Elisa soñó con Cornelius. Al principio, no sabía quién era el que caminaba a su lado y le sujetaba la mano, solo sabía que aquello de no estar sola la hacía sentir bien. Avanzaban a través de un bosque con los árboles muy altos y muy pegados los unos a los otros, hasta el punto de que la luz apenas llegaba al suelo embarrado. Elisa se habría sentido irremediablemente perdida si se hubiese visto sola en aquel paraje inhóspito, pero allí estaba aquella mano que la guiaba y ahí estaba Cornelius junto a ella. Se sintió tan dichosa que sonrió en el sueño. Sin embargo, de repente, entre los tupidos árboles y los matorrales se levantó una niebla que se lo tragó todo. Dejó de ver, siguió avanzando, dando tropiezos, aferrándose cada vez con más firmeza a aquella mano, hasta que llegó un momento en que dejó de sentirla. Él se había ido. Cornelius se había ido.
Cuando se despertó, Elisa gritó su nombre con la garganta atenazada y entonces comprobó aliviada que no deambulaba perdida por ninguna selva oscura, sino que estaba a salvo en su litera. Pero entonces vio que la niebla salía de su sueño: solo que no era niebla, sino humo.
Annelie también lo había olido. Subía de las rendijas del suelo y, dado que ella ocupaba la cama de abajo en la litera, se vio envuelta en él muy pronto. Y al igual que Elisa, olisqueó el aire.
—¿Qué es eso?
Por fin la modorra y las pesadillas dejaron a Elisa en paz. La joven, temerosa, miró a su padre, que se frotaba los ojos, confundido. En el instante siguiente se desató el ruido: gritos agudos que venían de la entrecubierta; pasos agitados que resonaban por el pasillo. Richard saltó de su cama, pero antes de que pudiera abrir la puerta del camarote, alguien la abrió desde fuera.
El camarero con cuerpo de armario casi cayó, literalmente, dentro de la cabina.
—¡Fuego! —gritó—. ¡Rápido! ¡Tenemos que bajar todos del barco! ¡A los botes salvavidas!
Annelie tosió y dirigió a Elisa una mirada temerosa.
Richard, por su parte, se quedó inmóvil, sin hacer nada, desconcertado.
—¡Vamos, venga! —le gritó el camarero, que a continuación lo tomó por los hombros e intentó arrastrarlo con él—. ¡A los botes!
—No, no puedo hacer eso… Todo nuestro equipaje…
Hasta ese preciso instante, Richard von Graberg había estado como petrificado, pero entonces empezó a forcejear con el camarero para librarse de él. Incluso llegó a pegarle algunos puñetazos, a fin de soltarse de la firme presión de sus manos. En su cara, la confusión había dejado sitio al pánico.
El camarero retrocedió.
—Por lo que a mí respecta —dijo el camarero entre gruñidos—, si preferís achicharraros aquí, no os lo impediré.
Dicho esto, salió en dirección al siguiente camarote. El hecho de que aquel hombre se mostrara tan indiferente respecto a su destino hizo que Richard recobrara el buen juicio.
—¡Poneos ropa que os abrigue! —exclamó.
Annelie ya se había levantado y se había metido en su abrigo. Elisa la imitó, aunque las manos le temblaban tanto que no fue capaz de atarse la capucha. Richard, por su parte, se dio la vuelta buscando algo.
—Yo ni siquiera sé… —dijo balbuceando— dónde están mis cosas…
—¡Coge la manta! —le ordenó Annelie escuetamente, antes de precipitarse fuera del camarote. Elisa la miró con asombro: ¿cómo era posible que la más callada de los tres, aquella mujer normalmente tan temerosa y débil, fuese ahora la que actuaba con más decisión?
—Padre…
Richard ya se había echado la manta sobre los hombros.
—Vayamos a los botes, ya lo has oído.
Caminaron con prisa a lo largo del pasillo y Elisa tuvo la sensación de que con cada paso el calor se hacía más intenso. Los aislados hilillos de humo se fueron entretejiendo hasta formar una nube gruesa y penetrante. Elisa ya casi no podía ver nada, solo sentía en su cuerpo los codos de las personas que pasaban corriendo por su lado y estuvo a punto de tropezar con un niño que lloraba.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba la criatura.
—¡Ven conmigo! —le dijo Elisa, e intentó cogerle la mano—. ¡Yo te llevaré hasta los botes! —Pero entonces el niño chilló aún más y empezó a dar golpes a tontas y a locas a su alrededor.
—Yo me ocuparé —dijo alguien. Elisa no se había dado cuenta de que un marinero se les había acercado y había sentado al niño sobre sus hombros para, acto seguido, desaparecer con él entre la tupida nube de humo.
—¡Continuemos! —los apremió Annelie.
Poco después, pasaron junto al camarote de Cornelius.
—¡Cornelius! ¡Pastor Zacharias! —gritó Elisa.
La puerta estaba abierta, pero cuando ella quiso echar una ojeada dentro para cerciorarse de que los dos habían podido huir a tiempo, Annelie tiró de ella y la arrastró consigo.
—¡No tenemos tiempo! —La sujetaba con firmeza y Elisa se dejó guiar por ella. Poco tiempo después, salieron al aire libre, dando un traspié. El aire de la noche que les dio la bienvenida era frío, pero refrescante, y el firmamento estaba oscuro. ¿Era que se habían escondido las estrellas tras unas nubes negras o era que encima del barco el humo era ya tan denso que se tragaba el brillo de los astros? El mar se extendía liso y tranquilo ante ellos, como un oscuro reflejo del cielo en el que no había nada escrito sobre sus miserias, sobre los gritos y los tumultos del barco. Elisa sintió un vuelco en el estómago y estuvo a punto de caerse, por lo que tuvo que agarrarse con más fuerza de Annelie.
—¡Cornelius! ¡Pastor Zacharias!
No se veía a ninguno de los dos por ninguna parte, pero entonces Elisa vio la figura larguirucha de Poldi, que se abría paso entre la multitud.
—¡Elisa! —le gritó el chico.
—¡Subid al bote! —ordenó Richard empujando a su hija con brusquedad en la otra dirección, antes de que el joven pudiera llegar hasta donde estaban.
Un gran ajetreo reinaba junto a la barandilla de la nave. Los botes salvavidas habían sido desatados de sus anclajes a toda velocidad y se les había dado la vuelta. Algunos marineros ya estaban ocupados en echar el primero al agua. Otros, con órdenes muy escuetas, empujaban a los pasajeros hacia las embarcaciones, mientras que el resto se ocupaba de rechazarlos en cuanto los botes se llenaban.
—¡Elisa! —Por su voz, Poldi parecía lleno de pánico.
Elisa se soltó de su padre y no escuchaba lo que este le gritó a sus espaldas, desesperado, sino que corrió hacia Poldi, que parecía todavía más pequeño y enjuto en medio del tumulto.
—¿Has visto a Cornelius?
La pregunta de Elisa no llegó al chico.
—Mi madre… Mis hermanos… —balbuceó Poldi temblando.
La gente corría caóticamente. Unos cuerpos cálidos se apretujaban contra Elisa, le quitaban el aliento, la arrastraban consigo. Ella caminó dando tumbos, desesperada, a fin de liberarse de aquella estrechez, y también empezó a usar sus codos de un modo implacable.
Por lo menos Poldi había conseguido permanecer cerca de ella.
—Magdalena, Christl, Katherl… Todavía están ahí abajo. En la entrecubierta.
Elisa miró en todas direcciones, buscando, pero estaba demasiado oscuro como para reconocer rostros que le fueran familiares. Allí no encontraría a Cornelius ni a su tío y tampoco a los miembros de la familia Steiner.
—¡Ven! —dijo la joven brevemente, y agarrando a Poldi de la mano, se lo llevó consigo.
Primero él la siguió, pero cuando Elisa se encaminó hacia uno de los botes salvavidas, en el que ya habían tomado asiento Annelie y Richard, él se opuso enérgicamente.
—No puedo hacer eso… Tengo que ir donde mi familia…
Ella lo agarró con más fuerza y siguió tirando de él, implacablemente. Por último, un marino acudió en su ayuda: primero agarró a Poldi y lo empujó suavemente hacia el bote, luego hizo lo mismo con ella. Todas sus extremidades parecieron quebrarse cuando el cuerpo de Elisa golpeó contra la dura madera. Aún no se había recuperado del todo cuando alzaron el bote y lo bajaron por la borda.
—Elisa… Gracias a Dios… —¿Era aquella la voz de su padre o la de Annelie?
Los dos estaban sentados no lejos de ella. Y entretanto también Poldi se había recuperado.
—¡Tengo que regresar donde mi familia!
El bote se balanceó con violencia cuando el chico, en un primer impulso, saltó en una dirección y luego en otra.
Elisa lo agarró de nuevo y lo atrajo hacia ella:
—¡Ahora te quedarás sentado! —le gritó la joven al inquieto chiquillo.
Sus ojos se habían abierto muchísimo, a causa del susto; y aunque ya no se movía, el bote se balanceó todavía con más fuerza. Se oyeron unos chillidos y, en ese momento, Elisa hubiese preferido taparse los oídos.
¿Dónde estaban Cornelius y su tío?
Se dio la vuelta, buscándolos.
—¡Poldi, mira eso!
Elisa señaló hacia otro bote que, en ese momento, era echado al agua no muy lejos del suyo.
No veía a Cornelius en él, pero sí a los Steiner.
Lukas y Christl estaban abrazados el uno al otro, al lado iban sentados Fritz, Katherl y Magdalena, y finalmente estaban Christine y su esposo, Jakob. Christine parecía haberlos visto desde hacía bastante rato, pues los saludaba con gestos enérgicos y les gritaba algo. Elisa no pudo entender sus palabras, pero vio cómo el alivio le cubría la cara en cuanto descubrió a Poldi.
Elisa atrajo al chico un poco más hacia ella.
—¡Está bien! —intentó gritar en medio del ruido. A los chillidos de pánico se habían unido ahora el bramido del fuego y el crepitar y los crujidos de la madera cada vez que una parte del barco se desplomaba.
El aire se tornaba insoportable.
—¿Dónde está el abuelo? —gritó Poldi con voz temerosa.
Un instante después, el bote pegó una sacudida; Poldi soltó un grito cuando dejó de ver a su familia y Elisa tuvo la sensación de que iba a caerse a una negrura sin fondo. De nuevo, otra sacudida meneó el bote; entonces cayó sobre ellos una oleada de agua fría y se le metió a la joven en los huesos. Resoplando, Elisa sacudió la cabeza, pero al cabo de un instante se dio cuenta de que todo iba a quedar en esa única ola. El bote seguía meneándose con violencia, pero habían llegado sanos y salvos a la superficie del agua.
—Elisa, ¿estás bien? —le gritó su padre.
Tenía el pelo mojado pegado a la cara. Y solo cuando uno de los marineros tomó los remos y, con unos enérgicos golpes, dirigió el bote fuera del perímetro del barco en llamas, la joven sintió que podía respirar de nuevo.
—¡Madre, madre! —gritaba Poldi a su lado.
El otro bote estaba todavía bastante lejos de la superficie.
—¡Todo está bien, Poldi! —lo tranquilizó Elisa—. ¡Estate quieto y sentado!
Sin embargo, inmediatamente después el tumulto de la cubierta se incrementó. Un marinero, el que sostenía la cuerda delantera del bote, recibió un empujón y cayó de espaldas al suelo. Aún pudo mantener agarrada la cuerda, pero la proa del bote se inclinó hacia delante. La embarcación estaba ahora completamente torcida y los pasajeros se aferraban a los bancos dando gritos.
Arriba, en la cubierta, el marinero ya se había incorporado y había recuperado el control. Cinco o seis hombres habían agarrado la cuerda al mismo tiempo e intentaban, con todas sus fuerzas, poner el bote otra vez en posición horizontal.
Ya casi lo habían logrado cuando Elisa vio cómo algo oscuro caía del bote al agua. Creyó que era una pieza de equipaje, no una persona. Pero entonces Poldi gritó lleno de pánico:
—¡Es Katherl! ¡Dios mío, es Katherl! ¡Se ha caído del bote!
Elisa pegó un grito cuando vio a Katherl hundirse y desaparecer en aquellas aguas oscuras. Por un instante, su abrigo, que se había hinchado durante la caída, sostuvo a la niña sobre la superficie del agua, pero en cuanto la pesada tela se empapó, Katherl se hundió como una piedra. Elisa no podía distinguir si la chica se resistía o pataleaba.
—¡Katherl! —gritaba Poldi—. ¡Katherl!
A continuación, Elisa vio cómo dos sombras oscuras saltaban a las profundidades y chocaban contra el agua con un sonoro golpe.
—¡Santo Dios! —le gritó en pleno oído una mujer a la que no conocía. Por lo visto, creyó lo mismo que Elisa: que otros dos pasajeros se habían caído del bote salvavidas y que se iban a ahogar sin remedio. Pero, a diferencia de lo que le había sucedido a Katherl, aquellos dos hombres no se hundieron en las profundas aguas. Primero se mantuvieron a flote dando unas brazadas y luego se sumergieron en busca de la niña desaparecida.
—¡Dios santo! —repitió la mujer—. ¡Saben nadar!
Aunque el bote seguía meciéndose con fuerza, Elisa se inclinó hacia delante para ver mejor. Durante un rato el mar se mantuvo inmóvil. Pero entonces se encrespó y los dos hombres emergieron resoplando en la superficie, primero uno, luego el otro, y ambos se volvieron a sumergir de inmediato. Eran Fritz y Cornelius.
A pesar del miedo por la pequeña Katherl, Elisa sintió una oleada de alivio. Cornelius había logrado salir ileso del barco. Estaba vivo. Por lo menos hasta ahora…
Elisa gritó su nombre.
A diferencia de antes, ahora pareció transcurrir una eternidad hasta que las dos cabezas aparecieron otra vez en la superficie del agua. Sin querer, Elisa contuvo el aliento, como si ellos dos pudieran resistir más tiempo sin aire si ella también renunciaba a la cuota que le correspondía. Entonces también vio al pastor Zacharias sentado en uno de los botes salvavidas; se había tapado la cara con ambas manos, pero a través de sus dedos miraba de reojo el panorama que tenía delante una y otra vez buscando a su sobrino.
—¡Katherl! —gritó Poldi.
—¡Cornelius! —llamó Elisa.
Por fin la cabeza del joven Suckow emergió de nuevo entre las olas. Alzó las manos con desamparo para indicar que no había conseguido rescatar a la niña. Parecía indeciso sobre si sumergirse o no de nuevo.
—¡Eso no servirá de nada! —oyó Elisa decir a uno de los marineros—. La pequeña se ha ahogado. Esos dos deberían procurar salir del agua fría, de lo contrario, van a morir también.
Pero en ese preciso instante —mientras la mujer que estaba a su lado se persignaba—, Fritz emergió de nuevo y sobre sus hombros traía un bulto inerte.
Elisa se recostó, sin fuerzas. Sentía las extremidades tan tensas y frías como si fuese ella la que hubiera estado en aquellas aguas gélidas; sintió también un dolor en el pecho. Gracias a Dios.
—¡Katherl! ¡Katherl! —gritaba Christine.
Los dos hombres habían nadado hasta el bote donde estaba la familia Steiner, que entretanto ya había sido depositado en el agua con seguridad; Fritz les alcanzó el cuerpo inerte de la niña y dejó que lo izaran y lo metieran dentro de la embarcación.
Elisa sintió cómo Poldi se acurrucaba junto a ella.
—¿Vive Katherl todavía? —preguntó el chico, balbuceando y paralizado por el susto.
No fue Christine la que se inclinó sobre su hija, sino Jule. Primero Elisa no pudo distinguir bien lo que la señora Eiderstett estaba haciendo con la pequeña, pero luego vio que Jule le mantenía tapada la nariz, pegaba sus labios a los de la niña y le insuflaba el aliento de sus pulmones.
Al cabo de un rato, Elisa creyó escuchar un ruido parecido a un resoplido, pero no estuvo segura de si provenía de Jule, de Christine —que no había parado de sollozar— o de la niña. Varios cuerpos le impedían ver bien. Y así como todos los ojos se habían vuelto hacia la operación de salvamento de la pequeña Katherl, ahora, la gente, alterada, comenzó a señalar el casco del barco en llamas. Una espesa nube de humo salía de él y avanzaba en dirección a los botes, envolviéndolos. Los marineros empezaron a remar con todas sus fuerzas para sacar de allí las embarcaciones.
Elisa no pudo cerciorarse de que Katherl seguía con vida ni de que Cornelius había conseguido llegar sano y salvo al bote.
En ese momento, en el barco, estaban llenando el último bote de salvamento. Era demasiado pequeño para acoger a todas las personas que quedaban y que ahora se agolpaban en torno a la embarcación dando gritos. Los dos hijos de los Mielhahn ya estaban sentados dentro, pero a Lambert, que cargaba algo pesado sobre sus hombros, lo empujaron hacia atrás. ¿Se trataba de su mujer desmayada, a la que había tenido que arrastrar a cubierta? ¿O serían sus pertenencias?
Desde tan lejos, Elisa no podía distinguirlo bien, solo pudo ver que Lambert arrojaba su carga y se abría paso con los puños, hasta llegar por fin al bote.
A continuación, bajaron la embarcación. Greta estaba sentada muy tiesa y parecía sonreír.
Viktor, por el contrario, lloraba y gritaba. Probablemente, supuso Elisa, estaría clamando por su madre. Entonces Lambert alzó la mano, cerró el puño y le pegó a su hijo hasta que este ya no se movió más.
«¿Cómo puede hacerle eso a un niño? —se preguntó Elisa—. Y nada menos que ahora, cuando esas criaturas han perdido a su madre…».
La joven tosió, tenía la sensación de que la garganta le iba a reventar y apenas podía mantener los ojos abiertos. El bote salvavidas se iba alejando cada vez más del barco en llamas. En un gesto de desesperación, Elisa se agarró la falda y se tapó la cara con la tela para protegerse del penetrante olor y del calor del fuego. Acto seguido, cerró los ojos.
Cuando Elisa volvió en sí, el humo había remitido y el calor había dejado paso a un frío gélido. Sentía los ojos hinchados, solo pudo abrirlos un poco, con lo cual pudo distinguir que, sobre su cabeza, el cielo azul se bamboleaba violentamente de un lado a otro. Solo al cabo de un rato se dio cuenta de que no era el cielo lo que se bamboleaba de aquella manera, sino el barco. Entonces se incorporó. Un dolor punzante le atravesó la cabeza, pero sobre todo se le clavaba en la nariz y en la garganta.
Ella no era la única que tosía sin cesar. Todos intentaban tomar aire y se quejaban de dolores, a causa del frío y de los miembros entumecidos. Vio caras perdidas, confusas. Solo Poldi se había quedado dormido a su lado y su expresión relajada no revelaba nada del horror que acababan de dejar atrás.
La voz del marinero, que seguía remando, graznó al cabo de un rato para anunciar:
—¡Tierra a la vista!
Elisa se dio la vuelta rápidamente y, en efecto, a lo lejos vio una estrecha franja de costa, aunque también esa visión oscilaba ante sus ojos. El mareo se apoderó de ella; cerró los ojos y se agarró al borde de la embarcación. Durante la hora siguiente, solo los abrió un instante para cerciorarse de que estaban aproximándose a tierra. Por suerte, no les esperaban allí unos afilados arrecifes, sino una amplia playa de arena enmarcada por unos prados; se trataba, ciertamente, de una playa virgen, pero al menos no era un sitio peligroso para atracar. El viento aullaba con intensidad y lanzaba el bote de un lado para otro. Por un momento Elisa pensó que el mareo la vencía y que iba a vomitar. Pero lo reprimió con todas sus fuerzas, segura de que su dañada garganta no lo resistiría. Poldi pegó un salto cuando el bote chocó contra el fondo arenoso.
—¡Katherl! —fue lo primero que gritó.
El marinero soltó los remos. Había empleado todas sus fuerzas para llevarlos a tierra y ahora ya no le quedaban para llevar el bote hasta la orilla. La mayoría de los pasajeros no esperaron a ello, se lanzaron al agua —que a más de uno le llegaba a la cintura, mientras que otros la tenían al cuello— y todos fueron avanzando a duras penas hasta la orilla y se dejaron caer en ella.
Elisa se había quedado sentada, muy quieta, y solo se volvió cuando Poldi gritó varias veces el nombre de Katherl. El otro bote salvavidas, en el que habían encontrado sitio la familia Steiner y Juliane, había llegado a la playa poco después que el suyo.
—¿Cómo está Katherl? —gritó Poldi.
Christine sujetaba a la niña muy apretada contra su cuerpo.
—Respira —respondió la madre con voz asfixiada.
Ahora se habían acercado lo suficiente y Elisa pudo ver la cara de la niña. Se asustó. Aunque tenía los ojos bien abiertos, la pequeña Katherl no se movía. Tenía la piel inflamada y de un tono azulado y la boca torcida en una sonrisa extraña. Daba igual lo que dijera Christine, la niña parecía estar muerta.
Pero eso no fue lo único que provocó su espanto. Examinó todo el bote, buscándolo, pero Cornelius no estaba entre los pasajeros. ¿Lo habrían trasladado en otro bote salvavidas? ¿Acaso se había…? No, Elisa no se atrevió a pensarlo.
—Tenemos… Tenemos que llegar a la orilla. —La voz de Annelie sonó muy baja en su oído. Por primera vez se preguntó cómo su madrastra, tan debilitada por el aborto, había sobrevivido a aquella noche de frío. Pero cuando alzó la vista, vio que Annelie saltaba ágilmente del bote y luchaba con las olas, que chocaban contra su barriga.
—Ven, Richard —exhortó Annelie a su marido, pero este estaba como petrificado y ni siquiera levantó la cabeza. Elisa trepó hasta donde estaba él y le cogió la mano.
—Papá…
Tampoco hubo reacción. Parecía tener menos vida que la pequeña Katherl, que casi se había ahogado.
Elisa miró a Annelie reclamando su ayuda.
—¿Qué es lo que tiene?
Annelie se encogió de hombros.
—No lo sé. Desde que nos rescataron del barco, no ha dicho una sola palabra.
Le castañeteaban los dientes y sus labios tenían un color azulado. Rápidamente, Elisa avanzó hacia la orilla para ponerse a salvo de aquellas frías aguas. Algunos hombres tiraron del bote, por fin, para traerlo hasta la playa, a fin de que el resto de los pasajeros pudiera descender con más facilidad de la embarcación.
—¡Bueno, di algo! —Elisa oyó que Annelie le hablaba a Richard con insistencia.
—¡Di algo! —le exigían también Christl y Magdalena a su hermana pequeña. Christine había abandonado el bote con la pequeña en brazos y se había dejado caer en la arena para mecer a Katherl. La niña todavía tenía los ojos muy abiertos, pero aún no articulaba sonido alguno.
Hubo otra persona que soltó un sollozo con tal desesperación que Elisa tuvo que darse la vuelta. Durante horas había oído gritos de tormento, quejas, lamentos y gemidos, pero ninguno de aquellos sonidos le había llegado tanto hasta los tuétanos como aquel. Era Jule, que lloraba de una manera desconsolada. Aquella mujer hosca y decidida, que hasta entonces no había mostrado un solo sentimiento que no fuera hastío o desdén, estaba ahora arrodillada en la arena, como un bulto miserable, quejándose a voz en cuello y golpeándose el pecho con las manos.
Annelie se apartó de Richard.
—¡Santo cielo! ¿Qué le pasa?
Elisa miró desconcertada las lágrimas que se abrían paso en los ojos de la mujer.
—¡Mi libro! —gritó Jule Eiderstett, desesperada—. He perdido mi libro. ¡Era mi posesión más valiosa!
Christine Steiner levantó la cabeza. Por primera vez, desde hacía varias horas, parecía notar que el mundo estaba formado por algo más que ella misma y su niña inerte.
—¡Mi libro! —volvió a vociferar Jule—. ¡He perdido mi libro!
—Aquí todo el mundo lo ha perdido todo —le respondió Christine fríamente—. Alégrate de no tener que lamentar la pérdida de ningún ser querido.
Jule alzó la cabeza y, para asombro de Elisa, las lágrimas cesaron al instante.
A lo lejos, en medio de la niebla matutina, aparecieron las siluetas de otros botes salvavidas, que al final atracaron en la playa.
Elisa miró a su alrededor, como buscando algo. El dolor en la garganta y las náuseas disminuyeron. Ahora solo contaba el miedo por él.
¿Dónde estaba Cornelius?
Elisa se abrió paso entre el tumulto. Al principio, en cuanto llegaban a la orilla, la mayoría de aquellas personas miraban el mar sobrecogidas y con cara inexpresiva como si siguieran viviendo una pesadilla. Sin embargo, poco a poco empezaban a comprender que no iban a poder despertar y que, si bien habían salvado la vida, no habían podido salvar ninguna de sus pertenencias.
En voz alta, la gente lamentaba la pérdida de dinero, joyas y recuerdos personales que había traído desde sus lugares de origen: pero sobre todo lamentaba la pérdida de semillas. Tal y como se les había aconsejado, habían llevado consigo semillas de avena y trigo, de cebada y centeno, de guisantes y alubias, de remolacha, zanahoria, cebolla y col. Elisa aún recordaba nítidamente que, en el transcurso del viaje, se habían producido largas discusiones sobre las variedades de fruta que se podrían cultivar en Chile, sobre si las semillas de manzanas y cerezas, de peras, membrillos y ciruelas, de moras, arándanos y fresas prosperarían o no en esas tierras. Pero ahora todo, absolutamente todo, estaba perdido.
Las quejas fueron perdiendo intensidad a medida que Elisa se fue alejando de aquella pobre muchedumbre. A lo lejos se veía atracar otro bote salvavidas; los pasajeros que bajaron de él no caminaban erguidos, más bien se tambaleaban y terminaban cayendo al suelo, que en algunos lugares era arenoso, en otros punzante y duro, y en otros estaba cubierto de una hierba dura de color verde claro, de bordes puntiagudos, que también crecía cerca de la orilla de aquellas saladas aguas. Un hombre empezó a golpear el suelo, como si intentara cerciorarse de que, efectivamente, se encontraba por fin sobre tierra firme. Una mujer alzó las manos al cielo, llorando.
Muy pronto Elisa empezó a escuchar otra vez quejas similares a las de antes. La voz que más se hacía oír era la de una mujer cuya pena no era provocada por la pérdida de las semillas de cereales, sino por la de sus semillas de flores.
—Solo he venido a este sitio porque me prometieron que podría tener un jardín. Un maravilloso jardín en el que las plantas pueden crecer silvestres, todas mezcladas. Margaritas y flores de Pascua, dientes de león y zapatos de Venus. ¿Y ahora qué? ¡Lo he perdido todo! ¡Jamás podré tener un jardín!
—¡Alégrate de que hayas podido salvar la vida! —le dijo un hombre en tono gruñón.
Elisa continuó avanzando. Sentía la boca reseca, pero así y todo empezó a gritar el nombre de Cornelius. Aunque apenas se la escuchaba entre tanto lamento y tanto llanto.
Aquel era, pues, el momento de la llegada, el momento que tantas veces se había imaginado, que tan íntimamente había anhelado. Y esto era Chile, la tierra de las promesas, de la esperanza, del nuevo comienzo: una agreste franja costera llena de gente desfallecida, de paso torpe y extraviado.
La niebla matutina se iba despejando. Unos rayos de sol aislados empezaron a atravesar las nubes y Elisa alzó la mano para protegerse de aquella luz molesta. La joven se volvió en todas direcciones y empezó a reconocer algunas caras que le resultaban familiares; pero la de Cornelius no estaba entre ellas.
Finalmente, se tropezó con uno de los camareros del barco, que contemplaba su uniforme desgarrado con una expresión de profunda confusión.
—Ni después de la tormenta tuve un aspecto tan miserable —gruñó el hombre.
—Por favor —le dijo Elisa en tono suplicante—, estoy buscando a Cornelius Suckow. Es el sobrino del pastor. Conoce al pastor, ¿verdad? Todos lo conocen. Él…
El camarero levantó la vista y la dirigió a un punto que estaba más allá de la joven.
—Solo hay tres posibilidades, jovencita. O se quemó en el barco, o se ahogó, o ha sido evacuado con el bote —respondió el hombre hoscamente, y la dejó allí plantada.
De repente la vencieron los mareos. La costra de sal que se le había formado en la piel parecía contraerse y le dolía, la lengua parecía tan agrietada como sus labios. Entonces, de repente, Elisa cayó de rodillas y creyó que no iba a poder moverse más, que no iba a poder alzar su cuerpo y luchar contra la presión que sentía sobre los hombros. Las lágrimas afloraron a sus ojos; eran lágrimas de agotamiento, de miedo, de horror.
«Cornelius… Dios mío… Cornelius…».
Si él se había ahogado, ¿cómo iba ella a soportarlo? ¿Cómo iba a poder seguir viviendo sin él?
Sabía con toda certeza que jamás se había sentido tan bien con nadie, tan arropada, tan a gusto. También sabía que él despertaba en ella sentimientos poderosos: añoranza, alegría de vivir, compasión y desconcierto, esperanza y confianza. Sin embargo, solo ahora comprendía que todos esos sentimientos la colmaban de un modo tan pleno que, sin él, lo único que quedaría de ella sería una sombra perdida, miserable, y ni un ápice de su fuerza vital, de su voluntad de hierro.
Elisa se enjugó las lágrimas y, al hacerlo, los ojos se le llenaron de sal y de arena. Aquello quemaba como el fuego y durante un rato, no estuvo en condiciones de ver nada; más tarde, la imagen que vio era tan borrosa que parecía oculta tras una pared de niebla. Pero la sombra que de repente se inclinó sobre ella, esa sí que la reconoció. No habría podido decir cómo, ya que no pudo determinar su estatura ni los rasgos de su rostro, pero al instante estuvo segura: él estaba allí.
—¡Cornelius!
—¡Elisa!
Una vez más el sol la cegó, justo en el momento en que el joven Suckow le tendía los brazos, la agarraba y la levantaba; pero más intensa que los rayos del astro rey era, sin embargo, esa abrumadora sensación de dicha que la embargó.
—¡Gracias a Dios que estás aquí! —La voz de él sonaba preocupada, tal vez hubiera estado buscándola en vano durante bastante rato, igual que ella a él.
—Sentí tanto miedo por ti… —dijo ella balbuceando.
—No vi si habías conseguido subir a uno de los botes.
—¿Y tu tío? ¿Qué ha pasado con tu tío?
—Está bien… Sin embargo, hay otros tantos… —Cornelius se interrumpió.
Ella asintió con gesto triste.
—Emma Mielhahn ha muerto. Y también el abuelo de la familia Steiner.
—Lo sé —dijo él—, pero ¿y Katherl…? ¿Por lo menos ella está bien?
Elisa hizo un gesto de incertidumbre con los hombros.
—No estoy muy segura. Es cierto que respira de nuevo, pero tiene la mirada tan vacía… Vi cómo te sumergiste para salvarla. Yo… Apenas podía soportar la idea de que no pudieras salir a flote de nuevo. Estoy tan contenta de que tú…
Elisa calló, no podía expresar con palabras el alivio que sentía. No bastaba, además, con decirlo. Las rodillas le temblaron aún más y acto seguido se desplomó hacia delante.
Él le acarició el pelo revuelto y ella le acarició las mejillas; las tenía ásperas y una marca ensangrentada le cruzaba la frente. Entonces, como había ocurrido antes, todo se oscureció en torno a ella, esta vez no por su debilidad, sino porque había cerrado los ojos mientras buscaba sus labios. Y finalmente los encontró.
Elisa tenía la boca tan reseca y áspera que por un momento no pudo saborear sus labios ni apenas sentir nada. Pero entonces las manos de la joven rodearon el cuello de Cornelius, lo atrajeron. Todo desapareció en ese instante: el mareo, los dolores, el miedo. Dejó de oír el rumor del mar y los llantos de la gente que, a su alrededor, lamentaba la pérdida de sus posesiones. Ahora en su mundo solo existía él, Cornelius, y aquel mundo le era muy familiar, estaba lleno de amor y de felicidad. La presión de los labios del joven era vacilante; solo al cabo de un rato se volvió más exigente. Ella abrió la boca, lo saboreó con mayor intensidad; un cosquilleo le recorrió el cuerpo cuando sus lenguas se encontraron. Su cuerpo ya no estaba tan entumecido y la garganta ya no le ardía, su piel ya no estaba agrietada y pegajosa.
Elisa se apretujó más contra él, quería que cada fibra de su cuerpo probara su cercanía y tuvo la agradable y esperanzadora sensación de que todo lo que hasta entonces parecía perdido o destrozado volvería a sanar y a mostrar su plenitud porque ahora estaba junto a él.