CAPÍTULO 13

A la velocidad del rayo, los hijos de Jakob habían hecho una camilla con unas pocas ramas. La madera crujió cuando colocaron a Jakob encima: la camilla no resistiría su peso por mucho tiempo, pero bastaría para recorrer el breve camino que los llevaría de vuelta hasta la cabaña donde se alojaban. Christine ya no se separó de Jakob, lo había tomado del brazo y buscaba en su rostro, desesperada, una señal de vida. Desde aquel grito de tormento, su marido yacía desmayado. Probablemente, consideraba Elisa, fuera lo mejor para él.

Lo dejaron con cuidado en el suelo delante de la barraca. Las puntas de los dedos de los pies chocaron entre sí; de rodillas para abajo las piernas ya no estaban dobladas hacia fuera, sino hacia dentro. Sobre el suelo empezó a derramarse un líquido de color rojo oscuro, que hacía costra y se ennegrecía. Manaba de una herida en la espalda que nadie había visto hasta ese momento.

Christine pegó un grito.

—No se altere —dijo Jule sobriamente—. No está sangrando tanto como para palmarla.

Mientras Lukas y Fritz ayudaban a levantar a su padre para que Jule pudiera examinarle la lesión de la espalda, las hijas de los Steiner salieron corriendo de la choza. Christl empezó a llorar en cuanto lo vio herido; Lenerl, que a sus diez años tenía la expresión adusta de una anciana, hizo en silencio la señal de la cruz; solo Katherl sonreía como siempre.

—¡Volved a casa! —las reprendió Christine—. ¡No se os ha perdido nada aquí!

Christl lloró aún con más fuerza. Intentando tranquilizarla, Elisa la atrajo hacia ella.

—Tranquila, tranquila… Haz lo que te dice tu madre.

—¿Ha muerto papá? —preguntó la niña balbuceando.

—No, se pondrá bien.

Le costó decir aquella mentira, pero las chicas la creyeron, por lo menos Christl, que cogió a Katherl de la mano y se la llevó consigo; Lenerl las siguió.

Elisa las siguió con la mirada con el corazón oprimido. Los Steiner parecían tener un extraño ángel de la guarda, un ángel que, aunque los había preservado en varias ocasiones de la muerte, otras veces se mostraba bastante holgazán. La pequeña Katherl había sobrevivido a aquel accidente, pero se había quedado algo atontada. Y también era cierto que ahora Jakob seguía respirando y que su hemorragia podía aplacarse con facilidad, pero si Jule estaba en lo cierto, el hombre quedaría con las piernas lisiadas y jamás podría volver a caminar.

Por el rabillo del ojo Elisa vio a una cuarta niña, más pequeña y callada que las hijas de los Steiner. No sabía cuánto tiempo llevaba allí de pie. Era Greta, la del cabello casi blanco, que ahora tenía los ojos abiertos desmesuradamente. Elisa miró a su alrededor. Pocas veces se veía por separado a los dos hermanos Mielhahn; allí donde estaba Greta, estaba casi siempre Viktor, sin embargo, hoy al chico no se lo veía por ninguna parte.

—Greta, ¿qué haces aquí?

Aquella niña la conmovía y le daba miedo al mismo tiempo. Era difícil presenciar cómo los hijos de los Mielhahn eran maltratados por su padre y lo que ese hombre estaba haciendo de ellos: criaturas nerviosas y mudas que temían a su propia sombra. A la vez, despertaban en ella un profundo temor; jamás sabía qué debía decirles, cómo consolarlos, ni siquiera sabía si estaba en condiciones de ayudarlos. Elisa sabía tratar con niños de carne y hueso, pero Greta y Viktor le parecían siempre fantasmas nocturnos hechizados que no soportaban la luz del sol.

Y en ocasiones no podía evitar recordar la manera en que Greta había reído frente al barco envuelto en llamas, con su madre achicharrada dentro; aquella risa la hacía horrorizarse, no importaba si la había generado el pánico o la histeria.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó de nuevo intentando que no se le notara el malestar que la visión de Greta le provocaba.

No fue la voz de Elisa la que hizo que la niña se estremeciera. Fue otra voz, una voz que los alcanzó a todos de repente como un golpe furibundo.

—¡Maldita sea! ¿Es que no oyes cuando hablan contigo?

Era Lambert quien le gritaba a su hija de ese modo. Elisa no los había oído llegar ni a él ni a Konrad, pero ahora ambos se dirigían hacia donde estaba ella; el primero estaba enfurecido porque Greta no estaba en casa y el otro, porque no le había sonreído la suerte en la caza; al menos no llevaba ningún animal al hombro, como hacía cada vez que mataba alguno. Se paseaba con sus piezas por todas partes como si fuesen un trofeo, sin importarle que su ropa estuviera embadurnada de sangre. Hoy, sin embargo, no podía pavonearse con ningún animal, no llevaba el puma que, con tanto alarde, había prometido matar un momento antes, y tampoco un ciervo ni un cóndor.

Konrad miró a los presentes y parecía que su cara, normalmente hinchada, iba a reventar de repente.

—¿Acaso os he dado permiso para poner fin antes de tiempo a la jornada de trabajo? —los increpó.

En silencio, todos retrocedieron y solo entonces vio Konrad a Jakob Steiner, que yacía allí tumbado. Únicamente Christine se quedó arrodillada junto a su marido y, cuando vio a Konrad, se levantó y lo miró con todo el desprecio del que era capaz, y este era mucho en el caso de una Christine Steiner que luchaba como una leona por sí misma y por los suyos.

Elisa no estaba segura, pero por un momento creyó que los párpados de Konrad temblaron, que el patrón bajaba la mirada con timidez, incluso con cierta conciencia de culpa.

Sin embargo, aquella expresión duró muy poco.

—¿Está muerto? —dijo con un resoplido. Aquello sonó a reproche, como si Jakob hubiese querido causarle un perjuicio a propósito.

Nadie le respondió. Su mirada se posó entonces en los pies torcidos.

—Para sustituirlo tendréis que trabajar el doble, ¡así que no os quedéis por aquí sin hacer nada! —se apresuró a ladrar.

Sin hacer ruido, Fritz se había acercado a su madre.

—Esas piernas pesan ahora sobre tu conciencia —le dijo entre dientes—. Sobre ti y tu inútil escopeta.

Instintivamente, Elisa contuvo el aliento.

Konrad estuvo un rato midiendo a Fritz con gesto inexpresivo; casi con parsimonia, se quitó el fusil del hombro y lo acarició cuidadosamente, como si fuese su amigo más querido.

—Conque inútil, ¿eh? —le preguntó en tono sarcástico. De repente, un estremecimiento recorrió su cuerpo y de inmediato encañonó a Fritz con la escopeta, del mismo modo que una vez había hecho con Poldi. Con aquel gesto había conseguido amedrentar al pequeño, pero eso no sucedió con el mayor de los hermanos Steiner.

Fritz soltó una carcajada burlona.

—¡En ese caso, dispárame! —dijo exhortando a Konrad—. ¡Ya quisiera saber quién te va a talar luego esas araucarias!

Elisa oyó a Christine suspirar con cierto temor, pero la madre no intentó hacer razonar a su hijo. Se quedó allí de pie, tiesa, y tampoco intervino cuando Poldi y Lukas se situaron al lado de Fritz y se plantaron obstinados ante la escopeta de Konrad.

Pasaron unos segundos durante los que solo se oyó la respiración de los presentes; ni Konrad se dignaba bajar el arma ni los chicos hacían ademán de apartarse. Elisa apenas podía mirar hacia allí, sentía cómo el miedo retumbaba en su estómago, cómo se le hacía un nudo en la garganta. No sabía de dónde sacaban aquellos chicos la fuerza para permanecer allí, inmóviles, sin temblar en absoluto; o quizá sí que lo sabía, o por lo menos sospechaba que la desesperación es la mejor maestra y que era la única capaz de convertir rápidamente a unos jovenzuelos en unos hombres hechos y derechos.

«¡No puede matarlos así como así!», fue lo que se le pasó por la cabeza, aunque, al mismo tiempo, quedó a la espera de oír el disparo en cualquier momento.

Sin embargo, en lugar de todo eso, se oyó la voz de Lambert, esta vez más alta.

—Ven —dijo, y su tono era tan furibundo como siempre—. Ven…, olvida a esos chicos. No vale la pena, no saben lo que hacen ni lo que dicen.

Lentamente, con una lentitud infinita, Konrad bajó el arma.

—¡Sin mí no sois nadie! —les gritó entre dientes antes de darse la vuelta—. ¡Os moriríais de hambre en esta maldita tierra!

Elisa vio cómo Lambert pasaba el brazo por los hombros de Konrad con intención de apaciguarlo y de repente el pánico de la joven se transformó en ira. Lambert había intercedido por Poldi, Lukas y Fritz solo para protegerse a sí mismo. Si perdía más hombres, a Konrad podría ocurrírsele la idea de enviarlo a realizar el duro trabajo de la tala de árboles.

—Mañana tendréis que compensar el tiempo que habéis perdido hoy —dijo Konrad por encima del hombro mientras se alejaba. Greta también había desaparecido y tal vez aprovechó la tensa situación para pasar desapercibida ante los ojos severos de su padre y ponerse a resguardo.

Poco a poco se fue relajando la tensa situación. Poldi y Lukas se agacharon y se llevaron a su padre, que todavía yacía inconsciente, a la barraca; Annelie le sirvió de apoyo a Christine cuando esta siguió a sus hijos y a su marido.

Jule ya se había marchado sin llamar la atención; era demasiado orgullosa como para ponerse a saborear el triunfo de que su acérrima enemiga no hubiera podido prescindir de su ayuda.

Solo Fritz se detuvo y se quedó inmóvil. La mirada de Elisa se encontró con la del joven y ella sintió que algo se encendía en su interior, algo que jamás había visto con tanta claridad como en ese preciso momento.

Y eso bastó.

No podían seguir así. Esa no era la vida que se habían imaginado ni para la que habían emprendido aquel peligroso viaje.

Fritz cerró los puños y, espontáneamente, Elisa hizo lo mismo.

Algo tenía que cambiar, aunque para lograrlo sucumbieran en el intento. No podían quedarse allí mucho tiempo más. De ningún modo.

Por la noche, mucho después de que Jakob se hubiera quedado dormido y la oscuridad se hubiera tragado los últimos hilillos de la penumbra, estuvieron sentados largo rato. Después, Fritz caminaba inquieto de un lado para otro y Poldi tenía la cara confusa y obstinada de un niño pequeño. Solo Lukas, por su parte, no revelaba nada acerca de lo que pensaba y sentía. Con una expresión estoica en el rostro, se sentó en el suelo, al lado de Elisa, que lo examinó cuidadosamente de soslayo. De los tres hermanos Steiner era el menos listo. ¿Estaba más sereno que los otros o, sencillamente, podía ocultar mejor lo que le bullía dentro?

En el barco, el atrevido Poldi había sido el compañero preferido de Elisa y, cuando se trataba de trabajar, se fiaba más de Fritz, que era muy responsable y consciente de sus obligaciones; sin embargo, cuando lo que tocaba era guardar silencio juntos, descansar y reflexionar, podía hacerlo mejor en presencia de Lukas.

El chico no parecía darse cuenta de que ella lo estaba mirando. En una ocasión a Elisa le pareció que le temblaba la cara, un síntoma de que Lukas estaba afligido por dentro, aunque de sus labios no saliera ni un solo sonido. Sin pensárselo, la joven se le acercó y le pasó la mano con cuidado por el hombro; él la dejó hacer.

—Siento mucho lo que ha pasado. Lo siento mucho.

Aunque Elisa había dicho aquello en voz baja, en el silencio que se había cernido sobre ellos, todos pudieron escuchar sus palabras.

Entonces Richard alzó la cabeza, asombrado.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

Eran las primeras palabras que el padre de Elisa pronunciaba desde hacía muchísimo tiempo, pero la ocasión era demasiado triste como para alegrarse por ellas.

Annelie, que hasta ese momento había estado sentada al lado de Christine, se acercó a su marido y le acarició la cabeza.

—No pasa nada —murmuró la mujer—. Todo está bien.

Katherl soltó una carcajada clara y cristalina. Aunque ese sonido hizo que todos se estremecieran, más lo hicieron los golpes que resonaron poco después. Casi al mismo tiempo, Lukas y Elisa se pusieron de pie de un salto; Christine se volvió rápidamente. Fritz corrió hacia la puerta, pegó el oído a la madera y escuchó con recelo. ¿Quién iba a aparecer por allí tan tarde si no era Konrad Weber? Pero ¿qué lo llevaba hasta allí? ¿Acaso la preocupación por el estado de Jakob Steiner?

Volvieron a llamar y cuando Fritz, atendiendo a una señal de su madre, decidió abrir la puerta lentamente, con gesto vacilante, a quien tuvo delante no fue a Konrad Weber, sino a toda una familia. Un hombre y una mujer a los que Elisa había visto fugazmente alguna vez, que ahora venían acompañados de dos niños. El chico parecía tener la edad de Poldi —que hacía unos meses había cumplido catorce años— y la niña era un poco más joven.

—¿Podemos entrar?

Fritz dio un paso atrás. Un rumor recorrió la habitación. Sabían que no eran los únicos inmigrantes que habían caído en manos del tal Konrad. Otras familias vivían en barracones, al igual que ellos, y debían trabajar en los campos de la hacienda o en las selvas, aunque tenían poco contacto. Se saludaban de lejos, pero sin decirse nada; del mismo modo, los encuentros con las demás familias con las que habían viajado en el Hermann III se habían vuelto raros.

—Somos la familia Glöckner —empezó la mujer—. Yo soy Barbara y este es mi marido, Tadeus, y nuestros hijos, que se llaman Theresa y Andreas.

La mirada de Tadeus Glöckner vagó por la habitación y se quedó fija en el cuerpo herido de Jakob. Por lo visto, lo del accidente se había divulgado por ahí, pues el hombre no parecía sorprendido. Elisa, por su parte, examinó a la familia, que vestía unas ropas poco habituales. La chaqueta del hombre le llegaba hasta las rodillas y le cubría la camisa y los pantalones. La mujer llevaba una especie de delantal de flores —bastante sucio y ajado— sobre un vestido de color oscuro; y encima de todo una tela a cuadros. Todos llevaban sombreros de fieltro.

—Venimos del Tirol… —dijo Barbara Glöckner—; bueno, no, en realidad venimos de Silesia.

Jule no se había puesto de pie, pero inclinó el torso hacia delante.

—Un viaje muy largo el que habéis hecho esta noche.

—¡Vamos! ¡Déjalos explicarse! —le exigió Christine con tono severo.

—Por supuesto que no hemos llegado de allí esta noche —explicó Barbara; aunque hablaba pausadamente, daba la impresión de ser una mujer resuelta—. Nos hicimos a la mar hace algún tiempo en el Susanne. De eso hace dos años. Tuvimos que soportar varias tormentas, sobre todo en el cabo de Hornos.

Elisa asintió instintivamente. En su memoria todavía estaba muy presente la tormenta que habían sufrido al cruzar el estrecho de Magallanes.

—A Corral llegamos en el mes de noviembre —continuó Barbara—. Unos meses después caímos en las manos de Konrad. Nos atrajo con las mismas mentiras que os contó a vosotros: que no recibiríamos la tierra que esperábamos, por lo menos no de parte del gobierno, aunque quizá él nos la diera algún día, y que hasta entonces él se ocuparía de nosotros. Sí, nos contó cosas muy bonitas…

La mujer se interrumpió, pero no hacía falta que explicara nada más. Todos sabían que Konrad se aprovechaba al máximo y sin pudor de la debilidad y la incertidumbre de los inmigrantes recién llegados, a fin de usarla en su propio beneficio.

—¿Por qué estamos aquí entonces…? —dijo Barbara Glöckner retomando la palabra al cabo de un rato—. Bueno, es cierto que no vemos ningún futuro aquí para nuestros hijos. Y seguro que a vosotros os ocurre otro tanto, sobre todo después de lo sucedido hoy. Pero conocemos un lugar al que podríamos ir todos. Un sitio en el que por fin nos podrían entregar nuestras tierras. Pero… —De nuevo, la mujer hizo una pausa. En ese momento, Elisa se dio cuenta de que su hijo rascaba el suelo con los pies—. Pero es una empresa arriesgada.

Los inesperados huéspedes se habían instalado en el suelo; Barbara Glöckner no esperó a que les ofrecieran alguno de los pocos bancos de madera en los que alguien podía sentarse con cierta comodidad, sino que extendió en el suelo la tela a cuadros y se sentó sobre ella.

Bajo el cálido resplandor de las velas que habían encendido, Elisa pudo mirar con más detalle a la tirolesa. Las llamas se reflejaban en su pelo rojizo y rizado, también brillaban sus grandes ojos oscuros; sus mejillas eran redondas como manzanas y los labios tenían forma de corazón; unas profundas arrugas rodeaban su boca y sus ojos. Las manos se veían ásperas y enrojecidas. No obstante, a Elisa le dio la sensación de que no había visto nunca a una mujer tan bella, con unos rasgos tan perfectos. Entonces miró a su alrededor. ¿Estarían los otros igual de fascinados con esa mujer? ¿O acaso hacía ya tiempo que estaban ciegos para cualquier clase de belleza?

Lo que vio en los rostros fue más bien recelo. Solo Annelie se acercó a los desconocidos.

—¿Os apetece…? ¿Podemos brindaros algo de comer?

Antes de que Barbara Glöckner pudiera rechazar o aceptar la oferta, intervino Jule.

—Lo que tenemos es demasiado poco como para compartirlo —refunfuñó malhumorada.

—Pero ellos pretenden ayudarnos —murmuró Annelie tímidamente.

—No quieren ayudarnos —dijo Jule—. Lo que quieren es obtener su propia tierra. ¿Dónde se supone que está ese sitio?

Barbara apoyó los codos en las rodillas.

—Si uno sale de Melipulli y avanza en dirección al norte, se tropieza en el camino con un gran lago. Tiene muchos nombres. Los inmigrantes alemanes lo llaman el lago de Valdivia. Los chilenos, en cambio, lo llaman de diversas maneras: lago Purahila, Quetrupe, Pata o Llanquihue. Se llame como se llame, lo cierto es que es enorme y a su alrededor hay tierras muy fértiles, aunque están totalmente vírgenes. Hace varios años, Vicente Pérez Rosales, el agente de inmigración y colonización, propuso que se les entregaran a los nuevos pobladores. Tras nuestra llegada, partimos hacia allí con otros inmigrantes. Sus nombres eran Ellwanger y Fritzschuk, oriundos de Suabia, y también venían con nosotros nuestros parientes tiroleses. En marzo de 1852 llegamos al lago y demarcamos las primeras parcelas.

—Entonces, ¿ya tenéis tierras propias? —preguntó Jule para de inmediato añadir—: ¿Por qué no os habéis quedado allí?

Elisa esperaba que Tadeus Glöckner también dijera algo; hasta entonces el hombre había permanecido en silencio, al igual que sus hijos, pero por lo visto lo habitual en aquella familia era que Barbara hablara en nombre de todos.

«Es como en nuestro caso», pensó Elisa. Annelie hablaba por Richard, Christine en nombre de Jakob y Jule… Bueno, ella no tenía marido en nombre de quien hablar, pero actuaba con tal autoridad y tan segura de sí misma como si lo tuviera.

—Todo era muy duro por entonces —continuó Barbara—. Solo el camino desde Melipulli hasta el lago nos robaba todas nuestras fuerzas. El terreno es pantanoso como el de aquí y no hay caminos. Las dos hijas de una familia se extraviaron en la selva y desaparecieron sin dejar rastro.

Un escalofrío recorrió la espalda de Elisa. Christl y Lenerl Steiner miraron a la familia tirolesa con los ojos desorbitados. Solo Katherl seguía sonriendo, como siempre.

—Y cuando por fin llegamos al lago, allí no había nada de nada. Ni casas, ni campos de cultivo, ni semillas ni animales. En Melipulli no nos habían preparado para eso. Durante un tiempo nos las arreglamos con nuestras provisiones, pero el invierno llegó ese año antes de lo previsto. Algunas familias decidieron quedarse allí, pero yo, por el contrario, apremié a los míos para que regresáramos a Melipulli. Mi hija… —dijo, y puso las manos sobre los hombros de Theresa—, mi hija estaba muy enferma. Teníamos intención de quedarnos en Melipulli por lo menos hasta el año siguiente y luego regresar al lago.

—Pero no lo habéis hecho —comentó Jule.

—Como ya os he dicho —replicó Barbara—, a esas alturas ya estábamos hartos de aquellos viajes tan agotadores. Hace quince años que nos expulsaron del valle de Ziller por nuestra condición de protestantes. El rey Federico Guillermo nos permitió instalarnos al pie de la Riesengebirge, en Silesia. Nos prometieron una nueva vida, más fácil; nos dijeron que podríamos criar vacas y que encontraríamos trabajo en las hilanderías de lino de la zona. Pero, en realidad, aquella franja de tierra enseguida se quedó demasiado pequeña para todos los que buscábamos un futuro allí. Vivíamos con otras tres familias en una casa diminuta y aunque el trabajo se repartía de forma justa, los jornales y la comida eran injustos.

—¡Y luego vino la tuberculosis! —intervino por primera vez Tadeus.

—Logré sacar adelante a dos de mis hijos —añadió Barbara Glöckner, y esta vez puso una mano también sobre el hombro de su hijo varón—. Pero perdí otros dos.

Por un instante, su voz se quebró, pero cuando continuó hablando, las lágrimas que se le habían acumulado en los ojos ya habían desaparecido; aquello daba fe de que era de esa clase de personas que prefieren mirar hacia delante, hacia el futuro, y no hacia los reveses del pasado.

—Una de mis cuñadas decidió marcharse a América con su familia. Y un vecino partió poco después hacia Australia. «Morir a causa de alguna epidemia o del hambre puede ocurrirnos también en cualquier otra parte —decía aquel hombre, con sencillez—, solo que allí no tendremos que estar mirando las mismas caras de tontos que vemos aquí».

—¿Y vosotros os habéis decidido por Chile? —Era la primera vez que Christine abandonaba su puesto al lado de Jakob. El recelo ante los desconocidos se le había borrado de la cara y había dejado paso al cansancio. Estaba demacrada de un modo que no era habitual en ella. A aquella mujer le gustaba mucho atraer a sus hijos, sobre todo a la pequeña, y apretarlos contra sus grandes y firmes pechos, pero ahora estos parecían haberse encogido; tanto que la tela sobrante de su vestido estaba arrugada.

—Sí, nos decidimos por Chile —confirmó Barbara Glöckner—, probablemente atraídos por las mismas promesas que vosotros: la perspectiva de disponer de una tierra fértil propia. Pero ya en Corral nadie se declaró responsable de nuestros destinos. Durante el viaje a Melipulli nuestro barco estuvo a punto de hundirse y allí, como ya os he contado, nos enviaron al lago sin medios suficientes.

—Aquí solo salen adelante los tenaces —objetó Jule impaciente—. Hemos tenido que ver cómo nuestro barco quedaba envuelto en llamas.

Su voz sonaba casi orgullosa, como si evocar una catástrofe aún peor supusiese un triunfo.

«Hasta dónde hemos llegado —se le pasó por la mente a Elisa—; ya no nos asustan ni la miseria ni las torturas, sino que nos conformamos con que haya cosas peores».

—Tras nuestro primer fracaso en aquel lago, decidimos pasar el invierno en Melipulli. Es probable que hubiéramos muerto de hambre si no fuera porque sacábamos del mar algunos pescados y moluscos. Estábamos agotados y desmoralizados, nos animaba únicamente la promesa de que en primavera llegaría Pérez Rosales y esta vez nos abastecería de abundantes herramientas y semillas. Lo esperamos. Pero, en primavera, el primero en llegar fue Konrad Weber. En su afán por encontrar trabajadores voluntarios ni siquiera aquel largo viaje hasta el páramo lo había arredrado.

—¡Y él os ofreció ayuda! —exclamó Fritz, al tiempo que reía con amargura—. Os dijo que el gobierno os había mentido, que el tal Pérez Rosales era un incapaz y que estaríais perdidos sin él.

Barbara se encogió de hombros, insegura.

—Nos ofreció trabajo en su hacienda y aquello sonaba tan atractivo…

El silencio se extendió entre los presentes. Tan solo se oía la respiración estentórea de Jakob. Christine regresó a su sitio al lado de la camilla, se sentó junto a su marido y le enjugó con un paño la frente empapada en sudor.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jule hoscamente.

—Ahora ya sabemos mucho. Hemos averiguado algunas cosas sobre él. Konrad Weber es un arribista sin escrúpulos. En Valdivia, donde vivió algún tiempo, se hizo enemigos muy pronto y por eso le compró estas tierras a un español, a un precio mucho más bajo de lo que valían. Y también es culpa de Konrad Weber y de los que son como él el que el gobierno interviniera y, yendo en contra de las promesas que había hecho antes, se lo pusiera todo más difícil a los inmigrantes a la hora de adquirir tierras. Él ha venido aquí para hacerse rico y se aferra a ese propósito: sin consideración por nadie, sin escrúpulos y, por si fuera poco, a costa nuestra. Y fue entonces cuando pensamos que…

Barbara Glöckner se detuvo por primera vez tras aquel enérgico alegato. Mientras hablaba de Konrad Weber, un rumor se había extendido entre los presentes, pero luego se hizo un silencio sepulcral.

—¿Qué habéis pensado? —preguntó Jule, y esta vez su voz no sonó tan hosca.

—No nos atrevemos a irnos solos de nuevo al lago Llanquihue. Pero juntos podríamos intentarlo. Es verdad que tenemos que vencer un camino muy largo que discurre a través de una selva bastante hostil.

—Pero nosotros conocemos la ruta —intervino Tadeus—. Tendríamos que partir desde aquí y caminar siempre en dirección oeste.

Los pensamientos de Elisa estaban como paralizados y necesitó un tiempo para comprender lo que los tiroleses les estaban proponiendo.

Fritz lo había comprendido al momento, por eso se levantó de un salto, entusiasmado.

—¡Y allí hay suficiente tierra en barbecho! —exclamó, y aquella voz emocionada, tan poco habitual en él, no dejaba lugar a dudas sobre lo rápido que se había dejado entusiasmar por aquel plan.

—Las familias que llegaron aquí con nosotros podrían ayudarnos…, por lo menos al principio —dijo Barbara—. Aquí nada va a cambiar para bien. ¡Nosotros mismos tenemos que hacer algo para no resignarnos a este destino!

Su mirada recorrió la habitación en busca de respaldo. Elisa la siguió con la vista. Annelie miró dudosa hacia Richard, que había vuelto a meterse del todo en su crisálida; Jule, en cambio, asintió pensativa. Christl se mostró algo temerosa ante la perspectiva de lo que se había anunciado: una larga y agotadora marcha a través de la selva; Poldi, en cambio, dejaba entrever su placer por la aventura. Fritz había apretado los puños, pero antes de que su hijo mayor pudiera decir algo, Christine dio un paso adelante.

—Es imposible —decidió escuetamente—. Mi marido está gravemente herido.

—¿Es que pretendes quedarte aquí? —protestó Fritz—. ¿Con Konrad Weber? ¡No puedes decirlo en serio!

Entonces el joven se acercó adonde estaban los Von Graberg, echó una ojeada a los ojos vidriosos de Richard, luego miró a Annelie, que se encogió de hombros, y terminó deteniéndose ante Elisa.

—¿A ti también te parece sensato que nos larguemos de aquí?

—Sí —dijo la joven en voz baja—. Yo también lo creo… Pero… —Elisa echó un breve vistazo a Jakob—, pero no tenemos que decidirlo esta misma noche. Ni tampoco tendríamos que partir mañana por la mañana. Cuando las heridas de Jakob hayan sanado, entonces…

Jule soltó una carcajada despectiva, como si quisiera declarar que aquellas lesiones jamás sanarían. Christine, por el contrario, asintió, dando su aprobación.

—Mientras mi marido no esté mejor, no me voy a ninguna parte.

—De todos modos, pronto llegará el invierno —dijo Barbara Glöckner pensativa—. Pero para la primavera que viene… Para la primavera que viene deberíamos hacernos con las riendas de nuestras vidas.

Fritz apretó aún más los puños y Christine Steiner no contradijo la idea en esta segunda ocasión.

Viktor había oído todas y cada una de aquellas palabras.

Se acurrucó cuando los tiroleses salieron del barracón y corrió apresuradamente hasta esconderse tras una esquina de la nave. Cuando se pegó a la pared, algo se zarandeó y el chico contuvo el aliento. Pero no, nadie lo había oído, nadie lo había visto mientras espiaba en la oscuridad.

En realidad, no era de extrañar. Tampoco durante el día los advertía nadie, ni a él ni a Greta. Eran los hijos de Lambert y nadie quería tener nada que ver con su padre. Algunas mujeres sentían compasión por aquellos chicos, pero la compasión —y de eso Viktor estaba seguro— no tenía ningún valor en aquel páramo verde y vaporoso.

Los pasos de la familia tirolesa se alejaron, la puerta de la barraca se cerró. Alrededor del chico, todo quedó oscuro como boca de lobo.

Viktor se abrazó el cuerpo. Intentaba convencerse de que, a sus catorce años, ya no era un crío y de que, por ello, no debía comportarse como tal ni tener miedo a la oscuridad. No obstante, temblaba como una hoja y se sentía tan desamparado como en aquellas noches en que las pesadillas lo despertaban. En ellas, veía una y otra vez el barco ardiendo y a su madre dentro. Se despertaba bañado en lágrimas y se quedaba temblando y sollozando durante horas; se sentía expuesto e indefenso ante los horrores del mundo, como en los días de la infancia, cuando se ocultaba tras la espalda de Emma, su madre, para que el padre no lo encontrara, confiando en que ella no lo entregaría. Pero su padre siempre lo encontraba y su madre siempre lo entregaba.

Viktor se mordió los labios para, al menos, controlar el castañeteo de los dientes. Sí, tenía miedo, siempre tenía miedo; pero ¿seguía habitando en él aquel niño desamparado de siempre? Llegado el momento, ¿se atrevería a pensar de veras en la mejor manera de que Greta y él pudieran huir de allí?

Los otros pobladores también querían largarse, eso lo había oído claramente. Pero por culpa de Jakob Steiner no se podía pensar en una partida inmediata. Sin duda pasarían un par de meses hasta que llegara el momento.

La esperanza de escapar para siempre de aquella selva húmeda, pero sobre todo de los contundentes puños de su padre, era casi dolorosa. Sin embargo, en cuanto esa esperanza empezaba a aflorar titubeante, un golpe la derribaba de nuevo: los otros inmigrantes, sin duda, se irían sin ellos. Ciertamente, tampoco se les ocurriría informar a Lambert y llevarse a Greta y Viktor consigo.

—¡Viktor!

El joven se estremeció. Aquella voz sonaba como un ladrido. Un momento antes, su padre estaba con Konrad, limpiando las armas, y él, Viktor, había aprovechado ese instante para escabullirse fuera de la vivienda.

Pero, al parecer, Lambert había regresado antes de lo previsto a la barraca y no lo había encontrado allí.

—¡¡Viktor!!

Casi se enredó con sus propios pies cuando salió corriendo en dirección a la casa. Con gran presencia de ánimo, cogió un cubo; es cierto que estaba vacío, pero si tenía suerte, el padre no lo notaría y así evitaría la paliza.

Lambert estaba de pie ante la puerta y como la luz opaca incidía en su espalda, parecía una enorme sombra negra.

—¿Dónde estabas? —ladró Lambert de nuevo.

—Fu… fu… fui a buscar a… a… agua.

Viktor se mordió los labios. El padre detestaba que tartamudeara.

—Yo no te he mandado a buscar agua.

Lambert levantó la mano y Viktor creyó que la sentía aterrizar sobre su cara.

Pero, de repente, al lado de aquella sombra gigantesca que tanto miedo suscitaba apareció otra, más pequeña, más frágil.

—Fui yo, padre, yo se lo pedí —dijo Greta—. Para ablandar las alubias de mañana.

Viktor contuvo la respiración. Hacía una eternidad que no comían alubias; no recordaba haberlas visto nunca entre las raciones de comida que Konrad Weber les asignaba. Así y todo, ¿creería su padre a su hermana?

Y hubo otra cosa más que al jovencito se le pasó por la cabeza. ¿Cómo era posible que Greta, que era más pequeña y frágil que él, jamás tartamudeara cuando hablaba ni mostrara miedo ante su padre?

Viktor le estaba infinitamente agradecido. Y al mismo tiempo tenía envidia de que la chica pudiera mostrarse tan indiferente, tan inaccesible, tan… fría. Y todo porque Greta no parecía estar tan a merced como él de los muchos terrores que la vida traía consigo.

Lambert bajó la mano. De su boca salió un gruñido, pero al final dio un paso atrás. Viktor sentía cómo le temblaba todo el cuerpo, que siguió estremeciéndose cuando Greta se apartó del marco de la puerta y se acercó a él. La niña le puso la mano sobre los hombros, pero evitó pegar su cuerpo contra el de su hermano.

—Todo va a ir bien, todo saldrá bien —le susurró.

—No… no… no podemos quedarnos a… a… aquí, con… con… él.

Su padre no era el único que detestaba a Viktor cuando el chico tartamudeaba. Él mismo se odiaba y se maldecía por ello.

—Los o… o… otros quieren largarse…

—Todo irá bien —dijo Greta, y aumentó la presión de sus manos. Viktor no estaba seguro de si aquel contacto le resultaba agradable o no, de si le proporcionaba consuelo o más bien le causaba un nuevo malestar, de si debía estar agradecido por tener una hermana o amargado por que esta fuera capaz de soportar a su padre con más facilidad que él.

—Ah, Greta… —dijo suspirando.

—Todo irá bien —le repitió su hermana en voz baja.