El viaje siguió su curso sin apenas cambios; los días se parecían como gotas de agua. El ambiente en el camarote de los Von Graberg seguía siendo tenso. El día en que Elisa se enteró del embarazo de Annelie, cuando regresó sin el médico de a bordo, Richard pareció disgustado. Pero antes de que él pudiera decir nada, Annelie afirmó que se encontraba bien y que no necesitaba ningún médico. Y aunque su pálida faz era el vivo testimonio de que mentía, Richard se plegó a su mirada suplicante y guardó silencio; eso mismo hizo también Elisa en adelante. A veces hablaban de la comida y otras veces comentaban cuánto más duraría aquel largo viaje. El único que tema que jamás abordaban era el del hijo de Annelie. Elisa escapaba de la estrechez del camarote cada vez que le era posible y cuando le tocaba regresar, nunca contaba nada acerca de lo que había vivido fuera.
Más o menos una semana después de haber pasado el canal de la Mancha, ella y Cornelius, en compañía de los hijos de los Steiner, vieron una masa de criaturas gelatinosas con todos los colores del arcoíris que se deslizaban bajo la superficie del agua, muy pegadas al barco. Poldi las señaló con tal entusiasmo que hizo que incluso los marineros repararan en ellas. Uno de ellos dejó caer al agua un balde atado a una soga y capturó a un par de animalejos singulares que, vistos de cerca, parecían champiñones.
—¡No los toquéis! —vociferó el hombre, pero era ya demasiado tarde. La curiosidad le había hecho a Poldi meter la mano en el cubo, pero el chico volvió a retirarla con expresión de dolor en la cara.
—¡Ay! —se quejó Poldi—. ¡Esto quema como las ortigas!
El niño sacudió la mano, que empezaba a ponerse roja, y se puso a saltar en círculos, como loco, intentando soportar el dolor. Fritz sacudió adustamente la cabeza.
—Tú mismo tienes la culpa.
Incluso Lukas, que casi siempre se mostraba retraído, se echó a reír, y Elisa y Cornelius se lanzaron una fugaz mirada de complicidad. Desde que se habían hecho cargo de Greta y de Viktor, ella no se sentía tan cohibida como cuando se conocieron; con todo, no podía evitar ruborizarse.
A Poldi le estuvo ardiendo la mano varios días. No volvieron a ver aquellos extraños animales, sin embargo, aparecieron grandes cantidades de peces voladores del tamaño de un arenque. Estos, a su vez, eran perseguidos por delfines, que a veces se elevaban por encima del agua dando saltos bastante grandes.
En cierta ocasión, el barco se vio de nuevo en medio de un enorme banco de peces cerdo, cada uno de ellos de casi dos metros de largo, con sus bocas —como su nombre indica— semejantes al hocico de un cerdo. Los marineros intentaron capturar alguno en vano; tuvieron, en cambio, más suerte con un pez sol que parecía estar tumbado en el agua en posición totalmente horizontal. Una vez que lo trajeron a cubierta, un marino lo remató con un hacha, o mejor dicho, intentó hacerlo, porque al final el pez seguía vivo y el hacha se había torcido.
—¡Te puedes ahorrar el trabajo! —le gritó otro—. La piel del pez sol es dura como una coraza y debajo no encontrarás carne, solo un poco de grasa en torno a los pulmones, y con un sabor espeluznante.
Por tal razón, volvieron a arrojar el pez al agua. Elisa no estaba segura de que el animal pudiera sobrevivir tras aquella sesión de tortura.
Poco a poco empezaron a sufrir a causa del calor. Las golondrinas que antes pasaban volando por encima del barco, como si fuesen el último adiós que les dedicaba Europa, estaban ya lejos. El camarero del buque les contó que muy pronto pasarían junto a la isla de Madeira, pero, cuando eso sucedió, ya era de noche y nadie pudo disfrutar la vista de esas costas.
—¿Cuándo podremos ver tierra por fin? —se preguntaban los pasajeros una y otra vez; algunos temerosos, otros con estoicismo o esperanzados.
Si antes todos llevaban puesta cuanta ropa traían consigo, ahora intentaban quitarse toda la que podían. Elisa, por ejemplo, sudaba incluso bajo su ligera blusa; nunca había sudado de ese modo en su vida; el aire resultaba especialmente insoportable cuando no había brisa. La entrecubierta se transformó entonces en un horno al rojo vivo y hasta Emma Mielhahn, que se había pasado el rato tumbada en su litera, salió a cubierta en compañía de Greta y de Viktor, y lo mismo hizo Annelie, que en un solo día se quemó tanto la piel que al anochecer ya la tenía cubierta de ampollas.
Otras mujeres eran más fuertes. Jule, por ejemplo, se buscó en cubierta un lugarcito tranquilo donde poder seguir leyendo su libro; Christine se puso a zurcir calcetines con sus hijas, aunque, a decir verdad, la única que la ayudaba en esa labor era Magdalena, mientras Christl no hacía más que protestar por el trabajo y la pequeña se dedicaba a rezongar. También los marineros mataban el tiempo remendando las velas o dando una nueva mano de pintura a los mástiles y las vergas. Los pasajeros más distinguidos jugaban al whist o al ajedrez, mientras que los más humildes se divertían con peleas de gallos, un espectáculo sangriento que Elisa encontraba abominable y que siempre intentaba evitar.
Regresar a cubierta era más agradable tras la cena, cuando ya estaba oscuro y Elisa podía disfrutar del aire fresco, contemplar el resplandor del mar o dejar que Cornelius —quien casi siempre le hacía compañía— le explicara cosas sobre las estrellas mientras contemplaban el firmamento.
—Esa de ahí es Orión, la constelación más hermosa de todas —le dijo una noche—. Solo puede verse desde finales del otoño hasta principios de la primavera, porque cuando la constelación de Escorpión aparece en el este, Orión ha de abandonar el cielo por el extremo opuesto.
—Sabes tantas cosas… —murmuró Elisa, llena de admiración—. Seguro que has leído mucho.
La joven recordaba confusamente aquella época en la que leía poemas junto a su madre; cuando todavía no eran pobres y la lucha por la supervivencia no les había hecho olvidar todo lo que en otro tiempo les había brindado alegrías, entretenimiento y diversión.
—A mí me hubiera gustado ser pastor, como mi tío —dijo Cornelius en voz baja.
Entonces ella se volvió hacia él.
—¿Y por qué no te hiciste pastor?
Por un instante el rostro de Cornelius se ensombreció y ella sintió cómo afloraba otra vez en él esa tristeza que había percibido con tanta frecuencia. A veces solo parecía melancólico, pero en otras ocasiones parecía abrigar en su pecho un gran dolor.
—Alguien como yo no podría nunca llegar a ser pastor —dijo él con voz asfixiada.
—¿Alguien como tú? —le preguntó ella, sorprendida.
—Tiene… Tiene que ver con mi madre… —En ese momento pareció intentar hablar lo más elusiva y serenamente posible—. Pero eso no importa, ya no… Matthias siempre decía que yo debía aprender algo que pueda ser necesario en la vida, y la gran teología no estaba entre esas cosas. Quizá tuviera razón.
Desde aquella mañana en que habían pasado la llamada costa de la Tiza, el nombre de Matthias no se había vuelto a mencionar. Elisa no sabía por qué había muerto el amigo de Cornelius. Bueno, a decir verdad, era muy poco lo que sabía de él. Pasaban muchas horas juntos, es cierto, y aquel joven le resultaba tan familiar e íntimo que lo echaba de menos con dolor cuando no estaba. Pero no sabía muchas cosas acerca de él, solo que viajaba a Chile en compañía de su tío y que guardaba luto por su amigo Matthias.
—Tu madre… —empezó diciendo ella—. Has hablado de tu madre. ¿Por qué ella no viene a Chile con vosotros?
—Porque está muerta —dijo él escuetamente—, como Matthias.
Elisa abrió la boca con intención de formular una nueva pregunta y pensó que estaba cerca de conseguir que él le contara, por fin, más acerca de sí mismo y de la pena que lo embargaba.
Sin embargo, de repente, Cornelius se dio la vuelta y dijo con rapidez:
—Pero nosotros no queremos mirar atrás, sino hacia delante.
Elisa guardó silencio y se limitó a ponerle la mano en el hombro, con cuidado. A continuación, ambos fijaron la mirada en un punto que no estaba ni delante ni detrás, sino en lo alto, en el anchuroso cielo estrellado.
El calor era más agobiante cada día. Ya ni siquiera refrescaba por las noches; mucho antes de que amaneciera, Elisa ya empezaba a dar vueltas en la litera, inquieta; se despertaba luego empapada en sudor y creía que no podía respirar en aquel aire enrarecido sobre el que parecía pender una pesada campana de cristal. Padecía mareos y dolores de cabeza, y todos los días se apresuraba para llegar a cubierta lo más pronto posible. Pero en cuanto los primeros rayos del sol atravesaban la luz brumosa de esa hora, eran tan abrasadores e implacables que se desataba una auténtica lucha por conseguir un lugar a la sombra. La gente pretendía sobornar a otros con aguardiente y alimentos, y si eso no servía de nada, había siempre alguno que no dudaba en usar los puños. En la entrecubierta, desde donde hasta entonces no se habían dejado de oír chácharas, risotadas, peleas y gemidos, reinaba un silencio llamativo; incluso los niños de los Steiner deambulaban por allí en un estado de apatía.
Una distracción que todos agradecieron fue cruzar la mitad norte del globo terráqueo, momento en el que el capitán invitó a hacer el llamado bautismo ecuatorial. Según una vieja costumbre, se mojaba a todos los marineros y pasajeros hasta que a ninguno le quedaba un pelo seco en el cuerpo. Por un instante la vitalidad regresaba al barco, había gritos de júbilo, carcajadas y griterío, mientras los baldes descendían para llenarse de agua y esta volaba luego en todas direcciones. Algunas de las mujeres más encopetadas fruncían el ceño y declaraban, con remilgo, que todo aquello era una indecencia, sobre todo cuando veían los perfiles de las chicas jóvenes resaltar bajo la ropa mojada. Pero también a ellas se les notaba que saboreaban en secreto el poder refrescarse de aquella manera.
Por la noche tuvo lugar un pequeño baile, o al menos así llamó el capitán a la fiesta. Los marineros se habían puesto sus galas de domingo: camisas de colores y pantalones de un blanco impecable. Un aprendiz de zapatero que también se ocupaba de la música en las misas de los domingos tocó el violín: pero, como hacía en misa, en lugar de producir una música agradable, lo que salió de su instrumento fueron unos chirridos insoportables. Todos se encargaron de abuchearlo en voz alta. Hasta las ratas habrían saltado por la borda si aquel joven no hubiera dejado de tocar. Era impensable bailar allí; el único movimiento que cabía hacer era taparse los oídos.
Al día siguiente empezó una lluvia tropical que duró dos semanas enteras. El agua, que caía a cántaros del cielo, estaba casi caliente y muy pronto se formó sobre el barco una nube de un vapor tan denso que era imposible permanecer seco. La cara de Elisa estaba siempre empapada y ni ella misma sabía si se trataba de sudor o de lluvia.
—Por lo menos tenemos agua potable —dijo la señora Eiderstett intentando ver el lado bueno de aquella tortura permanente.
Y en efecto, en los días anteriores a aquella lluvia, el agua de beber se había ido tornando cada vez más rancia, ya que el aparato que habían subido a bordo para destilarla no funcionaba como debía. Las reservas del preciado líquido se habían ido mezclando con el agua salada de las salpicaduras y quien bebía de ella pronto sentía más sed que al principio. Ahora había agua potable en abundancia, si bien Christine vaticinó que esta también se echaría a perder muy pronto.
—¡No hay bidones como Dios manda! —se quejó—. ¡Deberían estar bien sellados con unas cubiertas de metal! Sin embargo, la madera está algo podrida.
Mientras que durante las primeras semanas del viaje cada día había algo nuevo por descubrir, ahora, por el contrario, siempre había alguna novedad de la que quejarse. Unos decían que perderían la vida a causa de aquel calor sofocante; otros, alojados cerca de las escotillas, se quejaban por la aspereza en la garganta y la tos constante. Además, la comida era cada vez peor.
La cerveza y el café comenzaron a escasear entre los pasajeros que viajaban en los camarotes; en vez de pescado fresco, había tocino ahumado y en vez de pan negro, servían un pan hecho en el barco, apenas digerible. No obstante, abajo se seguían cocinando garbanzos, alubias y patatas, un lujo con el que los pasajeros de la entrecubierta solo podían soñar. Y eso fue lo que Cornelius, con una severidad poco habitual en él, le explicó un día a su tío cuando este se quejó por la escasa ración de la cena.
—¡Podría ser mucho peor! —le dijo bruscamente, a lo que el pastor Zacharias reaccionó con un silencio entre tímido y obstinado.
De hecho, Elisa se enteraba cada día, por boca de los niños de la familia Steiner, de la clase de bazofia que les servían. De la dieta diaria formaba parte la cebada con ciruelas, aunque tenía bichos. Las patatas ya tenían brotes y en las oscuras galletas de a bordo podían verse unos agujeritos de los que salía de vez en cuando algún gusano de color blancuzco.
Fritz, Lukas y Poldi se divertían contando los gusanos, algo que a sus hermanas les parecía bastante poco divertido. Christl empezaba a lloriquear regularmente y se negaba a probar el pan.
Lo único fresco eran las manzanas almacenadas en la bodega del barco; estas, hasta entonces, se habían mantenido en excelente estado, aunque ya empezaban a deteriorarse. Los anzuelos se colgaban del puente con regularidad, pero no siempre la captura de peces era suficiente y muchos de ellos apenas tenían carne una vez que se les retiraban las espinas. Annelie ni siquiera podía comer ese poco. Y aunque evitaba quejarse, Elisa notaba que, en su estado, sufría por algo más que por el calor y la humedad. La compasión empezó a aflorar en ella. Le habló de un hombre que había hecho una hamaca a partir de un viejo velamen, que la colgaba por las noches en la cubierta superior y dormía allí, lo cual, por lo visto, era mejor que dormir en el tórrido interior del barco.
—¡Tal vez podrías dormir una noche entera si nosotros hiciéramos lo mismo! —dijo Elisa dirigiéndose excepcionalmente a Annelie, que tenía un aspecto terrible, demacrado y cansado.
—¡Imposible! —gritó Richard de inmediato—. ¡Se nos ha prohibido pisar la cubierta de noche! ¡El capitán lo advirtió ya a comienzos del viaje!
Annelie, con un suspiro, se plegó a sus palabras. Tampoco Elisa se rebeló contra ellas, pero se quedó hasta altas horas de la noche en la cubierta, para que Cornelius le siguiera explicando constelaciones. Daba igual cuánto padeciera las fatigas del viaje, cerca de él todo era mucho más fácil de sobrellevar.
Tres meses después de que hubieran zarpado de Hamburgo, cesó por fin la lluvia tropical. Sin embargo, el ambiente en el barco seguía estando cargado no solo debido a la mala comida y el tedio, sino, sobre todo, a causa del miedo. Hasta el atrevido Poldi palideció cuando se empezó a hablar de lo que les esperaba en los días siguientes: cruzar el estrecho de Magallanes.
Más de uno rezó o juntó las manos en señal de temor cuando se tocó el tema. Otros discutían el asunto de un modo más sobrio, pero no sin mostrar arrugas de preocupación: ¿qué era más peligroso, rodear el cabo de Hornos, donde les amenazaban fuertes tormentas, o atravesar las pérfidas aguas del estrecho, entre el continente sudamericano y la Tierra del Fuego, con sus peligrosos acantilados? El capitán, después de mucho meditarlo, se había decidido por esto último, pero no había ninguna duda de que esa ruta de viaje presentaba no menos peligros.
El pastor Zacharias se había dejado contagiar por las siniestras profecías que circulaban por el Hermann III y tomaba aire constantemente, como si ya estuviera luchando por su vida entre las olas.
—¡Nuestro barco va a estrellarse contra las rocas! ¡Moriremos todos, nos ahogaremos entre tormentos! Y… ¡Oh, Señor, Señor! ¡A diferencia de lo que pasó con Jonás, no me tragará ninguna ballena para luego escupirme sano y salvo! ¿Y sabéis por qué? —Estaban todos reunidos para la cena y Zacharias miraba fijamente a Cornelius y a los Von Graberg con sus ojos inyectados en sangre, ya que llevaba días sin poder dormir a gusto y eso lo hacía estar sumamente cansado—. ¡Porque no ha sido Dios quien me ha enviado a este viaje miserable! ¡De modo que es imposible que sea voluntad del Señor que yo me vea en el fondo del mar, en algún sitio lejos de mi patria! ¡Oh, Señor, Señor!
Al día siguiente el tío de Cornelius se mostró aún más desesperado cuando unos pájaros extraños empezaron a revolotear en torno al barco. Eran una señal de que estaban cerca de tierra, pero no de una tierra salvadora, por supuesto, sino de una hostil, enemiga de la vida. Y como si aquellas sospechas que preocupaban a todos no fueran ya suficientes, pasaron junto a un barco de guerra prusiano que —como un mal presagio— acababa de cruzar el estrecho de Magallanes, procedente de Valparaíso, y exhibía las magulladuras de aquella travesía, reconocibles desde lejos: dos mástiles rotos y unas velas que colgaban tristes sobre la barandilla del buque, rozando la superficie del agua.
Apenas se divulgó la noticia, todos los pasajeros acudieron presurosos a cubierta, incluido el pastor Zacharias, a quien no se veía muy a menudo al raso. Y aunque ya hacía mucho que el buque de guerra había desaparecido entre la niebla y su visión parecía ahora tan irreal como la de un buque fantasma, muchas personas se persignaron y el pastor Zacharias, temblando, empezó a rezar unos salmos.
—¿Pero cómo? ¿Eso os asusta? —les llegó de pronto la protesta de un marinero que no se había dejado contagiar por el pánico reinante—. Es cierto que ha perdido el mástil, pero por lo menos el barco no se ha hundido. ¡Durante el último viaje pasamos junto al casco de otro barco, y esa visión sí que daba miedo! ¡En las vigas a las que antes se habían aferrado los tripulantes, llenos de desesperación, había ya pequeños caracoles y moluscos!
Un murmullo se extendió entre los presentes y con él se mezclaron un par de chillidos agudos cuando, poco después, la niebla se disipó y el cielo blanco empezó a escupir copos de nieve. Estaban un poco aguados y se fundían en cuanto caían sobre los maderos del barco, pero no podía haber una señal más elocuente de que, después de notar que las noches se habían ido haciendo más frías y cortantes, habían dejado atrás, definitivamente, las zonas cálidas y húmedas para adentrarse en un mundo inhóspito y amenazante.
—¡Se trata, sobre todo, de un mundo abandonado por Dios! —anunció el pastor Zacharias, y se apresuró a abandonar la cubierta para regresar a su camarote (donde se estaba más calentito), no sin antes hacerle una seña a Elisa para que lo acompañara.
—¡Ven, pequeña! —la exhortó—. No cabe duda de que necesitas comer algo para fortalecerte.
Hasta entonces apenas le había dirigido la palabra a la joven Von Graberg, pero al parecer ahora, en su desesperación, cualquier compañía le venía bien.
Elisa lo siguió hasta el camarote, pero se detuvo, vacilante, ante la puerta abierta. Con un suspiro, el pastor Zacharias llenó hasta el borde dos vasos de aguardiente, pero antes de que pudiera darle uno a Elisa, se le interpuso Cornelius, que los había seguido hasta allí.
—¡Tío Zacharias! —le gritó el sobrino, enfadado—. ¿Es que pretendes seducir a una joven dama para que adquiera el vicio de la bebida, solo porque tú no has podido liberarte de esa carga? ¡Tus dolores de cabeza no mejorarán con eso!
Zacharias dejó el segundo vaso, pero se llevó el suyo a los labios con determinación.
—¡No le temo a los dolores de cabeza, sino a ahogarme! —proclamó con obstinación, antes de vaciar de un trago el vaso de licor. Y ya se disponía a echar mano de nuevo de la botella para servirse otra vez.
—¡Ya basta!
Y mientras Elisa, algo azorada, bajaba la cabeza, Cornelius se acercó rápidamente a su tío y le quitó la botella de la mano.
—¡Eh! —gruñó Zacharias con enfado.
—Si te emborrachas, sufrirás aún más a causa de los vaivenes del barco. También sentirás más miedo y no tendrás fuerza de voluntad para luchar contra él. ¡Así que deja ya de beber! Además, dime una cosa, ¿de dónde has sacado ese aguardiente?
Zacharias murmuró algo ininteligible, pero no cejó en su pugna por recuperar la botella, sino que se cruzó de brazos.
Cornelius le pasó la botella a Elisa.
—¡Llévasela a tu padre! Él me parece un hombre sensato que sabe muy bien cuándo hay que decir basta. Tal vez le haga bien tomar una copita para fortalecer el ánimo y calentarse.
Elisa acababa de cerrar la puerta del camarote a sus espaldas cuando escuchó una voz.
—¡Ya has vagado por ahí lo suficiente, jovencita!
El camarero con cuerpo de armario se acercó a ella y la cogió por el codo.
—Se avecina una tormenta, y en esta zona eso es más peligroso que en ninguna otra parte. ¡Todos los pasajeros deben permanecer en sus camarotes o en el entrepuente!
El hombre condujo a Elisa a lo largo del pasillo. El suelo empezó a temblar ahora con más fuerza que nunca.
—¿Una fuerte tormenta? —preguntó ella, y sus preocupaciones se centraron no tanto en ella misma como en Cornelius. ¿Cómo iba a conseguir calmar a su tío cuando este se enterara de la noticia?
El camarero sonrió.
—No se preocupe, señorita, el capitán nos sacará sanos y salvos de esta. ¡Permanezca en su camarote, es todo lo que tiene que hacer!
Elisa se detuvo un momento ante el camarote y luego continuó, presurosa. Abrió la puerta y alzó, con gesto triunfante, la botella de aguardiente, un bien escaso en las últimas semanas. A su padre no le gustaba tomar ese «brebaje horrible», como él lo llamaba, pero en los últimos tiempos se le había oído hablar con nostalgia del licor de hierbas de su madre, que calmaba el estómago cuando estaba débil.
Elisa ya estaba a punto de exclamar «¡mira esto!», pero en ese momento escuchó la voz de Annelie, que le decía a su padre:
—¡No se lo digas! ¡Por favor, Richard, te lo ruego, no se lo digas!
En las últimas semanas Annelie casi no había hablado, y sus pocas palabras apenas habían sido más que susurros.
A veces Elisa le echaba un vistazo de refilón a su vientre, que se redondeaba cada vez más, pero en su fuero interno la joven aún no había dejado a un lado su enfado.
Elisa dejó caer la botella de aguardiente y entró en el camarote.
—¿Qué es eso que no debes decirme?
Richard se dio la vuelta bruscamente.
—¡Ah, ya estás aquí! El capitán ha ordenado que todos los pasajeros…
—Eso ya lo sé —se apresuró a interrumpirlo su hija—. Pero ¿a qué se refería Annelie? ¿Qué es lo que no debes decirme?
Elisa lo miró a él y luego a su madrastra, y esta, cohibida, bajó los ojos.
—¿Qué es lo que traes ahí? —le preguntó el padre señalando la botella.
—Aguardiente —le explicó Elisa—. Un regalo de Cornelius… Para ti.
Richard cogió la botella sin decir palabra, pero la gratitud que Elisa esperaba no llegó.
—La devolveré —le dijo su padre con el ceño fruncido.
Una vez más, la mirada de Elisa se dirigió a Annelie; casi podía sentirse físicamente la tensión entre ellas.
Annelie negó con la cabeza de un modo imperceptible; un gesto que Elisa no entendió.
—¿Por qué no quieres aceptar el aguardiente? —le dijo Elisa a su padre, impaciente—. Como te he dicho, es un regalo y…
—Elisa —se oyó un largo suspiro y por un instante Richard pareció dudar sobre si continuar o no—. Elisa, ya sé que pasas mucho tiempo con ese joven.
—Con Cornelius Suckow, sí. Él es un…
¿Era posible que no hubiera memorizado su nombre o no lo decía a propósito?
—Puede que sea un hombre amable —dijo Richard— y sin duda es inteligente y también parece ser muy educado. Se ocupa de su tío, tiene buenos modales y es solícito…
Aquella enumeración parecía no tener fin y, aunque solo había dicho palabras de halago, Elisa sospechaba que apuntaban a otra cosa. Annelie se mordía los labios con nerviosismo y fue entonces cuando Elisa comprendió que ella y Richard habían estado hablando precisamente acerca de Cornelius.
—Sin embargo, Elisa —continuó su padre—. A pesar de todo, Elisa, me parece que ese joven… A mí no me parece especialmente… fuerte.
Elisa apretó los puños sin querer. Habían estado hablando de él. Se habían permitido el lujo de emitir un juicio sobre Cornelius.
—Richard —dijo Annelie en voz baja.
—¿Qué pretendes decir con eso? —exclamó Elisa con un chillido.
—¡Elisa, escúchame! ¡Cornelius Suckow no es un campesino! ¡Tampoco es un artesano con formación! Y parece que su tío Zacharias tiene que hacer un esfuerzo supremo incluso para sostener el cuchillo y el tenedor. En Chile se buscan hombres fuertes, en condiciones de trabajar.
—¿Y tú crees que Cornelius no puede hacerlo?
—Cuando pienso en los hijos mayores de los Steiner, Lukas y Fritz… Solo tienes que ver cómo ellos…
Poco a poco la ira de ella había ido acrecentándose, pero aún mantenía la esperanza de que su padre no estuviera de veras diciendo lo que parecía insinuar. Pero cuando reafirmó sus palabras, cuando empezó incluso a alabar los méritos de los hijos de los Steiner, Elisa terminó por perder los papeles y la ira estalló.
—¿Tienes a Cornelius por débil? ¿Es eso lo que quieres decirme? —le gritó su hija de un modo en que jamás se había atrevido a gritarle a su padre. Richard dio un paso atrás, más asombrado que furioso.
—Solo he querido decir que no deberías pasar tanto tiempo con él —balbuceó. Su inseguridad hizo que el último dique se rompiera.
—¿Pretendes prohibirme que trate a Cornelius? —le siguió gritando Elisa—. ¿Acaso tú me preguntaste en su momento si Annelie era la mujer adecuada para ti? Dices que Cornelius es débil, pero mírala, ¡mira lo débil y delgada que es ella! Apenas puede abrir la boca. Y desde que iniciamos el viaje tiene mareos. Cómo podrá trabajar, si ni siquiera está en condiciones de…
La cara de Richard se puso roja, le temblaron los párpados.
—¡Está esperando un hijo! —la interrumpió su padre. Su voz sonaba inusitadamente dura y agresiva.
Aunque Elisa intuía que no debía decir una palabra más, estas se le salían de la boca a borbotones.
—Cornelius es un hombre joven y sano, ¿y dices que es él, precisamente, quien no es apto para vivir en Chile? En cambio, nosotros, que llegaremos allí con un recién nacido y una madre débil, sí que podremos superar la primera etapa sin esfuerzo, ¿no? ¿Quién de nosotros dos se ha buscado al acompañante equivocado?
Escuchó el sonido de la bofetada antes de sentir el golpe. Un dolor abrasador se fue extendiendo por su mejilla ardiente. Elisa no recordaba que su padre le hubiese pegado jamás en la cara y él mismo no parecía menos desconcertado.
Casi con asombro, se miró la mano, cuya huella se había quedado marcada en rojo en la mejilla de su hija.
Elisa sintió que las lágrimas se le saltaban de los ojos, pero no quería que su padre la viera llorar, y mucho menos Annelie. Entonces se dio la vuelta y salió a toda prisa del camarote. El suelo temblaba con más fuerza que antes y por las ranuras de la madera silbaba el aire. Un frío cortante la rodeó.
—¡Elisa! —le gritó Richard a sus espaldas—. ¡Elisa, quédate aquí! ¡Nadie debe salir del camarote! ¡Regresa, por favor!
A pesar de su llamada, Richard von Graberg no hizo ademán alguno de correr tras su hija para traerla de vuelta aunque tuviera que usar la fuerza. De modo que la joven continuó corriendo y corriendo, como si no lo hubiese oído.
Annelie se frotaba las manos con inquietud. Le había resultado difícil de soportar su forzosa inactividad desde el comienzo del viaje, pero hoy tenía la sensación de que estaba a punto de asfixiarse. No estaba acostumbrada a no hacer nada. Desde que era una niña siempre había tenido tareas, en la cocina, en los establos, en los campos de cultivo…, incluso en las largas noches de invierno había tenido que coser, tejer o zurcir, hasta que los ojos le dolían y se le llenaban de lágrimas. Adoraba cocinar, pero todo lo demás era demasiado pesado, y había soñado a veces con poder quedarse sentada mucho tiempo, sin hacer nada, o dormir largamente cuanto quisiera, y no tener que levantarse todos los días a trabajar duro. Pero ahora que llevaba meses tumbada en aquella litera, no disfrutaba de esa tranquilidad, sino que cada día se sentía más cansada y miserable. El hecho de que un niño estuviera creciendo en su interior no le proporcionaba ni alegría ni fuerzas, sino que parecía absorberle de su cuerpo las reservas de ambas cosas.
—Por favor, Richard… —empezó diciendo—. ¡No seas tan duro con ella! —Hacía más de una hora que su marido caminaba inquieto de un lado a otro del camarote—. ¡Deberías salir a buscarla! —lo exhortó Annelie—. Así podrás sentarte a hablar tranquilamente con ella.
A Annelie le dolían los dedos de tanto frotárselos. Los huesos destacaban por su color blanco.
—¡Ha salido del camarote aunque sabe que no debe hacerlo! ¡No voy a correr tras ella! ¡Qué regrese cuando le venga en gana!
El rostro de Richard expresaba más confusión que enfado. Annelie conocía muy bien esa expresión. Antes nunca había visto a Richard von Graberg más que desde lejos; entonces, ella misma era tan solo una niña pequeña y la finca de aquel hombre aún no había sufrido la ruina, por lo que todos hablaban de él con sumo respeto y en voz baja.
Solo la hermana de Annelie lo hacía con cierta envidia y, más tarde, cuando la finca quedó en la ruina, mostró su alegría por el mal ajeno:
—Durante años han mirado a todos desde arriba —se había burlado su hermana—, pero ahora no son mejores que cualquier campesino común y corriente.
Annelie, por su parte, no sintió nada de esa alegría por el mal ajeno, solo compasión. Puede que Richard von Graberg fuese ahora un hombre pobre, pero él y los suyos seguían mostrando un porte distinguido. Su propio padre se pasaba todo el tiempo gritándole y maldiciendo a sus hijos, y también les pegaba sin cesar. En casa de Annelie no había un solo rincón en calma, algo que ella añoraba en secreto. Los Von Graberg —tanto Richard como su fallecida esposa, Elisabeth—, por el contrario, hablaban con moderación y caminaban con altivez, pausadamente, cuando acudían a misa los domingos; eso le ofrecía a Annelie una noción de lo que podía ser una vida mejor, más tranquila y apacible.
Annelie se sentó dolorida. Su cuerpo protestaba, la bilis se le subió, amarga, hasta la garganta.
—¡Quédate acostada! —le ordenó Richard—. ¡Tienes que cuidarte! —Aunque sonaba preocupado, ni siquiera se acercó para sostenerle la mano.
—Por favor —le suplicó ella—. Tengo el estómago muy débil. Tráeme un pedazo de pan.
En realidad, no tenía hambre, pero no encontró mejor pretexto para enviarlo fuera y quedarse sola. Solo de ese modo podría llevar a cabo su plan: un plan que su marido jamás hubiese aprobado.
—Pero…
—Ya sé que debemos quedarnos en el camarote. Pero el mar, ahora, parece estar tranquilo. Si se nos echa encima una tormenta, ya no habrá oportunidad de traer algo de comer y yo me estoy muriendo de hambre.
Él cumplió con los deseos de su esposa a regañadientes, como casi siempre hacía ante sus peticiones, algo que llevaba a Annelie a preguntarse cómo era posible que tuviera ese poder sobre él. Tras la muerte de su primera esposa, Richard solía acudir cada día a su tumba. La primera vez ella se lo había tropezado allí de casualidad; en las semanas siguientes se las había arreglado, con gran cuidado, para aparecer por el cementerio siempre a la misma hora. Fueron la compasión y el respeto los que la llevaron a hacerlo, no el cálculo, como luego le reprochó su envidiosa hermana. Un buen día Annelie encontró el valor para confeccionar un ramo con flores recogidas de los campos y entregárselo al hombre de luto. El rostro de Richard se iluminó por un momento no solo por el consuelo que ella le brindaba, sino por la determinación con la que la joven le dijo que depositara las flores sobre la tumba y rezara una oración, pero que, a continuación, saliera del cementerio e hiciera algo positivo para sí mismo, que intentara ver lo bello de la vida, en lugar de sepultarse bajo un manto de tristeza. Su esposa, le dijo Annelie, seguramente hubiera deseado que su vida continuara.
Incluso hoy a Annelie la asombraba haber podido decir aquellas palabras con tal determinación, en lugar de consumirse en su habitual timidez.
Después de que Richard abandonara el camarote, se incorporó lentamente. Tuvo que esperar un rato a que el mareo desapareciera de su cuerpo y pudiera ver por fin con claridad; a continuación abrió la puerta. Aguzó el oído en ambas direcciones y, al no escuchar ni voces ni pasos, salió rápidamente al pasillo. Una vez más sintió los gruñidos de su estómago y, con un gemido, recostó su pesado cuerpo. Pero así y todo empezó a caminar trabajosamente, decidida a encontrar a Elisa, para poder hablar con ella a solas por fin y tratar de que la joven comprendiera a su padre. Annelie podía vivir con el desprecio de su hijastra, pero no deseaba convertirse en un estorbo, en una cuña interpuesta en la relación entre Richard y la chica. Jamás había pretendido eso.
Al principio había sido únicamente la compasión la que la había impelido a buscar la proximidad de Richard von Graberg y siempre encontraba para él alguna palabra cariñosa, pero luego a todo ello se había unido la necesidad, el puro apremio que sentía cuando se imaginaba una vida entera al lado de su padre, con sus gritos, o junto a sus hermanos, no menos ruidosos, todo el tiempo obligada a trabajar duro. Ella podía soportar la pobreza, pero no aquellos gritos. Y entonces un día se iluminó y se le ocurrió una manera de huir del griterío. Tras la muerte de su esposa, Richard von Graberg, aquel hombre supuestamente orgulloso, no solo se había convertido en una sombra de sí mismo, sino que era fácil de sorprender y se mostraba muy agradecido ante cualquier buen consejo. Por sus venas corría sangre noble, pero él parecía completamente perdido; además, era fácil manipularlo si se lo abordaba con voluntad firme. Ella se fue ganando su confianza con halagos, lo acompañaba en sus paseos y lo esperaba cada domingo después de la misa. No pasó mucho tiempo hasta que la mirada de aquel hombre empezó a brillar cada vez que la veía; una mirada en la que, al mismo tiempo, quedaba mucho aún de vacilación, de inseguridad, de miedo a la vida.
Elisa era muy distinta de él, era arisca y decidida y franca en todo lo que hacía. Annelie sentía gran admiración por la joven y, al mismo tiempo, una profunda tristeza, ya que no conseguía caerle bien a la muchacha.
Annelie sintió cómo le temblaban las piernas. Después de tanto tiempo acostada, las tenía débiles, insensibles, y por un momento temió que le fallaran bajo el peso de su cuerpo. Con un gemido, se detuvo y se apoyó contra la pared cuando el barco, de repente, dio tal bandazo que ella fue tropezando a lo largo del pasillo y, al final, chocó con fuerza contra la pared opuesta. Annelie soltó un grito de dolor y se rodeó instintivamente el vientre con las manos. Días atrás había sentido por primera vez a la criatura, pero ahora esta permanecía tranquila. Cuando se pasaba la mano por la barriga hinchada, la veía únicamente como una molestia. Había intentado alegrarse por la perspectiva de tener un hijo, pero no podía dejar de sentir descontento por aquel destino: ¿por qué tenía que soportar aquella carga justamente ahora? ¿Dónde había quedado aquella otra Annelie, tan ligera, tan ágil y eficiente? Había esperado llevar una vida mejor junto a Richard, pero ahora sentía que se iba marchitando poco a poco.
—¡Elisa! —llamó Annelie débilmente—. ¡Elisa!
Apenas podía imponer su voz sobre los alaridos del viento. No obstante, los vaivenes del barco habían disminuido y pudo seguir andando. Sus pasos eran ahora un poco más seguros y la fueron llevando hacia la escalera que conducía abajo. La amenaza de tormenta no había puesto fin al ajetreo habitual de la entrecubierta. Oyó las carcajadas y el bullicio, los lamentos y los gritos de los niños. Alguien tenía arcadas, otros parecían murmurar unas oraciones, otros reían.
—¡Elisa! —volvió a llamar la mujer de Richard.
Tenía que encontrar a su hijastra e intentar reconciliarla con su padre. Más de una vez había estado a punto de intentar mantener una conversación franca con Elisa, para aclararle que ella no pretendía quitarle a su padre ni manchar la memoria de su madre… Para decirle, incluso, que debían estar unidas. Sin embargo, no se había atrevido, tenía miedo de resultarle fastidiosa a la joven.
La luz del pasillo se hizo más oscura y, mientras avanzaba a tientas, palpando las paredes, sintió que por ellas corrían unos regueros de agua.
Se estremeció al oír un crujido seco que se extendió por todo el cuerpo de la nave. Una vez más, el barco pegó una sacudida y, aunque ahora ya estaba preparada e intentó agarrarse, terminó golpeándose de nuevo contra la pared, o mejor dicho, dio contra una puerta que no estaba bien cerrada y que cedió bajo el peso y el impulso de su cuerpo. Haciendo un esfuerzo supremo, Annelie consiguió aferrarse al umbral. Casi se cae dentro de aquella habitación. Entonces la joven esposa de Richard miró a su alrededor: por lo visto, se trataba de uno de los almacenes que se ubicaban entre los camarotes de primera y segunda clase, no lejos de la cocina del barco, de la que emanaban los olores penetrantes de algo quemado.
Había algo oscuro en un rincón, tal vez serían las reservas que quedaban de carbón y madera. Probablemente, aquella habitación estaba aún repleta cuando el barco zarpó de Hamburgo. A un lado había algunos barriles llenos de petróleo para las farolas.
Annelie quiso regresar de nuevo al pasillo para seguir buscando a Elisa, pero en ese instante resonó de nuevo el crujido, en esta ocasión con un tono más amenazador, más seco que antes. El barco no solo se tambaleó, sino que pareció volcarse en toda regla. La sacudida que recorrió la nave fue tan abrupta que las manos de Annelie se desprendieron del marco de la puerta. Cayó hacia atrás y en ese momento notó que había dos escalones que conducían hacia abajo. Se le clavaron con dolor en el vientre cuando rodó por encima de ellos. Se golpeó la cabeza contra uno de los bordes y, cuando por fin quedó tumbada en el suelo, había perdido el conocimiento.
Cuando Annelie abrió de nuevo los párpados, con gran esfuerzo, todo a su alrededor estaba negro. En un principio no supo dónde estaba y tenía más bien la sensación de que colgaba en la nada cabeza abajo; cuando se llevó la mano a la cara, palpó sangre reseca bajo el ojo derecho. El dolor le atravesó primero la cabeza, luego el vientre y esto le hizo recordar lo que había sucedido. Se había caído… en ese almacén… y luego había perdido el conocimiento. ¿Cuánto tiempo habría estado así? ¿Y qué le había hecho recuperar el conocimiento? ¿Habían sido los espasmos que sentía en el vientre, o aquel vaivén inquieto, o el ruido?
El golpeteo era casi ensordecedor y apenas podía decir si venía de abajo o de arriba. Sonaba como si cien hombres se esforzaran en reducir el barco a pedacitos, incluido todo el mobiliario, con ayuda de palanquetas y hachas. Y en medio de esos golpes, resonaba una y otra vez un chirrido seco, como si un gemido atravesara el cuerpo de la nave, con un sonido no tan penetrante, pero por esa misma razón mucho más amenazador.
—¡Auxilio…! —gimió Annelie—. ¡Auxilio…!
¡Era imposible que nadie oyera su voz en medio de aquel estruendo!
Por encima de su cabeza resonaba un ruido de pasos. Debían de ser los marineros, pues a fin de cuentas se les había pedido a todos los pasajeros que permanecieran en sus camarotes. En las últimas semanas a Annelie la habían alegrado, muy a menudo, los monótonos cantos de aquellos hombres de mar.
—¡Hola, hola, hola! —se oía desde su camarote.
Pero los gritos que ahora se oían parecían más bien de pánico. Había una voz que se imponía sobre las otras; tal vez fuera la del capitán que vociferaba a través de un altavoz para hacerse escuchar por encima del aullido del viento, del siseo y el bramido del mar y de los crujidos y golpes contra el maderamen.
Annelie se puso a escuchar con concentración para poder determinar, por medio de alguna de aquellas voces de mando, qué estaba pasando en el barco y cómo de fuerte era la tormenta; pero antes de haber podido entender una sola palabra, recibió un fuerte empujón que la hizo rodar varias veces sobre su propio cuerpo.
Llena de espanto, lanzó un grito cuando sintió que entre sus piernas se estaba formando un charco cálido. ¿Se había orinado a causa del miedo o estaba sangrando?
Entonces empezaron unos fuertes calambres. El dolor parecía desgarrarla en pedazos y, cuando por fin disminuyó, tenía la cara empapada en sudor.
Entre gemidos, intentó incorporarse, pero como no era capaz empezó a palpar con el pie en busca de una pared sobre la que apoyarse. Recordó el consejo del camarero de a bordo sobre la posición que se debía adoptar en caso de que se desatara una tormenta: era preciso sentarse en la litera, con la espalda pegada a la pared y los pies apoyados contra el tablón que rodeaba la cama. Y si las cosas empeoraban, uno podía tumbarse en el centro de la litera y atarse dos cuerdas alrededor del cuerpo, fijando una a la derecha y otra a la izquierda, una vez que estuvieran bien tensas.
Pero aquí no había ni litera ni cuerdas y antes de que Annelie pudiera encontrar un apoyo, recibió otro golpe y rodó de nuevo a lo largo del recinto, al tiempo que intentaba sujetarse el vientre y emitía gemidos de dolor. La humedad que sentía entre las piernas ya no era cálida, sino fría. De todos modos, ella seguía ofreciendo resistencia con la ayuda de las manos; por lo visto, había rodado hacia una pared, por lo que intentó sentarse. De las vigas del techo caían gotas y, con el tiempo, el goteo se fue haciendo más intenso; esta vez Annelie oyó el tamborileo de la lluvia. ¿O acaso eran los pasos de unas ratas?
—¡Auxilio! —volvió a gritar, entre sollozos.
Seguro que Richard ya estaría buscándola, pero nunca pensaría que ella iba a estar justamente en aquel almacén. Y nadie lo ayudaría a buscarla, pues todos los miembros de la tripulación estaban enfrascados en la tarea de sacar al barco indemne de aquella tormenta… Sí, la tormenta a la que ella tanto había temido. Y ahora, a aquel miedo se unía otro: el de perder su criatura.
Unos nuevos espasmos empezaron a torturarla; Annelie se mordió los labios y sintió que la sangre manaba de ella y se llevaba consigo toda su fuerza vital.
Creyó que iba a desmayarse de nuevo a causa del dolor y casi empezó a añorar el momento de entregarse a esa nada oscura cuando, de repente, en medio del ruido, de los gemidos y los pasos, oyó unas voces con claridad. ¿Eran sus propios gemidos o se trataba, en efecto, de las voces de unos niños?
Annelie aguzó los oídos, se puso de nuevo a escuchar.
—¡Poldi, no podemos hacer eso! —exclamó un niño—. ¡Ya han tocado la campana anunciando la tormenta, tenemos que regresar a la entrecubierta y tumbarnos en nuestras literas como nos indicó el camarero!
—¡Tonterías! —replicó una segunda voz—. Todavía podemos estar en pie. Atiende, vamos a contar cuánto tiempo podemos mantenernos erguidos, sin agarrarnos, ¡y el que aguante más será el ganador!
—¡¿Estás loco?! ¡Podemos rompernos la crisma!
—¡Lukas, eres un cobarde! ¡Hablas como Fritz! ¡Y él también es un aguafiestas, no nos deja divertirnos!
—¿Y me puedes decir qué hay de divertido en romperse el cuello? ¡Venga, volvamos a la entrecubierta!
Cuando Annelie intentó alzarse mientras se apoyaba en la pared, se le clavaron unas astillas de madera en las palmas de las manos; las uñas se le partieron. Los espasmos se hicieron tan intensos que la mujer creyó que su vientre era un enorme nudo que se apretaba cada vez más y le cortaba el aliento. Con obstinación, luchaba para no desmayarse de nuevo. Aquellos niños eran su única salvación.
—Auxilio —fue la palabra que le brotó de los labios.
Pero su llamada era demasiado tenue. Entonces hizo acopio de todas sus fuerzas.
—¡Auxilio! —esta vez gritó—. ¡Ayudadme, por favor!