—¡Fin de jornada!
Cornelius se enjugó el sudor y se incorporó. Como siempre, un dolor punzante le recorrió la espalda, pero hacía tiempo que se había acostumbrado a él. En cualquier caso, tenía tantos callos en las manos que estas se le habían vuelto insensibles. Las dolorosas ampollas, que no eran las únicas que le habían hecho casi imposible trabajar e incluso sostener la cuchara, eran ya cosa del pasado.
Después de que el capataz anunciara el final del turno, Cornelius se puso en la fila con los demás peones, dispuesto a recibir su jornal. Antes este era el momento en el que sentía algo parecido al orgullo: orgullo por demostrar que era lo bastante trabajador como para no llamar la atención y orgullo, también, por saber ganarse su propio dinero.
Sin embargo, hoy solo se le pasó por la cabeza que había transcurrido un día más y que las horas habían pasado con una lentitud martirizante, sin que Cornelius supiera para qué o para quién se esforzaba tanto.
La sombra del capataz se cernió sobre él.
—Seis reales —anunció este con brevedad.
Cornelius levantó la cabeza con expresión cansada.
—¿Seis? —preguntó—. Ayer fueron diez.
El capataz se encogió de hombros.
—Si no estás satisfecho, te buscas otra cosa.
Cornelius cogió el dinero sin decir palabra y se marchó. Más de una vez había intentado regatear en vano. Sabía que no era culpa del capataz que la paga fuera unas veces más abundante y otras más exigua. Los precios variaban cada día y nadie sabía con exactitud el valor que tenía el dinero. Quien tenía la posibilidad comerciaba con especias, pues en ese caso había normas preestablecidas e invariables.
Un potranco podía cambiarse por cuatro botellas de aguardiente y una vaca preñada hasta por cinco. El aguardiente aquel ardía en la garganta como el fuego y Cornelius sabía muy bien su precio, ya que el pastor Zacharias siempre le daba la lata para que le consiguiera aquel brebaje diabólico. En el barco, su tío había preferido beber vino de Oporto, porque era el que mejor sentaba a su paladar. Pero ahora le daba igual lo que se vertiera en la garganta, le supiera bien o no, lo importante era que el alcohol le provocara ese efecto salvador y le hiciera olvidar aquella vida miserable.
Cornelius emprendió el camino a casa. Aunque entretanto, cada callejuela, cada calle de Valdivia se habían vuelto familiares, aún no tenía, pese a todo, la sensación de haber llegado a Chile.
Aquellos primeros días en la costa, después de que los otros colonos se marcharan con el tal Konrad Weber, los recordaba solo de mala gana. Su anhelo por ver a Elisa lo había paralizado y también el mutismo de su tío, que era más difícil de sobrellevar que sus lamentos. Zacharias le había parecido más muerto que vivo y la tristeza que emanaba de él había envenenado su propia alma. Pero, finalmente, algo lo había estremecido; una noche soñó con Elisa y el sueño lo hizo despertarse asustado; cuando recordó la promesa que le había hecho a la joven, esta ya no lo dejó en paz. No pasaba un día en que no luchara por ese futuro.
Al principio, había convencido a su tío para que dejaran aquel cuartel y se marcharan juntos a Corral. Allí fue de casa en casa buscando un clérigo que no le negara su ayuda a un hermano de confesión y profesión. Fue una empresa desesperada porque en aquella ciudad portuaria solo vivían católicos. De todos modos, un sacerdote tuvo la amabilidad y la compasión de aconsejarles que se marcharan a la cercana Valdivia, donde se habían asentado muchos colonos alemanes.
El pastor Zacharias gruñó, refunfuñó, gimió, maldijo y lloró. Anunció con obstinación que se negaba a dar un paso hacia el interior de aquella tierra.
No podían vivir únicamente de la vista del océano, le había dicho Cornelius, con una brusquedad poco habitual en él, y lo había consolado diciéndole que a fin de cuentas adónde iban no era a la selva, sino a una ciudad.
Y no había mentido. Valdivia era un lugar de aspecto pobre pero animado, donde se hablaba más alemán que español y donde, a lo largo de los últimos cinco años, se habían asentado carpinteros ebanistas y forjadores, zapateros y panaderos, sastres y guarnicioneros, personas todas muy laboriosas que se animaban unas a otras y predicaban a voz en cuello que en aquel país solo podría sobrevivir quien demostrara tener disciplina y tenacidad.
Al pastor Zacharias le faltaban ambas cosas. Años atrás, había llegado a Chile con todos aquellos alemanes un pastor evangélico, que fue tan amable como para acogerlos al principio.
Más tarde, cuando Zacharias se fue convirtiendo cada vez más en una carga, medió para conseguirles un alojamiento a los dos. Pero el pastor Zacharias no vio aquello como un impulso para tomar de nuevo las riendas de su vida. Su mayor felicidad era atrincherarse tras sus cuatro paredes y emborracharse. Y ni siquiera pensaba en ponerse a trabajar para ganarse el aguardiente que se bebía.
Cornelius sacudía la cabeza cuando pensaba en eso. Los bloques de edificios ante los cuales pasaba los días se veían pobres, las puertas y ventanas estaban cerradas solamente con pieles de buey o de vaca. Los edificios con cristales en las ventanas podían contarse con los dedos de una mano. En otro tiempo, Valdivia —ciudad fundada por Pedro de Valdivia, un conquistador español del siglo XVI— había sido una gran ciudad. Pero en 1831 había habido un terremoto tremendo que la había destruido por completo y la mayoría de los españoles se marcharon. Los primeros alemanes que llegaron a Chile solo se encontraron ruinas desoladas, pero pronto pusieron manos a la obra para reconstruir la ciudad, dispuestos a hacerla suya y residir en ella.
Durante el día, el ajetreo de la ciudad engañaba sobre el aspecto desolado que esta podía llegar a ofrecer y no enmascaraba el hecho de que las huellas dejadas por el terremoto aún no hubieran sido eliminadas, aunque eso no le parecía a nadie un mal síntoma, sino una prueba de que allí había trabajo.
Y ahora él iba a buscar ese trabajo, se había dicho Cornelius entonces, después de ver que el tío no mostraba ninguna disposición a contribuir a los costos de su propia existencia. Cornelius se había presentado allí donde se necesitaba mano de obra y había ofrecido sus servicios; y en casi todas partes lo habían mirado con extrañeza porque parecía tan debilucho y porque al final quedaba claro que no era ni campesino ni artesano con experiencia.
Ni siquiera le dejaban demostrar que una voluntad de hierro puede suplir la falta de fuerza y de experiencia, sino que en todas partes lo mandaban a paseo. Sin embargo, uno de los carpinteros tuvo la suficiente amabilidad como para darle un consejo: debía ir a ver a Carlos Anwandter; ese hombre era algo así como el líder de los inmigrantes. Era oriundo de Calau y allí había llegado a ser alcalde durante varios años. Ahora, Carlos Anwandter tenía su propia farmacia y una fábrica de cerveza en Valdivia. En 1848 había sido miembro del Parlamento prusiano y como tal había estado presente en la iglesia de San Paul, en Fráncfort, donde había asistido en el mes de mayo a la primera Asamblea Nacional memorable de la historia de Alemania. El posterior fracaso de la Revolución le había causado tal dolor que ya no vio ningún futuro para él en Calau, razón por la que decidió buscar en Chile la libertad, que era, para él, el bien más preciado de cualquier ciudadano.
—Yo también estuve allí…, en Fráncfort —explicó Cornelius cuando aquel hombre lo recibió. Era mentira, pues solo Matthias había viajado a aquella ciudad. Más tarde su amigo le había contado tantas cosas acerca del acontecimiento que Cornelius creía saberlo todo sobre él.
Carlos Anwandter, cuyo verdadero nombre de pila era Karl —nombre que había hecho cambiar tan pronto como pisó suelo chileno, haciendo que todos lo llamaran por su equivalente español—, se quedó impresionado.
—Entonces, ¿no ha hallado usted, después de la Revolución, un sitio en Alemania donde poder vivir?
—Soy un demócrata cabal. Y he venido en busca de libertad —le explicó Cornelius.
La verdad era que en aquel instante lo que Cornelius buscaba no era libertad ni mucho menos, sino tan solo una posibilidad de sobrevivir. Carlos Anwandter no quiso seguir indagando y le consiguió un trabajo en el ramo de la construcción de caminos. Era un trabajo duro y mal pagado, pero así por lo menos podía costearse una vivienda con dos habitaciones en la última planta de un edificio que pertenecía a una tal Rosaria, de la que Cornelius no sabía gran cosa, salvo que era viuda y codiciosa.
Justo acababa de llegar allí. Abrió la puerta, que emitió un chirrido… O más bien lo emitió el tablón que se usaba como puerta.
Rosaria afirmaba que su casa era de las más antiguas de Valdivia y que también había sobrevivido al terremoto. Y lo que ella anunciaba toda orgullosa llenaba a Cornelius de temor ante la idea de que un buen día todas las paredes se vinieran abajo y cayeran sobre ellos. Mientras subía la torcida escalera, los escalones crujían bajo su peso. Aún no había llegado a la primera planta cuando percibió un olor asqueroso.
El joven soltó un suspiro, aceleró el paso y enseguida supo que llegaba demasiado tarde.
«¡Otra vez no!», dijo maldiciendo en su interior.
Se preparó para el espectáculo que lo esperaría al entrar, pero así y todo se quedó espantado por el estado en que encontró a su tío.
Su furia se disipó y dio paso a la impotencia… y al hastío. Precisamente, Rosaria estaba ocupada reuniendo las monedas que estaban encima de la mesa, lo hacía con una sonrisa de satisfacción y ni siquiera se apresuró cuando vio a Cornelius.
—¡Las he ganado legalmente! —anunció con orgullo.
Cornelius presenció cómo entre sus manos ávidas iba desapareciendo cada vez más dinero; un dinero que era el fruto de su trabajo, del trabajo más duro que había realizado en toda su vida. Un dinero que ellos necesitarían con urgencia si algún día pretendían huir de aquel nido de ratas.
—Ah, tío… —suspiró el joven.
El pastor Zacharias ya se había quedado dormido. Su cabeza había caído sobre el tablero de la mesa y estaba al lado de la botella de aguardiente. Tenía la boca abierta, la saliva le salía en abundancia y no solo caía sobre la mesa, sino sobre su camisa.
Cornelius se había detenido bajo el marco de la puerta.
—¿Cómo ha podido hacer eso? —increpó a Rosaria.
—¿El qué? —resopló la mujer, que acababa de coger la última moneda—. Su tío ha estado bebiendo conmigo de manera voluntaria y también ha estado jugando. Conmigo. ¿Acaso es culpa mía que no aguante la bebida y que, además, haya perdido su apuesta?
La mujer se acercó a Cornelius cojeando. A menudo afirmaba que apenas podía dar un paso sin que le dolieran las caderas, pero eso no era para ella impedimento alguno cuando se trataba de subir hasta sus habitaciones para, primero, emborrachar a su tío y, luego, birlarle todo el dinero con algún juego de azar.
—Y no creas que esto es el pago del alquiler… —le aclaró con descaro, y entonces levantó la mano llena de monedas y se la pasó por delante de la cara. A continuación, se marchó.
Cornelius se acercó a la mesa de muy mala gana. No estaba seguro de si su tío estaba de veras durmiendo o de si solo estaba demasiado borracho para enfrentarse a sus reproches.
Cornelius cogió la botella de aguardiente vacía y la puso sobre la mesa, haciendo ruido. Zacharias se sobresaltó y alzó la cabeza repentinamente.
—¿Por qué, tío? —le preguntó Cornelius conteniendo la rabia—. ¿Por qué?
Con los ojos vidriosos e inyectados en sangre, Zacharias lo miró y, por un instante, pareció no comprender dónde estaba ni qué había hecho. Entonces se limpió las babas con el dorso de la mano, pero de la boca le salió aún más saliva, que goteó sobre su camisa.
—Te has vuelto a gastar nuestro dinero en el juego —lo increpó Cornelius.
Zacharias intentó hallar las palabras. Cornelius esperaba oír alguna de sus evasivas, pero en su lugar el tío inició un contraataque.
—¿De qué nos sirve el dinero si no quieres usarlo para pagar nuestro viaje de regreso a casa?
Su tío refunfuñaba. No era la primera vez que el párroco le daba la lata con eso. Él había viajado a aquel país para cuidar de las almas de los otros inmigrantes, pero en vista de que estos seguían su propio camino, no tenía ningún sentido permanecer allí.
—Pues podríamos partir en busca de ellos, en busca de los que viajaron con nosotros —le había propuesto Cornelius hacía unas pocas semanas—; seguro que alguien puede decirnos dónde encontrar la hacienda del tal Konrad Weber.
Pero el pastor había rechazado la idea, enfadado.
—¡Yo, de aquí, me marcho a Alemania, a ningún otro lugar! —había proclamado con obstinación.
Hoy Cornelius estaba demasiado cansado como para ponerse a discutir nuevamente sobre el tema.
—Entonces, ¿pretendes regresar a casa y presentarte ante tu obispo? ¿Qué vea que eres un borracho? —le preguntó Cornelius, y no pudo evitar dejar entrever cierto tono de desprecio.
Por un momento, Zacharias lo miró con expresión estúpida; pero entonces su mirada se volvió más despierta.
—¿Quieres decir que si dejara de beber, abandonaríamos esta maldita tierra?
—¿Con qué dinero? —resopló Cornelius.
Zacharias no pudo sostener por mucho tiempo la mirada acusadora de su sobrino y se tapó la cara con ambas manos.
—¡No volveré a jugar nunca más! —gimió el anciano—. Nunca más…
Entonces su tío rompió a llorar ruidosamente, pero a Cornelius aquello le sonaba poco sincero. Probablemente Zacharias estuviera intentando despertar su compasión, mostrándose desamparado como un niño pequeño. Pero Cornelius no sentía compasión, solo rabia, una rabia infinita, y desprecio por su tío; al mismo tiempo, se sentía horrorizado por su propia actitud. En realidad hubiera querido coger al pastor y darle una buena sacudida hasta que dejara de llorar.
Ya no lo soportaba. Y tampoco se soportaba a sí mismo. Cornelius salió a toda prisa del cuarto y bajó por la torcida escalera.
Rosaria asomó la cabeza por la puerta de su habitación con expresión curiosa y luego le gritó algo, probablemente recordándole que tenía que pagarle el alquiler.
—¡Maldita mujer! —dijo, y se asustó ante el odio que bullía en su interior.
Ahora lo peor no eran ni el trabajo duro ni las protestas de su tío, ni la miseria en la que vivían. Lo peor eran aquellos oscuros sentimientos, la amargura, la desesperanza. Ya en otra época había sentido aquel sabor amargo, por ejemplo, cuando no le permitieron entrar a formarse como pastor, cuando su madre falleció tras aquella grave discusión con él, cuando Matthias fue asesinado a tiros en aquella manifestación en Berlín. Sin embargo, más tarde, en el barco… Allí todo había cambiado. Elisa lo había liberado de todo. Elisa…
Cornelius intentó evocar la cara de la joven, recordar el sonido de su voz, de su risa. Pero su mente estaba vacía, todo en él guardaba silencio y hasta la rabia desaparecía a medida que aceleraba el paso. No sabía hacia dónde huía. Las calles y callejuelas de la ciudad, desde hacía algún tiempo tan familiares para él, parecían ahora un enorme laberinto. Pero qué importaba que se perdiera y no pudiera encontrar jamás el camino de regreso; todo valía mientras pudiera huir de sí mismo, de su amargura, de su odio.
El joven solo se detuvo cuando ya casi se había quedado sin aire y, de repente, un ruido irrumpió en el silencio: un rumor burlón que brotaba de varias bocas y un grito desesperado y suplicante que salía de otra.
Habían rodeado a aquel hombre y lo iban acorralando cada vez más. Primero la víctima se pegó a la pared del edificio y luego intentó escapar, agachado. Pero solo dejaban que creyera que podía fugarse; apenas daba dos pasos, dos de los atacantes lo agarraban de nuevo: ahora uno de ellos lo tenía cogido por el brazo y otro por el cuello. Juntos lo arrastraron de nuevo hacia atrás bajo los gritos de furia y las risotadas burlonas.
Muy pronto aquel pobre hombre se dejó vencer por la superioridad de los otros seis y ya no se les resistió más; todos eran alemanes, según pudo deducir Cornelius por las palabras que se gritaban.
—¿Qué pasa aquí?
Su voz sonaba tensa, cansada por el trabajo tan arduo, pero sobre todo parecía estar llena de rabia.
Al principio, aquellos hombres habían empezado a golpear al otro a modo de broma, lo hacían tropezar, pero sin dejar que tocara el suelo; sin embargo, con el tiempo, los puñetazos se fueron volviendo más despiadados y sus caras, aún más deformes por las risotadas. Nadie prestaba atención a Cornelius.
—¡Y ahora enséñanos lo que sabes hacer, piel roja!
—¿Es que no piensas mirarnos a los ojos?
—¡A mi hermana sí que te la quedaste mirando con lujuria!
Por primera vez se oyó entonces la débil voz del agredido.
Cornelius no estaba seguro de haber entendido correctamente.
—Yo no he…
Pero sus palabras no pasaron de ahí. Un puñetazo lo alcanzó en el estómago.
—¿Has pensado hasta dónde puedes atreverte con nuestras mujeres, eh? Pero déjame decirte una cosa: ¡las nuestras son mujeres decentes!
—¡No pienses ni por un momento que tus hechizos bastarán para seducirlas!
—Apártate de mi hermana, o si no…
Una vez más, Cornelius creyó oír algo que salía de la boca del atormentado, pero en esa ocasión no fueron palabras, sino un suspiro contenido.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó de nuevo el joven, esta vez en un tono bien enérgico para que los hombres se dieran la vuelta hacia él.
No eran mayores, según pudo ver al momento, tendrían unos diecisiete o dieciocho años. Solo un vello escaso cubría sus caras, enrojecidas por la agitación y el placer.
En ellas no se reflejaba auténtico odio por su víctima, lo que se notaba era más bien aburrimiento, ganas de distracción, pero las consecuencias que aquello tenía para el pobre hombre eran las mismas.
De nuevo lo alcanzó un puñetazo.
—¿Qué os ha hecho ese hombre? —gritó Cornelius indignado.
Después de habérselo estado pasando a empujones unos a otros, por fin uno de los agresores, al menos, se separó del círculo de sus compinches.
—¡Solo queremos saber si es un trauco!
—¿Trauco? —preguntó Cornelius sin comprender.
Uno de los hombres soltó una risita; el más moreno y bajito, en cambio, bajó la mirada, cohibido. Cornelius vio cómo sus mejillas se incendiaban y cobraban un color rojo, tal vez a causa de la vergüenza, o tal vez debido a una rabia impotente.
—El trauco es un espíritu maligno que habita en las selvas de Chiloé, en compañía de brujas y magos —rio de nuevo el hombre.
—¿Es que no lo sabes? —le chilló otro—. Cuando están cerca de un trauco, las mujeres se ponen en celo como las perras o como las gallinas. Se tumban ante él, gimiendo, abren las piernas y se dejan montar por el espíritu. No les importa que sea feo y pequeño. Pero no todo lo tiene pequeño… Ya me entiendes lo que digo.
Entonces el hombre hizo un gesto obsceno que Cornelius no pudo desentrañar muy bien. Una vez más miró al hombre que seguía allí, agachado, y en cuya expresión no se reflejaba sentimiento alguno. Puede que en su interior sintiera humillación, rabia o impotencia, pero en lugar de dejarse guiar por esto, toleraba las burlas de aquellos hombres como si no tuvieran nada que ver con él.
—¡Soltadlo! —gritó Cornelius con furia contenida.
Tal vez se equivocaba, pero la víctima le resultaba conocida.
¿Se lo habría tropezado en su trabajo? La mayoría de sus compañeros eran alemanes o chilenos de origen español. Pero también él había oído rumores acerca de los mapuches, los habitantes nativos de Chile, llamados por la mayoría, despectivamente, pieles rojas o indios. Sus cuerpos eran, ciertamente, más pequeños y regordetes, pero más resistentes y tenaces. Cornelius no recordaba haberlos oído quejarse ni una sola vez; tal vez por eso no les había prestado atención hasta entonces y no había hablado nunca con ninguno. Ya le agobiaban bastante sus propias cargas, ya bastantes preocupaciones tenía él.
A pesar de sus duras palabras, ninguno de los hombres se apartó. Con furia, siguieron gritando ofensas, riendo, empujando al mapuche de un lado a otro de una manera cada vez más despiadada. El indio tropezó de nuevo, pero no se cayó.
—¡A ver, trauco! ¡Dinos lo que les gusta a las mujeres!
Cornelius se metió en el medio y se plantó delante del mapuche para protegerlo, aun antes de saber lo que estaba haciendo. El aliento del aguardiente lo golpeó en la cara, pero el hecho de que aquellos hombres estuviesen borrachos no lo amedrentó, más bien lo animó aún más a hacer uso de la fuerza. El olor le recordaba a su tío, de modo que Cornelius cerró los puños.
—¡Seis contra uno! ¡Qué valientes! —gritó enfurecido.
Con un golpe rechazó al primero, antes de cobrar conciencia de que aquellos seis tipos, en su superioridad numérica, eran también una amenaza para él; luego les lanzó una patada a otros dos. No los alcanzó, pero por lo menos los hombres retrocedieron, tal vez porque leyeron en su rostro algo que los inquietó: puro odio.
—¡Eh, eh! ¡Calma! —gritó uno de los jovencitos con gesto apaciguador—. ¡Nosotros no queríamos hacerle nada! ¡Solo pretendíamos divertirnos un poco con él!
—¡Pues ya lo habéis hecho! —gritó Cornelius—. ¡Y ahora largaos!
Meneando la cabeza, los jóvenes se pusieron a resguardo de los puños de Cornelius. Dos de ellos emprendieron la retirada y otros tres parecían tentados a seguirlos. Solo uno se quedó plantado ante Cornelius con gesto obstinado.
—¿Por qué sales en defensa de un piel roja?
—¿Y a ti eso te importa? —le respondió Cornelius; lo agarró por los hombros y lo sacudió. Bruscamente, el otro se soltó, pero no emprendió el contraataque. Posiblemente desistió no solo al ver aquel brillo extraño y peligroso en los ojos de su contrincante, sino porque la estatura de este había cambiado bastante en los últimos meses. Poco tenía ya que ver Cornelius con aquel jovencito delgaducho y culto que siempre había sido blanco de las burlas de Matthias. Ya tenía músculos en los hombros y en los brazos.
—¡Largaos! —les gritó de nuevo.
Su oponente sacudió la cabeza.
—Vaya revuelo… Y todo por un piel roja…
Entonces los chicos se dispersaron. Solo quedó el mapuche, que estaba allí de pie, inmóvil. En ese momento, Cornelius tomó debida nota de su peculiar vestimenta. Aquella ropa brillaba con un color grasiento y azulado bajo la luz del sol poniente.
Y es que no solo los llamaban mapuches, según recordaba ahora, sino también araucanos, por aquella región, la Araucanía, en la que habían habitado antes de que llegaran los españoles. Pero Cornelius no sabía si ellos mismos se denominaban así. Antes de emprender el viaje a Chile, Cornelius había leído los escritos de un misionero franciscano que había querido convertir a los nativos de aquella región y cuando el tío se ponía a despotricar, temeroso, contra aquellos salvajes, diciendo que solo buscaban arrancarle a uno el cuero cabelludo para luego asarlo vivo, él lo mandaba callar argumentando que se trataba de un pueblo amante de la paz.
—¡Nos matarán a golpes! ¡Eso es lo que harán! —se había quejado el tío Zacharias.
—Pero ¿qué dices? Ellos deberían tener más miedo de nosotros que nosotros de ellos. Muchos trabajan para los españoles y estos no los tratan mejor que a los esclavos.
—¿No llevan plumas en la cabeza como los pieles rojas de América? —le había preguntado su tío más tarde, lleno de curiosidad, a lo que el sobrino respondió:
—Se dedican a cazar focas y leones marinos y se fabrican la ropa con sus pieles…
Y ahora Cornelius volvía a recordar aquello, al ver el singular traje que llevaba puesto el hombre.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
No hubo respuesta. De todos modos, el hombre alzó la cabeza. Sus ojos eran de un negro profundo como el de un abismo.
—¿Me entiendes? ¿Hablas mi idioma? ¿Cómo te llamas?
El otro abrió la boca y dijo algo. Cornelius no estaba seguro de haber entendido bien aquellas sílabas.
—Quidel —repitió Cornelius—. ¿Es ese tu nombre? ¿Quidel?
—Sí —dijo el hombre asintiendo—. Ese mi nombre.
Solo chapurreaba el alemán, pero, así y todo, aquello bastaba para entenderse.
—Ven —le dijo Cornelius—; te acompañaré a casa.
—No casa.
—¡Pero vivirás en alguna parte!
Quidel se encogió de hombros y señaló por fin en cierta dirección. Cornelius vio algunas casas en ruinas que daban fe de la fuerza que había tenido aquel terremoto. Los muros solo les llegaban a la cintura y sobre ellos —por lo visto a modo de techo— habían extendido unas pieles. En aquellas casas era imposible estar de pie e incluso agacharse era difícil; lo mejor era tumbarse a dormir y buscar allí refugio de la lluvia, pero seguramente el frío durante la noche era cortante.
—¿Es ahí donde vives? —preguntó Cornelius horrorizado—. ¿Siempre has vivido ahí? ¿Creciste en esa casa?
¡Qué ciego tenía que haber estado para no haberse percatado de las personas que vivían en aquellas casas en ruinas! ¡De un modo indigno, miserable, víctimas de la explotación!
—No. Yo de Nacimiento.
Cornelius no tenía ni idea de dónde estaba eso; probablemente en la región a la que llamaban Araucana o Araucanía. Recordaba vagamente unas palabras que había soltado en alguna ocasión el capataz: «De allí solo viene gentuza y gentuza es lo que va allí. Mantente alejado de ellos».
—¿Qué edad tienes, Quidel?
Una vez más el otro se encogió de hombros, ya fuera porque no lo sabía o porque no se sabía los números.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Cornelius—. Estás muy delgaducho… Yo… Yo puedo comprarte pan.
Los ojos oscuros, hasta entonces duros y vacíos, empezaron a brillar. Quidel no dijo nada, pero para Cornelius fue como si sonriera, con suma cautela, eso sí, sin estar seguro de si valdría o no la pena confiar en aquel extraño, pero a la vez agradecido de que este lo hubiera salvado de aquellos gamberros.
Zacharias no le había mostrado ni un poco de gratitud en las últimas semanas, aunque su sobrino doblaba todo el tiempo la espalda por él. Entonces Cornelius le devolvió la sonrisa al nativo y sintió cómo desaparecían toda la rabia y todo el odio, al tiempo que el corazón se le llenaba de ternura.
—Bueno, ven conmigo.