Tras la discusión con su padre, Elisa se había refugiado en la entrecubierta. Primero quiso quedarse allí, pero cuando el barco empezó a dar bandazos con más fuerza y la tormenta se hizo más indomable y ruidosa, dejó de sentir la quemazón de la mejilla enrojecida —donde la había alcanzado la bofetada de su padre— y quiso regresar al sitio que le era más familiar. Pero cuando empezó a subir por la estrecha escalera, un marino le salió al paso.
—¡Por ahí no se puede ir! ¡Por ahí no! —la increpó el hombre—. Cada cual tiene que quedarse donde está.
El hombre pasó velozmente por su lado y empezó a recorrer el pasillo, gritando de un lado a otro.
—¡Cierren todas las escotillas! ¡Presten atención a los niños y permanezcan tumbados en sus literas!
Pronto se escucharon los murmullos de protesta de la mayoría; una mujer se llevó las manos varias veces al rostro, mientras otra soltaba una risita nerviosa; hubo algunas, por su parte, que se quedaron calladas, silenciadas por el miedo. Incluso Emma Mielhahn atrajo a sus hijos hacia ella, con firmeza. La cara de Viktor estaba todavía cubierta de moratones; Elisa no estaba segura de si estos provenían de aquellos puñetazos que le había propinado su padre o eran nuevos. Por lo menos no se veía en ellos ninguna costra de sangre reciente.
Rápidamente regresó al camarote de los Steiner, donde había pasado la última hora.
—¿Dónde está Poldi? —preguntó la joven, preocupada. No hacía mucho lo había visto dando saltos por ahí en compañía de Lukas. Pero luego se había puesto a hacerle una trenza a Christl, a quien se le había antojado tener una como la que ella llevaba, y no había vuelto a prestar atención al varón más joven de los Steiner. A diferencia de su cabellera rebelde, el pelo fino de la niña era fácil de sujetar.
—¿Dónde está Poldi? —preguntó otra vez—. ¡Tampoco Lukas está aquí!
Fritz maldijo en voz alta a sus hermanos más jóvenes y ya se disponía a salir en su busca cuando uno de los marineros también se lo impidió.
—Como ya he dicho: todo el mundo debe quedarse donde está.
Entonces Fritz miró a su madre, en busca de consejo, pero esta estaba ocupada observando a Jule con expresión de mal humor. La extraña mujer, a quien no afectaba ni la tormenta ni el miedo de los demás pasajeros, leía su libro.
—¡Ya quisiera yo tener sus preocupaciones! ¡Seguro que seguirá leyendo con toda calma aunque zozobremos!
Christl soltó una risita y Magdalena, excepcionalmente, también. Pero las risas enmudecieron al instante, cuando un amenazante crujido se oyó por encima de ellos. Todos se agacharon por instinto, solo Jule siguió leyendo, impasible.
—Y esa mujer sigue sin contarnos nada sobre su marido y sus dos hijas —refunfuñó Christine—. Ya quisiera yo saber qué cosas tiene que ocultar. Y también le ha robado al médico del barco. ¡Aunque ese hombre sea un fantoche, eso es un delito! Tan solo me gustaría saber…
De pronto se interrumpió. Y esta vez no fue un crujido, ni un gemido ni el ruido de la madera al hacerse añicos lo que la hizo estremecerse, sino un grito estridente que superó a todo lo demás.
Repentinamente, Christine se puso de pie de un salto, pero no pudo sujetarse con firmeza, así que se cayó sobre la litera más próxima, que era, precisamente, la de Jule. Entonces esta alzó la cabeza por primera vez.
—¿Es que no sabe agarrarse como es debido?
Christine no prestó atención a la proscrita.
—¡Dios mío, Poldi! —exclamó.
Elisa había seguido su mirada y entonces ella también lo vio: eran Poldi y Lukas y entre ellos, apoyada en los hombros de los niños, estaba Annelie. Apenas era capaz de dar un paso más. Tenía la cara blanca como la cera y mostraba unos rasguños en la mejilla. El pelo le caía sobre la frente y tenía las manos cubiertas de arañazos y heridas. Y lo peor era la cantidad enorme de sangre que manaba de su cuerpo. Su falda estaba empapada desde hacía tiempo. Y un charco rojo se iba extendiendo bajo ella.
Elisa también soltó un grito y se llevó la mano a la boca.
Poldi y Lukas ya no pudieron sujetarla por más tiempo y, con un gemido de tormento, Annelie cayó de rodillas.
—El bebé… —balbuceó—. El bebé…
Elisa quiso correr hacia donde estaba su madrastra, pero no lo hizo, sino que se quedó mirándola fijamente.
—Está embarazada —murmuró—. Ella está…
Christine fue la primera en llegar adonde estaba Annelie, apartó a sus hijos y se inclinó sobre la joven esposa del señor Von Graberg. Y llegó justo a tiempo para sostenerla antes de que su cuerpo golpeara pesadamente contra el suelo.
—¡Tenemos que llevarla adonde el médico!
—¡Eso es imposible! —gritó Elisa desesperada—. ¡La tormenta! ¡Además, el médico es un borracho!
Por fin Elisa pudo sacudirse la rigidez que la embargaba. Se acercó rápidamente adonde Annelie, pero la cara de esta estaba tan distorsionada por el dolor que no se atrevió ni a tocarla. Posiblemente si la tocaba donde no debía, incrementaría su sufrimiento. Las miradas de Christine y de Elisa se encontraron: ninguna de las dos sabía qué hacer.
—¿A qué esperáis? —se oyó enérgicamente a espaldas de ambas. Jule había apartado su libro y se había puesto de pie—. Necesitamos dos hombres fuertes —dijo, autoritaria—. Dejadla sobre mi catre y sostenedle las piernas en alto, debemos evitar que siga perdiendo sangre, de lo contrario, se va a desmayar.
—Es demasiado pronto —balbuceó Annelie—, demasiado pronto.
Fueron Fritz y su padre, Jakob, los que finalmente llevaron a Annelie a la litera de Jule.
Algunos de los demás pasajeros se habían acercado, pero pronto dieron un paso atrás cuando Christine los echó de allí.
—¡Aquí no hay nada que ver! ¡Y vosotras…! —dijo, dirigiéndose a sus hijas, que ni siquiera se habían movido—; ¡… vosotras quedaos en vuestras camas!
Jule se inclinó sobre Annelie y le tomó el pulso.
—¿En qué mes está? —preguntó.
—En el quinto —susurró Annelie—. Creo que estoy en el quinto…
Se interrumpió. Una oleada de dolor se apoderó de ella, su cuerpo se retorció; de su boca ya no solo salían gemidos, sino gritos, unos gritos agudos y penetrantes. Elisa nunca había oído a nadie gritar de ese modo: con tanto dolor, tanta urgencia, tanto miedo. Ella quería tenderle una mano, mostrarle que estaba con ella, pero de repente el suelo se tambaleó. La joven Elisa tropezó dos, tres veces, y cayó contra algo duro y puntiagudo.
—¡Apagad las luces! —gritó una voz. Era aquel marinero que antes había estado anunciando a voz en cuello las órdenes impartidas por el capitán.
—¿Es que se ha vuelto usted loco? —le replicó Christine, indignada—. Necesitamos luz, porque esta pobre mujer…
El hombre ni siquiera la escuchó, sino que fue corriendo de farola en farola, apagándolas.
—¡Si alguna, por casualidad, se cae, pronto habrá un incendio!
De repente todo quedó oscuro como boca de lobo. Lo último que Elisa vio fue que Jule se inclinaba sobre el vientre de Annelie.
Con sumo esfuerzo, la joven había conseguido incorporarse y ahora se frotaba las extremidades, que le dolían. Solo entonces se dio cuenta de que Annelie ya no gritaba. Tal vez porque se había desmayado, tal vez porque, entretanto, la tormenta era tan fuerte que su bramido enmascaraba cualquier otro sonido.
Por lo menos la oscuridad no era absoluta. Elisa no estaba segura de a qué se debía: si sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra, si alguien había encendido una lámpara o si el viento, con su fuerza, había arrancado una de las vigas. En cualquier caso, empezaron a surgir ciertos contornos en medio de la negrura y en cuanto pudo reconocer algunas cosas, vio que una caja venía volando en dirección a ella. Pudo echarse a un lado a tiempo. Con un estampido tremendo, la caja fue a chocar contra una de las literas, que se estremeció con violencia.
—¡Escuchad todos! —resonó de repente a espaldas de Elisa. Era una voz potente—. ¡Escuchad todos! —Era Fritz Steiner, que asumía el mando—. Es probable que las cuerdas con las que están atados los baúles y las maletas se rompan. ¡Qué cada hombre examine su equipaje y, si es necesario, lo ate con más fuerza! ¡Las mujeres se quedarán con los niños en los camarotes y los sujetarán con ambas manos!
Para asombro de Elisa, todos los demás se plegaron a las órdenes del joven; nadie alzó la voz para poner una objeción, tal vez porque era del todo inútil clamar algo contra la furia de la tormenta. Hasta el propio Lambert Mielhahn se acercó adonde estaban sus maletas para examinar las cuerdas.
Emma, por su parte, había soltado nuevamente a sus hijos y se había metido debajo de la manta. Los dos pequeños estaban aferrados el uno al otro: Viktor con la cara blanca como el papel; Greta con una sonrisa de sarcasmo. O por lo menos eso le pareció a Elisa cuando su mirada se posó brevemente en la niña; aunque también podía ser que estuviese equivocada. Bien mirado, era imposible que la niña se estuviera riendo en un momento así.
Rápidamente, Elisa corrió hasta la litera de Jule para sujetarle la mano a Annelie. Entonces notó que, entretanto, Jule le había subido las faldas a su madrastra y estaba haciendo algo entre sus piernas. El vientre atormentado de Annelie sufrió un espasmo y sus uñas se clavaron profundamente en la carne de Elisa.
—¡Dale un pedazo de madera para que no se muerda la lengua! —le indicó Jule. Pero antes de que Elisa pudiera moverse, Christine se presentó con lo solicitado. Annelie, sin embargo, negó con la cabeza cuando la madre de Poldi le puso el trozo de madera ante los labios.
—Richard… —dijo con sumo esfuerzo; Elisa apenas podía entenderla—. Richard debería saber que…
No pudo seguir, pues en el instante siguiente resonó un nuevo estampido ensordecedor: involuntariamente Elisa la soltó, se agachó y ocultó la cabeza entre las manos. Cuando se incorporó de nuevo, se dio cuenta de que los pilares de una de las literas se habían partido en dos: la madera estaba demasiado podrida para resistir los violentos bandazos del barco. Pero lo grave no fue solo que las personas que dormían en esa litera se vieran arrojadas de sus camas, sino que la fuerza con que se habían partido aquellos pilares había hecho que también se rompieran los tablones colocados bajo las vigas inferiores que separaban la entrecubierta de la cubierta de doble fondo. Un agujero se abría no muy lejos de donde estaba Elisa y el grito de temor que llenó entonces el entrepuente quedó reforzado por los gritos llegados desde abajo, donde dormían los pasajeros de menos recursos.
Otras dos mujeres cayeron de sus camas, pues, a causa del susto, habían olvidado atarse.
El griterío era caótico, más intenso aún que los crujidos y los aullidos del viento; entonces Jule, de repente, se incorporó y gritó a todo el recinto:
—¿Alguno de vosotros se ha roto el cuello? Si no es así, entonces es mejor que no gritéis. En fin, ¿os habéis tranquilizado todos? ¿Sí?
Sus enérgicas palabras surtieron efecto. En realidad, fueron varias las bocas que se cerraron de golpe, perplejas ante la dureza de aquella mujer.
—Richard —volvió a balbucear Annelie—; Richard debería saber lo que ha sucedido. Debería…
—Los hombres nunca están presentes en los partos, sean estos fallidos o no —la interrumpió Jule.
Elisa vio que Christine hacía un gesto negativo con la cabeza:
—¿Es que no ves que esa chica tiene un miedo de muerte?
—¿Acaso pretendes tú ir a buscar al marido? —preguntó Jule.
¿Se habrían dado cuenta las dos mujeres de que, en medio del pánico, habían empezado a tratarse de tú?
Elisa se irguió rápidamente.
—Yo puedo hacerlo —dijo aliviada por poder ser útil en algo más aparte de en sostener la mano de Annelie. Se sentía desamparada, sobre todo al ver que Jule, a diferencia suya, parecía saber muy bien qué era preciso hacer.
Annelie asintió débilmente, su mano cayó sin fuerza sobre el lecho.
—Sí, Elisa, por favor… Tráelo.
Elisa no esperó a que Jule expresara su aprobación, sino que salió andando a tientas en dirección a la escalera que conducía hacia arriba, siempre pendiente de sujetarse a alguno de los pilares de las literas.
Cuando llegó a los escalones, le salió al paso un olor muy desagradable.
Cuando vio que este procedía del vómito y de la orina que llenaba las seis letrinas, le entraron ganas de vomitar.
Por ninguna parte se veía al marinero que la había retenido antes, de modo que pudo empezar a subir.
El primer escalón estaba resbaladizo. Y ahora que ya no había pilares a los que sujetarse, fue apoyándose en las paredes que estaban a derecha e izquierda. ¿Acaso el vaivén había empeorado? ¿O solo se lo figuraba? En cualquier caso, todavía no había resbalado, continuaba subiendo cada vez más. Sin embargo, el aire que se respiraba no era más fresco ni había tampoco más luz y, al llegar arriba, se dio cuenta de por qué. Alguien había cerrado la puertecilla que daba acceso a la entrecubierta. Desesperada, golpeó contra ella.
—¿Hay alguien ahí? —gritó oponiendo su voz a los aullidos de la tormenta—. ¡Abridme!
Nadie acudió en su ayuda, pero cuando golpeó la madera con más fuerza, vio que se había abierto una rendija del ancho de un dedo. Solo tenía que empujar la puertecilla con todo el peso de su cuerpo y así podría desplazar el tablón hacia un lado. Gemidos y sollozos acompañaron su esfuerzo. Astillas de la madera se le clavaban en la piel y el agua le salpicaba la cara, pero ella no prestó atención a nada de eso, hasta que por fin consiguió lo que quería. Entonces inspiró profundamente y aspiró aquel aire fresco y salobre, aunque no pudo disfrutarlo por mucho tiempo. En el instante siguiente, una ola del agua acumulada en el pasillo de primera y segunda clase se abalanzó sobre ella y le golpeó la cabeza. Era como si le pegase un hombre muy fuerte. Jamás había sospechado que la fuerza del agua pudiera causar tanto dolor. Le retumbaba la cabeza, resbaló y cayó dos escalones. Auténticas cascadas de agua manaban hacia abajo. Elisa luchó por incorporarse, se abrió paso, con fuerza, a través del pasillo. Una nueva ola la alcanzó, pero esta vez consiguió tomar aire a tiempo. Y cuando por fin pudo ponerse en pie, el agua pareció afluir sobre ella desde todos los rincones. Como a través de un velo, vio gente correr. La puerta de acceso a la cubierta superior estaba abierta de par en par: probablemente la tormenta la hubiese arrancado de cuajo, así que ahora el agua podía fluir hacia el interior sin ningún tipo de obstáculo. Más tarde se enteraría de que, en ese mismo momento, un marinero se había desplomado desde el mástil central sobre el camarote forrado de latón y de que el capitán había hecho atar al timonel al timón, para que el barco siguiera avanzando a pesar de las altas olas. La lámpara de la brújula se apagó y el mástil de la vela principal golpeó en la dirección opuesta.
—¡Padre! —gritó Elisa. Le zumbaban los oídos. El agua del mar le quemaba la cara y las manos heridas—. ¡Padre!
Ya en más de una ocasión había notado que una violenta sacudida había atravesado el barco de punta a punta y ahora creía que iban a naufragar definitivamente. De pronto, el suelo desapareció bajo sus pies. Elisa intentó agarrarse en el vacío, sin saber dónde estaban el techo y el suelo, y terminó rodando por el pasillo, en dirección a la salida de la cubierta. Ya estaba segura de que iba a caer al vacío, de que iba a ser lanzada por encima de la barandilla, y ya sentía cómo aquellas aguas negras rompían sobre ella. Pero de repente unas manos la agarraron. Elisa había olvidado respirar en todo ese tiempo, así que tomó aire. Sintió un ardor en la garganta, seguramente había tragado agua salada.
—¡Dios mío, Elisa! ¿Dónde estabas? —La voz que le hablaba con insistencia era la su padre, pero no eran sus manos las que la habían agarrado. Era Cornelius quien la sostenía con firmeza, protegiéndola. Elisa se aferró al joven y por un brevísimo instante no sintió ni dolor ni frío, solo un gran alivio y una profunda sensación de bienestar.
—Te he estado buscando. El señor Suckow, finalmente, me ha prestado su ayuda —le gritó su padre—. También Annelie se ha marchado del camarote. ¿Sabes dónde está?
Elisa quería responder, pero solo pudo emitir un graznido. Sin decir palabra, señaló en dirección al entrepuente y Richard salió corriendo hacia abajo sin hacer más preguntas. Mientras lo seguían, Cornelius no la soltó. Ya en el pasillo, se vieron lanzados varias veces de un lado a otro; probablemente el cuerpo de la joven ya estaría lleno de moratones, pero ella y Cornelius consiguieron bajar por aquellos resbaladizos peldaños sin romperse un hueso.
Cuando llegaron abajo, Elisa tuvo la sensación de que el barco ya no se sacudía tanto y de que el aullido del viento ya no era tan ensordecedor como antes. ¿Habría amainado la tormenta, por fin?
Richard se abalanzó sobre la litera en la que estaba tumbada Annelie y gritó el nombre de su joven esposa.
—¿Qué ha pasado? ¡Por Dios! ¿Qué es lo que ha pasado?
Elisa vio cómo tomaba la mano de Annelie y se la apretaba con fuerza. Su madrastra apenas reaccionó; no consiguió alzar la cabeza, aunque era obvio que lo intentaba. Tenía los labios heridos de tanto mordérselos y su cara estaba más pálida que antes.
—Ha perdido el niño, pero ella vive. Lo que no sé es por cuánto tiempo —informó Jule al marido escuetamente.
A Elisa le fallaron las piernas. Estaba segura de que se hubiera caído si Cornelius no la hubiera estado sujetando.
Jule examinó al joven con cierto desdén.
—Si conseguís subir de nuevo sin que las olas os arrastren fuera del barco y os ahoguéis, sería esta una buena ocasión para ir en busca de tu tío. Esta pobre mujer ha solicitado más de una vez los servicios de un párroco. Y el responsable de la curación de las almas es él, no yo.
Elisa estaba en lo cierto: la tormenta, en efecto, se había debilitado. Una luz clara llegaba desde lo alto; el cielo, oscuro hasta entonces, parecía despejarse. Los crujidos del cuerpo de la nave, que habían estado sonando hasta entonces, como si aquella fuera a partirse violentamente en dos, eran ya apenas más intensos que un suspiro.
No obstante, mientras subían, siguieron cayendo masas de agua sobre ellos. Los peldaños de madera estaban empapados y esta vez Elisa no pudo evitar resbalar y dar un vuelco hacia atrás. Creyó que iba a caerse y soltó un grito, pero Cornelius, una vez más, consiguió sujetarla. Estaban muy apretados el uno contra el otro y así permanecieron mucho más tiempo del necesario. Y fue en ese momento cuando Elisa comprendió lo que, en verdad, había sucedido.
—Es culpa mía que Annelie haya perdido a su hijo —dijo la joven—. No es solo culpa mía, pero sí en parte —se corrigió.
Hasta ese momento había estado paralizada por el miedo y el horror, y ahora las piernas le temblaban. Las lágrimas brotaron de sus ojos.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó, horrorizado, Cornelius—. Has sido de gran ayuda y el hecho de que ella haya abortado…
La joven negó con la cabeza vigorosamente.
—En secreto, he estado deseando que ella desapareciera. Ella y el niño.
Él no la soltó, sino que la apretó más contra él. Aunque Jule les había pedido que fueran a buscar a su tío, Cornelius no mostraba ninguna prisa.
—A veces tenemos pensamientos oscuros —dijo él en voz baja—. Cierto que sería mucho más fácil vivir si estuviéramos exentos de ellos. Sin embargo, son solo pensamientos. Tú jamás le habrías hecho nada malo a tu madrastra. ¡Y, sobre todo, lo que cuenta es que está viva!
—Pero el niño… —Elisa negaba todavía con la cabeza. Los dientes le castañeteaban a causa del frío y la alteración—. Me puse tan furiosa cuando supe que estaba embarazada… Mi padre me mandó a buscar al médico de a bordo y yo le respondí con palabras malvadas. Palabras terribles. Y ahora…
—Ya sé por lo que estás pasando, Elisa, lo sé muy bien…
Cornelius se interrumpió y ella se separó de él para poder mirarlo a la cara. Su pelo, normalmente tan bien peinado, estaba revuelto. Ella no quería ni pensar en cómo estaría el suyo, pues sentía que los mechones húmedos y pegajosos caían por su espalda.
—Sí —se reafirmó él—. Sé lo que es sentirse culpable por haber sido muy injusto con alguien. Yo, una vez… Yo tuve…
Otra vez Cornelius se detuvo un instante, pero luego continuó, con voz más decidida:
—Una vez tuve una terrible discusión con mi madre, que se llamaba Cornelia. En realidad, teníamos una relación muy estrecha, éramos como una comunidad secreta, solo mi tío Zacharias formaba parte de ese cerrado círculo. Sin embargo, a veces sentía una rabia infinita contra ella. Porque… yo no conozco a mi padre. Mi madre no estaba casada cuando se quedó embarazada. Él, por lo visto, le prometió matrimonio, pero luego la abandonó cobardemente. Soy un hijo bastardo. —Pronunció aquella palabra entre dientes, con desprecio, con rabia y preocupación. Las lágrimas vencieron a Elisa. Su propia pena, tan profunda, era reciente, violenta. Sin embargo, los sentimientos que crecían en él debían de haberlo estado amargando durante muchos años. La carga que él llevaba consigo era más pesada que la suya propia. Sentía una lástima infinita por él e, espontáneamente, alzó la mano para colocarla en su mejilla. Él no apartó la cara, pero sí que bajó la mirada cuando siguió contando—: Me hubiera gustado ser pastor, como mi tío. Pero el hecho de haber nacido fuera del matrimonio me cerró las puertas para formarme como pastor. Y fue entonces… Fue entonces cuando empecé a maldecir a mi madre. Le dije cosas terribles, cosas imperdonables. Poco tiempo después lo sentí muchísimo. Quise hablar con ella para pedirle perdón, pero ella murió. Sucedió muy de repente, sin previo aviso, pues no presentaba síntoma alguno de enfermedad. Solo tenía el corazón débil, me dijo el médico más tarde, y ese corazón, un buen día, dejó de funcionar.
Por su voz, parecía estar asfixiado. La mano de Elisa pasó de la mejilla de Cornelius al cuello y, luego, al hombro. Ella sintió cómo él temblaba.
—Sí, no pude ni despedirme ni retirar aquellas palabras terribles. Pero eso no fue todo. En lugar de sentirme triste, seguía enfurecido con ella, como si fuese culpa suya el haber muerto de un modo tan repentino. Me detuve ante su tumba y le grité, preguntándole por qué se había largado, así sin más. ¡Imagínatelo! Mi tío había intentado apaciguarme; allí estaba, para mí, como siempre había estado. Fue él quien acogió a mi madre cuando esta, embarazada, acudió a él después de que el resto de la familia la repudiara, como hicieron conmigo. Pero yo estaba sordo a las palabras de Zacharias. Seguí insultándola y maldiciéndola… Junto a su tumba.
Poco antes había sido él quien le había servido de apoyo a ella, pero ahora Elisa tomó la cabeza de Cornelius entre sus manos, la atrajo hacia sí y la sujetó con fuerza.
—Lo siento —murmuró la joven.
—Tu madrastra… está viva —dijo él—. Puedes hablar con ella, reconciliarte. No es demasiado tarde… como en mi caso.
—Seguro que tu madre intuyó que esas palabras malsonantes eran fruto del enfado. Si vosotros estabais tan unidos, como tú dices, entonces, tiene que haber sabido en su fuero interno que tú la querías y que lo lamentabas amargamente.
Durante un rato él permaneció en silencio entre los brazos de ella. Elisa no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido. Nada importaba, ni el frío que se le metía en los huesos, ni el agua que le llegaba a los tobillos, lo único que contaba era estar cerca de él, tan cerca como nunca antes. Y el hecho de que ella también quisiera exactamente lo mismo: estar allí para él. Confiarle sus pensamientos más íntimos y saberlo todo sobre él. Dar consuelo y recibirlo.
Sin embargo, de repente, Cornelius se apartó con brusquedad. Arriba resonaron unos pasos, unos jadeos de esfuerzo y, finalmente, unas quejas de desesperación:
—¡El agua! ¡Dios mío! ¡Hay mucha agua! ¡Nos hundimos! ¡Nos ahogaremos todos!
Al reconocer al pastor Zacharias, Elisa se sonrojó y se separó rápidamente de Cornelius. Pero Zacharias Suckow estaba tan corroído por sus temores que se le había escapado aquel íntimo abrazo.
—¡Nos hundimos! —gimió de nuevo—. ¡Hay mucha agua!
—¡Venga, tío, no vamos a hundirnos! El agua viene de arriba, no de abajo. El barco no va a hacer agua.
—¡Santo cielo! —exclamó el pastor Zacharias meneando la cabeza—. Pensé que el Juicio Final se nos había echado encima. Es así, a fin de cuentas, como nos lo describen en el Apocalipsis de san Juan: «Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su pacto se veía en el templo. Y hubo relámpagos, voces, truenos, un terremoto y mucho granizo» —declamó el pastor, y se tapó la cabeza con ambas manos.
—Bueno, no ha caído granizo alguno —objetó Cornelius.
El pastor Zacharias no le siguió la corriente.
—Y tú no estabas aquí —le reprochó a su sobrino—. Sencillamente, desapareciste y me dejaste solo. Pensé que la tormenta te había barrido de la cubierta.
—Yo estoy bien, tío, de verdad, lo peor ya ha pasado. Pero te necesitamos, tío.
En pocas palabras, le contó lo que había sucedido y, aunque no parecía que el pastor lo hiciese con gusto, los siguió a la entrecubierta.
Allí reinaba un olor ácido. Otra vez Elisa oyó resoplar al pastor Zacharias, pero en esta ocasión no lo hizo por miedo a ahogarse, sino al ver a Annelie, con su cara pálida y demacrada, como si hubiese encogido, como si su piel fuera ahora un envoltorio demasiado grande para su frágil cuerpo. Al pie de la litera había un bulto sanguinolento. Elisa intentó apartar la mirada; tampoco Annelie lo miraba. Su madrastra tenía los ojos cerrados y murmuraba algo: quizá una oración. El pastor Zacharias hizo la señal de la cruz, presuroso. Elisa no estaba segura de si estaba dedicada a la curación del alma de Annelie o era una oración por sus propios temores.
Jule puso los ojos en blanco.
—¡Parece que la tormenta ha pasado ya! ¡Gracias a Dios! —exclamó la extraña mujer, impaciente—. De modo que ahora sí que podremos subir a cubierta, ¿no? Yo ya no tengo nada más que hacer aquí y necesito respirar aire fresco con urgencia.
No esperó respuesta, sino que salió con paso torpe hacia la escalera, pero Christine Steiner se interpuso en su camino. Hasta entonces, cada vez que observaba a Juliane Eiderstett, su mirada había sido despectiva y recelosa, sin embargo, ahora la mujer le hizo un gesto de aprobación.
—Eso hay que admitirlo —le dijo manteniendo sin querer el tú de confianza—. Tienes unas manos expertas, de verdad. La manera en que has ayudado a la señora Von Graberg…
Jule se miró las manos.
—No son expertas, lo que están es llenas de sangre —afirmó la mujer con hosquedad.
La mirada de Christine se volvió otra vez algo despectiva.
—Sería más fácil lidiar contigo si supiéramos más cosas de ti.
—Pensé que estabais seguros de que era una asesina, ¿o no? —exclamó Jule, y giró sobre sí misma. Entonces todos la miraron, incluido el pastor Zacharias, que, tras haberse acercado a Annelie con paso vacilante, se daba ahora la vuelta hacia ella—. En fin, lamento decepcionaros, pero no soy una asesina. Pero si queréis seguir pensando mal de mí, adelante. Por mi parte, os contaré todo. —Alzó y atipló la voz para que todos pudieran oírla bien—. Viajo sola porque he huido de mi marido. No tenía ganas de seguir viviendo con un señor dueño de una fábrica al que solo le interesa el dinero. Tampoco tenía ganas de seguir criando para él a las dos diablillas que le parí. Fueron dos chicas. Y las dos son muy hermosas. Pero el aspecto no hace a nadie ni más inteligente ni más feliz, y mucho menos nos hace libres. Y yo quiero ser todo eso. Por tal razón hice mi hatillo con algunas pertenencias, viajé a Hamburgo y me subí a este barco en secreto. Que mi familia se las arregle sin mí.
Aquellas últimas palabras salidas de su boca sonaron como una carcajada. Entonces la señora Eiderstett pasó al lado de Christine y subió definitivamente a la cubierta.
En cuanto cesó el eco de sus pasos, empezó el cuchicheo. Algunos soltaron una risita nerviosa, otros hablaron en son de burla y algunos se explayaron en improperios, como hizo Christine Steiner.
—¡Vaya mujer tan insoportable! —exclamó.
Poldi, por su parte, sonrió con sorna, mientras Fritz comprobaba si, por suerte, quedaba alguna caja, y sus hermanas se bajaron de los camastros.
También Lambert Mielhahn se levantó de su litera, según pudo ver Elisa.
—¡Una mujer insoportable! —repitió el hombre, que siempre estaba de acuerdo con Christine Steiner cuando se trataba de Juliane Eiderstett.
—No ha sido nada bonito de ver, ¿eh? Pero, en verdad, todo pudo ser peor.
Cornelius se sobresaltó al oír aquella voz nasal. Se dio la vuelta y vio que uno de los marineros contemplaba la cubierta. Los miembros de la tripulación acababan de emplear todas sus fuerzas para lograr que el barco continuara navegando a través de la tormenta y saliera indemne de ella y ahora deambulaban por allí sin hacer nada, algunos agotados, otros aliviados y otros con una expresión de profunda confusión, como si aquello por lo que acababan de pasar no fuera más que una pesadilla. Cada vez eran más los pasajeros que se dirigían hacia la cubierta para examinar los destrozos y respirar aire fresco.
También él había tenido mucho afán de hacerlo, tras haber llevado a su tío de vuelta al camarote. El pastor Zacharias se había esforzado mucho en brindar consuelo a Annelie von Graberg; y al ver que eso no daba frutos, que la mirada de Annelie seguía más bien fija en lo alto, les había pedido a todos los pasajeros que dijeran una oración por la joven y él mismo había dado ejemplo, iniciando la suya con una voz inusualmente firme. Después de eso, sin embargo, ya nada pudo retenerlo en la entrecubierta.
—De hecho —dijo el marinero que estaba de pie junto a Cornelius reafirmando sus palabras—, hay algunos que lo han pasado peor que nosotros en altamar.
—¿Peor que nosotros? —preguntó el joven.
Su mirada recorrió la cubierta: había tres mástiles, cada uno con una verga. El del centro se había partido y la verga estaba hecha pedazos, a los otros dos la tormenta no había conseguido doblegarlos del todo, pero estaban torcidos. La mitad del mastelero se había caído por fuera de la borda y el agua les llegaba a los tobillos.
El marinero se encogió de hombros:
—Pudimos habernos hundido y por lo menos eso no ha ocurrido.
Tenía los labios agrietados y un ojo morado, como si alguien le hubiese pegado; aunque tal vez no había sido un puñetazo, sino el golpe de una viga de madera que se había desencajado.
—Sí, pudimos habernos hundido… —murmuró Cornelius con expresión ausente.
El aire fresco lo animó. El recuerdo de las últimas horas venía cargado de algunas imágenes breves, relampagueantes, que no parecían tener conexión alguna; solo daban cuenta del frío, de la humedad, de los tropiezos y los resbalones. Lo único que le parecía real era el abrazo de Elisa. Había sido un abrazo extraviado, había en él tanta desesperación, tanta confusión y tristeza… Pero al mismo tiempo, lo sentía algo tan vivo…
Esperó sobre la cubierta. Su pantalón se había empapado de agua hasta las rodillas, pero eso no lo molestaba en absoluto. Habían sobrevivido a la tormenta y por un instante había tenido la sensación de que gracias a ello podía borrar todo el peligro, la tragedia y la oscuridad de su vida; de que, por fin, podría respirar en paz y mirar hacia delante, continuar.
Cerca del mástil partido se encontró con Juliane Eiderstett. La mujer miraba pensativa el palo destruido y por eso no pareció notar su presencia. Pero cuando él se le acercó más, ella le preguntó de repente:
—¿Qué pasa? ¿Tú también pretendes verter sobre mí toda tu malevolencia y tu desprecio?
Confundido, él la miró, pero sin tener ni idea de lo que estaba hablando.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Bueno, porque has oído lo que hice, soy una mujer que ha abandonado a su marido y a sus hijas.
Cornelius respondió sin pensar en lo que había dicho la señora Eiderstett:
—Y yo soy un hombre que maldijo a su madre por haberme tenido fuera del matrimonio, alguien que luego no tuvo tiempo de reconciliarse con su progenitora. Además, soy alguien que ha sido testigo de cómo moría su mejor amigo.
El hecho de haberle confiado a Elisa la historia de aquella grave pelea con su madre parecía haber cambiado algo en él. No sabía con exactitud qué era, solo sabía que el resto de las cosas que lo afligían pugnaban por salir a la luz. Y aunque Jule no le hizo más preguntas y, de hecho, no parecía muy interesada en él, Cornelius no fue capaz de contenerse y continuó hablando. Las palabras salieron a borbotones de su boca.
—Matthias… Mi amigo se llamaba Matthias. Tenía grandes esperanzas en un nuevo mundo, un mundo muy diferente del actual, más libre, en el que nadie tuviera que doblegarse ni andar agachado, en el que todos pudieran caminar erguidos, en el que no contase de quién se es hijo cuando se nace, sino lo que uno sea capaz de hacer consigo mismo y con su vida. «Este será nuestro año —decía mi amigo—; será el año de la libertad». Se refería a 1848. Estaba tan eufórico, tan excitado y tan activo que llegó a contagiarme. «¿Qué más te da no haber podido formarte para ser pastor porque eres un hijo bastardo? —me gritaba, riéndose—. Ahora todo va a ser diferente». Pero lo único que fue diferente… —Cornelius se interrumpió, sacudió la cabeza; las palabras que acababa de decir de forma tan rápida y despreocupada parecían habérsele atragantado.
—¿Sí? —preguntó Jule, más por impaciencia que por curiosidad.
—La manifestación de octubre ante la Asamblea Nacional en Berlín… Yo tendría que haber estado a su lado, pero fui el primero en huir cuando llegaron los soldados y… y abrieron fuego. Vi desde lejos cómo le disparaban. Sin embargo, no regresé con él, sino que me escondí hasta que la calma reinó de nuevo. Solo mucho después me atreví a acudir donde él, pero ya era demasiado tarde.
Cornelius sintió cómo las lágrimas le subían a los ojos, pero se las tragó.
Por un instante, pudo oírlo todo de nuevo: el galope de los caballos, los gritos, los disparos. Pero entonces todo se acalló y lo único que quedó flotando en el aire fue la voz indiferente y algo despectiva de Jule.
—Si tu amigo está muerto y tú estás vivo, es que tú fuiste más listo.
—¿Más listo? Fui más cobarde.
—¡Ah, vamos! —exclamó la mujer—. ¡Para vivir se necesita mucho más valor que para morir! Y para lo que se necesita aún más valor es para vivir con la culpa, pero sin dejar que nos corroa, sino siguiendo, a pesar de todo, nuestro propio camino.
Por un instante no supo de qué culpa estaba hablando la señora Eiderstett, pero de inmediato recordó lo que ella había contado antes: que había abandonado a su marido y a sus dos hijas y que se había marchado en busca de una nueva vida.
—¿Y no se hace usted reproches a veces? —preguntó el joven.
Ella se encogió de hombros.
—En cualquier caso, no ando regodeándome en la autocompasión. Uno es quien es. Y hace lo que tiene que hacer. Y si llegamos a la conclusión de que lo hemos hecho mal, lo que hay que hacer es hacerlo bien en la ocasión siguiente. Eso es todo.
—Eso es todo —repitió el joven Suckow. Sonaba tan sencillo lo que aquella mujer decía… Y a la vez tan sincero… Involuntariamente pensó en Elisa. A veces le parecía una mujer adulta, pero en otras ocasiones se comportaba como una niña malcriada, aunque siempre era directa, auténtica, sincera. No fingía ante nadie, ni siquiera se engañaba a sí misma; mostraba lo que sentía y decía lo que se le ocurría.
Cornelius enderezó los hombros.
—No tiene sentido huir —le dijo Jule de forma inesperada.
—¿Qué?
—Quiero decir que si tu viaje a Chile es una huida, no vas a ser feliz allí. Uno puede huir de cualquier cosa, pero no de sí mismo.
—Pero este viaje no es una huida —le salió a Cornelius, y por primera vez creyó en lo que decía—. No, no es una huida —se reafirmó—, es un nuevo comienzo.
Jule había exigido que Annelie permaneciera un buen rato acostada, en calma, razón por la cual pasó la noche en la entrecubierta. Al día siguiente, el camarero de talla de armario ayudó al padre de Elisa a llevar a su esposa al camarote. Es decir, el camarero la llevó en brazos, mientras Richard von Graberg caminaba torpemente tras ellos, con cara de desamparo. Una vez que llegaron al camarote, cubrió a Annelie con tres sábanas y, aunque ella empezó a murmurar algo, diciendo que ya se sentía bien tapada, él siguió preguntándole si quería que le trajera más mantas. Pasó por alto la negativa de la convaleciente, que era cada vez más patente. Finalmente, Annelie le pidió que le trajera algo de comer. No parecía que tuviese un gran apetito; tal vez, según sospechaba Elisa, solo quería que el padre tuviese la sensación de ser útil en algo.
Elisa empezó a cambiar el peso de una pierna a otra en cuanto se quedó sola con su madrastra. No sabía qué decir.
—Lo siento tanto —balbuceó por fin—, yo no quería…
Annelie alzó la vista lentamente. Tenía las mejillas demacradas todavía, grises, pero su mirada era tan firme como lo fue su voz a continuación. No había ni un solo rastro de temblor que revelara su sufrimiento.
—Tú tenías razón, Elisa —le dijo ella sobriamente—. Tenías mucha razón. Era el momento menos oportuno para tener un hijo. Yo no lo quería, todavía no, tenía un miedo terrible. Pero me alegré porque tu padre… —Su madrastra se interrumpió; su mirada se apartó de Elisa y recorrió la habitación, buscando algo—. Jule dice que iba a ser un varón —murmuró, finalmente.
—Lo siento muchísimo —dijo Elisa, también en un susurro. Entonces la joven clavó la vista en el suelo y, cuando la alzó, Annelie tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Cuando, poco después, Richard regresó con un pedazo de pan, Elisa le impidió que despertara a su mujer.
Cuando anocheció, el mar se había calmado del todo. Ya no soplaba el viento ni las olas se encrespaban en la superficie, que ahora se extendía ante ellos como un manto liso y gris.