Annelie levantó la piña alargada y la examinó. La había cortado con cuidado y ahora intentaba palpar las semillas de color marrón que se ocultaban tras la corteza. Había dos tipos de piña: las marrones, cilíndricas, y otras que eran redondas y de un color amarillo verdoso. Fritz afirmaba que las primeras eran masculinas y las otras femeninas. Poldi se había reído de aquello y había puesto en duda que hubiera también dos sexos en el caso de las piñas de los árboles. Pero Annelie creía a Fritz. A fin de cuentas, aquel joven se había dedicado a estudiar las plantas exóticas en los invernaderos del zoológico, cuando los Steiner aún vivían en Wurtemberg.
Sin embargo, no había sido él quien le había dicho a Annelie que las semillas de la araucaria eran comestibles, sino Antimán. Se decía que Antimán era oriundo de Chiloé, la isla verde situada frente a las costas del centro de Chile, y que pertenecía al pueblo que habitaba en aquellas tierras mucho antes de que llegaran los españoles. Era bajito, callado y muy trabajador; tenía una cicatriz que le cruzaba la cara —la marca de un latigazo— y esta era tan morena y estaba tan llena de arrugas que parecía la corteza de un árbol viejo. Él había observado que Annelie siempre se esforzaba por cocinar, como por arte de magia, una comida sabrosa a partir de muy pocos ingredientes: maíz, patatas y calabaza. Pero jamás lo conseguía, porque le faltaban las ricas especias y la carne jugosa. Por eso se le había acercado ayer y le había dado a entender que en aquella tierra se podían comer muchas más cosas de las que un forastero notaba a primera vista. Antimán le había mostrado cómo se cortaban las piñas de la araucaria y se obtenían las semillas.
Annelie se volvió hacia Jule, que estaba remendando ropa suya y de los Von Graberg. Antes ella misma se esforzaba por hacer las costuras lo más simétricas posible, para que quedaran bonitas, pero ahora lo único que importaba era mantener unida aquella tela frágil llena de desgarrones.
—Las piñas se caen al cabo de tres años —le había explicado Antimán—. Y más tarde brotan las semillas de color marrón, que se pueden moler, como la harina.
Annelie reunió algunas de esas semillas alargadas en la palma de su mano, se las llevó a la nariz y las olió. A diferencia de las araucarias, cuya madera oscura olía a condimento y sabía a resina de bosque, las semillas no tenían olor, pero, a fin de cuentas, tampoco la harina lo tenía. Annelie dejó caer las semillas en la tableta de madera extendida entre el fogón y una caja, que hacía las veces de encimera, algo de lo que carecían, como también carecían de muebles decentes. Dormían en sacos de paja en vez de en auténticos colchones o camas y, a falta de una silla, Jule estaba sentada en uno de ellos mientras cosía.
—¡Bah! —exclamó esta—. ¡¿De qué me sirven esas semillas?! Lo que me gustaría comer alguna vez es cordero, bien asadito, crujiente, espolvoreado con tomillo fresco. En cambio, solo hay patatas y casi siempre están verdes o muy duras, o ya han echado hijos. ¡Al único que Konrad le da ración de carne es a ese maldito Lambert! ¡La semana pasada le dio una paleta entera de res!
Mientras la estuvo asando sobre una parrilla, el apetitoso olor se les había colado a todos en la nariz. Y no le dio a probar a nadie, casi ni a sus hijos. Con los únicos con los que se mostró generoso fue con los hijos de Konrad, a pesar de que estos eran bien alimentados en la mesa de su padre. No obstante, comieron desenfrenadamente, o más bien se lo tragaron todo, hasta que los dedos y las mejillas les quedaron embadurnados de grasa.
Annelie suspiró. También ella añoraba en secreto un poco de carne fresca. Sin embargo, vertió las semillas en un pequeño cuenco de madera y empezó a triturarlas con un mortero. Las semillas se abrían y soltaban un polvillo de color pardo. En Chile, tal y como había aprendido, era preciso sacar el máximo de lo poco que había, y a veces había que sacarlo todo de la nada.
—Antimán me ha contado cómo preparan el cordero en la isla de Chiloé. Hierven la sangre y la sazonan con cebolla y cilantro. A eso lo llaman nachi.
—¿Y cómo te lo contó, si ese hombre no puede (o no quiere) pronunciar palabra? —le preguntó Jule secamente.
—No lo hizo con palabras, sino con gestos. —A la propia Annelie la había asombrado cuántas cosas podían decirse las personas a pesar de estar separadas por la barrera del idioma.
—Bueno, tú entiendes bastante de eso —gruñó Jule—. Lo de encontrarle significado a un silencio.
Con un breve gesto de asentimiento, Annelie señaló en dirección a Richard, que estaba sentado en un rincón, en silencio. Aquel hombre ni siquiera carraspeaba, no suspiraba, solo pasaba las horas con la mirada clavada en un punto fijo del suelo terroso, allí donde tenía los pies. Durante los delirios de la fiebre, al menos había gritado algo, pero desde que la fiebre bajó y Richard se sobrepuso a ella —tal y como Jule había profetizado—, era difícil sacarle una palabra. Había que sentarse a su lado, darle un codazo y buscar durante algún tiempo el azul de sus ojos, hasta que, tras ellos, afloraba algo parecido a la comprensión; y solo entonces, al cabo de un rato, decía alguna palabra. Pero esa palabra nunca estaba relacionada con la vida de penurias que llevaban allí; más bien evocaba recuerdos de Alemania, de su propiedad, de su riqueza de antaño, de las comidas que había saboreado entonces.
Annelie pasó por alto la pulla de Jule. Dejó caer el mortero y levantó una hoja del tamaño de una mano cuyos bordes tenían unas puntas afiladas.
—Estas son las hojas de una planta llamada nalca. Antimán me ha dicho que también pueden comerse; las he probado, e imagínate, su sabor recuerda un poco al ruibarbo. Y si lo intentas un par de veces, al final puedes acabar haciendo algo parecido a una tarta de ruibarbo a partir de las semillas de la araucaria y de las hojas de nalca.
Jule arrugó la nariz.
—Bueno, seguirían faltándome los huevos.
Eso sí que era un problema. Cuando llegaron a aquel lugar, aún había un gallo viejo que daba vueltas por la finca. Con un graznido lamentable que era todo lo contrario de un orgulloso quiquiriquí, aquel gallo los había despertado bastantes veces en plena madrugada. En algún momento desapareció: tal vez en la olla de Konrad o de Lambert, y, a diferencia de lo sucedido con la paleta de ternera, nadie le había envidiado aquel gallo viejo y de carne dura. También había gallinas, pero Konrad las mantenía bien encerradas en unas estrechas jaulas, de modo que les era imposible poner huevos.
—Tengo que hablar con Fritz —dijo Annelie en tono pensativo—. Fritz sabe de animales. Hay tantas aves aquí…, tal vez haya algo parecido a los patos salvajes. Ellos también ponen huevos, ¿no? Solo habría que vigilar dónde están los nidos. —Annelie lanzó una mirada tímida hacia donde estaba su enmudecido marido—. A Richard le gustaba tanto la tarta de ruibarbo. Creo que así…, así despertarían los espíritus que lo devolverán a la vida.
—Una buena patada en sus partes también lo conseguiría.
A diferencia de otras palabras suyas, Jule había pronunciado aquellas de un modo apenas perceptible, pero a Annelie no se le habían escapado.
—¡No seas tan dura con él! —le gritó suspirando—. No es culpa suya el no sentirse bien.
Jule dejó de coser.
—Solo hay una cosa que no entiendo: ¿por qué toda vuestra vida gira únicamente en torno a él? Tú pretendes prepararle una tarta de ruibarbo de la nada y Elisa se mata trabajando en su lugar.
—Lo lleva con mucha valentía. Es fuerte. Y siempre supo que aquí tendríamos que trabajar duro.
«Sí —pensó Annelie—, sí que lo sabían, pero lo que no sabían era que trabajarían para un hombre como Konrad, que jamás obtendrían las tierras prometidas y que perderían todas sus herramientas y semillas».
Pero eso no era lo que más indignaba a Jule en aquel momento.
—Me parece fatal que las mujeres tengan que trabajar duro. Y mucho más cuando hacen el trabajo para que los hombres crean que ellos son los verdaderos héroes. Que Elisa tenga que cortar árboles en lugar de Richard está bien y es lo correcto. Pero ¿por qué ponéis además todo vuestro empeño en preservarle su orgullo? ¿Por qué lo tratáis con remilgos, en lugar de decirle a la cara que ya tenéis que llevar encima una carga demasiado pesada y que él representa una más? ¡Os pasáis horas hablándole con insistencia para sacarle una palabra! Ya te digo, es un esfuerzo de amor tan absurdo como estúpido. ¡Qué tenga la boca cerrada si no puede abrirla!
Annelie bajó la mirada. Una mujer como Jule, que sencillamente había abandonado a su marido y a sus dos hijas, no podía entenderla: no podría entender que ella se lo debía todo a Richard. Que él, a fin de cuentas, se había casado con ella y la había sacado de la miseria en la que había vivido durante toda su niñez.
Pero ahora prefería no pensar en que posiblemente había cambiado aquella miseria por otra aún peor.
—Soy su mujer y lo apoyo. Pase lo que pase.
—Ese hombre no vale para nada —dijo Jule entre dientes—. Pero sí que tuvo fuerzas para hacerte un hijo, ¿cierto?
Annelie se encogió aún más.
Jule era la única que sabía del aborto que había sufrido poco antes de que aquella fiebre se adueñara de Richard. Se lo había ocultado incluso a Elisa; no le había dicho que, tras el aborto sufrido en el barco, se había vuelto a quedar embarazada, pero que su cuerpo no había conseguido mantener a la criatura ni siquiera dos meses y que una noche se había despertado con unos dolores terribles. Aguantando el dolor, se fue a ver a Jule sin hacer ruido, y esta había estado a su lado hasta que ella soltó una masa sanguinolenta. Y fue Jule también la que enterró el feto en la selva.
«He dado un hijo al mar y ahora otro a la selva», había pensado Annelie, y en aquel momento tuvo la sensación de que había enterrado toda esperanza; no solo la de tener aquel hijo varón que tanto anhelaba su marido, sino la de que las cosas fueran bien en aquel lejano país.
Annelie echó una mirada fugaz a Richard por el rabillo del ojo, pero aquel seguía sin mover un músculo de la cara. Un hilillo de saliva le corría por las comisuras de los labios.
Y aunque ella rezaba día tras día para que su marido mejorase, para que por fin llegara a este país y a esta nueva vida, en su fuero interno la acosaba otro pensamiento, un pensamiento traidor: así como estaban no debía yacer de nuevo con Richard, ni podría volver a quedarse embarazada. A pesar de todo, era un alivio pensar en ello, aunque apenas se atrevía a admitirlo ante sí misma, y mucho menos delante de Jule.
—Me gustaría tener un hijo… En algún momento —dijo dubitativa.
—¿Aunque ello te provoque la muerte? —le preguntó Jule con brusquedad—. Ya te lo he dicho: hay formas y medios para evitar un embarazo. Quiero decir que yo conozco esas formas y medios…
Annelie alzó la mano en gesto de rechazo. Después del segundo aborto, Jule le había enseñado una cosa extraña que era una mezcla de papel prensado, estaño, marfil y caucho y que se podía introducir en la vagina para evitar un embarazo. Annelie se sintió tan perturbada al ver aquello que ni siquiera había podido preguntarle a Jule de dónde había sacado una cosa semejante. Solo mucho después Jule le confesó que se lo había birlado a su tío, el médico, después de que naciera su segunda pequeña, para no volver a tener hijos. Annelie se había sentido profundamente incómoda; solo de ver aquel extraño artefacto sentía dolores y mucho más insólita que la idea de metérselo dentro de la vagina le pareció la posibilidad de impedir un embarazo de forma voluntaria.
—¡Yo no quiero eso! —le gritó con voz chillona.
Jule hizo ademán de responderle, pero en ese momento llamaron a la puerta, o más bien a los tres tablones que habían juntado a duras penas y que, a falta de una cerradura como Dios manda, habían fijado a la barraca con unas cuerdas. Las grietas a través de las cuales penetraba constantemente el aire húmedo de la selva eran anchas.
Con un crujido, la puerta de tablones se abrió de golpe, antes de que Annelie pudiera gritar: «¡Pase!».
Era Christine, que traía los brazos rojos como cangrejos hasta los codos. Probablemente, había estado ocupada lavando ropa.
—Dime, Annelie —empezó a decir sin saludar—. ¿Has oído ese grito que…?
Cuando se percató de la presencia de Jule, interrumpió la frase. Christine hablaba con Annelie y Annelie hablaba con Jule. Pero Jule y Christine jamás cambiaban una palabra entre ellas. Mientras que todos los demás se esforzaban por estar en buenos términos con Christine —no solo por la propia mujer, sino porque tenía tres hijos fuertes que sabían trabajar—, Jule jamás había intentado granjearse su simpatía o hacerle cambiar su opinión de que era una mujer muy desagradable con la que era mejor no tener nada que ver.
Christine frunció los labios e hizo ademán de darse la vuelta de inmediato. Pero Annelie dejó caer rápidamente las hojas de nalca y se acercó a ella.
—No, Christine, no hemos oído ningún grito, yo, por lo menos, no. ¿Y tú, Jule?
Era obvio que Annelie pretendía involucrar a la otra mujer en el tema, pero Jule no respondió.
—¡Dios santo! —suspiró Annelie, al ver cómo los labios de Christine se empequeñecían cada vez más—. ¿Es que no vais a hacer las paces nunca? ¡Estamos en una tierra extraña, deberíamos estar unidas!
—¡Bah! —La voz de Christine rezumaba desprecio—. Esa mujer abandonó a su marido y huyó, no hablo con alguien así.
—Me hubiera muerto a su lado —comentó Jule fríamente.
—¿De qué?
—¿De qué? Pues de aburrimiento.
Era la primera vez, en semanas, que intercambiaban unas palabras, pero su contenido era poco prometedor.
—No hay que tener esas pretensiones —dijo Christine refunfuñando—. ¿Acaso la vida con mi Jakob ha sido siempre divertida? Cuando era una jovencita, hubiera preferido ser costurera en lugar de parir media docena de hijos. Entonces tenía buena vista y mis manos no estaban tan curtidas como ahora. Así es la vida. Uno no escoge su lugar; pero más vale sacar lo mejor de allí donde a uno lo envían.
Annelie vio cómo Jule empezaba a armarse para dar una respuesta, pero dijese lo que dijese en su defensa, a oídos de Christine siempre sonaría, probablemente, como una ofensa.
—Imagínate, Christine —dijo ella rápidamente—. Estoy tratando de hacer harina a partir de las semillas de la araucaria. Tal vez con ella pueda cocinar luego una tarta. Y las hojas de la nalca saben como el ruibarbo, así que…
—Una idea verdaderamente genial, ¡hacer una tarta a partir de semillas de piña y de unas hojas! —objetó Jule.
Se notaba que Christine no tenía menos dudas al respecto, pero por nada del mundo quería admitir que, de modo excepcional, compartía opinión con su peor enemiga.
—Bueno, tú, por lo menos, no pareces aburrirte aquí —dijo en tono burlón mirando hacia Jule.
Aún hablaba cuando se dio la vuelta para salir de nuevo de la choza.
Pero en ese preciso instante sonó un nuevo grito, un grito alto y penetrante, y esta vez todos pudieron oírlo.
Annelie se estremeció; hasta el propio Richard, que había aguantado la cháchara de las mujeres con cara inexpresiva, alzó la cabeza inquisitivamente.
Y antes de que Christine pudiera abrir la puerta, Poldi irrumpió en la cabaña.
Su cara estaba pálida y tenía los ojos fuera de las órbitas a causa del miedo.
—Madre… —dijo el chico balbuceando y con lágrimas en los ojos—. Madre… Algo ha ocurrido… con papá.
Annelie vio que Christine se tambaleaba, así que se precipitó sobre ella para sujetarla. Había abierto la boca para preguntarle algo a su hijo, pero no logró articular palabra. Sus manos empezaron a retorcerse.
—¿Qué… ha pasado? —preguntó Annelie en su lugar.
Le siguió una charla confusa; aquellas palabras que salían de la boca de Poldi no parecían tener coherencia. El chico habló de un puma, de Konrad, que quería cazarlo, y de repente habló de un árbol que había golpeado a Jakob. Annelie no entendió ni media palabra, pero de la garganta de Christine salió un grito.
—¡¿Está muerto?!
Poldi emitió un sollozo.
—Todavía respira, pero con muy poca fuerza. Y no se mueve.
Elisa le enjugó la frente, lo único que podía hacer por Jakob Steiner. Durante un rato, nadie se había atrevido a moverse, estaban convencidos de que estaba muerto. Seguro que nadie podía sobrevivir tras ser alcanzado por la poderosa rama de una araucaria. Pero luego, cuando consiguieron controlarse un poco y empezaron a apartar aquella maraña de ramas y hojas, de agujas y piñas con las hachas, las sierras y las piernas, vieron que el pecho del señor Steiner se movía, que subía y bajaba.
—¡Tenemos que liberarlo! —dijo Lukas—. ¡Arriba! ¡Saquémoslo de ahí!
—¡No! —lo contradijo Fritz—. Lo dejaremos así tumbado. Probablemente le romperemos todos los huesos si lo agarramos de forma equivocada. Primero debe venir alguien a examinarlo.
—¿Y dónde hay un médico que pueda hacerlo? —preguntó Lukas.
Al final lo habían dejado tumbado, pero habían apartado antes todas las agujas que le pinchaban el cuerpo, aunque no consiguieron apartar todas las ramas que lo mantenían cautivo. Elisa le pasó un trapo a Jakob Steiner por la frente y la tela quedó empapada con su sudor frío.
Jakob siempre había tenido aspecto de viejo, pero en ese instante Elisa creyó estar viendo a un anciano. No solo tenía la piel arrugada, sino que le colgaba como si la carne que estaba debajo hubiera desaparecido sin más y no hubiera quedado de él más que la calavera.
—¿Y ahora qué? —preguntó Lukas.
Fritz sacudió la cabeza.
—Tenemos que esperar… Esperar a que…
Y en ese momento llegaron ellas. Poldi, al que habían enviado para que avisara a las mujeres, les mostraba ahora el camino a Christine, a Jule y a Annelie.
Christine se apartó de las otras y corrió hacia donde estaba su marido.
—¡Santo cielo! ¿Cómo está? ¿Qué habéis hecho? ¿Cómo ha podido ser tan irresponsable para adentrarse en la selva?
Elisa no escuchaba mientras Fritz le explicaba todo a su madre. Clavó la mirada en Jule y, sin darse cuenta, contuvo el aliento. ¿Acaso esta última se dignaría emplear sus manos expertas en examinar al marido de la mujer a la que no había mostrado otra cosa sino enemistad y desprecio? Y lo que era aún más importante: ¿aceptaría Christine la ayuda de Jule?
En eso, de repente, intervino Annelie.
Se acercó a Christine, la tomó con cuidado por los hombros y la llevó hasta el tronco caído. Con gesto suave, la obligó a sentarse, le murmuró algo al oído y, para asombro de todos, Christine no se ofuscó.
Entonces Annelie se volvió hacia Jule y buscó su mirada:
—¿Puedes ayudarlo?
Christine se quedó sentada en silencio. Con gesto despectivo, miró primero a Jule, después a Jakob.
—Es un milagro que todavía esté vivo —dijo Jule gruñendo. Por un momento se detuvo y Elisa temió que lo diera todo por perdido y dijera que no valía la pena, con tal de no hacerle el favor a Christine Steiner.
Pero entonces se inclinó hacia donde estaba el herido, le palpó los miembros con mano experta, en especial los hombros.
—¡Aquí todavía hay trozos de la rama! —dijo escuetamente, y ordenó—: ¡Quitadlos!
Los tres hijos de Jakob Steiner se abalanzaron a la vez sobre su padre, intentando ver quién le liberaría antes el hombro, quitándole de encima aquel monstruo. Poldi, el holgazán de Poldi, gemía y sudaba mientras empujaba aquel pesado madero.
Y entretanto, Elisa seguía sosteniendo la cabeza del herido, mientras Jule le aguantaba los hombros.
Una vez que quedó completamente liberado y que le abrieron la ropa destrozada por la áspera corteza, que también le había rasguñado toda la piel, a Jakob se le escapó un gemido. Fue tan débil que Elisa pensó por un momento que se había equivocado. Se inclinó sobre su boca y el gemido volvió a brotar, esta vez más sonoro, y también percibió que su respiración, hasta hacía un momento tan débil, cobraba fuerza.
Christine exclamó:
—¡Jakob!
Su marido abrió los ojos, una nueva oleada de sudor frío le corrió por la frente.
—No… siento… nada —dijo pronunciando aquellas palabras con una lentitud pasmosa—. No… siento… las piernas.
Jule palpó su cuerpo. Lo golpeó varias veces con el dorso de la mano por debajo de la rodilla, pero no hubo reacción. Luego volvió a concentrarse en los hombros. Cuando le levantó el brazo, este se separó del cuerpo sin ofrecer resistencia, como una marioneta a la que le hubieran cortado todos los hilos.
—Se le ha dislocado el hombro —comprobó Jule finalmente y, tras una larga pausa, anunció en medio del tenso silencio—: Por lo menos, eso puedo arreglarlo.
Dio unas breves instrucciones. Necesitaba un trozo de tela fuerte. Y también debían traerle un pedazo de madera blanda, algo que Jakob pudiera morder cuando ella le enderezara el hombro.
Sin previo aviso, dejó caer el hombro de Jakob Steiner, se levantó de un salto y se acercó a la araucaria cuya rama lo había golpeado. Con expresión pensativa, palpó su grueso tronco.
—¿Qué haces? —le preguntó Annelie confundida.
Jule parecía haber encontrado lo que buscaba, levantó los dedos y se los lamió.
—La resina —dijo—. Esta resina es más pegajosa que la de los árboles de nuestra tierra. Es posible que con ella pueda hacer un vendaje más o menos estable, pero para eso hay tiempo.
Jule se arrodilló de nuevo junto a Jakob; sus párpados se abrieron y cerraron, pero los gemidos habían desaparecido.
—Ahora necesito un hombre bien fuerte —exigió después de que uno de los hijos de Jakob le trajera la tela solicitada y el pedazo de madera.
Poldi, Fritz y Lukas querían ayudar al mismo tiempo y miraban expectantes a su madre, esperando que esta tomara una decisión. Christine, que normalmente solo tenía ojos para Poldi, a quien dedicaba exclusivamente sus preocupaciones, sus alabanzas y su orgullosa sonrisa, volvió la cabeza en su dirección.
—Tú lo harás, Fritz —ordenó en cambio.
Entonces miró por primera vez a Jule y esta le sostuvo la mirada, mientras doblaba varias veces a lo largo la tela que le habían traído y luego tiraba de ella, probándola, a fin de decidir si era lo suficientemente fuerte. Ninguna de las dos mujeres dijo una palabra; pero todos creyeron oír a las dos: el ruego suplicante de una y el frío asentimiento de la otra.
—¡Siéntalo! —le ordenó por fin Jule a Fritz.
Elisa retrocedió. Jakob gimió una vez más y parecía estar haciendo un sumo esfuerzo por levantar los párpados, pero estos le pesaban tanto que apenas pudo abrir más que un pequeño resquicio y tras las escasas pestañas solo se pudieron ver los globos blancos de los ojos. De la boca le salía saliva y Elisa se apresuró a enjugársela.
Fritz lo alzó, sosteniéndole la cabeza, mientras Jule le rodeaba el vientre con la tela como si fuese una cuerda. La mirada de Christine quedó fija cuando se dirigió hacia allí, solo sus hombros se estremecieron, ya fuera por el horror o por el llanto reprimido. Elisa vio cómo Lukas y Poldi se acercaban a ella para servir de sostén a su madre por ambos lados, pero Christine los apartó con brusquedad, dando a entender que, pasara lo que pasara, fuese lo que fuese lo que tuviera que soportar, podía levantarse sin ayuda.
—Bien —dijo Jule—. ¡Y ahora agarra la tela con fuerza!
Mientras Fritz tiraba de su padre en una dirección, Jule tiraba del brazo extendido.
—Esto va a doler —dijo la mujer brevemente. Elisa se apresuró a meterle en la boca a Jakob el trozo de madera. El hombre no se resistió, solo soltó un fuerte resoplido. Elisa no estaba segura de si aquel hombre tendría fuerza suficiente para apretar los dientes y morder el trozo de madera. Ahora que se encontraba sentado, a ella le llamó la atención por primera vez el ángulo extraño que formaban sus piernas extendidas sobre la hierba húmeda.
—¡Presiona con toda tu fuerza! —le advirtió Jule una vez más.
Entonces tiró violentamente del miembro dislocado, mientras Fritz lo aguantaba por el otro lado. Por un momento pareció que iban a partirle el brazo a Jakob por la mitad, pero de repente se escuchó un chasquido, y Jule soltó la mano del padre de Poldi. La madera se le cayó de la boca. El hombre gritó, era un grito ronco y sonoro, pero de inmediato descendió.
—¿Lo has…? ¿Lo has conseguido? —preguntó Christine. Jamás su voz había temblado de ese modo.
Jule miró al herido frunciendo la nariz.
—Podrá usar el brazo de nuevo —le anunció a su enemiga antes de hacer un gesto de asentimiento a Annelie, en señal de que había llegado el momento de ponerle el vendaje—. Pero eso no le servirá de mucho si lo demás no le funciona.