trataba de aquellos torrentes. Y cuanto más se calmaba la lluvia, más desagradables empezaron a ser los ruidos que perturbaban aquella paz y la trasladaban de esa tierra de nadie a un mundo enlodado, frío y húmedo.

—¡Estoy seguro de que nuevamente hemos tomado la dirección equivocada!

—¿Es que no podéis poneros de acuerdo de una vez?

—¡Fritz es el responsable, no yo!

—¡Pero Tadeus afirmó que él conocía el camino!

—¡Jamás debí fiarme de eso!

—¡Bueno, dejad ya de pelear!

Los demás se detuvieron, formaron un círculo y empezaron a hablarse unos a otros con agitación. La única que no se les unió fue Elisa, que continuó caminando. Apenas notaba las gotas, pero sí la luz, más brillante y más clara que antes. La joven echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito cuando vio el cielo. En los últimos días solo habían podido intuir su presencia tras las copas de los árboles, pero ahora la vista de aquella vasta superficie azul cubierta de nubes quedaba despejada.

—¡Mirad! —exclamó.

Pero nadie la escuchó; estaban peleando todavía —en especial Fritz y Tadeus—; con todo, cuando Lukas se acercó a ella y vio el cielo, se unió a sus exclamaciones y en ese momento todos se dieron la vuelta.

—Ahí al fondo se termina la selva —gritó Poldi.

Todos se dirigieron tan rápidamente en la misma dirección que muchos de ellos resbalaron y quedaron tendidos en el suelo. Barbara rio, Fritz maldijo, las chicas lloraron y Jule dijo que, por lo menos, el suelo de la selva era tan blando que uno podía ahogarse en él, pero no romperse la crisma.

Solo Elisa continuó andando con decisión, sin tropezar, sin resbalar. Los árboles eran cada vez más delgados; casi daba la sensación de que se retiraban a su paso para darle una cordial bienvenida. Y, de pronto, lo tuvo delante: el enorme lago, que no era gris como el cielo, sino de un brillo plateado, de aguas tranquilas e inmóviles, como si no lo hubiese cruzado nunca una embarcación ni un rostro humano se hubiera reflejado jamás en sus aguas. Una vez más, el mundo parecía haber encogido, los sonidos se habían acallado y ya no importaba de dónde venían ni hacia dónde iban; solo existían ella y aquel ancho lago.

—Qué preciosidad —se le escapó a Elisa—. Qué preciosidad.

Tardaron algún tiempo en vencer la maraña de maleza y reunirse todos a orillas de la masa de agua. También allí se hundieron hasta las rodillas en las hierbas, los matojos y las enredaderas. En cada descampado crecía la nalca, esa planta que, según Annelie, sabía como el ruibarbo.

Unas pequeñas olas se encrespaban en el lago, normalmente tan liso; de la bruma que flotaba sobre el agua se vio salir a un cisne de plumaje blanco como la nieve y cuello negro. Elisa aguzó el oído intentando percibir a lo lejos el ruido atenuado por la niebla de los chillidos y gorjeos de otras aves, tristes y melancólicas como las gaviotas que habían rodeado el barco.

Durante mucho rato, estos fueron los únicos sonidos. Nadie dijo nada; todos miraban fijamente el lago que prometía tanta tranquilidad y tanta fiereza, tanta paz y tanto trabajo duro. Desde allí no veían la orilla opuesta, solo los muchos árboles gigantescos que unas veces aparecían en filas apretadas y otras veces orlaban el agua por separado, arrojando sobre el lago alargadas sombras.

Elisa se acercó un poco más a la orilla. Sintió cómo la humedad se le colaba por los zapatos y se agachó para lavarse las manos en aquellas aguas oscuras. Cuando se incorporó, la niebla se había despejado. El cielo estaba cubierto de nubes, es verdad, pero el aire se aclaraba y a lo lejos la joven vio que se elevaba una cadena montañosa, como una ilusión óptica oculta bajo miles de velos. No eran cumbres agrestes y afiladas las que se alineaban una al lado de otra, como las había visto en la costa, sino conos de suave ondulación que terminaban en volcanes. ¿De verdad estaban blancos a causa de la nieve? ¿O era por la bruma que los envolvía y les confería ese manto puro e impoluto?

Elisa no lo sabía, solo sentía un enorme respeto ante algo que era mucho más antiguo, mucho más grande y excelso que todas las criaturas humanas que habían venido a parar por equivocación a aquel paraje virgen.

Se puso en pie y tras ella se escuchó un murmullo, primero vacilante, cauteloso, como si los demás también sintieran que había que plegarse a ese silencio.

La más sonora era la voz de Christine, que de repente exclamó:

—¡Santo cielo, mira eso!

Las montañas, sobre todo la más alta —el volcán Osorno, según supo Elisa más tarde—, solo habían aparecido brevemente de forma nítida; luego se habían ocultado de nuevo tras las nubes; pero entonces, el cielo se abrió sobre el lago. Un delgado rayo de sol cayó sobre el agua e iluminó un pequeño sector de la superficie de color azul brillante. Pero Christine no señalaba eso, sino una columna de humo que se elevaba no lejos de ellos hacia el cielo y anunciaba que las tierras de alrededor del lago no estaban del todo vírgenes, que no eran del todo salvajes ni estaban del todo abandonadas, al contrario de su primera impresión.

—¡Tal vez esa sea la colonia de nuestros compatriotas! —opinó Barbara.

Fritz frunció el ceño con expresión de duda.

—Sí que es humo, pero parece que sube directamente ante nuestras narices. Hasta que nos hayamos abierto paso entre la maleza y lleguemos allí, puede transcurrir medio día.

Los pensamientos de Tadeus Glöckner no se detuvieron demasiado en ello, sino que se dirigieron rápidamente hacia el futuro. Se había alejado un poco del lago y miraba ahora, lleno de duda, hacia la selva.

—Hay muy pocas partes llanas junto a la orilla, casi todo lo demás cae en picado. Será difícil despejar estos terrenos y hacerlos cultivables. Solo cuando hayamos liberado suficiente espacio de maleza podremos pensar en talar árboles.

—El suelo es húmedo —dijo Jule, que examinó el terreno dando unos pasos—. Pero esperemos que no lo sea demasiado, de lo contrario, se nos pudrirían todas las cosechas.

—Pero las tierras selváticas aportan suficiente alimento para los animales —objetó Fritz.

—¿Qué animales?

Elisa alzó la cabeza, asombrada. Había sido su padre quien había lanzado aquella pregunta. Por lo visto, ya no se acordaba de lo que habían planeado antes de su fuga.

—Hemos decidido que una parte de nosotros partirá de inmediato hacia Melipulli para recibir allí, de manos del agente de colonización, las semillas y animales que nos corresponden —le explicó rápidamente Annelie—. Esperemos que nos los den: los bueyes, las vacas, tal vez incluso algún caballo… Y hasta entonces nos alojaremos en las viviendas de los conocidos de Barbara y de Tadeus. Por lo menos durante los primeros meses.

La cara de Richard se tornó de nuevo inexpresiva.

—Ojalá no nos hayan prometido demasiado —dijo Fritz echando una mirada dubitativa a los Glöckner. Aunque era cierto que Tadeus había encontrado el camino correcto, su enfado con él aún no había desaparecido del todo.

—Por lo menos tendremos madera en abundancia —opinó Jule secamente—. Deberíamos procurar hacer las primeras cabañas cuanto antes. A juzgar por lo verde que está todo aquí, debe de llover con suma frecuencia.

—Podríamos cultivar lino —propuso Barbara—. Necesitamos ropa nueva, si seguimos llevando estos harapos mucho tiempo más, nos quedaremos en cueros muy pronto.

Poldi soltó una risita pícara al imaginarse el cuadro.

Annelie señaló los cisnes del lago.

—Podríamos intentar cazar esas aves; quién sabe, a lo mejor se puede comer su carne. Y seguramente habrá peces también.

—Tenemos que pensar con exactitud quién va a hacer cada cosa —intervino Fritz—. Debemos dividir nuestras fuerzas del mejor modo posible y fiarnos los unos de los otros. —Entonces, con el ceño fruncido, empezó a caminar de un lado a otro, como si ya estuviera concibiendo en su mente los primeros planes de trabajo.

Y en ese momento, cuando hubo pasado el alivio por haber llegado a orillas de aquel lago, Poldi dijo con claridad lo que todos estaban pensando.

—¡Pero aquí no hay nada! ¡Absolutamente nada! —gritó—. ¡Tendremos que hacerlo todo nosotros!

Nadie lo contradijo. Como ya había hecho Elisa, los demás recién llegados se acercaron al agua para lavarse como podían la suciedad y el lodo. Poldi se lanzó con tal violencia al lago que no notó cómo uno de sus pies se enredaba entre unos hierbajos. Entonces tropezó, cayó al suelo y resbaló hasta la orilla. Tuvo tiempo de agarrarse a una raíz, antes de caer en el agua fría.

Fritz sacudió la cabeza malhumorado; Barbara Glöckner, por su parte, soltó una de sus sonoras carcajadas. Cuando por fin se levantó, Poldi estaba rojo como un tomate.

—¿Cómo crees que vas a ayudarnos si te ahogas? —lo increpó Fritz.

Entonces fue Christl la que rio; su risa no sonaba divertida, sino más bien histérica, y muy pronto la pequeña Katherl se unió a las carcajadas. Solo Lenerl guardó silencio, cruzó las manos y dijo una oración.

—¡Mirad! —dijo Lukas, que se había acercado a Elisa y señalaba en la misma dirección que su madre. Si uno se agachaba un poco, no solo veía aquellas columnas de humo, sino también unas cabañas.

—¿Y a eso lo llaman casas? —gruñó Fritz—. En la próxima tormenta esos cobertizos se vendrán abajo. Tenemos que construir casas de verdad tan pronto como sea posible. Y también tenemos que…

Fritz fue enumerando, rabioso, pero decidido, todas las labores que tendrían que realizar, pero Elisa ya no lo escuchaba.

De repente afloraron a sus ojos unas lágrimas cuyo motivo desconocía. No era solo el agotamiento lo que hacía que se rompieran los diques de contención, sino la sensación de haber llegado por fin. Es verdad que Poldi tenía razón al quejarse por todo el trabajo que los esperaba allí, pero aquellas tierras alrededor del lago le resultaban sumamente familiares, como si después de mucho tiempo de añoranza, pudiera estrechar de nuevo entre sus brazos a una vieja amiga.

Las lágrimas perlaban las mejillas de Elisa, mientras la joven admiraba la belleza y el estado virgen del lago, de los bosques, de los volcanes, y también al pensar en Cornelius. No podía recordar ni un solo instante en todo aquel año y medio en que no lo hubiera echado de menos, en que no hubiera ardido en deseos de verlo; sin embargo, nunca su ausencia le había resultado tan dolorosa como en ese momento.

«Si estuvieras aquí… —pensó Elisa—. Si al menos estuvieras aquí, si pudiéramos alegrarnos juntos, hacer planes juntos, si pudiéramos disfrutar del momento en que nuestra vida, nuestra vida en común, empieza de verdad».

El torrente de lágrimas era cada vez más copioso; la imagen que tenía ante sus ojos desapareció; ya no veía nada del lago ni de aquellas montañas de fuego.

«¡Ay, Cornelius, cuánto me gustaría mostrarte mi hogar, mi nuevo hogar!».