SEIS MESES DESPUÉS
Elisa miró a Annelie por encima del hombro:
—¿Has acabado?
Había bajado la voz instintivamente, aunque quienes podían oírla sabían ya todo acerca de aquel malicioso plan.
—Sí —respondió su madrastra también en voz baja y, a continuación, se dio la vuelta hacia Jule—. Ahora necesito tu remedio.
Jule se lo entregó con una expresión de burla e impaciencia a la vez.
—¿Y de verdad surte efecto? —preguntó Christine, mientras le ataba la capa a Katherl. La niña se frotó los ojos, en realidad hacía tiempo que había pasado la hora de dormir.
Jule soltó una risita.
—El pobre va a tener una noche movidita.
—Si es que no lo rechaza —dijo Christine con escepticismo. Ahora compartía con los demás el criterio de que, tras otro medio año en la hacienda de Konrad, había llegado definitivamente el momento de huir; pero de todos, era ella la que manifestaba sus dudas con mayor claridad.
—No te preocupes —dijo Annelie—. Durante los últimos meses he puesto todo mi empeño en ganarme la confianza de los dos hijos de Konrad Weber. Moritz lo agradecerá y se tomará la sopa con avidez.
En efecto, Annelie lo había preparado todo con mucha habilidad. Primero había empezado a ganarse con halagos la confianza de Lambert, no la de los jóvenes Weber. Lambert no tenía de ella una opinión mejor que la que le merecía cualquier mujer, pero se había dado cuenta de lo endemoniadamente bien que cocinaba.
—Pues vaya, vaya —había dicho finalmente con expresión entre avinagrada y gozosa—. Esa debe de ser una de las pocas cosas que vosotras, las mujeres, podéis hacer mejor que nosotros.
Hambriento, se había abalanzado sobre el asado de cordero que ella se había ofrecido a prepararle y, finalmente, sus artes en la cocina llegaron a oídos de Konrad. Este último había hecho llamar a Annelie y, antes de que pudiera ordenarle que a partir de ese momento le preparase sus comidas, ella se arrodilló ante él, fingiendo temblar y estar muy asustada, y dijo que le encantaría cocinar para él a cambio tan solo de que liberase del trabajo a su pobre marido enfermo.
Konrad frunció el ceño. Por lo visto, en aquel momento se había dado cuenta de que, de todos modos, Richard von Graberg no trabajaba —lo autorizara él a dejarlo o no—; la tristeza de aquel hombre hacía su cuerpo inútil, del mismo modo que a Jakob Steiner lo inutilizaba su pierna entablillada.
Desde entonces, Annelie iba y venía por la vivienda de los Weber. Fue ella también la que averiguó que Konrad había partido con su hijo mayor hacia el puerto de Corral, mientras que el más joven, Moritz, se había quedado vigilando las barracas cerca de la hacienda.
—Ahora vamos —ordenó Jule, después de que Annelie diluyera en la sopa aquel magnesio que ella se había llevado del botiquín del médico de a bordo. Annelie tomó la olla y desapareció rápidamente en la oscura noche. A Elisa no se le escapó que Richard había alzado la cabeza. En las últimas semanas su rigidez había ido desapareciendo. Volvía a comer con apetito, decía alguna palabra de vez en cuando y hasta había salido en alguna que otra ocasión. Asombrado, se había quedado mirando el lugar al que había ido a parar, pero no podía recordarlo.
«Mejorará —pensó Elisa—, mejorará mucho cuando nos hayamos largado de aquí».
Ella se acercó a la puerta y observó cómo Annelie se fundía con la noche oscura. Era septiembre, primavera en esas latitudes, pero las noches eran largas y frías.
Impaciente, se frotó las manos, miró con esfuerzo hacia la oscuridad e intentó escuchar los pasos que anunciaran el regreso de Annelie. Pero se estremeció al ver surgir a su lado, de repente, una sombra. Cuando se volvió soltando un grito, vio que era Lukas quien se le había acercado.
En su fuero interno se avergonzaba de no haber sabido controlar mejor su tensión.
—¿Ya está lista la camilla para tu padre?
Lukas asintió.
—Está ansioso por partir.
Jakob se había pasado los últimos meses haciéndole reproches a Christine por haber aplazado la partida por su causa.
—¿Por qué tener esa consideración conmigo? —le había dicho, refunfuñando, en más de una ocasión—. De todas formas, tendréis que llevarme en camilla. Mañana no caminaré mejor que hoy.
Y ahora que, salvo por las piernas inmóviles, no quedaba ninguna señal visible del accidente, por fin Jakob pudo imponer su criterio y estaba tan ansioso como el resto por emprender la huida.
—Al menos tenemos tan pocas posesiones que no es mucho lo que hay que empacar —dijo Elisa, y se estremeció al pensar que habían llegado allí casi sin nada y que así mismo se marcharían, aunque habían trabajado muy duro durante un año y medio.
Se oyeron unos pasos. Un momento después, Annelie apareció en medio de la luz opaca temblando de frío.
—¿Y bien? —preguntó Elisa ansiosa.
Annelie sonrió.
—Se tomó la sopa a grandes cucharadas, tal y como me había imaginado. Dentro de un par de horas tendrá la sensación de que le van a reventar los intestinos. De modo que estará muy ocupado en vaciarlos y ni se dará cuenta de lo que nos traemos entre manos.
Entraron rápidamente en la barraca, donde se habían reunido todos. Fritz tenía aspecto huraño y decidido, Poldi parecía impaciente y Annelie reía con nerviosismo. Christine volvió a expresar sus dudas acerca del plan y Jule, a continuación, la increpó con su voz burlona habitual, a lo que Christine respondió frunciendo la nariz. Katherl seguía frotándose los ojos, cansada, pero sonreía; las otras dos hijas de los Steiner se habían acurrucado la una contra la otra y dormían. También Andreas y Theresa Glöckner, a la que todos llamaban Resa, se habían quedado dormidos, mientras que su padre, Tadeus, estaba sentado a su lado con cara indiferente y Barbara les acariciaba la cabeza.
—Todavía no hemos aclarado cuántas vacas y ovejas ni cuántos caballos vamos a llevarnos —dijo Jule.
Hasta ese momento había estado mirando a otra parte, con gesto arrogante y ahora Christine la increpó con furia:
—¡No voy a convertirme en una ladrona!
Elisa suspiró. Desde hacía días debatían sobre eso, sin que aún hubieran llegado a un consenso.
—No vamos a robar nada —opinó Jule—. Hemos trabajado para él, por lo tanto, nos corresponde una paga justa.
—¡No quiero tener nada que Konrad Weber no me dé por voluntad propia!
—Tampoco te ha endilgado voluntariamente a tu marido tullido y sin embargo lo tienes.
—¡Por favor! —Para asombro de Elisa, no fueron Annelie, a la que le correspondía normalmente el papel de mediadora, ni Fritz Steiner, quien poco a poco se había ido convirtiendo en el líder del grupo, los que intervinieron. Fue Barbara. Se había levantado y separado cautelosamente de sus hijos.
—¡Por favor, no deberíamos discutir! ¡Y creo que no deberíamos llevarnos grandes cabezas de ganado! No conocemos el camino, la selva será en muchos puntos una maleza impenetrable. Acarrear con nosotros unas bestias tercas, para las cuales, además, tenemos poco alimento, sería un esfuerzo enorme. De todos modos, tenemos gallinas y eso debería bastarnos. Y, además, ya le hemos robado a Konrad casi todas sus herramientas.
Jule volvió a refunfuñar malhumorada, diciendo que no podía hablarse de robo, sino de una paga justa, pero no pudo oponer nada a aquellas palabras que sonaban tan razonables a oídos de todos.
Ya por la mañana habían empezado, sin que nadie se diera cuenta, a sacar las gallinas de los corrales de Konrad y a meterlas en unas pequeñas cestas que luego pensaban echarse al hombro. Al principio, los animales empezaron a cacarear, nerviosos, pero ahora ya estaban tranquilos, gracias a Dios.
El silencio se cernió sobre la barraca. Elisa sabía que lo mejor era echarse a dormir como los niños, pero no podía quitarse de encima la tensión y la inquietud. Hasta Christl y Lenerl se despertaron al cabo de un rato; Lenerl murmuró algo parecido a una oración. Barbara y Annelie cuchichearon algo entre ellas y, de pronto, empezaron a reír: un ruido que se antojó inoportuno no solo a ojos de Elisa. Pero nadie se acaloró. Antimán, el hombre de Chiloé, el de la honda cicatriz en la cara, estaba sentado muy tranquilo.
Annelie, en contra de los deseos de Jule, le había contado el plan de abandonar la hacienda de Konrad y él había estado de acuerdo en acompañarlos, pero con la condición de que la huida tuviera lugar sin prisas innecesarias.
—Quien se apresura pierde —había dicho, o por lo menos eso había entendido Annelie.
—Él no domina nuestro idioma y tú tampoco dominas el suyo. ¡Seguramente lo habrás entendido mal! —le había respondido Jule furiosa.
A pesar de aquel nerviosismo en su estómago, Elisa cerró los ojos y recostó la cabeza contra la pared.
Como tantas veces en que se sentía desamparada y perdida, invocó en su memoria a Cornelius. Entonces se imaginó que estaba con él, que se tranquilizaba gracias a su manera reflexiva de ser, a su valor y a su determinación. Imaginó que él le estrechaba la mano y que ella apoyaba la cabeza en su pecho; tal vez se besarían, como aquella vez en la playa: y ella se sentiría viva, fuerte y dispuesta a aceptar cualquier reto.
Elisa sonrió, al tiempo que su pulso se iba apaciguando. La imagen de Cornelius desapareció, pero en su lugar afloraron las impresiones del día, mezcladas con imágenes de una vida futura; aquellas imágenes se fueron haciendo cada vez más confusas, más descabelladas, hasta que Elisa se sacudió asustada y se dio cuenta de que se había dormido brevemente y de que todo no había sido más que un sueño. Se frotó los ojos y en su boca sintió un sabor amargo.
—¡Despierta! —Era Lucas el que le sacudía el brazo; Fritz y Tadeus ya se habían echado a hombros la camilla en la que iban a llevar a Jakob. En realidad, había sido Poldi el elegido para esa tarea, pero Tadeus había intervenido aduciendo que él era más fuerte.
—Pero se trata de nuestro padre —había dicho Fritz.
—A partir de ahora lo haremos todo en equipo —había respondido Tadeus.
Elisa se recuperó rápidamente, tras aquel breve sueño se sentía cansada y pesada, y estiró las extremidades para sentirse fresca otra vez. Richard salió al exterior del brazo de Annelie y Elisa los siguió, aliviada de que su padre no se negara a partir y se quedara allí sentado, sin moverse.
Una luz opaca los esperaba fuera. La selva estaba oculta tras un espeso velo de niebla. El suelo estaba vaporoso, como siempre, y estaban metidos hasta las rodillas en aquella sopa viscosa. De todos modos, no llovía; y cuando la niebla se disipara, tal vez podrían disfrutar de algunos rayos de sol. Elisa cerró los ojos brevemente y respiró un par de veces.
Fritz anunció entonces el orden en el que marcharían.
—Tadeus y yo iremos delante, con mi padre, marcando el ritmo. Las chicas nos seguirán en compañía de mi madre y Jule. Poldi, tú te quedarás con Barbara y sus hijos. Lukas y Elisa, vosotros seréis los últimos y tendréis que velar por que nadie se quede rezagado.
Todos atendieron a sus indicaciones y tomaron posición. Cuando se alejaron del barracón, el suelo se volvió más blando. No pasaría mucho tiempo hasta que tuvieran los pies metidos en el lodo hasta los tobillos.
—¡Bien, adelante! —gritó Fritz, y Elisa pudo notar en su voz lo ansioso que estaba por abandonar aquel maldito lugar. No tenía palabras para expresar su triunfo. Una vez más se acercó a la barraca y le pegó una patada a la puerta, que se vino abajo debido a la fuerza del golpe.
Se oyó un estampido y luego otro, mucho más sonoro, más inesperado, ya que Fritz no había vuelto a golpear la puerta, sino que se había quedado allí, callado. Todos se asustaron, se dieron la vuelta. Konrad Weber apareció entre la niebla matutina; la escopeta que llevaba en la mano echaba humo.
—¡No puedo creer que os atreváis! —dijo con un tono entre amargo y burlón—. ¡De verdad, no puedo creer que os atreváis!
—¡No puedes hacer eso!
Greta lo miraba con ojos desorbitados. Viktor se asustó muchísimo cuando ella se detuvo a sus espaldas, pero eso no le impidió seguir con su plan, aunque su hermana seguía diciéndole:
—¡No puedes hacer eso!
—Pero tengo que hacerlo. ¿Es que no lo entiendes? —le dijo él—. ¡De lo contrario, no nos llevarán con ellos! ¡Nos dejarán con nuestro padre!
Normalmente, Viktor no le hablaba a su hermana con tal brusquedad.
Greta bajó la mirada.
—Seguiremos juntos —le dijo ella—. Debemos seguir juntos, pase lo que pase.
—Y lo hago precisamente por eso. Por ti. Por nosotros.
Al joven le temblaban las manos cuando tomó el fusil. Jamás lo había tocado, hasta entonces ni siquiera se había atrevido a acercarse al arcón donde se guardaba el arma. Su padre lo habría matado de una paliza si lo hubiese pillado con ella, ya que era un regalo de Konrad Weber.
Su padre, que normalmente estaba amargado, alardeaba de poseer aquella arma. Seguro que la vida en la selva iba a ser dura, pero sería el primer lugar donde se podría poner de manifiesto lo que se ocultaba en Viktor, donde nadie podría menospreciarlo constantemente.
Viktor cerró el arcón, después de haber sacado la escopeta. De la cama de su padre solo llegaba un tenue ronquido, una señal de que Lambert estaba profundamente dormido.
—¡Escúchame, Greta! —En el rostro de su hermana seguía habiendo una expresión de duda, pero por lo menos la chica ya no intentaba disuadirlo de su propósito—. Tú te quedarás aquí, esperando… Y luego…, al cabo de un rato, cuando yo lo haya arreglado todo, me sigues con cuidado.
Quedaba por responder cómo sabría su hermana que había llegado el momento en que él lo hubiera arreglado todo. Pero eso era lo de menos en aquel instante. Cuando Viktor se dio la vuelta, se tambaleó bajo el peso de la escopeta.
—Pero si ni siquiera sabes cómo se dispara ese chisme —le dijo ella.
¿Había cierto tono despectivo en su voz?
Él agarró el arma con más firmeza, aunque sus manos seguían temblando.
—¡Eso no importa! ¡Basta con que les apunte con ella! Entonces sentirán miedo y…
Su hermano no lo dijo, pero ella sabía sin duda lo que él quería decir: «Y entonces nos llevarán con ellos. Y entonces no nos dejarán aquí, con nuestro padre».
—Sencillamente, podríamos pedírselo por favor —propuso Greta.
—¡Venga ya! —dijo él entre dientes—. ¿Acaso han pensado alguna vez en nosotros? ¿Una sola vez? Yo los he estado escuchando… Durante semanas los he estado espiando. Y te aseguro que jamás han mencionado nuestro nombre. ¡Jamás!
Greta se encogió de hombros y se apartó, dejándole libre el paso a su hermano para que saliera. El chico tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no dejar caer el fusil. Cada paso le costaba un esfuerzo enorme y más ahora que la luz del amanecer lo cegó de repente.
Haciendo un esfuerzo, se puso a escuchar. Antes había observado cómo los demás colonos abandonaban el barracón. Habían intentado no hacer ruido, pero a él —muy al contrario que al hijo de Konrad— no se le había escapado el murmullo de las conversaciones. Viktor también lo había estado vigilando durante las últimas horas, pero la mayor parte del tiempo se lo había pasado doblado y gimiendo entre la maleza. Ahora no se oía a nadie, ni a Moritz Weber ni a los colonos. Un silencio sepulcral se había cernido sobre las barracas… ¿Acaso había llegado demasiado tarde?
Sin embargo, de pronto, Viktor percibió una voz, una voz muy familiar, amenazante. Pero esa voz no podía asustarlo más que la de su padre. Se estremeció, sus manos se le humedecieron tanto que la escopeta amenazó con resbalársele, mientras que las piernas casi se le doblaron.
Pero entonces pensó en Greta, en su hermanita, tan llena de dudas, con su actitud de desprecio. Lo conseguiría… Y lo haría por ella. Sencillamente, tenía que conseguirlo. Viktor contuvo el aliento, pero cuando se aproximó, con paso taimado, implorando para sus adentros que nadie oyera el crujido de sus pisadas, vio al hombre que estaba hablando allí en voz muy alta: era Konrad Weber.
A diferencia de él, el patrón sostenía el fusil entre sus manos con firmeza. Y a diferencia de él, aquel hombre seguramente sabía cómo se disparaba.
—De aquí no se larga nadie sin mi autorización.
Viktor vio cómo las mujeres se pegaban unas a otras, con miedo, y a pesar de su propio terror, tuvo que sonreír con sorna, involuntariamente. De modo que él no era el único cobarde.
Fritz Steiner, por su parte, no era ningún cobarde. Con gesto orgulloso, estaba plantado ante Konrad Weber.
—No somos tus esclavos —le dijo con voz firme—. ¡Podemos hacer lo que nos venga en gana!
Konrad soltó una risotada.
—¿Y adónde pretendéis iros? ¿A la selva? ¡Os extraviaréis! ¡Sucumbiréis de un modo miserable!
—Tenemos un plan —le respondió Fritz con determinación—. Y no podrás detenernos.
—¿Ah, no? —Con un rápido movimiento, apuntó al joven con el arma.
«Por Greta, lo haré por ella —pensó Viktor nuevamente—. Por mi hermana, tan llena de dudas, con esa actitud de desprecio. Tengo que conseguirlo».
El joven no estaba ni a cinco pasos de Konrad, así que se decidió a vencer el último trecho. Tenía la mente hueca, vacía de pensamientos, y toda imagen desapareció de su cabeza; ante él solo veía con claridad el rostro de su hermana, que le decía que tal vez podía sostener el arma, pero que no sabía disparar.
«De todos modos, no tendré que hacerlo», pensó Viktor casi con obstinación.
Él no tenía intención de disparar a los colonos, lo único que quería era amedrentarlos; y tampoco se proponía dispararle a Konrad, de modo que solo le clavó el cañón de la escopeta en la espalda. Konrad se asustó y esa agitación pareció transmitirse por el arma al cuerpo delgaducho del propio Viktor. Un temblor se apoderó de él, un temblor más incontrolable que el de antes.
No sentía nada en las manos, debido a la fuerza con la que apretaba el arma.
—¡Si no bajas esa escopeta, estás muerto!
La voz de Viktor no era más alta que un graznido.
Entonces sucedieron tantas cosas al mismo tiempo que más tarde Viktor no supo en qué orden habían ocurrido. Konrad se dio la vuelta bruscamente y algo golpeó contra su cabeza. Viktor no pudo decir si Konrad le había pegado con el fusil o si lo había hecho con los puños. El chico se agachó, temblando, y de repente vio una de las armas en el suelo. ¿Era su fusil o el de Konrad?
Ya no sintió los golpes y en ese momento se miró las manos: empapadas en sudor, temblorosas y… vacías. Otro golpe lo alcanzó y esta vez su fuerza lo hizo caer al suelo; pero él no fue el único. También Konrad había caído de repente y ahora gritaba con todas sus fuerzas. Antes de que Viktor entendiera el porqué, los gritos se interrumpieron; solo quedó un sonido como de borbotones.
Viktor miró fijamente a Konrad Weber. Estaba tumbado bocabajo, con la cara hundida en el lodo. Es cierto que se esforzaba por girar la cabeza, pero no podía impedir tragarse aquella porquería. Golpeaba a tontas y a locas a su alrededor, pero eran golpes en el vacío. Uno de los hijos de los Steiner estaba agachado a su espalda, con la mano en el cuello de Konrad y lo mantenía en aquella posición. Un segundo hermano se había instalado detrás, a la altura de las corvas, de modo que el patrón no tenía posibilidad alguna de golpearlos. Debieron de lanzarse sobre él en aquel instante y arrebatarle la escopeta de la mano, justo en el momento en que Konrad se había dado la vuelta hacia Viktor.
—¡Maldita sea! —barboteaba el patrón. Una vez más lanzó un golpe al vacío y sus manos pasaron amenazadoras muy cerca de la cara del joven Viktor. Una salpicadura de lodo lo alcanzó en las mejillas. De pronto alguien lo agarró; y no era Konrad, sino una mujer. Lo obligó a levantarse y solo entonces Viktor se dio cuenta de que el lodo había impregnado sus pantalones. Estaban empapados, duros. Tal vez se hubiera orinado encima, eso era algo que le sucedía a menudo, sobre todo por las noches.
Entonces vio al tercer hijo de los Steiner, a Lukas. Sostenía un arma, o mejor dicho, sostenía en las manos la escopeta del padre de Viktor.
Junto a Lukas estaba el tirolés, cuyo nombre Viktor no conocía, y él también tenía en las manos un fusil: el de Konrad. El joven Mielhahn aún sentía que aquella mujer lo agarraba. Estaba tan rígido que apenas podía darse la vuelta para identificar a la persona que lo había ayudado a levantarse. Hubo un caos de voces que gritaban y, de repente, unas gallinas empezaron a revolotear, nerviosas, dentro de unas cestas, cacareando a más no poder. Tal vez ni siquiera estuvieran cacareando, tal vez estuvieran riéndose, riéndose de él, por no haber logrado disparar a Konrad.
El cacareo enmudeció, pero las voces no. Konrad seguía soltando sus peores improperios, al tiempo que escupía lodo. Fritz Steiner le anunció a Konrad con frialdad, pero bien claro, que ya no podía detenerlos. Una de las mujeres rio y dijo que el patrón bien podía quedarse esperando la ayuda de su hijo. Y entonces el del Tirol ordenó que le trajeran una cuerda con la que atar a Konrad.
Por último resonó una voz muy cerca de su oreja; era una voz suave y tenue y él percibió un cálido aliento.
—Gracias por salvarnos.
La rigidez abandonó el cuerpo de Viktor; se dio la vuelta, se deshizo de las manos que lo sostenían y vio que no era una sola mujer la que lo tenía agarrado, sino dos: Christine Steiner y Elisa von Graberg. Se sacudió, sobre todo a causa del malestar, pero también por el miedo y el frío. Sentía las manos pegajosas. ¿Acaso estaba sangrando después de que Konrad le hubiera acertado con aquel golpe? ¿O era solo lodo lo que caía de su cabeza?
—Nos habríais dejado aquí, abandonados —se escapó de su boca—. Vosotros, sencillamente, nos hubieseis dejado abandonados aquí a mí y a Greta. —Las manos le temblaban todavía, pero su voz ya no. Una vez más, Viktor se estremeció.
Christine y Elisa no respondieron a su comentario, sino que bajaron la cabeza, avergonzadas. Pero Juliane Eiderstett fue menos recatada en sus palabras. Primero miró con desprecio a Konrad y, luego, con una expresión ya no tan despectiva, pero de todos modos arrogante, miró al joven Mielhahn. ¿Acaso aquella mujer sospechaba que se había orinado de miedo en los pantalones?
—Vuestro padre se puso del lado de Konrad Weber —proclamó con dureza—. ¿Qué debíamos hacer? ¿Confiar en vosotros, sus hijos? ¿Qué habría pasado si hubieseis salido corriendo a contárselo a Lambert?
Viktor estiró un poco la espalda. Todas las miradas estaban puestas en él, incluso la de Konrad, cuyas manos estaba atándole a la espalda el tirolés en ese momento.
—Pronto cumpliré quince años —dijo luchando consigo mismo para no tartamudear—. Y Greta va a cumplir catorce. Ya no somos unos niños.
Jule lo examinó con ojos penetrantes:
—Bueno, a mí no me lo parece.
Viktor sintió cómo las mejillas le enrojecían por la vergüenza. Tras aquel frío, era la primera sensación de calor que sentía, pero le dolía, era como si lo hubieran abofeteado.
Antes de que pudiera contestar nada, Christine se plantó ante él y lo protegió de la dura mirada de Jule.
—¡Déjalo en paz! Tiene razón en lo que dice. Ni siquiera pensamos una sola vez en lo que iba a ser de estos chicos. Y eso es imperdonable.
Su voz no sonaba como la de alguien que siente culpa, sino que más bien era la de alguien enfadado, y Viktor no estaba seguro de si en realidad aquella mujer tomaba partido por él o solo se estaba enfrentando a Jule.
Elisa puso con cuidado la mano sobre su hombro.
—Lo sentimos —dijo en un murmullo—. De verdad. ¡Ve a buscar a tu hermana, Viktor! Venid con nosotros si queréis.
Viktor le quitó la mano. ¡Ellos no sentían nada!
Su sensación de vergüenza se transformó en rabia. Si no hubiera robado la escopeta de su padre… Si él no hubiera sorprendido a Konrad con ella… Si él… Bueno, había que admitir una cosa: él solo jamás habría podido reducir a Konrad Weber y obligarlo a tumbarse en el suelo. Pero eso no quería decir, ni con mucho, que pudiera fiarse de los demás. Y tampoco quería decir que a partir de ahora ellos fueran a ser sinceros.
Pero Elisa von Graberg tenía razón en algo. Debía ir a buscar a Greta. ¿O no le había dicho él a su hermana que lo siguiera en cuanto todo se aclarase? Viktor se dio la vuelta, miró en todas direcciones, pero no había ni rastro de su hermana por ninguna parte.
Viktor corrió hasta la casa y solo aminoró el ritmo de sus pasos justo antes de llegar, para deslizarse en el barracón sin hacer ruido. Cuando llegó a la puerta, aguzó el oído de tal modo que casi sintió dolor. Oyó un latido fuerte —probablemente su propia sangre—, pero el ronquido de su padre se había acallado. Con cuidado, abrió la puerta y contuvo el aliento cuando la madera chirrió. Por fin el resquicio era lo bastante amplio para colarse a través de él.
—Greta —susurró.
Uno de los brumosos rayos de sol se había colado entre las grietas de la madera y caía ahora sobre su hermana. Su pelo lacio brillaba como siempre, con un color blanquecino. Estaba muy rígida y lo miraba con ojos desorbitados.
—Greta, ¿qué ocurre?
—Lo siento.
La joven enmudeció al instante y una vez más el silencio le hirió en los oídos. No oía ni su propia respiración. La mirada de Viktor se posó en un bulto que había a los pies de Greta. Probablemente se hubiera caído allí cuando su padre había gritado su nombre; cuando su padre, que se había despertado, la había sorprendido y le había pedido cuentas.
De pronto la joven abrió la boca de nuevo, pero él no oyó su grito. Solo vio una mano oscura que descendía sobre él y pudo sentir claramente cómo lo golpeaba, de un modo tan brutal y despiadado como lo había hecho tantas otras veces. En no pocas ocasiones, la piel le había reventado bajo la fuerza de aquellos golpes y durante días le habían quedado heridas sanguinolentas y moratones. A veces su padre lo había golpeado de un modo tan irreflexivo que él ya no conseguía moverse, ni siquiera respirar, y se desmayaba; luego se despertaba sumido en un mar de dolor del que no podía escapar.
Ya casi sentía ese dolor y se pertrechó contra él, pero, antes de que la mano lo golpeara, se giró con rapidez. La mano dio en el vacío, su padre tropezó y estuvo a punto de caer al suelo.
Greta seguía allí, tiesa como una vela. La confusión se fue extendiendo por su rostro; la misma confusión que a veces afectaba al propio Viktor. ¿Cómo había conseguido eludir el puño de su padre?
De repente lo supo. Había sido la rabia contra los otros colonos la que lo había convertido en alguien tan rápido y ágil; era la certeza de que, sin su ayuda, los potenciales fugitivos habrían quedado a merced de Konrad Weber. Pero sobre todo había sido el miedo, un miedo desnudo, en estado puro. Si su padre los retenía allí, los colonos se largarían sin mirar atrás ni una sola vez para ver dónde estaban él y Greta. Daba igual lo que Christine hubiera dicho antes: nadie los salvaría de Lambert, solo ellos mismos podrían hacerlo.
—¡Maldita sea! —vociferó su padre, que había recuperado el equilibrio y se abalanzaba otra vez sobre él con el puño levantado. Viktor se quedó allí de pie, muy tranquilo, hasta que pudo sentir el cálido aliento de su padre, entonces se agachó, se giró rápidamente y le pegó a Lambert en la pantorrilla. Y aunque el padre debía de estar alerta, no contó con que su hijo se le enfrentara por segunda vez. Lambert soltó un grito: de furia, de dolor, se le doblaron las rodillas y se sujetó la pierna dolorida con ambas manos. Viktor estaba perplejo. ¿De verdad había hecho caer a su padre? ¿O había tropezado con algo, con aquel objeto que ahora Viktor tenía en la mano, de repente, sin saber muy bien qué era ni cuándo lo había cogido, y sin saber, tampoco, qué podía hacer con él? Lo único que el chico sabía era que estaban perdidos si no conseguía vencer a su padre.
Entonces levantó la mano y lo golpeó con aquel objeto en la cabeza. Solo cuando Lambert se desplomó hacia delante soltando un alarido, Viktor miró el arma que tenía en la mano. Era una de las hachas con las que los colonos talaban los árboles. Y con la prisa y el pánico la había agarrado por el lado inverso: le había pegado a su padre con aquel basto trozo de madera, mientras que el extremo afilado se le clavaba en los dedos.
—¡Dios mío! —exclamó el joven. ¡Era imposible que sostuviera en la mano aquella hacha y que hubiera golpeado con ella a su padre! ¡Era imposible que fuera su sangre la que ahora goteaba en el suelo! En un abrir y cerrar de ojos, Greta estuvo a su lado y Viktor se dio cuenta de su presencia cuando ella le quitó el hacha de la mano, le dio la vuelta y se la devolvió. Ahora tenía la herramienta en la mano en la posición correcta. Y podía sujetar el basto mango de madera sin que le causara dolor.
—Viktor… —le dijo, en un susurro, su hermana. Lo dijo tan bajito como antes, cuando le había pedido perdón por no haber escapado a tiempo de la barraca mientras su padre dormía.
—Ve donde están los otros, por favor —dijo Viktor rápidamente.
—No —respondió ella—. Me quedo.
El padre gimió. En poco tiempo se recuperaría, a pesar del dolor de la pantorrilla, a pesar del golpe recibido en la cabeza. Viktor miró el hacha que tenía en las manos. Antes no había sido capaz de sostener el fusil como era debido, pero ahora tenía la mirada suplicante de Greta clavada en él, una mirada que apaciguaba cualquier temblor, cualquier miedo, cualquier horror.
—¡Hazlo! —le ordenó su hermana. El aliento de la joven lo golpeó en la cara—. ¡Hazlo!
Por un instante tuvo la sospecha de que no había nadie tan peligroso como Greta, tan inquietante, tan fría y despiadada: ni su padre ni Konrad, ni ninguno de los demás colonos. Los creía capaces de golpear en caso de necesidad, los creía incluso capaces de matar, pero no sin un ápice de compasión.
—¡Hazlo! —le dijo otra vez su hermana, y esta vez su voz ronca despejó toda duda.
Viktor tenía la cabeza como hueca cuando alzó el hacha y golpeó. Sentía el rumor de la sangre en la cabeza y ese era el único ruido que escuchaba. El miedo desapareció, no había ninguna señal de temor, ni por lo que hacía ni ante Greta, que había dado la orden. Simplemente, golpeó, y lo hizo una y otra vez, igual que había hecho con algún que otro leño para cortarlo en pedacitos.
Viktor no miraba hacia donde golpeaba, no veía si el hacha acertaba en su padre o no; solo miraba a Greta, que asentía, sonreía.
El primer ruido que oyó después de mucho rato fue el golpe del hacha al caer al suelo, cuando se le escapó de las manos.
Un cálido charco rodeaba sus pies. ¿Era un charco con la sangre de su padre o era que se había orinado de nuevo en los pantalones?
El padre solía darle una paliza cuando le veía los pantalones mojados.
Pero ahora su padre ya no podría darle ninguna paliza más.
Viktor intentó dar un paso, pero no fue capaz. El charco se enfriaba, pero él no podía huir. Por un momento, temió desplomarse al suelo y quedarse allí tumbado, justo al lado de su padre muerto.
Sí, su padre estaba muerto, se dio cuenta de repente, sin mirarlo.
Entonces sintió la mano de Greta, que lo asía, una mano cálida y firme.
—Ven… Vámonos.
Él la siguió sin voluntad y ya estaba al aire libre cuando comprendió cómo había llegado hasta allí. Allí estaba la artesa…
—¡Lávate!
Y al ver que no se movía, Greta lo cogió por el cuello, lo obligó a doblarse y lo lavó. Viktor sentía las manos de su hermana por todas partes y en todas partes sentía un calor hirviente.
—No… No puedes decírselo a ellos —balbuceó el joven.
—No lo haré. Jamás. Nunca. Pero tú tampoco lo hagas.
Una vez más, su hermana le tomó la mano y él se dejó guiar por ella sin voluntad. Juntos llegaron adonde estaban los otros colonos y se unieron a ellos en su huida.
Moritz Weber había pasado una noche horrible. Los dolores de estómago habían desaparecido ya, pero las piernas le temblaban todavía a causa de la debilidad. La última vez que se había internado en los matorrales para soltar lastre, se había sentido tan agotado que ni siquiera había conseguido regresar a la vivienda. Sencillamente, se hundió en el suelo húmedo y se quedó dormido. Cuando se despertó y se incorporó, sentía que tenía las extremidades tiesas y empapadas por el rocío.
Moritz miró a su alrededor. ¿Alguien lo habría visto en aquel estado de debilidad? Con alivio comprobó que no se veía a nadie por todo el lugar. Pero aquel alivio se transformó rápidamente en una sensación de malestar al darse cuenta de que no oía nada: ni murmullos, ni pasos, nada del habitual ajetreo matutino de los colonos preparándose para una nueva jornada de trabajo. Un silencio sepulcral pesaba sobre las barracas y, cuando caminó en dirección a ellas, los retortijones de estómago se presentaron de nuevo. Y esta vez no era una comida en mal estado lo que los provocaba, sino el horror.
—¡Oh, no!
Moritz vio desde lejos el fusil en el suelo, abandonado allí por alguien que ya no lo necesitaba. Y cuando llegó adonde estaba el arma, se quedó mirándola un buen rato, pero sin atreverse a agacharse y recogerla. El suelo estaba lleno de huellas de pasos.
—¡Oh, no! —balbuceó nuevamente.
Aguzó el oído, pero reinaba un silencio de muerte. Apenas se atrevía a pisar la barraca, así que echó un vistazo, con cautela, por la rendija de la puerta. Aquel recinto alargado estaba vacío, vacío, salvo por…
—¡Oh, no!
Moritz se abalanzó sobre su padre, que estaba allí, atado y amordazado, sentado en una silla, con la cara roja y la boca tapada, de modo que no podía emitir sonido alguno, aunque el sudor de su frente revelaba que se esforzaba por hacerlo. Rápidamente, su hijo le quitó la mordaza de la cara.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre? —le ladró Konrad—. No haces más que exclamar: «¡Oh, no!». ¿Eso es todo?
Moritz lo libró de las ataduras y en cuanto su padre tuvo de nuevo libertad de movimientos, se puso en pie de un salto y pegó una fuerte patada en el suelo, lleno de furia.
—¿Dónde te habías metido, maldito desgraciado? ¿Cómo pudo pasar esto? Tú…
Konrad Weber tenía la cara encendida.
Moritz se agachó, a la espera de un golpe, y Konrad ya estaba cerrando los puños. Pero entonces a Moritz se le pasó una idea rápidamente por la cabeza y, en lugar de mantenerse agachado, se incorporó y miró a su padre a la cara con expresión desafiante.
Para Konrad aquel movimiento fue tan inesperado que se echó atrás, confundido.
—¡Vamos, pégame! —le gritó Moritz—. ¡Pero ahora que los otros se han largado y ya no podrán talarte tu selva, me necesitarás con más premura que nunca!
Ambos se midieron con ojos fríos. Al final, Konrad retrocedió aún más y dejó caer los puños.
—¡Maldita panda! —gruñó Konrad—. ¡Algún día me las pagarán!
El suelo vibró cuando se alejó de allí. Involuntariamente, a Moritz Weber se le escapó una sonrisa.