Aquel pájaro era diminuto: la longitud desde su cola emplumada hasta el afilado pico era apenas más grande que la delicada mano de un niño. Parecía haberse extraviado entre la oscura maleza y revoloteó durante un rato en círculos, canturreando, antes de hundir el pico en una de las alargadas campánulas. El suelo crujió bajo los pies de Elisa cuando la joven se acercó para examinarlo con más detenimiento. Llevaba trabajando en el bosque desde por la mañana temprano, pero era la primera vez que alzaba la vista, que estiraba la espalda un poco y mantenía la cara alzada hacia los delgados rayos de sol, que raras veces penetraban hasta el suelo a través de las tupidas copas de los árboles.
«Qué bonito —pensó cuando el ave revoloteó hasta la siguiente flor—, qué bonito es ese pájaro».
Su plumaje despedía un destello verde metálico, el cuello era de varios colores y no menos brillante. Sus ojillos oscuros parecían observar a Elisa con atención.
«Qué poca atención prestamos debido al trabajo duro —le pasó a Elisa por la cabeza—. Nos abrimos paso a través de esta selva como si fuera un territorio enemigo y olvidamos a menudo lo hermosa que es, lo hermosa que puede ser».
Le escribiría a Cornelius sobre esa ave, aunque solo lo hiciera de pensamiento. A continuación, Elisa imaginó que tomaba un pliego de papel (que no había por ninguna parte), que colocaba la pluma (que le negaban) y que escribía sobre la vida (la cual, demasiado a menudo, solo consistía en trabajo y muy pocas veces incluía momentos mágicos como ese). A veces ni siquiera se imaginaba que le escribía. Sencillamente, cerraba los ojos, evocaba su cara y, a continuación, murmuraba algo en voz muy baja. Le contaba las experiencias que había tenido, las cosas que pesaban sobre su alma, le hablaba de su nueva vida y de sus penurias, de sus decepciones y sus miedos, de sus esperanzas y anhelos más íntimos. Pero sobre todo le decía lo mucho que lo echaba de menos, cuánto se consumía deseándolo no solo durante el día, sino también por las noches, cuando un sueño ya antiguo la perseguía: un sueño en el que ella caminaba con él a través de la selva más oscura e impenetrable, apretando bien su mano, sintiéndose segura y protegida, hasta que de repente se levantaba una niebla que lo engullía todo y ella dejaba de sentir su proximidad. Entonces se veía allí sola, completamente sola en un mundo salvaje y amenazante. No eran pocas las veces que Elisa se despertaba con el nombre de Cornelius en los labios y los ojos llenos de lágrimas.
El pájaro ladeó la cabeza, volvió a emitir un trino, esta vez muy sonoro y melódico, y se marchó, de pronto, batiendo alas. El verde de las plumas de su cola se fundió con el color de la selva.
—¿Cómo se habrá extraviado hasta aquí? —dijo una voz a espaldas de Elisa.
Sintiéndose culpable, Elisa se dio la vuelta bruscamente, dispuesta a explicar a toda prisa que no había descuidado su trabajo, pero Fritz, de todos modos, tampoco parecía tener intenciones de reprocharle nada.
—Era un colibrí —le explicó el joven—. Ojalá encuentre de nuevo el camino para salir de esta selva.
La mirada de Elisa se posó en la flor de color violeta con forma de campana en la que el pájaro había metido el pico, y que, ahora que el ave se había marchado, parecía abandonada.
—No solo busca el néctar de las flores, sino que también devora los insectos que se esconden en ellas —siguió explicando Fritz.
Pocas veces ocurría que Fritz regalase sus conocimientos y menos veces aún ocurría que obsequiara ese saber sin que nadie le hubiese preguntado; un instante después, el joven dijo:
—Bueno, continuemos con el trabajo.
Elisa asintió. Fritz era el más aplicado de todos los trabajadores y Lukas solía ser el más callado; Poldi, por su parte, era el más holgazán. En el último año, el chico había pegado un gran estirón, ahora medía medio palmo más que ella y, desde lejos, parecía un hombre adulto. Sin embargo, su carita de niño, con su nariz respingona, sus ojos azules y curiosos y sus pecas, no encajaba muy bien ni con su estatura ni con la fuerza de que estaba dotado, la cual tampoco solía demostrar con demasiada frecuencia.
No obstante, cada vez que tardaban en regresar del trabajo en el bosque, Christine se abalanzaba primero sobre él soltando un suspiro de alivio, y lo abrazaba durante mucho más tiempo. No era que aquella mujer ya no pudiera mostrarse severa. Solía repartir bofetadas con la misma facilidad de siempre, tanto a las niñas pequeñas como a los varones, de mayor edad. Pero lo que para Elisa había estado oculto durante la travesía en el barco se revelaba aquí cada día: Poldi era el hijo que su madre más quería. Esta separaba para él la mejor porción de pan y también le aplicaba ungüentos sobre las manos agrietadas. Las manos de Fritz, en cambio, estaban llenas de callos desde hacía tiempo, pero él jamás disfrutaba de tales cuidados. Y aunque nunca se quejaba de dolores y había que conocerlo muy bien para notar en su expresión impenetrable la manifestación de algún sentimiento, Elisa sí que notaba cómo sus labios se torcían en un gesto de decepción cuando su madre le dedicaba aquellos cuidados especiales a su hermano Poldi y no a él.
Solo en una ocasión se le escapó algo.
—Es de él de quien más se ocupa —le había dicho a Elisa con tono de amargura.
—De eso nada —había dicho la joven Von Graberg intentando consolarlo—. Es a él a quien más se lo demuestra. De ti y de Lukas puede fiarse sin demasiadas preocupaciones, pero ella sabe que Poldi es el más inestable de todos vosotros.
Fritz no había respondido y Elisa nunca estuvo segura de si ella misma creía en lo que había dicho.
La vida no era justa, y mucho menos allí. Si algo había aprendido la joven era que no eran los más valientes y los más fuertes los que recibían la mayor atención, sino los más débiles.
Entonces, sus pensamientos volaron hacia su padre; al fin y al cabo, en el fondo, era su trabajo el que ella estaba haciendo ahora en el bosque. En principio, esas labores (talar árboles y partir leña) correspondían únicamente a los hombres. Sin embargo, poco después de su llegada, Richard von Graberg —que desde el incendio del barco había permanecido en silencio y con expresión extraviada— enfermó, tuvo fiebre alta y estuvo luchando durante varios días con la muerte. Y aunque había ganado aquel combate, ya no volvió a ser el mismo de antes. Se negó a levantarse de la cama, aunque su cuerpo seguía recuperando fuerzas. Tal vez fuera culpa de alguna enfermedad propia de aquellas latitudes, de su nostalgia por Alemania o —como Jule había dicho sarcásticamente en una ocasión— de la incapacidad para echar raíces en una tierra extraña.
Desde entonces Elisa lo reemplazaba en las labores en la selva; se recogía el pelo en un moño apretado y ponía manos a la obra, como si jamás hubiera hecho otra cosa. Se acostumbró a los dolores de espalda, a las manos agrietadas, a tener esos músculos masculinos en los hombros, y nunca se quejaba. Solo a veces se sentía un poco como Fritz y deseaba en secreto que alguien viera cómo ponía en juego todas sus fuerzas, e incluso más, y le diera algún estímulo o incluso la alabara.
«Pero ¿a qué viene esto?», pensó, y se dispuso a volver al trabajo. Sin embargo, antes de que llegara hasta donde estaban los hombres, a los que había dejado atrás mientras perseguía al colibrí, una voz tronante estremeció toda la selva.
—¡¿Acaso es hoy día de ocio?!
Aquellas palabras llegaron tan inesperadamente que Elisa se sobresaltó, temerosa. Agarró rápidamente uno de los azadones para disimular que había estado haciendo una breve pausa. Y cuando ya lo tenía bien agarrado, lamentó haberse convertido en una cobarde despreciable: ¿cómo podía tener mala conciencia por haber estado estirando su achacosa espalda unos pocos minutos? ¿De dónde emanaba el poder de Konrad Weber para asustarla de aquel modo?
Con gesto obstinado, alzó los ojos, pero esta vez no había sido ella la que había atraído la atención del señor Weber, sino —como solía suceder— uno de los chicos de la familia Steiner.
Elisa vio que Konrad Weber llevaba consigo su escopeta, colgada al hombro con descuido, pero lista para disparar a cualquiera. En una ocasión había apuntado a Poldi y eso había sucedido hacía apenas medio año, una vez que el chico había perdido el control y protestado por el sueldo miserable que les pagaban por su trabajo. Aunque no había sido aquella la primera vez que Konrad mostraba su verdadero rostro, Elisa nunca se había maldecido tanto por haber sido tan estúpida —aquella vez en Corral— de confiar en aquel hombre y tomarlo por alguien que acudía a ayudarlos en una situación de apuro.
Fritz acababa de señalar el arma con un gesto del mentón.
—¿Se cree usted en la obligación de inculcarnos disciplina de trabajo con eso en la mano?
Unos sonidos extraños salieron de la boca de Konrad Weber, algo que podía ser una risita nerviosa o tal vez un gruñido.
—¡Salgo de cacería! —anunció orgulloso—. Ese puma ha vuelto a hacer de las suyas y ha despedazado tres corderos.
Elisa vio cómo Fritz hacía un gesto negativo con la cabeza. Semanas atrás, Konrad Weber había anunciado que le gustaría disparar alguna vez a un puma. De todos los animales que vivían allí, jamás había cazado uno de esos felinos: a veces regresaba de la caza con algunas liebres, con gatos salvajes o zorros, una vez trajo incluso un cervatillo muy pequeño, que Fritz clasificó como un pudú, y en otra ocasión había venido con uno más grande, el cual —y eso también lo sabía por Fritz— en realidad habitaba en los Andes. Durante un tiempo había hallado placer en cazar cóndores y afirmaba que esos pajarracos atacaban a sus ovejas. No quería creer que los cóndores, como le había dicho Fritz en aquella ocasión, no eran aves de rapiña, sino carroñeras. También ahora mostró cierto disgusto, pues no se le había escapado el gesto de desaprobación del joven Fritz.
—¿Tienes algo que decir sobre esto?
Fritz vaciló un instante.
—Los pumas son animales tímidos —dijo entre dientes—. Casi ninguno de nosotros ha visto uno. No se atreven a aproximarse a las personas, por eso no atacarían a las ovejas. Y solo unos pocos habitan en la selva, prefieren las sabanas con prados.
—Vaaaya —empezó a decir Konrad arrastrando la palabra—. ¿El señorito sabihondo predice que estoy equivocado?
—Yo no he dicho eso. Solo he dicho que no se topará con nada sobre lo que disparar.
—¡Venga ya! —Esta vez fue más fácil identificar los sonidos de su boca con una risa—. Por aquí hay un montón de animales que se arrastran entre los matorrales. ¡Seguro que encontraré algo que cargarme con un disparo! —Dicho esto, se volvió hacia su acompañante—. ¿No es cierto?
Lambert Mielhahn asintió, diligente.
El eczema rojizo de su frente, que Lambert se había tapado durante el largo viaje en barco, había empeorado en aquel clima tan cálido. Por lo demás, era a él a quien mejor le iba de todos. Konrad le había asignado la vivienda más espaciosa y también recibía las mayores raciones de pan, patatas, maíz y, a veces, incluso de carne. No lo obligaba a trabajar en la selva, sino que lo destinó a realizar pequeñas labores de reparación.
Según palabras del propio Lambert, esto se debía a que Konrad era un cazador entusiasta y él, Lambert, entendía mucho de caza: por eso lo acompañaba por la verde maleza, se echaba al hombro los animales cazados y limpiaba, con mano de experto, las escopetas de caza de Konrad Weber.
Pero lo que a veces llegaba a parecer una amistad no residía, a ojos de Elisa, en la pasión compartida por la caza, sino en el parecido de ambos hombres. Los dos habían perdido a sus mujeres y no mostraban ningún sentimiento de luto por esa pérdida, ya que las habían despreciado cuando vivían. Y los dos, asimismo, trataban a sus hijos con mano dura. Desde la muerte de Emma, Viktor y Greta se habían vuelto más asustadizos que de costumbre y cada vez era más frecuente ver moratones en sus cuerpos. Moritz y Gotthard, los dos hijos de Konrad, tenían la misma edad que Fritz y Lukas, pero eran menos vergonzosos. Daban órdenes con la misma sonrisa descarada que su padre y, a espaldas de su progenitor, se comportaban como amos y señores de todo. Sin embargo, delante de Konrad se ponían firmes como dos soldados.
—¡Le vamos a arrancar la piel al maldito puma y se la sacaremos por la cabeza!
Konrad rio una vez más y, a continuación, Lambert y él se alejaron. Los helechos, que les llegaban a las rodillas, crujieron bajo sus enérgicos pasos. Pero no eran lo bastante sonoros como para apagar la voz de Poldi; el chico, que los seguía con la mirada y gesto malhumorado, soltó de pronto:
—¡Es inútil andar pegando tiros por ahí y hacernos trabajar a nosotros como bestias!
Fritz se llevó el índice a los labios, reprendiéndolo, pero ya era demasiado tarde. Konrad se había dado la vuelta y fue examinándolos uno por uno, intentando adivinar quién había dicho aquellas palabras. En realidad —y de eso Elisa estaba segura— ya hacía rato que sabía que el más joven de los Steiner era el más proclive a rebelarse. Poldi se apresuró a estirar el cuello, con orgullo.
—¿Has dicho algo? —preguntó Konrad arrastrando las palabras.
Rápidamente, antes de que sus hermanos pudieran intervenir, Elisa se colocó delante de Poldi.
—Nada —dijo la joven, presurosa—. Él no ha dicho nada.
Konrad no hizo ademán de darse la vuelta de nuevo.
—Quiero que me lo diga el propio chico.
Vacilante, Elisa se apartó a un lado, pero al hacerlo le propinó un codazo en el costado a Poldi. Buscó su mirada con terquedad y puso todo su empeño en darle a entender sin palabras que tenía que obedecer.
Para alivio de la joven, el chico cedió.
—Nada —dijo, en tono gruñón, ciertamente, pero de manera que todos pudieran oírlo bien—. No he dicho nada.
Una sonrisa torcida surcó el rostro hinchado de Konrad.
—Entonces todo está bien.
Con paso brusco, los dos hombres se internaron en el bosque —esta vez sin que nada los retuviese— y continuaron avanzando hasta que se dejó de oír el crujir de las ramas partidas y sus perfiles desaparecieron entre el verde de la maleza.
Desde los días que habían pasado en la costa, no habían visto de Chile nada más que selva. A veces Elisa, tras pasarse varias horas trabajando, pensaba que el país entero se componía de esos árboles, de las hojas siempre verdes de los laureles y las magnolias, de las nudosas raíces con las que era tan fácil tropezar, de las muchas enredaderas que, cuando uno caía entre sus garras, parecían al tacto manos humanas. Helechos, hongos y hierbajos brotaban en abundancia de la corteza de los árboles; los duros tallos del bambú golpeaban las piernas y provocaban dolor si se cruzaba entre ellos sin prestar atención; los blandos colchones de musgo que cubrían el suelo, húmedos y sofocantes, amortiguaban cada paso y empapaban los calcetines secos.
El olor de aquel bosque era penetrante, a veces agrio, a veces dulzón. Elisa lo adoraba, a veces lo respiraba hondamente; no obstante, aquello no consolaba en absoluto de la incomodidad del suelo siempre húmedo y resbaladizo y de la ropa siempre pegajosa. De las caderas abajo, el cuerpo se hundía en una espesísima niebla y aun cuando algunos delgados rayos de sol lograran penetrar a través de las copas de las araucarias —a las que Annelie había comparado en una ocasión con unos paraguas—, estos hacían que el suelo desprendiera tal vapor que parecía estar hirviendo.
Cada vez que se pasaba la mano por la frente, esta se le quedaba empapada no solo a causa del sudor, sino de las gotitas de agua que se acumulaban en las hojas y las ramas, en las hierbas y los tallos, y que luego caían sobre ella.
Por lo menos no hacía frío, y esa era una de las pocas cosas buenas. Cierto también que el cielo pocas veces estaba despejado, sin nubes, pero eran también pocas las ocasiones en que soplaban los vientos tormentosos del oeste. Y ni siquiera esos se le metían a uno en los huesos, con su aliento helado, sino que solían soplar templados.
Al principio, cuando Konrad los había sacado de Corral, la selva no estaba tan tupida. Habían pasado junto a varias viviendas de ganaderos, que se dedicaban a criar ciervos, y habían utilizado los senderos que conducían por valles y pantanos. Pero en algún momento empezaron a aparecer cada vez más árboles, cuyas copas descollaban ante ellos. Allí la selva no les permitía proseguir con normalidad, había que conquistar el avance metro a metro y cualquier paso en falso podía hacer que uno se hundiera en el tremedal de un pantano. Solo entonces comprendieron por qué el tal Konrad quería construir a toda costa una carretera.
Cuando por fin llegaron a su destino, solo pudieron quedarse poco tiempo en la hacienda de aquel hombre. Konrad los sacó de aquella pequeña zona de tierra talada y fértil enseguida y los hizo adentrarse cada vez más en la selva. Primero tuvieron que construirse ellos mismos sus barracas y fue entonces cuando iniciaron las labores para abrir un paso que comunicara la hacienda con Valdivia, gracias a lo cual a Konrad le iba a resultar más fácil comerciar con sus productos. En algún momento, según opinaba el hombre, en aquel tramo podría construirse también una línea de ferrocarril.
Al principio, cuando Konrad todavía se dignaba hacerles vanas promesas, afirmaba que ese camino no solo iba a ser de utilidad para él, sino también para ellos, en caso de que algún día les entregaran sus propias tierras.
—¿Y cómo va a ocurrir eso, si estamos completamente aislados del mundo? —le había preguntado Fritz en voz alta.
Konrad había sonreído con sorna, había soltado un escupitajo y había dicho, con indiferencia:
—¡Podéis iros si queréis! ¡Si es que encontráis el camino para salir de esta selva!
Aquellas palabras habían causado cierta indignación y horror, pero también desesperación.
—¡Esto es trabajo de esclavos! ¡Un terrible trabajo de esclavos! —había dicho Jule.
—Pero él no nos tiene encerrados —había objetado Fritz.
—Quizá él no, pero la selva sí —había dicho brevemente Jakob, su padre. Y la selva —así pensaba Elisa desde entonces— era una excelente carcelera. Esa selva vaporosa era el laberinto más intrincado del mundo y aunque encontraran un camino para salir de allí, ¿qué podían esperar hallar tras ella, sino otro paraje salvaje muy parecido? Puede que ya no hubiese árboles, sino prados fértiles y abundantes, pero no les servirían de nada, porque no iban a poder ponerlos a producir sin arados, sin bueyes, sin semillas. Konrad les había entregado hachas y sierras, pero eso no bastaba para sacarle una cosecha suficiente a un suelo sin cultivar.
Los improperios de Poldi la sacaron de sus meditaciones.
—¡Ganas de matarlo es lo que tengo! —gritó y, excepcionalmente, aquel grito no iba dirigido contra Konrad Weber—. Ese Lambert llegó con nosotros. ¿Por qué se va de caza con el tal Konrad Weber en lugar de estar trabajando a nuestro lado?
—Él se ha doblegado —respondió Fritz escuetamente—. Mientras que tú no puedes dejar de desafiar a Konrad.
—Bueno, ¿y qué? ¿Acaso tú no lo haces?
Fritz simplemente se encogió de hombros.
—Que a Lambert no le preocupe nuestro destino es algo que entiendo —continuó Poldi—. Pero tampoco hace nada por sus propios hijos. Deja que pasen hambre…
Fritz alzó la mano con determinación.
—¡No hables tanto y trabaja! —le ordenó brevemente. Luego le hizo una señal a Lukas para que se acercara—. Y tú te vienes conmigo, aquel árbol de ahí detrás ya está maduro. Y vosotros… —añadió señalando a Elisa, a Poldi y a su padre—. ¡Vosotros derribaréis aquel otro más pequeño!
Un árbol «maduro» era uno que ya podía talarse. Habían hecho mucho el primo hasta aprender a arreglárselas con las gigantescas araucarias. Algunas eran tan altas que no era posible verles la punta desde el suelo y otras eran tan anchas que se hubieran necesitado doce hombres para abrazarlas. Lo más molesto eran sus piñas con forma de teja y agujas punzantes, que se convertían en proyectiles muy peligrosos cuando caían de las ramas.
Pronto se puso de manifiesto que solo con las sierras y las hachas no iban a poder contra aquellos monstruos. Más bien tenían que aprovechar la fuerza latente en los propios árboles; por eso cortaban el tronco, le practicaban unos tajos y esperaban a que se oyera el crujido que indicaba que el viento y la fuerza de la gravedad habían movido la copa y desplazado el árbol hacia un lado. A menudo tenían que esperar días y días antes de que, tras abrir nuevos tajos, se pudiera talar el árbol.
La mayoría de las veces eran Lukas y Fritz los que asumían la parte más pesada del trabajo y recorrían las tierras pantanosas, mientras los otros se ocupaban de despojar las araucarias ya taladas de ramas y corteza, y de cortarlas luego en pequeños pedazos que más tarde se convertirían en leña o en material para confeccionar tejas.
Un silencio se cernió sobre ellos cuando los dos hermanos mayores se alejaron. A veces Poldi tarareaba alguna canción mientras trabajaba, pero hoy tenía los labios bien cerrados, en señal de enfado, y cada vez que tomaba impulso con el hacha, ponía una cara como si de verdad se dispusiera a golpear con la herramienta a Konrad o a Lambert.
«Probablemente, de ese modo le resulte más fácil el trabajo —pensó Elisa—, ya que la rabia nos da muchas más fuerzas que la amargura».
Ella misma intentaba concentrarse en el trabajo, sorda a los ruidos de su entorno, solo escuchaba los latidos de su propio corazón y su respiración.
Razón de más para asustarse cuando, de repente, como salido de la nada, sonó un disparo. Elisa dio un paso atrás y dejó caer el hacha; unos pájaros levantaron el vuelo.
A Poldi le pasó algo parecido. Se había puesto pálido bajo la película de sudor que lo cubría.
—¡Konrad! —dijo entre dientes.
Ya lo habían oído disparar otras veces, pero jamás lo había hecho tan cerca del lugar de trabajo.
—¡Maldición! —gritó de repente Jakob Steiner—. ¿Es que se ha vuelto loco?
Cuando oyó salir de la boca de Jakob aquellas palabras de enfado, Elisa se dio la vuelta bruscamente, con perplejidad. Era muy poco habitual que aquel hombre hablara y aún lo era menos que dijese algo contra Konrad. Sus hijos varones sí que maldecían a menudo al patrón, ya fuera en voz alta o en secreto, pero en las pocas ocasiones en que el padre abría la boca, Jakob Steiner se expresaba más bien con moderación y casi siempre decía que el trabajo duro jamás le había hecho daño a nadie.
Pero lo que no entraba en sus cálculos era que en este trabajo corrieran el peligro de ser alcanzados por una bala perdida.
—¡Maldita sea! —gritó otra vez, y pegó una patada en el suelo cuando sonó el segundo disparo. De nuevo, Elisa se estremeció, aunque esta vez ya estaba mejor preparada.
—¡Con lo irresponsable que es, nos pegará un tiro!
Con una expresión de rabia, Jakob clavó el hacha en el tronco que estaba cortando, la dejó allí clavada e hizo ademán de adentrarse más en la selva.
—No lo hagas —le gritó Poldi asustado—. ¡Podría dispararte en un descuido! ¡Además, Lukas y Fritz están derribando un árbol ahora mismo!
Jakob vaciló un momento.
—¡Fritz! ¡Lukas! —gritó en la dirección por la que habían desaparecido sus hijos—. ¡No mováis ni un dedo más! ¡No hasta que esto se haya aclarado! —Y luego, dirigiéndose a Poldi, añadió—: No será tan estúpido de confundirme con un puma.
Poldi y Elisa se miraron dubitativos cuando el padre de Poldi se internó en la verde maleza. Los tranquilizó que el hombre empezara a gritar llamando a Konrad, con unos alaridos que no se le podían escapar a nadie. El grito parecía más bien un graznido, lo cual tal vez se debía a que hablaba muy poco y a que gritaba aún menos.
Pero finalmente el silencio volvió a cernerse sobre la selva. Solo los crujidos y el ruido de las hojas daban fe de hacia dónde se dirigían los pasos del hombre, aunque tal vez no eran más que los movimientos de los animales en fuga.
Y entonces, de repente, sonó otro disparo, esta vez no tan sonoro como el anterior, pero quizá por eso causó más alarma aún, pues todos confiaban en que Konrad ya hubiera oído a Jakob Steiner hacía rato.
—¡Oh, Dios mío! ¡Papá! —gritó Poldi.
No hubo respuesta.
Elisa consiguió agarrar a Poldi a tiempo, justo en el momento en que este se disponía a internarse en la selva.
—¡No! —le gritó ella—. ¡Es muy peligroso!
Poldi intentó zafarse de ella, pero solo lo logró a medias, y finalmente, desistió.
—Papá… —balbuceó de nuevo.
A continuación, aguzó el oído de una forma casi dolorosa. Elisa se quedó rígida; todo en ella se tensó, a la espera de un nuevo disparo o de una señal salvadora que les dijera que Jakob estaba bien. Sin embargo, de pronto se escuchó otro sonido muy distinto. Un sonido que les era demasiado familiar.
Sonó como un suspiro, el suspiro que se oía cuando una araucaria caía al suelo, como le había dicho en una ocasión a Fritz, como la última espiración de una persona muy vieja al final de la vida. Era un sonido triste que daba fe del final de algo que no había tardado años en crecer, sino siglos. Le seguía un rumor de hojas, el crujido de las agujas y las piñas y, finalmente, el batir de alas de las aves. Y luego…, luego venía ese estruendo que hacía temblar la tierra brevemente y cuyo eco parecía quedar resonando todavía un poco más.
Cada vez que derribaban un árbol, Elisa anhelaba —al tiempo que temía— ese ruido del tronco al chocar contra el suelo. Y esta vez le resultó un poco inquietante, y aunque era obvio que se inclinaba hacia el otro lado, siempre tenía la sensación de que iba a ser golpeada por venganza, por el hecho de acabar de repente con la vida de un ser tan profundamente arraigado, tan antiguo. Sí, aquellos árboles eran para ella como personas, personas con un derecho a vivir allí más antiguo y legítimo que el de ellos mismos, que no eran más que unos intrusos.
Debido a la fuerza del impacto, todos se estremecieron y se miraron. Poldi se puso aún más pálido. ¿Habían oído un grito cuando cayó la araucaria? ¿O había sido un simple engaño de los sentidos, porque era lo que temían en lo más recóndito?
—¡Papá! —gritó Poldi en dirección al bosque.
Tras el crujido y el penetrante estruendo, la selva quedó envuelta en un silencio sepulcral. No se oían pasos ni gritos, y tampoco más disparos.
—¡Lukas! ¡Fritz! ¿Estáis tan locos como para…?
Poldi se contuvo cuando vio salir a sus dos hermanos, atraídos por sus gritos de indignación.
Elisa se abalanzó hacia ellos.
—¡Vuestro padre os había dicho que paraseis de trabajar!
Lentamente, los rostros de Fritz y de Lukas se iluminaron al comprenderlo todo, cuando sus ojos buscaron en vano a su padre.
—No hemos oído nada, tenía que haber gritado más alto —se defendió Lukas, mientras los labios de Fritz se fruncían.
Sin decir palabra, el mayor de los Steiner se internó en el bosque y los demás lo siguieron.
El vapor de la niebla les dio la bienvenida en el sitio donde los árboles estaban más pegados los unos a los otros. Las ramas, las hojas y los helechos golpearon el rostro de Elisa.
Se quedó enganchada a algo, tropezó y cayó. El suelo estaba blando y húmedo y, cuando la joven levantó la mirada, no pudo determinar qué estaba arriba y qué abajo, qué a la derecha y qué a la izquierda. El mundo entero se había convertido en maleza vaporosa.
—¡Padre! —oyó gritar a Poldi.
Elisa se incorporó, la ropa le chorreaba más que de costumbre. Habían llegado al sitio donde la araucaria talada había caído. Los enfurecidos disparos de Konrad no habían alcanzado a Jakob Steiner, pero una de las ramas sí que lo había aplastado. Yacía sepultado bajo una maraña de piñas y agujas, con los ojos hundidos en las cuencas y los miembros tan inertes que parecían formar parte del árbol caído y no de un hombre todavía con vida.