CAPÍTULO 10

Cuando la niebla se despejó del todo, vieron por primera vez las verdes colinas tras el pantanoso suelo de arena. Sin embargo, pronto se levantaron unas nubes y el sol desapareció y luego, hacia el mediodía, llovió con tal fuerza que todos se quedaron acurrucados y encogidos, intentando protegerse precariamente con lo que llevaban puesto. Y así como ellos no veían el momento de admirar aquellas tierras, en ellas ya había empezado a circular la noticia sobre la desdicha de los recién llegados. Cuando los profundos charcos empezaron a encresparse en la arena a causa de las primeras gotas aisladas, aparecieron a caballo unos hombres vestidos con uniformes oscuros y estropeados, a todas luces soldados que les hablaban con insistencia con voces graves y extrañas. Eran los primeros chilenos de origen español que Elisa veía.

—¿Qué… qué es lo que dicen? —le preguntó la joven a Cornelius, que había aprendido rudimentos de español.

Se habían separado después del beso, pero cuando empezó a llover se quedaron sentados muy juntos. Para asombro de Elisa, el pastor Zacharias, que había podido escapar del barco en uno de los primeros botes salvavidas, no había empezado a gritar a voz en cuello su alivio ni a lamentar su destino, sino que —de forma muy parecida al padre de Elisa— se había dejado caer sobre la arena, embotado, y no había alzado la vista durante varias horas. Solo ahora, cuando aquellos hombres empezaron a hablarles a todos, levantó la cabeza. No solo parecía cansado, sino profundamente perturbado.

—Parece que quieren saber cuántas personas han conseguido llegar a tierra —explicó Cornelius— y cuántas han perdido la vida entre las llamas o entre las olas.

Los hombres bajaron de los caballos. Algunos parecían furiosos, otros, indiferentes; unos pocos mostraban compasión. Buscaron en sus alforjas y sacaron unas latas de metal en las que guardaban su ración. Ante la perspectiva de recibir comida, los niños los abordaron entusiasmados; en cambio, los adultos permanecían sentados, recelosos, sin saber a ciencia cierta qué debían esperar de aquellos extraños soldados.

Solo Cornelius, así como uno de los camareros, se puso en pie por fin.

Durante un rato, Elisa estuvo observando a los dos hombres mientras hablaban con los soldados; luego ambos regresaron. Llevaban en la mano un trozo cuadrado de pan, tan seco e insípido que parecía horneado a base de arena (no de harina). Elisa, no obstante, se obligó a comerlo. Sin embargo, tras haberlo tragado con sumo esfuerzo, no se sintió confortada, sino infinitamente cansada y desnutrida. Lo único que la mantenía despierta era el beso que había intercambiado con Cornelius. Todavía podía sentir en sus labios el rastro de los suyos y ambos siguieron lanzándose miradas mientras Cornelius ayudaba a los soldados chilenos a repartir más pan.

Estaba viva. Y él también estaba vivo. No había otras certezas en la vida de Elisa.

—¿Y bien? ¿Qué han dicho los soldados? —le preguntó Jule después.

Su voz sonaba dura y comedida a la vez, como siempre, como si jamás hubiera estado lloriqueando por su libro, aunque tenía los ojos bastante hinchados.

—La corriente llevó los botes salvavidas muy hacia el norte —pudo informar el camarero—. Corral, nuestro puerto de destino, está más cerca de lo que pensábamos. Nos llevarán a una pequeña localidad, algunos kilómetros al sur de allí.

Elisa miró al hombre y por primera vez se dio cuenta realmente de su presencia. ¿Cuántos hombres de la tripulación habrían muerto? Seguramente el capitán, que se había tenido que quedar en el barco hasta el final. Y también muchos pasajeros, que habían tenido que pagar con sus vidas la expedición a un nuevo mundo.

Pero ella, Elisa, vivía. Y Cornelius también.

Cuando por fin se pusieron en camino, el sol ya atravesaba las nubes. Sin embargo, el suelo seguía estando fangoso. Los primeros pasos le costaron a Elisa un enorme esfuerzo, pero cuando se acostumbró al trote uniforme, pudo poner un pie tras otro con normalidad, como todo el mundo. Era, en realidad, más fácil caminar que pensar o meditar sobre qué había ocurrido, sobre qué iba a ser ahora de ellos, sobre cuánto habían perdido.

Las gaviotas chillaban sobre sus cabezas. En las pequeñas charcas se mecían los pelícanos, esos pájaros de enormes picos.

—¡Mira eso! —exclamó Poldi con una voz que parecía entusiasmada. No había en ella ya aquel horror, aquel cansancio; parecía haberse despojado de todo miedo y de toda miseria, como si de ropas viejas se tratase. Solo Fritz no levantaba ya la cabeza como antes para hablar de animales o explicar sus peculiaridades.

Era él quien llevaba ahora en brazos a la pequeña Katherl, cuyos ojos seguían abiertos como platos.

—Puede que esté viva, pero… —murmuró Jule.

Elisa no fue la única que la oyó hacer aquel comentario, también Annelie la había oído. Con ojos igualmente vacilantes, tal y como Jule acababa de mirar a Katherl, así miró la joven señora Von Graberg a su marido Richard. Fue entonces cuando Elisa vio que Annelie llevaba a su padre casi a rastras.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Elisa en voz baja.

—Todo… saldrá bien. Solo tenemos que… —respondió Annelie balbuceante, y al momento se interrumpió, pues a lo lejos empezaron a descollar los techos de las primeras casas. Por lo visto, los habitantes ya habían oído hablar de ellos, porque habían salido para verlos pasar no con una abierta hostilidad, pero tampoco con cara de buenos amigos. Se mantuvieron allí envarados hasta que los recién llegados pasaron; Elisa no estaba segura de si lo hacían por curiosidad o porque estaban vigilando sus propiedades.

En realidad, no se atrevió a mirar a aquellas gentes a la cara, tomó nota de ellas por el rabillo del ojo y percibió que todos eran algo más bajitos y de piel más oscura que ellos y que llevaban unas túnicas de mucho colorido.

—¡Qué curioso! —exclamó Poldi—. ¡Mira el aspecto de esas casas! ¡No tienen tejado!

Aquellas casas, por lo menos, prometían cierto ambiente hogareño, a diferencia del deteriorado cuartel adonde los llevaron los soldados. Aquel era un lugar lamentable, maloliente, lleno de bichos, y parecía que durante muchos años nadie se había molestado en mantenerlo limpio. Había varios edificios aledaños, apenas mejores que unas barracas; estaban vacíos y habían sido transformados en alojamientos. A Elisa le daba todo igual. Se sentía aliviada de haber llegado por fin, le daba igual adónde.

Ya no tenía hambre ni sed, así que apretó una vez más la mano de Cornelius —durante el viaje habían caminado todo el tiempo cogidos de la mano— y se dejó caer en el suelo. No le importó que estuviera frío y duro, tampoco le importó que ni siquiera hubiera una fina esterilla sobre la que tumbarse, lo cierto es que se acostó y quedó sumida al instante en un sueño profundo y despejado.

La despertaron los intensos chillidos de unos pájaros; unos pájaros con picos enormes que se peleaban por unos peces y se agredían duramente unos a otros. «Estaos quietos —fue todo lo que se le pasó por la cabeza—. Estaos quietos, dejadme dormir…».

Pero los chillidos no se acallaron, se hicieron incluso más estridentes; Elisa alzó la cabeza, abrió sus ojos hinchados y vio que los que se peleaban no eran pájaros, sino personas: se trataba precisamente de los soldados chilenos, que parecían muy enfadados por algo. La joven se frotó los ojos cansados y se dio la vuelta. Su padre yacía inmóvil y miraba fijamente la manta que lo cubría; no parecía haber notado que Annelie le había cogido la mano. Christine había atraído hacia ella a la pequeña Katherl y le acariciaba las mejillas sin importarle demasiado la pelea de los soldados. Jule, por el contrario, dirigía atentamente la mirada hacia aquellos hombres, al igual que Cornelius.

—¿Qué está pasando? —preguntó Elisa. Cuando se incorporó, le dolieron todas las extremidades, pero se sentía descansada.

—Se están peleando, pero no entiendo muy bien por qué. Hablan un español muy distinto del que yo aprendí. Por lo visto, se trata de qué van a hacer con nosotros. Uno de ellos pretende enviarnos a Melipulli.

—¿Dónde está eso?

—No lo sé —admitió Cornelius—. Y también mencionan a cada rato el nombre de un tal Vicente Pérez Rosales. Pero no sé quién es.

Elisa se dejó caer hacia atrás. El cansancio había desaparecido, pero ahora la embargaba el desánimo. Había venido a ese país para tomar las riendas de su propia vida y ahora se veía a merced de una turba de soldados que no se ponían de acuerdo sobre qué debía ocurrir con ellos.

La riña de aquellos hombres se fue haciendo cada vez más escandalosa y los gestos que la acompañaban eran cada vez más violentos. Pero de repente se escuchó un grito y la algarabía de voces cesó. Los soldados se volvieron rápidamente; Elisa alzó de nuevo la mirada. Había confiado en que algún oficial interviniera, tranquilizara a sus hombres e impartiera órdenes claras, pero el hombre que entró en ese momento en la barraca no llevaba uniforme.

A Elisa aún le resultó más asombroso el hecho de que, cuando habló, no empezó haciéndolo en el desconocido idioma español, sino en alemán.

Habt keine Sorge. No os preocupéis —dijo dirigiéndose a todos—. Yo me haré cargo de vosotros a partir de ahora.

Durante un buen rato, los soldados españoles permanecieron en la barraca, algunos con gesto vacilante, visiblemente aliviados por la intervención de aquel hombre. Pero después de que el desconocido hablara, desaparecieron.

—¡Bienvenidos, compatriotas! —exclamó el desconocido con tal entusiasmo que parecía estar saludando a unos buenos amigos tras una separación larga y dolorosa. Se encontró con miradas cansadas. Solo Fritz examinó al hombre con ojos penetrantes.

—¿Es usted alemán? —preguntó el chico.

Los pantalones del hombre brillaban como si estuviesen llenos de grasa, pero no estaban tan deteriorados como los harapos que ellos mismos llevaban sobre el cuerpo; tenía la piel del rostro algo hinchada, con los poros muy abiertos, pero no estaba pálida ni reseca por la sal, como las de ellos. Por encima de un cinturón bien ajustado se abombaba una barriga prominente.

—Mi nombre es Konrad Weber —dijo acercándose y mostrando una sonrisa jovial. La mirada que recorrió la barraca, sin embargo, parecía fría—. Sé por lo que habéis pasado, lo sé muy bien. Hace cinco años yo mismo emprendí ese largo y peligroso viaje. Con mi esposa y mis dos hijos. Fuimos de los primeros en venirnos a Chile, pertenecíamos a esas nueve familias, por cierto, que viajaron a Corral con el Catalina. Y de allí seguimos nuestro viaje a Valdivia. Las familias Hokel, Aubel, Hollstein, Bachmann y Krämer viajaban con nosotros. Debéis de estar agotados, desnutridos; además, os sentiréis perdidos en este paraje extraño.

La sonrisa deformó su boca. Elisa no estaba segura, pero tuvo la impresión de que había sido una sonrisa algo despectiva.

En eso Jule se levantó y, con las manos apoyadas en las caderas, dijo:

—Vaya, vaya. De modo que sabe usted cómo nos sentimos. ¿Acaso también su barco fue destruido por el fuego? ¿Perdieron todas sus posesiones durante el viaje?

—No, eso no —admitió Konrad Weber—. Pero en Valdivia nadie nos echó una mano. Nos vimos ante la nada y tuvimos que crearnos una existencia con sumo esfuerzo.

—¡Pero a nosotros nos prometieron tierras! ¡Muchas tierras, tierras fértiles! —dijo Jakob Steiner, que también se había puesto de pie y a quien Elisa apenas había oído decir una palabra hasta el momento—. Un tal Bernhard Eunom Philippi nos invitó a venir a Chile. ¡Seguro que él se ocupa de nosotros!

—Bueno —dijo Konrad Weber encogiéndose de hombros; su expresión despectiva se transformó en burlona—. Me temo que al señor Philippi eso no le será posible. Está muerto. Desde hace varias semanas. Salió de viaje hacia el estrecho de Magallanes y no ha regresado. Probablemente lo hayan asesinado los indios. ¡Maldita gentuza, los pieles rojas!

Al oír aquella triste noticia, un murmullo de espanto se extendió entre los presentes.

—¡Eso no es posible! —gritó uno de los hombres, al tiempo que dos mujeres rompían a llorar.

También Jule, que hasta ese momento se había mantenido de pie al lado de Konrad Weber con gesto orgulloso, retrocedió instintivamente e intercambió una mirada de desconcierto con Christine Steiner. Por primera vez desde hacía varias horas, la mujer no acarició la cara de su hija Katherl, sino que le entregó a Fritz el cuerpo inerte de la niña y se puso también de pie.

—¡Pero tiene que haber alguien que se haga responsable de nosotros! —exclamó.

El murmullo de enfado se incrementó.

Elisa, inquieta, se mordió los labios.

Bernhard Philippi.

Ese era el nombre que su moribunda madre también había mencionado muy a menudo. En las publicaciones para emigrantes podía leerse que aquel hombre había descubierto en Chile territorios no explorados hasta entonces y que esos territorios eran tan vastos que los chilenos, por sí solos, jamás habrían podido poblarlos ni transformarlos en tierras aptas para el cultivo. Y con ese fin le había propuesto al gobierno chileno traer emigrantes alemanes al país.

—Ya, bueno —dijo de nuevo Konrad Weber—. Franz Kindermann, otro compatriota, tenía que haberles dado un recibimiento y acogido a los inmigrantes. Pero se ha enemistado con el gobierno de Chile y ya no tiene voz ni voto. Ahora el agente de la colonización y el encargado de los asuntos migratorios es Vicente Pérez Rosales. Si estuviera aquí, os enviaría probablemente a Melipulli. Muchos de los barcos provenientes de Hamburgo que han llegado últimamente a Corral han seguido viaje hasta allí.

El vocerío fue a más y se produjo una gran confusión.

—¡Pues eso deberíamos hacer nosotros también!

—¿A qué distancia está Melipulli?

—¿Y, una vez allí, el tal señor Rosales nos indicará cuáles son nuestras tierras?

Konrad Weber no interrumpió a la irritada muchedumbre, solo se mordió los labios, pensativo. Cuando los gritos se acallaron, volvió a hablar.

—¡Será mejor que no vayáis a Melipulli! ¡Por lo menos no os lo aconsejo, si me permitís que os lo diga! —Konrad soltó una risotada, lo cual a Elisa no solo le pareció fuera de lugar, sino que le sonó como una mezquindad—. Melipulli es un agujero de mala muerte, lleno de miseria, es todo lo que puedo deciros —continuó el señor Weber—. En algún momento se convertirá en una ciudad… Una ciudad alemana. Pero hasta ahora de eso no hay ni rastro, únicamente un par de barracas, o mejor dicho, un par de tablones de madera unidos por unos clavos. Hay que cruzar las puertas casi a rastras y no hay ventanas ni suelos apisonados. A la madera con la que están hechas esas casuchas ni siquiera le han quitado la corteza. Hay una plazoleta del largo de un árbol delante de las chozas y detrás solo hay selva, parajes salvajes y pantanos.

—Pero ¡eso no puede ser! ¿Dónde están entonces las hectáreas de tierra que nos han prometido?

Una vez más se elevó el murmullo de voces.

Con gesto apaciguador, Konrad Weber alzó la mano.

—Quiero ser muy sincero con vosotros —los interrumpió con un tono con el que pretendía hacerse el simpático—. Me temo que os han prometido demasiado. Os han dicho que todo estaba claro, que había una visión de conjunto sobre las tierras en barbecho… Os han dicho que se les habían comprado esas tierras a los indios y que se os iban a adjudicar; y que os darían semillas y animales con los cuales podríais explotarlas. ¡Pues de eso nada! ¡Son unos embusteros, todos lo son! Puede que Philippi haya sido un hombre honrado, pero sus sucesores —esa gentuza— no lo son.

—Pero ¿quién se ocupará ahora de nosotros?

—En los últimos años muchas cosas han salido mal, lamentablemente, hay que decirlo así. A algunos hombres muy poderosos no les convenía que llegaran protestantes de Alemania para infestar su país de «buenos católicos», como ellos mismos decían. Se entregaron tierras que luego se volvieron a retirar. El tal Rosales, el agente de la colonización, está hasta el cuello de trabajo…

—¿También él es hostil con los protestantes? —preguntó una voz entre los allí reunidos.

—No, eso no. A Rosales le da igual a qué clase de párrocos seguís —dijo Konrad Weber soltando una sonora carcajada—. Pero lo que sí es cierto es que ahora mismo no hay más tierras para repartir. Hace algún tiempo adquirió la Isla Teja para los inmigrantes, pero allí ya se han entregado todas las parcelas. Ahora anda buscando desesperadamente nuevas tierras para poder cumplir con las promesas hechas por Philippi. Pero los chilenos, esos canallas, las venden demasiado caras y a menudo hay discusiones sobre a quién pertenece esto o aquello. Como el país es tan vasto y el número de habitantes tan bajo, nadie podría creer que la tierra escasee. Pero allí donde un español dice: «Este trozo de selva no sirve para nada, es mejor dejársela a los extranjeros», se interpone un piel roja, dice que allí vivieron sus antepasados y reclama el terreno para sí. Ahora el gobierno ha decidido hacer un inventario antes de adjudicar nuevos terrenos a los alemanes. En este país, los molinos de Dios muelen despacio, y despacio van también las cosas de palacio. Tales proyectos pueden demorarse años. Sí, en fin… —dijo el señor Weber, y se encogió de hombros—, os han traído hasta aquí con falsos pretextos. Chile no es la tierra prometida.

—¿Y debemos creer lo que nos dice? —dijo, sublevándose, Fritz. Elisa no había visto que el joven Steiner se había puesto de pie; todavía llevaba a Katherl en brazos, pero, indignado como estaba, ni se daba cuenta de que la cabeza de la niña se bamboleaba de un lado a otro.

Rápidamente Christine se le acercó y le arrebató a la niña.

—Si las cosas son como usted nos las cuenta, entonces el tal agente de colonización debería decírnoslo a la cara, y luego…

—¿Y cómo pensáis llegar hasta él? —lo interrumpió Konrad, mordaz—. Dicen que pasa la mayor parte del tiempo atrincherado en Valparaíso. Pero apuesto a que está en Melipulli; el viaje hasta allí dura unos ocho días. ¿Acaso tenéis suficientes provisiones para resistir ese tiempo? Ahora bien, sí que puedo deciros una cosa: lo mejor será que no abriguéis esperanzas de que os suministren algo aquí. Si tenéis suerte, encontraréis en la playa un par de caracoles que podréis comer crudos.

—¡Al diablo! ¿Así que nos han engatusado para venir aquí y luego dejarnos morir de hambre?

Elisa se estremeció al escuchar aquella sonora voz. Era Lambert Mielhahn quien vociferaba con aquel tono iracundo. Desde su llegada, Elisa se había sumido tanto en su propia miseria que no había vuelto a prestarle atención a él ni a Greta o a Viktor, y ni siquiera se había preguntado cómo estarían lidiando con la muerte de su madre.

En el rostro de Lambert Mielhahn ya no se reflejaba tristeza alguna, solo una ira inmensa. Viktor se encogió; parecía haber llorado mucho, pues tenía los ojos rojos. Solo Greta sonreía suavemente. Se rodeaba las rodillas con los brazos y se balanceaba hacia atrás y hacia delante. El grito de su padre, que continuó sin moderarse ni un ápice, pareció chocar contra ella; sus ojos parecían tan inertes como los de Katherl, pero había en ellos un extraño brillo que hacía que Elisa sintiera un miedo instintivo.

—¡Maldita sea una y mil veces! —rugió Lambert—. ¡De modo que estamos rodeados de estafadores, traidores y explotadores! ¡Es un escándalo, un crimen! ¿Cómo se nos puede…?

—¡Calma, calma! —Konrad Weber caminó hacia él sonriendo con sorna, pero luego su mirada examinó a todos los presentes—. No quería meteros miedo, solo explicaros lo que sucede: no se puede confiar en la gente de aquí. El gobierno decide una cosa hoy y otra mañana. Pero yo… Yo soy compatriota vuestro, puedo hacerme cargo de vosotros.

Elisa no estaba segura de haber entendido bien.

¿Hacerse cargo de ellos? ¿Acaso estaba diciendo que él iba a abogar por su derecho a tener tierra propia?

—Como ya he dicho, yo tuve la suerte de pertenecer a los primeros inmigrantes. Viví durante un corto periodo en Valdivia, pero allí uno solo puede sobrevivir como artesano, no como agricultor. Y yo no esperé a que alguien me acogiera, sino que me di cuenta, ya entonces, de que aquí uno estaba rodeado únicamente de delincuentes y bandidos. En lugar de apostarlo todo a la gestión de un agente de colonización, encargado de los inmigrantes, adquirí una hacienda de un español. Invertí en eso todo el dinero que poseía. Está situada no lejos del río Maullín y tiene más bosques que tierras cultivables, pero ya está produciendo algunas cosechas. Y lo que es más importante: he comenzado a construir una carretera. De eso estamos escasos aquí (es lo que diría si me preguntan) y ese es justamente el problema: apenas es posible dar un paso en esta tierra sin hundirse en un pantano. ¿Cómo pueden llegar los inmigrantes alemanes hasta donde están las tierras sin cultivar, si no hay caminos? ¿Y cómo van a practicar luego el comercio? Esa carretera no solo será de gran ayuda para mí, sino que en algún momento también lo será para vosotros. De modo que no os fieis de los chilenos, tomad vosotros mismos las riendas de vuestras vidas y venid conmigo. En mi hacienda se necesita la ayuda de muchas manos.

—Usted lo ha dicho, es su hacienda, no la nuestra —dijo Fritz mirándolo malhumorado.

—¿Y acaso debo sentirme culpable por ello? —respondió el tal Konrad Weber—. ¿Acaso yo soy culpable de toda esta confusión? Quién va a hacerse cargo de los alemanes… Qué tierras quedan por repartir… Cuál es su valor… Mirad una cosa, quizá el tal Rosales pueda algún día aclarar todo este embrollo. Pero hasta entonces no vais a tener muchas opciones, ¿no os parece? Lo habéis perdido todo, ¿no es cierto? Necesitáis alojamiento, necesitáis comida, necesitáis recuperaros del viaje. Yo os ofrezco todo eso y solo os pido que trabajéis en mi hacienda. No tengáis miedo… —dijo, y rio tan de buena gana y durante tanto tiempo que al final lo que salía de su garganta era un graznido—. No soy un traficante de esclavos.

Cuando por fin se calló, se oyó un cuchicheo. La gente repetía lo que el señor Weber había dicho: «Recuperarse del viaje…».

Fritz seguía teniendo una expresión malhumorada en el rostro, pero no dijo nada; y lo mismo pasó con Lambert, que clavó los ojos en sus hijos. Viktor había cerrado los suyos, tal vez para ocultar las lágrimas, y Greta se balanceaba todavía de un lado a otro, con los ojos como platos.

—Padre —dijo Elisa, que se había acercado a Richard y a Annelie—, padre, ¿qué opinas tú de esto?

Richard von Graberg alzó la cabeza y su mirada la asustó profundamente. Sus ojos estaban tan vacíos como los de Katherl Steiner.

—No lo sé —balbuceó él.

—Esa hacienda… —empezó a decir Annelie—; en un principio podríamos encontrar cobijo allí y recuperar fuerzas.

Elisa se volvió. No se le ocurría nada que objetar a la propuesta de Konrad y, aunque este seguía allí de pie, en silencio y con los brazos cruzados, ella sentía que todavía podía oír su risa, esa risa burlona, fría y despectiva.

Quería preguntarle a Cornelius qué pensaba él acerca de la repentina aparición de ese compatriota, pero cuando miró a su alrededor, vio que el sitio del joven Suckow estaba vacío. Y no solo él, también su tío, el pastor, había desaparecido.

—¿Qué haces aquí, tío?

Durante las últimas semanas, Cornelius casi siempre había visto al pastor Zacharias agitado o temeroso. Sin embargo, ahora se quedó desconcertado cuando lo miró a los ojos. Su tío ya no parecía histérico, como venía estando normalmente, sino desamparado y perdido como un niño pequeño. Como no soportaba estar en el barracón, había huido al exterior, donde, sin importarle la suciedad, se había sentado en el suelo, sin más.

—No aguanto esto… —dijo balbuceando—, toda esa gente…, las historias de lo que han perdido… ¡Toda esa miseria!

El propio aspecto de su tío no podía ser más miserable. Cornelius se inclinó hacia él. Por mucho que le molestaran los constantes lamentos de su pariente, eso jamás había podido hacer mella en su sincero afecto por él.

—Tío Zacharias…

Cornelius no recordaba haberse sentado en el regazo de Zacharias alguna vez siendo niño, ni que este le hubiera revuelto el pelo cuando retozaba. El tío demostraba su bondad para con él dándole buenos consejos y apoyándolo financieramente, pero nunca había habido caricias o abrazos. Ahora, sin embargo, el sobrino tenía la sensación de que debía abrazarlo y acunarlo en sus brazos. Pero cuando se acercó un poco más, Zacharias se sobresaltó, furioso.

—¡Tú…! ¡Tú me apremiaste a hacer esto! —le gritó con voz ronca—. ¡Igual que el obispo! Juntos me habéis convencido para que viniera a esta maldita tierra y yo cedí como un imbécil. ¡Nunca debí hacerlo! ¡Nunca! ¡Nunca!

Cornelius dio un paso atrás, alarmado. La voz de Zacharias no parecía tan solo llorosa, sino que tenía un tono apagado; no era su tono habitual, había en ella un deje de desesperación.

—Ah, tío —suspiró el sobrino—. Hemos vivido cosas terribles, pero las hemos superado. Estamos vivos aún ¡y eso es un regalo! Y estoy seguro de que…

—Ya lo has oído… —lo interrumpió Zacharias con sequedad.

El tío apretó las rodillas contra su cuerpo y hundió la cabeza entre los brazos. Su voz sonaba algo sorda cuando continuó hablando:

—Aquí no hay tierras para nosotros. Y si hubiera, ¿qué iba a hacer yo con ella? ¡No soy campesino! ¡Soy párroco! Pero como tal a mí no me necesitan aquí. La gente se queja por haber perdido sus semillas, no por la salud de su alma.

—El tal Konrad Weber nos ha invitado a ir a su hacienda —dijo Cornelius intentando disimular la duda que su voz dejaba entrever. Si bien la sonrisa jovial de su compatriota le había causado buen efecto, la risotada burlona y sus toscos movimientos lo habían repugnado.

—A mí eso me da absolutamente igual —gruñó Zacharias, al tiempo que escarbaba el suelo con los pies—. No me moveré de aquí.

—Pero…

—No daré un paso más. Me quedo aquí. Aquí hay gente y esa gente vive en casas. En alguna parte habrá una iglesia.

—¡Pero una iglesia católica! ¡Los únicos protestantes en este país somos nosotros, los inmigrantes!

Zacharias alzó la cabeza y miró a su sobrino. La ira había desaparecido de su cara, e incluso la desesperación. Tan solo quedaba una expresión de profundo agotamiento.

—¡No voy a seguir a la selva a un extraño del que no sabemos nada de nada! ¡Puedes estar seguro de que no lo haré!

La oportunidad de abrazar a su tío había quedado atrás. No obstante, Cornelius le puso con cuidado una mano en el hombro.

—¿De qué vas a vivir aquí? —le preguntó.

—Aunque solo haya católicos, no van a dejar morir de hambre a un servidor de Dios, como yo. Y si el tal Konrad Weber nos ofrece trabajo, seguramente también habrá otros que harán lo mismo; y aquí, no en un páramo desolado.

Las palabras del tío eran de una sobriedad asombrosa. Solo cuando le tendió una mano a Cornelius y dejó que este lo ayudara a incorporarse, pareció de nuevo desamparado y quejumbroso como un crío pequeño.

—Tú te quedas conmigo, ¿no? No irás a dejarme solo aquí…

—Tío Zacharias…

Cornelius no podía recordar ningún otro momento del viaje en que se hubiera sentido tan desanimado. A pesar de todos los peligros, de todas las incertidumbres, de algún modo, él siempre había seguido hacia delante. Pero ahora se sentía sin esperanzas, como prisionero en tierra de nadie.

—Corral…, esa ciudad —continuó el pastor Zacharias— dicen que está muy cerca. Por mí, podemos irnos allí. Pero no más lejos.

Cornelius no supo qué decir. ¿Qué sería de Elisa? ¿Cómo iba a dejarla partir con el tal Konrad Weber y quedarse él allí?

—¡No irás a abandonarme!, ¿verdad? —le insistió de nuevo el pastor Zacharias, y esta vez su voz no sonó llorosa, sino aduladora.

Y aunque su tío no las dijera, Cornelius podía oír las palabras que el pastor estaba pensando en silencio.

«Porque yo tampoco te he dejado abandonado nunca. Porque yo no repudié a mi hermana ni al hijo bastardo que llevaba en su vientre, como hizo el resto de la familia, sino que les di un hogar».

—Quédate conmigo —suspiró el tío—. Te lo ruego: quédate conmigo —repitió apretando con fuerza la mano de Cornelius.

—Sin ti yo no voy a ninguna parte —le dijo el sobrino en voz muy baja.

Elisa remendaba su ropa como podía. No tenía hilo ni agujas, pero sacó unas hebras de las partes rasgadas y las clavó con las uñas en el tejido para luego atarlas por las puntas. No esperaba que aquello aguantara mucho tiempo, pero por lo menos de ese modo taparía los grandes desgarrones de la tela. Estaba tan concentrada en su labor que no se dio cuenta de que una sombra caía sobre ella.

Solo se sobresaltó cuando Cornelius pronunció su nombre.

—¡Ah, aquí estás! Antes desapareciste, cuando vino esa mujer. Una española. ¿La has visto?

Él negó con la cabeza.

—¡Nos ha traído comida! ¡Espera! —Elisa se alisó el vestido y se levantó—. Puede que aún quede alguna de esas tortas de maíz, saben mejor que el pan de los soldados.

Ella había tenido la sensación de que nunca había comido algo tan delicioso como aquella fina masa de harina de maíz amarillenta, crujiente por fuera y blanda y jugosa por dentro. Hambrienta, había devorado las tortitas y solo después se dedicó a examinar a aquella mujer española que se las había traído. Se decía que Konrad Weber había enviado a la mujer para que les trajera el tentempié. Y, tal y como les había prometido, también les iba a proporcionar ropa nueva. Aquella mujer criolla llevaba ropa de colores; lo más llamativo era una túnica similar a una capa, que no tenía mangas propiamente dichas, sino una ranura orlada con largos flecos, a través de la cual se metía la cabeza.

—¡Espera! —la retuvo Cornelius cuando la joven Elisa se disponía a salir para pedir una torta para él—. No tengo hambre. Solo quiero hablar contigo. Pero no aquí.

Elisa lo miró asombrada. Ella sentía que había recuperado algo sus fuerzas, pero él tenía un aspecto más pálido, preocupado y exhausto que el día anterior.

—¡Ven conmigo! —le dijo él lacónicamente. Caminaron entre los cuerpos de la gente que estaba tumbada en el suelo. Casi todos estaban tan sumidos en sus pensamientos y sus preocupaciones que ni notaron su presencia. El cielo que les esperaba fuera estaba gris. No se veía nada del ruinoso cuartel ni del mar, aunque había un olor penetrante a algas y a pescado.

—Konrad Weber también pretende enviarnos unas mantas. ¡Gracias a Dios! Los hijos de los Steiner están pasando un frío de muerte. Sus pantalones y camisas de lino están destrozados y las pantuflas que ellos mismos hicieron, con sus suelas de fieltro, no son suficientes.

Elisa no sabía por qué estaba hablando tanto y tan rápido. Las palabras le brotaban de la boca sin más. Ahora ya no le dolía tanto la garganta y tenía la sensación de que estaba obligada a anunciárselo al mundo entero: estaba viva, tenía todos los huesos sanos y su voz era aún lo bastante fuerte para hacerse oír, e incluso para acallar sus dudas.

Aún no sabía qué pensar del tal Konrad Weber.

—Quiero decir —continuó Elisa—, ¿se ocuparía el tal Konrad Weber de nosotros tan atentamente si no tuviera buen corazón? Es cierto que parece un hombre duro, que es hosco y ruidoso, y antes Jule decía que fiarse de él en todo no era muy buena idea… —La joven se encogió de hombros, todavía tenía el tono escéptico de Jule metido en el oído—. Pero, bien mirado, no tenemos otra opción. ¿Qué vamos a hacer si no en nuestra situación? Seguro que tú encontrarás…

Se interrumpió, solo ahora se daba cuenta de que estaba hablando mucho, mientras que él, en cambio, permanecía callado. Pero eso no era grave. Lo grave fue que él, de pronto, le soltó la mano, se apartó de ella y no la miró a la cara. Antes de que él pudiera hablar, ella sintió que la desesperación se abría paso en su interior.

—Cornelius…

—Yo no voy con vosotros.

Elisa tragó en seco y con dificultad. Acababa de volver a disfrutar de la sensación de respirar libremente. Y ahora su garganta se contraía de nuevo con dolor.

—Cornelius…

—Quiero decir: no iremos con vosotros —se corrigió él mismo, como si eso supusiera alguna diferencia, como si la fuerza implacable del anuncio pudiera atenuarse de ese modo.

—Pero…

Él se volvió una vez más hacia ella y alzó la mirada. Hasta hacía un instante a ella le había parecido que estaba muy cansado, pero por lo visto Elisa había confundido el agotamiento con la tristeza; era esa tristeza que ya le había visto cuando se encontraron por primera vez. Aquello parecía haber ocurrido en otra vida y entretanto habían sucedido demasiadas cosas: la tormenta, el incendio del barco, las muchas horas pasadas en cubierta, durante las cuales había charlado y reído. Horas en las que ella había notado cómo la apatía y la pena habían ido desapareciendo de su expresión y cómo, en su lugar, había ido aflorando un Cornelius decidido y fuerte en el que ella siempre podría confiar.

—Mi tío… Él, sencillamente, no lo conseguirá.

—¿Pretendéis quedaros aquí? —preguntó ella horrorizada.

Él se encogió de hombros.

—Aún no lo sé. Solo sé que antes de que tomemos una decisión sobre nuestro futuro, él tiene que reponer sus fuerzas. ¡No podemos marchar hacia lo desconocido!

—Pero Konrad nos ha prometido que se ocupará de nosotros en su hacienda. Nos ofrece trabajo. Él… —Las dudas acerca de aquel hombre, que un momento atrás todavía pugnaban en su interior, ya no parecían contar para nada. Lo único que contaba era cómo iba a soportar todo aquello, ¡cómo iba a soportar estar siquiera una hora sin él!

Una vez más, Cornelius se encogió de hombros.

—No es una decisión mía —dijo.

—Pero tú la respaldas y la asumes, ¿no? —La consternación de Elisa se convirtió en rabia—. ¿Y lo harás así, sin más? ¿Lo aceptarás como venga? ¿Con esa cara de cordero que va directo al matadero? —La rabia se reveló vacilante y pareció ceder antes de apoderarse totalmente de la joven, tal vez porque no era demasiado fuerte, o tal vez porque era ella la que no se oponía con demasiada fuerza. Elisa se mordió la lengua—. Lo siento —murmuró con voz ahogada, y se dio la vuelta—. Lo siento mucho. No soy quién para hablarte así.

Se alejó unos pasos de él, pero no sabía adónde ir. No había allí nada, ni un diminuto pedacito de tierra familiar sobre el que detenerse y soportar aquella desesperación.

Cornelius corrió tras ella.

—No creas que no me he enfadado con él, pero se trata de mi tío. El tío que siempre ha estado ahí para mí, el tío que…

—Sí, el tío que acogió a tu madre cuando ella esperaba un hijo ilegítimo —dijo ella concluyendo la frase. Solo habían hablado de aquello una vez, cuando él le había confiado la verdad sobre su vida. Y también ahora todo quedaba en esas pocas palabras. Un prolongado silencio se cernió sobre los dos.

—Escucha —dijo él finalmente en voz baja—. Tal vez lo mejor sea que os marchéis con Konrad. Y te prometo una cosa: haré todo lo que esté a mi alcance para que nos veamos de nuevo. Puede que nuestra separación dure poco tiempo. Cuando mi tío se haya sobrepuesto del susto, podemos seguiros hasta donde estéis. Y mientras llega ese momento…, pues nos escribiremos.

Cornelius intentó que su voz sonara arrebatadora, pero no había nada de eso en la expresión de su rostro.

—¿Y cómo? —preguntó Elisa—. No tenemos nada de comer, no tenemos un techo como Dios manda y solo harapos que hacen las veces de ropa. ¿Cómo vamos a…?

—También en Chile hay papel; también en Chile se envían cartas de un lugar a otro. Solo has de creer en ello con firmeza, y…

Entonces, la voz le falló.

En lugar de hablar, de apaciguar sus dudas y de infundirle valor, Cornelius se inclinó hacia delante y la besó, suave y amorosamente primero, y luego con tal fuerza y avidez que a ella le dolió la boca. Pero no le importó. Más que cualquier palabra de ánimo, lo que la consoló fue su abrazo, la presión de sus labios contra los suyos y su lengua, el sabor salobre de su boca y su calidez, convertida más tarde en fuego, a medida que ella se iba apretando más contra él. Quería dejar en él una huella suya, cada poro de su piel; deseaba que quedara grabada en sus almas esa última caricia para que ninguno de los dos la olvidara. Apenas se dio cuenta de cómo apartaba la tela del vestido, de cómo tomaba su mano y se la pasaba por su cuello desnudo, de cómo la iba guiando más abajo, hacia la carne blanda de sus pechos. No sintió el aire frío que los azotaba; no lo sintió mientras él la sujetó entre sus brazos, mientras el terremoto de su cuerpo transfería sus vibraciones al suyo, hambriento. Elisa temblaba y ardía al mismo tiempo, ya no sabía —en medio de aquel apretado abrazo— dónde estaban los límites de su propio cuerpo y los de él, solo sabía que de ese modo se anestesiaban todos los temores y las dudas, por lo menos por un instante fugaz.

Pero entonces todo acabó. Suavemente, él la apartó y le arregló el escote del vestido.

—De esto —dijo ella levantando la mano y acariciándole la frente—, de esto me acordaré; me acordaré cada día que tenga por delante. Me ayudará a mantenerme en pie y me dará consuelo.

Él se inclinó hacia delante, pero esta vez no la besó en la boca, sino en la frente.

—Aquel día en Hamburgo, sentía tal hastío en mi vida… —dijo Cornelius en voz baja—. Quería huir del pasado, no veía ningún futuro ante mí. Pero a tu lado he sentido lo rica que puede ser la vida y cuántas cosas me tiene preparadas. También debes recordar esto y esto también debe ayudarte a mantenerte en pie: que yo deseo compartir mi vida contigo. Y que no deseo otra cosa en este mundo más que convertirte en mi mujer algún día.

Entonces se separó de ella y le apretó la mano por última vez.

—Te esperaré —dijo Elisa antes de regresar al barracón.

A la mañana siguiente, las familias Von Graberg, Mielhahn, Steiner y otras, así como Juliane Eiderstett, siguieron a Konrad Weber hacia lo desconocido. Fue una partida expeditiva, pues apenas tenían nada que llevarse consigo. No todos se habían decidido a seguir a aquel hombre y Elisa se despidió rápidamente de algunas mujeres y niños cuyos rostros se le habían hecho conocidos durante el viaje, a pesar de que ni siquiera sabía sus nombres.

Cuando salieron al exterior, la gente empezó a afluir desde los edificios circundantes y a reunirse allí. Una mujer bajita de rostro muy moreno se acercó a Elisa con una ancha sonrisa y le puso en la mano algo que, más tarde, resultó ser un volován de legumbres. La joven se lo agradeció con otra sonrisa.

—¡Seguid, seguid! —oyó que decía una voz poco amable a sus espaldas. Elisa se dio la vuelta, pero aquella orden no iba dirigida a ella. Lambert Mielhahn instigaba a sus hijos. En su cabeza brillaba una ulceración de color rojo. Viktor parecía petrificado, pero Greta lo arrastraba consigo, con una sonrisa indiferente dibujada en los labios, al igual que Annelie, que arrastraba a Richard tras ella. Y aunque su madrastra tenía un aspecto pálido y cansado, ya no suspiraba ni la mitad de lo que lo hacía en el barco.

Dejaron la costa a sus espaldas, a medida que avanzaban había cada vez menos casas y los caminos eran cada vez más fangosos y estrechos. El rumor del mar se apagó, aquella tierra que los esperaba parecía silenciosa y triste. Los prados eran de un color marrón claro y estaban húmedos, y los bosques eran impenetrables y tenebrosos. Las nubes se agolpaban por encima de sus cabezas y muy pronto empezó a caer una llovizna que tiñó de gris las colinas.

Christl y Magdalena empezaron a quejarse, mientras Poldi maldecía contra todo. Y la pequeña Katherl, que viajaba a hombros de su hermano Fritz, emitió su primer sonido desde que estuvo a punto de ahogarse: fue un balbuceo, pero en cierto modo sonó como una carcajada.

—¡Eh! —gritó Fritz hacia delante.

Tuvo que repetir aquella llamada impaciente varias veces hasta que Konrad Weber por fin lo escuchó. Este iba a la cabeza del grupo y ahora se acercó a ellos. Elisa se sobresaltó al ver el fusil que llevaba al hombro.

Al señor Weber no se le escapó la expresión temerosa de la joven.

—Nunca se sabe qué panda de delincuentes acecha al borde del camino —dijo el hombre fríamente.

Fritz señaló a los niños.

—No pueden andar tan rápido. ¡Tiene que tener consideración con ellos!

—¿Ah, sí? —preguntó Konrad riendo; la lluvia arreciaba—. ¿De veras tengo que hacerlo? Escúchame bien, muchachito —dijo acercándose mucho a Fritz—. Aquí soy yo quien marca el paso.

Fritz le sostuvo la mirada y no se movió ni un palmo:

—¿Y qué pasa si nosotros no lo seguimos?

Konrad Weber rio de nuevo.

—¿Veis por aquí a alguien que pueda ayudaros, salvo yo? U os acopláis a mí o estaréis perdidos en este país.

Dicho esto, Konrad Weber caminó de nuevo hacia la parte delantera.

Elisa sintió un escalofrío. Tenía la ropa empapada, aunque apenas acababan de emprender la marcha. No sabía qué era más difícil de sobrellevar: si la pena insoportable que la embargaba por haber tenido que despedirse de Cornelius de un modo tan precipitado o el miedo que la invadió cuando las palabras maliciosas del tal Konrad Weber surtieron su efecto en ella: el miedo de no estar dirigiéndose hacia una nueva vida llena de cosas bellas, sino hacia la perdición.