Durante la tormenta, la naturaleza había mostrado su cara más cruel y ahora les revelaba su lado más hermoso y admirable.
Cuando atravesaron el estrecho de Magallanes, ya vieron la costa: playas azotadas por el viento y una vasta tierra yerma, colinas cubiertas de maleza negra y lagunas con flamencos de color rosa, bancos de conchas y pequeñas islas llenas de musgo y enredaderas. Cuando dejaron detrás el tramo entre la Tierra de Fuego y la Patagonia y llegaron al océano Pacífico, se alejaron otra vez un poco de la tierra, pero la costa continuaba a la vista y el exótico Chile empezó a perfilarse. Era el país que iban a explorar y a ello se disponían con cuidado y temor, con curiosidad y tensión, llenos de esperanza y de asombro. Los colores blanco y verde eran los predominantes en el sur de Chile: blanco era el hielo que flotaba a la deriva en pequeños bloques sobre la superficie del agua, provenientes de aquellas lenguas de glaciares que se adentraban en el mar. Con la niebla, despedían un resplandor frío y azulado y brillaban como piedras preciosas cuando la luz incidía en ellos. Y el verde de los bosques mostraba también muchos matices: un verde acuoso y oscuro allí donde los árboles elevados se agrupaban muy juntos; más claro y arenoso, en cambio, en los prados cuya hierba llegaba a la altura de la cintura. La costa ya no era tan agreste, pero seguía siendo montañosa, y el mar a veces se adentraba en la tierra, en cauces no más anchos que los de un río. La mayor parte del tiempo sobre las cimas de los montes se cernían nubes muy tupidas, pero cuando el cielo se despejaba, las cumbres se alzaban orgullosas hacia lo alto, muchas de ellas coronadas por la nieve centelleante.
Desde que se habían acercado al estrecho de Magallanes, las aves habían empezado a rondar el barco. Ahora llegaban en bandadas y los saludaban, en cada ocasión, con un chillido de entusiasmo: un síntoma de que ya no estaban expuestas a las infinitas vastedades del océano.
Los primeros pájaros parecían cuervos y graznaban como ellos. Fritz Steiner afirmó que pertenecían a la variedad de las golondrinas de mar. A ellas se les unieron muy pronto los albatros, con sus picos puntiagudos y fuertes, y sus alas largas y estrechas: eran aves muy resistentes, dijo Fritz; podían vencer larguísimas distancias y sacaban fuerzas de esas pequeñas pausas que hacían cuando se dejaban caer sobre la superficie del agua.
Los más fascinantes eran los pelícanos, con sus grandes bolsas bajo los picos. Poldi intentó convencer a Katherl de que en aquellas bolsas solían raptar niños, pero en lugar de hacer que se muriese de miedo —que era su verdadero propósito—, la niña se partió de risa.
Ahora todos pasaban mucho rato al aire libre, solo Annelie seguía la mayor parte del tiempo en el camarote, con Richard. Elisa no estaba muy segura de cuál de los dos necesitaba recuperarse. Annelie, que hasta entonces había estado cansada y pálida, se mostraba ahora asombrosamente tenaz. La apatía y los mareos que la habían atormentado de un modo tan brutal durante el embarazo habían desaparecido tras perder la criatura. Por primera vez podía dormir toda la noche y comía con buen apetito, a diferencia de Richard, que permanecía sentado, ausente y confundido, ante los platos rebosantes. Nunca hablaba de lo que le preocupaba, pero la pérdida del hijo tuvo que haber sido para él un golpe más duro que para Annelie. Sus esperanzas de tener un hijo varón se remontaban a tiempo atrás y ya había tenido que sufrir varios reveses. Elisa, sin embargo, no conseguía decirle cuánto lo sentía. Una especie de maldición invisible parecía rodearla, la cual no solo le hacía imposible hallar las palabras adecuadas, sino también mirarlo a la cara. Ella ya le había perdonado la bofetada que le había dado y él ya no decía cosas negativas sobre Cornelius, pero su hija seguía sintiéndose cohibida en su presencia y sentía alivio cada vez que podía huir de su lado.
Finalmente, se fueron acostumbrando a la vista de aquel país, con sus fiordos y glaciares, y un rorcual que apareció un buen día junto al barco y los acompañó durante varias horas les resultó fascinante. Su poderoso cuerpo emergía a cada instante del agua, mostraba el lomo y volvía a desaparecer bajo la superficie. Los niños lo señalaban riendo y chillando, hasta que su atención fue acaparada por otra cosa: pequeños peces que parecían volar por encima del agua. Dos días después, cuando el rorcual ya había renunciado a acompañarlos, vieron, por primera vez, unas orcas de vientre blanco, animales algo más pequeños y rápidos.
Poldi se jactaba de saberlo todo sobre aquellos animales, en especial lo que comían: calamares, pingüinos y focas.
—Prefieren, sobre todo, las más pequeñas, las focas bebés, por así decir.
—¡Eso no es cierto! —le gritó Christl, espantada, pues aquellos animales (a los que ya había visto en manadas sobre los acantilados del estrecho de Magallanes) eran sus preferidos—. ¡Mientes!
Poldi sonrió.
—Las despedazan con sus afilados dientes —afirmó enfáticamente.
—¡Mientes! —gritó de nuevo Christl.
—Así es la naturaleza —intervino Jule Eiderstett—; cada cual debe ver cómo sobrevivir.
Aquella mujer rara vez dirigía la palabra a los niños. En general, evitaba a los adultos. Solo se quedaba a veces cerca de Fritz Steiner, escuchando lo que este tenía que decir sobre las distintas especies animales.
—Parece que sabes mucho acerca de la naturaleza —le dijo ella, y, excepcionalmente, no lo hizo con su hosco tono habitual, sino con una admiración sincera.
También Elisa se había quedado sorprendida por los conocimientos de Fritz y ahora se enteró de dónde los había adquirido.
—Cuando aún vivíamos en Wurtemberg, a menudo iba al museo de Stuttgart los domingos —contó el joven brevemente—. Y también he leído algún que otro libro.
Poldi puso los ojos en blanco, pues al parecer no entendía que alguien pudiera entretenerse con tales cosas.
Pero Jule le preguntó con expresión seria:
—¿Y qué tal Alexander von Humboldt, por ejemplo? Él exploró el continente sudamericano, pero, hasta donde sé, no llegó a Chile.
—Pero Poeppig y Meyen siguieron sus pasos y lo hicieron. Y escribieron relatos de su viaje.
—Y Charles Darwin viajó en 1834, en compañía de Fitz Roy, a lo largo de la costa de la Patagonia. La llamó páramo verde.
—Lo sé —dijo Fritz—. También he leído a Darwin.
—Si Christine lo supiera… —murmuró Jule.
Elisa, por su parte, que no salía de su asombro ante aquella conversación, no estaba segura de si con ello Jule se refería al interés de Fritz por el mencionado científico o al hecho de que el niño estuviera dispuesto a hablar con una mujer que su madre había declarado proscrita.
A la propia Elisa los nombres de aquellos científicos no le decían nada. Más bien le interesaban todas las conversaciones que trataban acerca de su futuro en el extraño país. Si en primer lugar lo fundamental había sido sobrevivir a las fatigas del viaje, ahora todos se dedicaban a imaginar cómo sería su llegada al puerto de destino, el de Corral, al que arribarían dentro de una o dos semanas.
—¡Y luego nos entregarán tierras, muchas tierras! —gritó Poldi—. Y nuestra nueva casa será más grande que la que teníamos. Mamá lo ha prometido.
—Pero esa casa, primero, hay que construirla —gruñó el hermano mayor.
—En las publicaciones para emigrantes se decía que Chile es el país más hermoso de América del Sur —dijo Elisa—. No hay animales venenosos ni enfermedades peligrosas. Ni tampoco hay granizadas fuertes, ni terremotos ni malas cosechas.
—El clima se parece al de Italia —añadió Fritz— y, según dicen, sus suelos son muy fértiles.
A Elisa no le pasó por alto que la frente del joven se frunció de un modo imperceptible y su mirada se clavó en la costa cubierta de bosques. De todos modos, por mucho que les alegrara ver por fin la costa de aquel país, lo que estaba a la vista no era en verdad demasiado tentador; todo parecía virgen, como si ningún hombre hubiera pisado jamás aquellos parajes y todo el que lo hiciera tuviera que vencer primero la hostilidad de la naturaleza.
Pero muy pronto volvieron a hablar de las ventajas de Chile.
—Los impuestos no son muy altos —dijo Lukas, excepcionalmente, pues se pasaba la mayor parte del tiempo muy callado—. Y no hay guerras.
—¿Nunca? —preguntó Elisa, perpleja.
—Bueno, antes las hubo —dijo Fritz—. Hace más de treinta años, los chilenos lucharon contra los españoles. Vencieron y desde entonces Chile es un país independiente, y…
De repente guardó silencio y se dio la vuelta; todos lo imitaron, asustados por el grito que había resonado a sus espaldas de manera inesperada. Se trataba de una mujer, que estaba llorando y lo hacía de un modo cada vez más desesperado, golpeándose el pecho con las manos.
—He ahí una madre que, al parecer, no ha cuidado muy bien de su hijo y el chico se ha ahogado en el mar —gruñó Jule, menos enfadada por la falta de atención de la madre que por el hecho de que la estuvieran estorbando en su diversión.
Los gritos no cesaban y cada vez eran más los pasajeros que se volvían, entre curiosos e inquietos o molestos. Algunos marineros se reunieron, juntaron las cabezas y cuchichearon algo. Uno de ellos, finalmente, se acercó a la mujer e intentó llevarla de nuevo al entrepuente. Esta vez la mujer dejó de llorar y gritar, pero se resistía con uñas y dientes.
—¡Ni con diez caballos conseguirán llevarme de nuevo ahí dentro! —gritó—. ¡No quiero morir!
Todos se miraron confundidos.
—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó Jule hoscamente a uno de los marinos, que se alejaba de la mujer, frotándose las manos.
El hombre simplemente se encogió de hombros.
Un instante después, otra mujer subió corriendo por las escaleras, siguió corriendo por la cubierta hasta la barandilla y se agarró a ella, como si se estuviera asfixiando. Echaba la cabeza hacia delante, como si así pudiera aspirar aire más puro, no enrarecido. Elisa la observó detenidamente. Parecía pálida, tenía los ojos hinchados.
—¿Y eso a qué viene? —exclamó Jule enfadada—. ¿Alguien podría decirnos de una vez qué es lo que ocurre?
El marinero se limitó a encogerse de hombros de nuevo.
—Los maridos de esas dos mujeres han enfermado —empezó diciendo el hombre en voz baja—; y ahora se ha corrido la voz de que tenemos la viruela a bordo.
Nadie podía decir si se trataba realmente de la viruela o no, pero, por desgracia, era evidente que en el barco se había desatado una epidemia que para algunos viajeros, tan debilitados, se iba a revelar mortal.
En el plazo de dos días murieron tres pasajeros a causa de una fiebre desconocida; iba acompañada de mareos y ganas de vomitar y de unas manchas rojizas, aunque estas —según afirmó Jule sobriamente— no eran ningún síntoma, sino la consecuencia de la alta temperatura que afectaba al cuerpo.
Para los dos primeros muertos, el carpintero del barco hizo un ataúd.
Cuando llegó el tercero, el artesano, convencido de que el número de muertos no se iba a detener ahí, no se tomó la molestia: en su lugar, envolvieron el cadáver en una manta, la cosieron y lo arrojaron al mar.
Todo ocurrió a las cuatro de la mañana, cuando reinaba un silencio absoluto; salvo el camarero del barco y los familiares, no había nadie presente, ya que todos temían los efluvios tóxicos que podían emanar del muerto. El propio camarero fue el que más tarde anotó ese caso de muerte en el cuaderno de bitácora: por lo menos, eso fue lo que le dijo a Jule cuando esta lo interrogó detenidamente sobre el estado del cadáver. Casi todos los demás lo evitaban, pues había estado muy cerca del fallecido.
Jule no parecía muy preocupada, su expresión era más bien de curiosidad.
—Me gustaría mucho saber de qué clase de enfermedad se trata —murmuró la extraña mujer. Se rumoreaba que otros pasajeros habían enfermado y que el médico de a bordo había subido a la cubierta para examinar a los afectados.
—¿Ese borracho? —preguntó Jule despectivamente.
—¡Sí! —exclamó Poldi, y en sus ojos se vio un destello de placer sensacionalista y ni rastro de miedo ante aquella enfermedad desconocida.
—El capitán le ha retirado todas las botellas de aguardiente y lo ha amenazado con matarlo él mismo de un botellazo si se lo encontraba en días tan duros con una botella en la mano.
Aun estando sobrio —según empezó a rumorearse pronto en el barco—, el médico no estaba en condiciones de decir el nombre de aquella enfermedad. Tomaba el pulso de los pacientes, les medía la temperatura y miraba con detenimiento las lenguas de los afectados, lo cual lo llevó a la conclusión de que no era ni fiebre tifoidea ni disentería.
—¡Gracias a Dios! —exclamó una mujer, una de las que antes había anunciado, a voz en cuello, que prefería morirse de frío en la cubierta a morir miserablemente allí abajo, en el entrepuente—. ¡Gracias a Dios!
—¿Por qué te alegras tanto? —la increpó Jule—. De todos modos, se van a morir. ¿O es que acaso los muertos van a comparecer ante san Pedro diciendo: «Alabado sea Dios; la he palmado a causa de una enfermedad desconocida, no de tifus»? —En voz algo más baja, para que solo Cornelius y Elisa pudieran oírlo, Jule añadió—: Yo haría embadurnar a esos enfermos con un ungüento de mercurio y procedería igual con las vigas y los tablones del barco; y vertería agua con vinagre por encima.
No sabían si el médico del barco había ordenado que se tomara semejante medida, solo supieron que este apareció poco después en la cubierta, para —aunque allí no iba a encontrar aguardiente— tomar por lo menos un poco de aire fresco. Tenía la piel pálida e inflamada y no andaba en línea recta, sino que se tambaleaba de un lado a otro. En una ocasión Elisa creyó que se iba a caer cuan largo era, pero en ese preciso instante, justo a tiempo, Cornelius acertó a agarrarlo por el cogote y levantarlo.
—¡Vaya, qué bonito! —se mofó Jule—. ¡Qué bonito que tengamos a bordo un médico tan sabio y experto!
—No entiendo cómo ha podido desatarse esta epidemia —se lamentó el médico; su lengua chocaba pesadamente contra sus dientes—. En el puerto de Hamburgo se practicó un examen médico.
—¡Bah! —exclamó Jule—. Allí lo único que se miraba era si la gente padecía de tiña o de tracoma.
—¡Tal vez sea eso! —exclamó el galeno.
—¡Pamplinas! —exclamó Jule de nuevo—. ¡Vaya tontería! ¡Si es usted de verdad lo que finge ser, debería saber que un tracoma es una inflamación del ojo y que la tiña es una enfermedad micótica del cabello!
El médico de a bordo se encogió de hombros.
—Tal vez se trate, simplemente, de una mezcla de debilidad, mareos y reacción poco habitual al clima —propuso el matasanos, y a continuación, se apresuró a abandonar la cubierta. Tal vez aún le quedaba, en algún sitio, alguna reserva de licor.
Esa misma noche enfermaron otros dos pasajeros.
—En serio, tío… —La voz de Cornelius se volvió más insistente—. Deberías estar ahí ahora para esos desdichados. ¡Ellos te necesitan!
Cornelius llevaba horas intentando llegar al corazón de su tío Zacharias y hacía rato que se había hecho de noche. El pastor se había colocado un paño impregnado de agua de vinagre sobre la cara, como si él también estuviera enfermo, pero al ver que el sobrino no cejaba, lo apartó y se sentó en la litera.
—No quiero saber qué miasmas venenosos… —empezó a decir refunfuñando.
—¿Vas a dejar que esos muertos se despidan de este mundo sin la bendición? ¡Si no te atreves a acercarte a ellos, por lo menos deberías rezar por las almas de los muertos! Es un acto inhumano eso de hundirlos en el mar por la mañana temprano, tan solo ante el camarero del barco y la familia.
El pastor Zacharias se estremeció, horrorizado.
—Ya pronto llegaremos a nuestro destino —dijo suspirando—. Eso fue lo que anunció el capitán ayer por la noche, ¿no es cierto?
En efecto, tras aquellas otras muertes, el capitán había decidido que no iban a mantener el rumbo hacia el puerto de destino previsto, el de Corral, sino que irían al de Ancud, situado más al sur, en la isla de Chiloé, que, por lo demás, era el primer puerto al que se podía llegar tras circunnavegar el cabo de Hornos y atravesar el estrecho de Magallanes. Cuando Cornelius se lo contó a su tío Zacharias, este soltó una exclamación de júbilo. Ni siquiera la objeción de su sobrino de que no sabían lo que les esperaría a todos en esa isla de Chiloé hizo mella en la alegría del tío ante la perspectiva de bajar pronto de aquel barco. Lo que Cornelius no le había dicho, por si acaso, era que Ancud estaba en medio de unos acantilados y de unas costas muy agrestes y que no pocos barcos que habían intentado atracar en ese puerto habían zozobrado.
—¡Tío Zacharias! —lo intentó Cornelius una vez más—. Aunque lleguemos a tierra, ¿piensas que habrá curas católicos esperándonos para enterrar a nuestros muertos? ¡Pues de eso nada! ¡A ti te enviaron a Chile porque en este país apenas hay pastores protestantes! ¡Tú eres el responsable de la curación de las almas de las personas que están a bordo! ¡Por lo menos deberías decir una misa suplementaria…!
Cornelius se contuvo. Unos desolados gritos de protesta lo habían interrumpido y no provenían de la boca de su tío, como habría cabido esperar, sino del exterior. Al principio los tomó por los aullidos de desesperación del familiar de algún fallecido. Pero los retazos de palabras que finalmente llegaron hasta ellos daban cuenta de una enconada pelea.
El pastor Zacharias miró fijamente a su sobrino, temeroso y al mismo tiempo agradecido por aquella distracción.
—¡No te vayas de aquí! —le ordenó Cornelius escuetamente.
—¡No voy a moverme voluntariamente de este sitio, eso dalo por seguro! —respondió el pastor.
Rápidamente, se tumbó de nuevo en la litera y se puso el paño con vinagre sobre la cara.
Cornelius echó un vistazo hacia fuera, hacia el pasillo. Un camarero y un marino estaban en un extremo, uno de ellos manoteaba y tenía la cara roja, y el otro hablaba con los puños cerrados.
—¡Por encima de mi cadáver! —gritó el camarero—. ¡En mi turno de guardia no se hará nada semejante!
—¡Pero es el capitán quien lo quiere así! —le respondió el otro.
—¡Pues que venga a decírmelo él mismo!
Cornelius se acercó un poco más y solo entonces notó la presencia del enorme saco que el marinero fortachón sostenía en las manos.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
De mala gana, los dos se dieron la vuelta bruscamente, unidos en ese instante por la convicción de que aquello no era de la incumbencia de ningún pasajero.
Pero Cornelius no se dejó amilanar por dicha actitud y dijo señalando el saco:
—¿Qué hay ahí dentro?
El camarero apretó los labios, pero el marinero, finalmente, dijo con un gruñido:
—Tenemos que fumigar el barco. Y tenemos que subir a cubierta hasta que se disipen los gases tóxicos. Cada día que pasa, muere más gente a causa de esa horrible enfermedad. Y también ha afectado a la tripulación. ¡Hay que hacer algo!
—¡De eso nada! —resopló el camarero—. ¡Lo que quiere es achicharrarnos a todos! Pero sin la autorización del capitán no voy a permitirlo.
—¿Fumigar el barco? —preguntó Cornelius, perplejo.
En los últimos días se había discutido acerca de diferentes medidas para contener la enfermedad, se había hablado incluso de llevar a todos los enfermos a la cubierta más baja, pero no se había dicho una palabra sobre fumigar.
—¡Sí, claro! ¡Por eso! —opinó el camarero, malhumorado—. Se puede usar vinagre de vino o enebrina. O, como pretende este estúpido, se puede intentar también con brea. Pero para hacer eso, se necesitan varias medidas de precaución. No se puede llegar sin más y… —El hombre se interrumpió—. ¡Maldita sea!
Mientras el camarero intentaba convencer a Cornelius, el marinero se había alejado sin que nadie lo notara. En ese momento ya estaba llegando a la escalera que bajaba a la entrecubierta y pronto desapareció tras la puertecilla de acceso.
—¡Maldita sea! —gritó otra vez el camarero—. ¡Ese hombre no pretenderá…! —dijo, y salió corriendo tras su compañero; Cornelius los siguió.
—¡Deténgase! Sin autorización del capitán no puede usted…
A causa del acaloramiento, el camarero pisó mal uno de los escalones y estuvo a punto de caer por la escalera, pero consiguió agarrarse justo a tiempo. Cornelius lo seguía, pero con paso más lento. Cuando por fin llegó al entrepuente, vio cómo el camarero se arrojaba sobre el marinero, que había sacado un barril de brea del saco y estaba empezando a abrirlo.
El fuerte olor de la brea penetró con intensidad en las fosas nasales de Cornelius.
—¡Pare usted de una vez con eso! —bramó el camarero.
Los pasajeros se habían levantado de sus literas y se acercaban ahora con expresión de desconfianza.
—¿Con qué debe parar? —preguntó Jule Eiderstett.
—¡Quiere achicharrarnos a todos! —se quejó el camarero. Tenía la cabeza tan roja que parecía que iba a reventar de un momento a otro.
El marinero hizo un gesto negativo con la cabeza:
—¡Eso no es cierto! ¡Más bien queremos salvaros, así que deberíais estarme agradecidos! ¡Si no fumigamos el barco, sucumbiremos todos a causa de esa enfermedad!
Dicho esto, hundió la antorcha en la negra brea. Los hijos de los Steiner empezaron a toser. Su madre, Christine, miró a la proscrita Jule en busca de ayuda, como si ella pudiera decidir lo que había que hacer.
—¡No tiene autorización del capitán para hacerlo! —gritó el camarero—. Además, ningún pasajero debería estar en la entrecubierta cuando se fumiga, si es que de verdad ha de hacerse. Este hombre está actuando por su cuenta…
Una vez más, se abalanzó sobre el marinero para impedirle que llevase a cabo su propósito, pero de repente unas manos masculinas, muy fuertes, tiraron de él hacia atrás. Era Lambert Mielhahn, que, sin ser notado, se le había acercado por detrás y, de un tirón, había apartado al camarero del marinero.
—Y tú lo que quieres es dejarnos morir, ¿no es cierto? ¡Esta pobre gentuza de la entrecubierta no cuenta para nada! Si esa enfermedad arrasa con todos nosotros como si fuésemos moscas, vosotros podréis sentaros en vuestros camarotes a comer asado, esa carne que nosotros hace tanto tiempo no vemos pasar.
Un murmullo se extendió por el entrepuente: algunas voces manifestaban su aprobación, otras expresaban sus dudas.
Entonces, y sin que lo molestasen, el marinero pudo hundir la antorcha en el barril de brea y la encendió con un mechero de pólvora. Cuando la llama se avivó, Cornelius no fue el único en dar un paso atrás. Aquel hombre blandió la antorcha como si fuese un arma.
—Y ahora, dejadme hacer mi trabajo, ¿de acuerdo? ¡El humo va a espantar la enfermedad! ¡Es una protección para todos nosotros!
—¡Eres el diablo! —gritó el camarero. Sorprendido por el ataque de Lambert, había intentado liberarse al principio, pero ahora ya empezaba a defenderse con todas las de la ley, golpeando a diestro y siniestro. Sin embargo, Lambert mostró que no era menos terco. Y en vista de que no conseguía controlar al otro agarrándolo con firmeza, le pegó unos puñetazos. Una mujer soltó un grito.
—¡Basta, Lambert! —le dijo entre dientes Christine Steiner—. ¿Es que te has vuelto loco? ¡No puedes…!
Pero Lambert Mielhahn parecía estar fuera de sí. Al ver que el camarero se había desplomado en el suelo a causa de los golpes que le propinaba, empezó a darle patadas en su obeso vientre, con el rostro distorsionado en una mueca de odio mucho más implacable y ferviente de lo que merecía la ocasión.
—¡Basta! —volvió a gritar Christine; en eso, Cornelius vio que Jakob Steiner y sus hijos se ponían en pie de un salto para contener a Lambert.
Pero ya era demasiado tarde. El camarero —aunque ya no oponía resistencia— pataleó en el aire y fue a dar contra una de las cajas.
Una vez pasada la tormenta, las habían amarrado bien de nuevo, pero, tras el largo viaje, las cuerdas mostraron ser algo quebradizas. Bastó un leve golpe: la cuerda se partió y una de las cajas se deslizó por el suelo de tablones. Todos se apresuraron a dar un salto hacia atrás, el único que no consiguió hacerlo fue el marinero. Cuando la caja le pegó con toda su fuerza contra la espinilla, el hombre soltó un grito de susto y dolor y dejó caer la antorcha.
Cornelius se lanzó hacia allí, intentó apagar la llama, pero tuvo que retroceder ante el calor que despedía el fuego. La caja también había volcado el barril de brea y todo su contenido empezó a salirse, por lo que pronto todo el lugar quedó envuelto en llamas.
Greta rio cuando las llamas ganaron en altura, crepitando. Las primeras llamas aisladas se convirtieron en un mar ardiente de lenguas que se alzaban en todas direcciones. Se colaban por debajo del suelo, luego fueron trepando por los costados hasta llegar al techo.
Para Greta, algo más fascinante que aquel ávido hervidero de fuego de color rojo y amarillo era el pavor que se apoderó de los pasajeros. Algunos se estaban quietos, mientras que otros deambulaban como locos por allí, sin rumbo. Incluso hubo alguno que se llevó las manos a la cara, con desconcierto, intentando protegerse del humo que le raspaba la garganta. Otras personas mostraron una mayor presencia de ánimo y se apresuraron a subir a cubierta, pero no todas llegaron allí ilesas. Algunos tropezaron y quedaron tumbados, con las caras en una mueca de espanto, azotados por las patadas y los puñetazos. Otros se dieron la vuelta voluntariamente, porque, superado el primer momento de pánico, determinaron que no querían dejar sus pertenencias allí, para que se convirtieran en pasto de las llamas. Fue inevitable que chocaran con aquellos que huían hacia arriba, lo que creó un caos irremediable en el que nadie se contuvo a la hora de lanzar improperios y de hacer uso de los codos.
Los viejos caían al suelo, los hijos quedaban separados de sus madres, las mujeres lloraban y los hombres se miraban con odio en los ojos, como si quisieran estrangularse mutuamente.
A Greta le eran desconocidos algunos de aquellos rostros; pero todos tenían algo en común: un miedo cerval a la muerte, un miedo descarnado que lo impregnaba todo. Y ese miedo les hacía perder todo dominio de sí mismos.
Greta soltó otra carcajada.
Ella misma, por su parte, jamás se atrevía a alzar la voz, había aprendido que era mejor pasar inadvertida haciéndose la muerta, sin llorar ni quejarse ni gritar…
Y su madre también había terminado por aprenderlo.
Cuando Greta se volvió hacia ella, Emma estaba sentada muy tiesa en la cama, sin moverse. En sus pupilas se reflejaban las llamas, pero, por lo demás, tenía la mirada vacía, como si su cuerpo estuviera sin vida. ¿Acaso no huía porque el fuego ya la rodeaba? ¿O permanecía allí sentada, con obstinación, porque por lo menos esta vez no quería mostrarse obediente con su marido?
Fue entonces cuando Greta sintió que la mano de Lambert la agarraba por el brazo. La había cogido como había hecho con su hermano. Viktor se dejaba arrastrar por él como un muñeco sin vida. En la mirada de su hermano se apreciaba el mismo vacío que en los ojos de Emma: no había miedo —como sí lo había entre los pasajeros—, ni tampoco había esa malvada alegría por el mal ajeno que se había apoderado de ella.
—¡Vamos, ven! —le vociferó Lambert, a quien ya no le quedaban manos libres, a Emma—. ¡Qué vengas te digo!
Emma seguía sin moverse de su sitio. ¿Es que no lo había oído? Era difícil entender algo en medio de aquel caos, el fuego crepitaba al devorar la madera, crujía, el ruido era ensordecedor por todas partes, por encima, por debajo, junto a ellos, el fuego golpeaba contra todo, soltando chispas.
Greta seguía riendo. El entrepuente no tardaría demasiado en venirse abajo por completo. Apenas había visibilidad, el humo era demasiado espeso y negro. Les ardían los ojos, las lágrimas se les saltaban y entretanto los gritos fueron haciéndose más intensos; eran gritos de asfixia.
Solo hubo una persona que conservó la voz clara, tranquila y capaz de impartir órdenes.
—¡Qué no haya tumultos ni prisas! —se oyó decir a Juliane Eiderstett, que daba instrucciones—. ¡Id tranquilamente hacia arriba! ¡Y dejad vuestras maletas y baúles aquí! ¡No podéis salvar vuestras pertenencias!
Algunos la escuchaban, otros no.
Cuando su padre la empujó hacia la escalera, Greta se dio la vuelta por última vez. Christine Steiner estaba llamando a sus hijos. En cuanto los vio, se inclinó hacia ellos y abrazó a la pequeña Katherl; Greta no pudo recordar un momento en el que su propia madre la hubiera cogido entre sus brazos de un modo tan cariñoso.
Ahora la niña reía y tosía a un tiempo. Christine estaba tan ocupada con sus hijos que no se dio cuenta de que el anciano Steiner estaba tumbado todavía en su litera. Presa del miedo y el pánico, se había metido allí como si aquel fuera el único lugar seguro. Jakob Steiner, a quien Greta apenas había oído decir una palabra y quien, a pesar de ser mucho más joven que su padre, se parecía bastante a él, gritó con todas sus fuerzas, desesperado:
—¡Vamos, padre, ven! ¡Ven!
Lambert le había gritado a Emma con un tono de pánico similar.
El viejo Steiner no se movió, tampoco lo hizo cuando el catre empezó a arder. Tenía la boca desmesuradamente abierta, pero de ella no salía ningún sonido.
Tampoco Emma gritó; permaneció allí sentada, muy tranquila. Desde la distancia a la que estaba, Greta no podía decir con exactitud si algún ápice de temor había penetrado en aquella mirada inexpresiva. Pero sí pudo distinguir algo, y pudo distinguirlo bastante bien: la boca de su madre estaba torcida. Parecía estar riendo, como ella.