Había días buenos y días malos, y casi siempre por la mañana se decidía cómo iba a ser el día que acababa de empezar. En cuanto Greta Mielhahn abría los ojos y se incorporaba en la cama, echaba un vistazo a la expresión del rostro de su padre e intentaba leer en ella de qué humor estaba.
Había aprendido a prestar atención a todos los detalles, por mínimos que fuesen. No se le escapaba nada: ni el ceño fruncido; ni la boca torcida; ni la mirada a veces fija, a veces inquieta; ni el tono de la voz, que podía ser bronco amenazador o jadeante a causa de los gritos. En los días buenos, el rostro de Lambert Mielhahn era una máscara inexpresiva; en los malos, las comisuras de sus labios se doblaban hacia abajo y en sus sienes latía, visiblemente, una vena. Y un síntoma particularmente negativo era que empezase a hablar de su hermano. En cuanto se mencionaba el nombre de este último, Greta encogía la cabeza.
Gracias a Dios, desde el comienzo del viaje no lo había mencionado ni una sola vez; sin embargo, era obvio que hoy su padre no se sentía bien. No solo tenía la cara pálida, sino con un brillo verdoso; tenía sudor en la frente y por la mañana, cuando había ido al retrete —tal como anunció quejumbroso— había vomitado. El mar agitado era culpable, o lo era el capitán, que no sabía dirigir la nave como era debido; pero sobre todo, lo era su hermano Gustav. ¡Solo por su causa había tenido que emprender aquel maldito viaje! Y cuando pronunció su nombre, la expresión de su padre se volvió una mueca, como si hubiera probado un pedazo de comida envenenada.
Greta notó cómo su madre se estremecía. Jamás Lambert Mielhahn hablaba de su hermano Gustav sin enfurecerse en grado sumo. Bueno, en realidad siempre estaba furioso; la discordia, la envidia y el resentimiento siempre pesaban sobre sus hombros. Pero cuando se trataba de Gustav, esos sentimientos reclamaban de inmediato una víctima en la que descargarse.
Greta sintió que su madre se estremecía y se apartaba imperceptiblemente de ella. Cuando lo que tocaba era soportar la fría ira del marido y padre, cada cual en la familia luchaba por su propia supervivencia. Jamás Emma Mielhahn se había plantado ante Greta o ante su hermano Viktor para protegerlos. Y, en el caso inverso, los chicos sabían muy bien esconderse rápidamente cuando Lambert dirigía su ira contra la madre.
Sin llamar la atención, Greta echó un vistazo a la entrecubierta. Su padre no perdería el control si se sentía observado, pero él no era el único que sufría hoy a causa de los mareos. Casi todos los pasajeros se retorcían en sus catres, demasiado atrapados en su propia miseria como para darse cuenta siquiera de la de los demás. Aquella extraña mujer, Juliane Eiderstett, no solo tenía la cara rozagante y había desayunado con total apetito, sino que incluso estaba leyendo su libro con expresión concentrada, y Greta no abrigó demasiadas esperanzas de que fuera a interrumpir la lectura en caso de que su padre sufriera uno de sus ataques de ira. La señora Eiderstett se había enfrentado a su padre el primer día, pero en aquella ocasión se trataba de la litera, es decir, de algo que le incumbía directamente.
—¡Y todo solo por su culpa! —gritó Lambert—. ¡Todo por su culpa!
Greta clavó la mirada en sus propias manos. Había oído esas palabras con suma frecuencia, pero había necesitado mucho tiempo para entender por qué su tío había enfurecido tanto a su padre. Por lo visto, se trataba de las tierras que eran propiedad del abuelo, que no poseía ningún terreno espectacular, sino varias zonas de bosques. Gustav era el heredero, «heredero universal», como Lambert lo llamaba a veces, con amargura, y el tono agudo de su voz no dejaba lugar a dudas sobre lo poco legítima que consideraba esa condición. Greta apenas podía acordarse de la cara de su tío Gustav, y mucho menos de la de su abuelo. Habían transcurrido muchos años desde que había muerto y sus propiedades se habían repartido de forma injusta, pero la rabia de Lambert Mielhahn por la manera en que lo habían relegado a un segundo plano les seguía amargando la vida a todos. Cuando se lo oía hablar de ello, uno creía que acababa de enfadarse por el hecho de que su hermano lo fuera a recibir todo, mientras que él tendría que vivir en la pobreza, esa miseria que ahora, finalmente, lo había obligado a dejar su hogar y su patria.
De repente, Greta oyó unos pasos. Se acercaban con lentitud y venían directamente hacia su catre.
«Ahora no —pensó Greta intentando advertir a su hermano—. ¡Por favor, ahora no! ¡Aléjate!».
Sin embargo, no lo dijo en voz alta, por lo que Viktor no pudo reaccionar a sus calladas órdenes. Emma se apartó aún más de Greta; ahora estaba acurrucada en el extremo de la cama.
«¿Por qué no había cuidado mejor de Viktor? ¿Por qué su hermano se había alejado de la litera?», pensó Greta en silencio. No se le movía ni un músculo de la cara cuando clavó la vista en Viktor, con los ojos fuera de las órbitas.
Pero ya era demasiado tarde.
—¿Dónde has estado? —increpó Lambert al chico.
«¡No digas nada!», pensó Greta.
—Donde las chicas de los Steiner —dijo Viktor.
«¡Estúpido! —lo increpó de nuevo Greta, pero en silencio—. ¿No sabes lo que estás provocando?».
A veces la niña no podía evitar sentir que su hermano Viktor lo hacía todo a propósito; que, a pesar de que lo sabía, incitaba la ira del padre, y también los golpes, para de esa manera preservar un ápice de obstinación.
Entonces la niña oyó que Emma, su madre, resoplaba: el único sonido que la mujer dejó escapar.
—Así que con las chicas de los Steiner… —El padre se puso de pie—. ¿Y cuántas veces te tengo que decir que nosotros no tenemos nada que ver con esa gentuza? ¿Es que eres una niña? ¿Por qué juegas entonces con las niñas?
Greta volvió a mirar a su alrededor en busca de ayuda, pero, como se temía, nadie le prestaba atención. La señora Eiderstett continuaba leyendo su libro con absoluta parsimonia.
«¡Corre, vete! ¡Márchate! ¡Escóndete en alguna parte! Tal vez se le olvide y…».
Pero, entretanto, el padre ya había agarrado a Viktor. Greta cerró los ojos.
A pesar del temor por su hermano, también, de algún modo, se sintió aliviada de que esta vez le tocara a él, y no a ella.
Elisa andaba por el barco cegada por las lágrimas. Hubiera preferido esconderse en algún oscuro rincón, no regresar jamás al camarote. Pero, por un lado, no existían demasiados sitios en el barco en los que no hubiera una gran cantidad de personas hacinadas; y por otro lado, tampoco se atrevía a desatender la orden de su padre de llevar al médico de a bordo. Una cosa era estar muy enojada con Richard y otra muy distinta, enfrentarse a él. Lo primero era un sentimiento que le era familiar; lo segundo era algo que jamás se había atrevido a hacer.
Así que se detuvo, respiró hondo y le preguntó a uno de los camareros dónde podía encontrar al médico del barco.
—Entre los camarotes de primera y segunda clase —le respondió el hombre escuetamente. Su boca se torció con cierto gesto de desprecio, algo que ella no se pudo explicar. ¿Lo habían provocado sus ojos llorosos?
Elisa se secó rápidamente las lágrimas de las mejillas y se apresuró a buscar el sitio indicado.
Vacilante, llamó primero a la puerta; pero al no obtener respuesta, golpeó la madera un poco más fuerte. Tampoco pasó nada. Entonces, en vez de llamar de nuevo, pegó el oído a la puerta y creyó oír unos ronquidos.
¡Qué extraño! ¿Se trataría de un enfermo que se recuperaba en una de aquellas literas? Solo entonces Elisa recordó que el primer día el camarero del barco había mencionado al médico que los acompañaría en el viaje, aunque hasta ahora no le habían visto la cara. El capitán, el timonel y otros miembros importantes de la tripulación se habían presentado a los pasajeros de primera y segunda clase, pero el hombre que cargaba con la responsabilidad del buen estado de salud de todos ellos no lo había hecho. Ni siquiera sabían su nombre.
Y en vista de que nadie había reaccionado todavía a su llamada, Elisa abrió la puerta decidida… Y no pudo más que retroceder, espantada. El recinto no era más grande que su camarote; a un lado se encontraba un armario picado de termitas, hecho de oscura madera de nogal; en el lado opuesto había tres literas para enfermos, colocadas una encima de la otra, y no solo eran mucho más pequeñas que su propia cama, sino que estaban completamente sucias: unas manchas amarillentas y rojizas afeaban las blancas sábanas.
Gracias a Dios, todas estaban vacías. No había manera de que un enfermo sanara allí. De eso Elisa estaba segura. Sin embargo, el estado de las literas no era lo peor. Lo peor, en verdad, era el hombre que dormía en medio de la habitación, con la cabeza apoyada sobre una mesa. Su uniforme manchado —que le quedaba demasiado estrecho hacia la parte del cuello— y el pelo pegajoso que le caía sobre el rostro hinchado despedían un olor desagradable. Elisa sintió que algo golpeaba contra sus pies. Entonces retrocedió soltando un gritito y vio en el suelo una botella de aguardiente vacía que, al parecer, se había caído de la mesa y ahora rodaba por allí en una u otra dirección, según la inclinación del barco.
¡El médico de a bordo era un borracho!
Elisa no quería pasar ni un minuto más en aquel agujero pestilente, de modo que dio un paso atrás, pero en ese instante oyó, además de los ronquidos del médico, otro sonido mucho más claro, mucho más desesperado, mucho más penetrante. Era como un sollozo y llegaba desde el centro del camarote. Elisa se acercó a la mesa y se agachó. Y lo que vio allí, bajo el redondo tablero de la mesa, la alarmó más que el mal estado del recinto o que la borrachera del médico.
—¡Cornelius!
Ella no sabía con exactitud en qué camarote se alojaban Cornelius y su tío. Por eso recorrió el pasillo de arriba abajo gritando su nombre varias veces. Por lo demás, no se le ocurría nadie a quien pudiera preguntarle.
—¡Cornelius! ¡Cornelius!
Parecía que había transcurrido una eternidad cuando se abrió la puerta de un camarote y el pastor Zacharias Suckow asomó la cabeza. No estaba ahora tan pálido como en los días anteriores y, a pesar de sus quejas, parecía haberse acostumbrado a los vaivenes del mar picado.
—¡Ah, pero si es la joven señorita de cuyo nombre nunca consigo acordarme, pero a la que he salvado de las fauces del infierno! —exclamó el pastor—. Precisamente, mi sobrino y yo estamos jugando una partida de ajedrez, o mejor dicho, estaríamos jugando si las fichas no estuvieran moviéndose todo el tiempo, lo cual, de hecho, significa una ventaja para él, pues de ese modo, cuando pierda, podrá echarle la culpa al mar, no a mí. De hecho, yo preferiría perder mis partidas de ajedrez y no estar viajando por mar, porque a fin de cuentas el mar es más fuerte que todos nosotros y hará zozobrar esta barca miserable como si fuese una cáscara de nuez, y entonces…
Elisa se abalanzó sobre él.
—Yo… Yo estoy buscando a…
En eso apareció Cornelius detrás de su tío.
—¿Tú también juegas al ajedrez, Elisa? —le preguntó él con expresión divertida.
—Cornelius, tienes que venir de inmediato…
La voz le falló a causa de la agitación. Sin embargo, por su expresión, Cornelius se dio cuenta de que algo grave tenía que haber ocurrido. Y al parecer su tío también lo notó, pues de inmediato soltó un atormentado «¡ay, ay, ay!» y desapareció con paso presuroso dentro del camarote sin preguntar nada. Por lo visto, prefería no enterarse de lo que perturbaba tanto a aquella joven.
—¡Tienes que venir!
Elisa se dio la vuelta y se dirigió presurosa hacia la enfermería. Cornelius la siguió sin vacilar, por lo que se sintió aliviada.
—Elisa, ¿qué pasa?
Ella no tuvo que decirle nada. En cuanto entraron en el camarote del médico, él mismo vio lo que tanto había alarmado a la joven.
Cuando, al poco, bajaron a la entrecubierta, se encontraron a Christine Steiner y a Juliane Eiderstett enfrascadas en una violenta discusión. La señora Eiderstett estaba de rodillas en el suelo, haciendo algo; Christine estaba de pie a su lado, con las manos apoyadas en las caderas, y la miraba moviendo la cabeza con gesto negativo. Un cuadro poco habitual, pues hasta ese momento, según le habían contado los hijos de la familia Steiner, su madre prefería no prestar atención a aquella singular señora Eiderstett, aunque, a sus espaldas, se pasaba todo el tiempo chismorreando y especulando con otras mujeres sobre las razones que tendría la señora para viajar sola.
—¡Así no se puede preparar comida alguna! —exclamaba Christine en ese momento, con desdén.
—¡Pues ya ve usted que yo sí puedo! —le respondió Juliane.
Elisa se acercó un poco más y vio que la señora Eiderstett estaba removiendo varios ingredientes en un cuenco de latón; ingredientes que, al parecer, había recibido a modo de ración y que había guardado para ese momento. Con la ayuda de un largo cuchillo de monte, cortó en pedacitos el tocino; luego, lo mezcló con galletas trituradas de las que daban en el barco y, por último, les añadió dos huevos. Todo aquello dio lugar a una masa más o menos espesa que se podía moldear para hacer unas tortas.
—¡Y ahora de aquí saldrán unas albóndigas! —dijo la señora Eiderstett no sin cierto orgullo—. ¡Albóndigas de a bordo, por llamarlas de algún modo!
Christine arrugó la nariz.
—¿Y, ahora, dónde piensa freírlas? —le preguntó, visiblemente decepcionada al ver que aquella masa parduzca, en efecto, cobraba forma.
—¡Pues en la cocina del barco, por supuesto!
—¡Pero allí solo pueden entrar los verdaderos cocineros! —se mofó Christine.
—Bueno, ¿y qué? —preguntó la otra levantándose—. Eso ya lo veremos.
—Señora Eiderstett…
—¿A qué viene tanta formalidad? Preferiría que me llamara, sencillamente, Jule, así me decían de niña. Pero lo que de verdad preferiría es que no me dijera absolutamente nada y me dejara en paz.
Christine puso los ojos en blanco y se abstuvo de decir una palabra más. Las tres niñas de la familia Steiner habían seguido la discusión desde una distancia segura. Pero en cuanto Jule se dio la vuelta, las tres pegaron un salto y la siguieron con pasos sigilosos:
—¡Asesina! ¡Asesina! —le soltó Christl en un siseo.
Sus mejillas estaban rojas como un tomate a causa de la emoción. Probablemente, era la primera vez que pronunciaba aquella palabra, instigada por Poldi, a quien Elisa vio sentado en su catre, con una risita pícara en el rostro.
Jule se dio la vuelta bruscamente, pero en ese instante las chicas se quedaron tiesas, como si jamás hubieran dado un paso en su dirección, y Christl mostró su sonrisa más inocente.
En cuanto Jule se volvió de nuevo, volvió a resonar aquella voz:
—¡Asesina! ¡Asesina!
La señora Jule no se tomó la molestia de mirar a las niñas de nuevo con severidad.
—¡Vaya, con que ese es el modo en que os explicáis el hecho de que mi marido no esté a bordo! —exclamó la mujer, algo divertida—. ¡Pensáis que lo he matado! ¿Qué preferiríais, que lo hubiese envenenado, que lo hubiese estrangulado o que le hubiera clavado un puñal?
Poldi seguía soltando su risita, pero Christl, esta vez, se mordió los labios, cohibida.
—Bueno, pues puedo aseguraros que… —Jule se interrumpió. Acababa de darse cuenta de que Elisa y Cornelius estaban allí, y su sonrisa burlona desapareció de sus labios—. Por lo que a mí respecta, puedo decir que no he matado a nadie —dijo—; pero vosotros dos me miráis como si os hubieseis tropezado con la muerte en persona.
Elisa lanzó a Cornelius una mirada solicitando auxilio. Había sido idea suya buscar ayuda en la entrecubierta.
—¿Pretendes pedirle cuentas a Lambert Mielhahn? —le había preguntado Elisa, horrorizada.
Cornelius había negado con la cabeza.
—Más bien deberíamos hablar con Christine Steiner. Ella parece conocer a los Mielhahn. Tal vez ella pueda tranquilizar a Greta y luego, con Viktor…
En realidad, no parecía que hubiera que tranquilizar a Greta. A Elisa, incluso, le había parecido demasiado tranquila cuando la vio allí, agachada debajo de la mesa, apretando contra ella al hermano empapado en sangre. Había transcurrido una eternidad hasta que la niña les contó lo que había sucedido: que su padre casi había matado a Viktor a golpes y que el chico había conseguido llegar hasta allí, pero que luego había caído al suelo, desmayado, y que a ella no se le había ocurrido otra cosa que esconderse de su severo padre en la enfermería; le daba igual que el médico de a bordo roncara o que oliera a aguardiente.
—¿Y bien? —preguntó Jule, impaciente—. ¿Os habéis tropezado por el camino con ese terrible duende que presagia los naufragios?
—Viktor… —dijo Elisa, y miró a su alrededor buscando algo. Emma Mielhahn estaba tumbada en la litera y se había tapado la cara con la manta de lana. No había ni rastro de Lambert. Y aunque estaba tremendamente furiosa con él, se sintió aliviada. Una cosa era maldecirlo en silencio y otra muy distinta, pedirle cuentas.
—Viktor… Viktor no se mueve. Le sangra la nariz… Y la boca…
Elisa se interrumpió. ¿Se equivocaba o Emma se había tapado más todavía con la manta?
—No me imaginé nada bueno cuando vi al padre arrastrándolo fuera —dijo Jule, y su voz sonó avinagrada—. Por lo menos no se atrevió a golpearlo delante de nosotros.
—El chico está inconsciente —intervino Cornelius— y respira solo muy débilmente. Apenas le sentí el pulso cuando se lo tomé, y…
—¡Greta lo llevó al médico! —lo interrumpió Elisa—. ¡Pero ese hombre está completamente borracho! Está profundamente dormido, como un tronco, y ni se enteró de que los dos niños estaban allí.
Jule dejó sobre la mesa el cuenco de latón con las albóndigas.
—¡Vaya, estupendo! —se le escapó—. ¡Y yo que quería hacer hoy de cocinera! ¡Ahora no me quedará más remedio que hacer las veces de médico de a bordo! ¿Qué pasa? —dijo dirigiéndose a Cornelius y Elisa con ademán impaciente; los dos estaban perplejos de que fuera precisamente la hosca señora Eiderstett la que les brindara ayuda—. ¿Venís conmigo u os quedáis aquí?
Con pasos decididos, subió hasta el otro nivel, y Cornelius y Elisa la siguieron presurosos, aunque no estaban seguros sobre qué podían esperar de la señora Eiderstett. En cualquier caso, esta se mostró dispuesta y solícita, mientras que Christine Steiner, que había escuchado la historia con gesto de incredulidad, no hizo siquiera ademán de acompañarlos.
No parecía que fuese la primera vez que Juliane Eiderstett pisaba la enfermería: conocía el camino y entró en el camarote del médico muy resueltamente, como si todas las dependencias del barco estuviesen a su disposición.
Mientras tanto, allí nada había cambiado: Greta seguía arrodillada junto a su hermano, bajo la mesa, y el médico de a bordo continuaba roncando y durmiendo la borrachera. Antes, Elisa y Cornelius habían intentado consolar a Greta en vano. Incluso cuando le dijeron que saldrían a buscar a alguien que ayudara a su hermano, ella se había limitado a mirarlos fijamente, con los ojos muy abiertos. Y ahora, cuando Jule se arrodilló ante Viktor, la niña se encogió aún más.
—¿Todavía respira? —preguntó Jule sucintamente. Pero Greta ni asintió ni negó con la cabeza.
Con cuidado, Jule sacudió un poco a Viktor por los hombros y, como el niño no se movía, lo sacó de debajo de la mesa con suma cautela, lo levantó del suelo y lo dejó encima de una de las literas. El hecho de que estuviera completamente sucia no pareció causarle la menor preocupación. Acto seguido, se inclinó sobre el muchacho y le levantó los párpados para examinarle de cerca las pupilas.
—No tiene la mirada rígida —comprobó la extraña mujer—. Y le molesta la luz, eso es buen síntoma.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando se escuchó un gemido; fue tan tenue que, por un instante, Elisa lo tomó por una alucinación. Pero entonces vio cómo el cuerpo de Viktor sufría una sacudida y el chico intentaba liberarse de Jule. Cuando esta última lo soltó, él volvió a cerrar los ojos rápidamente.
—¡Ya lo veis! —exclamó Jule, orgullosa.
—¡Gracias a Dios que está vivo! —exclamó Cornelius.
—Le quedará una conmoción cerebral, pero ninguna lesión grave.
—¡Pero está sangrando muchísimo! —objetó Elisa.
—Por la nariz, no por el oído. Esto último sería peor, podría ser un síntoma de que se ha fracturado el cráneo. Le han quedado un montón de arañazos —dijo Jule, palpándole con cuidado los huesos del mentón—, pero no tiene nada que no se pueda curar por sí solo. Claro, podemos intentar calmarle los dolores.
Cada vez que ella lo tocaba, la cara de Viktor se desfiguraba en una mueca. Silenciosamente, Greta se había acercado a su hermano, pero no lo tocó, sino que le clavó la vista del mismo modo que lo había hecho antes. Elisa no era la única que observaba a la chica. Solo entonces se dio cuenta de que a Christine Steiner no le resultaba del todo indiferente el destino de los hijos de los Mielhahn y los había seguido hasta allí, aunque se mantenía a cierta distancia, en el umbral de la puerta.
Jule no le prestó atención, se acercó al oscuro armario de madera y fue abriendo un cajón tras otro.
—A ver qué tenemos aquí… —murmuró la mujer.
—Un aparato para hacer sangrías, tubos de ensayo para recoger la sangre… Bah, ¿qué voy a hacer con eso? Dos lancetas y dos agujas de estaño para inyectar… Hum… Nada de esto le sirve al chico para nada. Ah, y esto: una venda para sangrías y una férula.
Jule lo alzó todo para examinarlo, pero no quedó satisfecha con nada.
—No puede usted… —empezó a decir Christine, indignada.
Jule echó una breve mirada al médico de a bordo.
—¿Acaso cree usted que este borracho se me va a echar encima si me pongo a revolver sus cosas? —le preguntó Jule burlonamente—. ¿Tiene miedo por mí?
Christine tan solo resopló.
Jule se inclinó hacia delante para abrir uno de los cajones de abajo.
Estaba atascado y Elisa se arrodilló rápidamente junto a ella para ayudarla a tirar de él con fuerza. Al inclinarse Jule hacia delante, de la blusa se le salió un medallón, que se quedó meciéndose ante su pecho. Elisa se abstuvo de mirarlo fijamente, pero una breve ojeada le bastó para reconocer el retrato de dos niñas rubias.
Jule cogió el medallón y se lo metió de nuevo bajo la blusa.
—Ah, esto… —dijo brevemente, pues no se le había escapado la mirada de Elisa—. Son mis dos niñas…
A Elisa tampoco se le escapó la exclamación de sorpresa de Christine, aunque esta se tragó la pregunta que seguramente tenía en la punta de la lengua: de modo que Jule no solo había tenido alguna vez un marido, sino que también tenía dos hijas.
Y entonces, ¿por qué viajaba sola en aquel barco? ¿Acaso sus familiares habían muerto? ¿Escondía bajo esa hosca manera de ser una honda pena?
—Vino tinto, azúcar, sagú, sémola de avena, cebada perlada… —fue enumerando Jule—. Dieta blanda para los enfermos. ¿Es que no hay en este barco un botiquín decente?
Tras ellos rezongó el médico de a bordo, aunque seguía sin moverse. Jule sacudió la cabeza con desaprobación, pero se incorporó de nuevo, se puso de puntillas y se alzó hasta el cajón más alto.
Elisa se volvió hacia Viktor. Intranquilo, el chico movía la cabeza hacia un lado y otro, y de nuevo gemía. Por lo menos ya no le salía sangre por la nariz. Greta seguía sin tocar a su hermano, pero Elisa vio que había tomado la mano de Cornelius, que le pasaba la otra por la cabeza para consolarla.
—Hay que ver las cosas que los padres les pueden hacer a los hijos… —murmuró el joven, con tristeza.
—¿A ti también te pegaban de pequeño? —le preguntó Jule sin mostrar la menor compasión.
Él se apresuró a negar y bajó la vista, y Jule ya no quiso insistirle más.
—¡Vaya, por fin! —exclamó la mujer cuando inspeccionó el contenido del cajón más alto—. Aquí tenemos de todo: polvo de quinina, de alumbre, de calomelanos y aceite de ricino. Sobre todo podría servirme esto último: ¡el aceite de ricino!
En aquel cajón había también un vendaje de lino que Jule empapó en aceite de inmediato. Entonces se acercó a Viktor y le limpió con cuidado las heridas. El chico se retorció y pegó un grito.
—¡Estate quieto! —Eran las primeras palabras que Greta decía desde hacía rato y apenas sonaron más intensas que un soplido—. ¡Estate quieto, tienes que estarte quieto!
¿La habría oído Viktor? A Elisa le daba la impresión de que ahora el chico apretaba los dientes y reprimía aquellos gritos quejumbrosos.
—Enseguida supe que el médico del barco era un inútil —gruñó Jule—. Tendría que haberse ocupado hace tiempo de que se distribuyera zumo de limón y vinagre entre la tripulación y los pasajeros del barco. Cualquier alcornoque sabe que de ese modo se pueden evitar muchas enfermedades.
—Pero ¿cómo es posible que el capitán le deje plena libertad para hacer y deshacer? —exclamó Elisa.
—Aquí se ha violado más de una norma. Hay solo tres camas para enfermos y, con más de cien pasajeros, deberían ser, por lo menos, cuatro. Antes de emprender el viaje estuve informándome en detalle sobre quién era el capitán, el hombre responsable de este barco. ¡Aunque por lo visto no asume tal responsabilidad! Probablemente ese borracho de ahí no sea un verdadero oficial sanitario, ni cirujano, lo más seguro es que haya superado un curso práctico en algún hospital, uno de esos cursos en los que se aprende cómo vendar una herida, cómo hacer una sangría o cómo entablillar una fractura en una pierna. ¡Bah! ¡Patrañas! ¡Y el poco sentido común que hace falta para hacer tales cosas él lo pierde bebiendo! En fin, joven, esto es todo por ahora. ¿Tienes fuerzas suficientes para levantarte?
Viktor se retorció con una expresión de dolor en el rostro. Cornelius le soltó la mano a Greta y se inclinó sobre su hermano.
—¡Yo lo llevaré! —dijo con determinación.
Con cuidado, cogió al niño y fue el primero en salir de la enfermería. Greta los siguió con la mirada fija, en cambio, Jule no hizo ademán alguno de marcharse.
—¿Qué está haciendo usted ahí? —preguntó Christine con enfado.
Jule volvió a revolver los cajones, sacó algún que otro frasco o paquete y se los metió debajo del brazo.
—Agua oxigenada, emplastos de cantárida, sal inglesa… ¡Vaya! ¿Y qué más tenemos por aquí? Magnesia quemada, polvo de ruibarbo, semillas de hinojo y linaza. Cosas que se pueden necesitar en un futuro.
A Jule todos aquellos remedios ya no le cabían en las manos, de modo que se quitó el chal y lo ató para hacer un hatillo.
—¿Y piensa usted llevarse todo eso, así sin más? —preguntó Christine, desconcertada.
—Usted les insiste a sus hijos en que yo soy una asesina. De modo que no podrá escandalizarla que solo me comporte como una ladrona.
Christine negó con la cabeza, con desaprobación, pero no dijo nada más, sino que siguió a Cornelius y a los hijos de los Mielhahn hacia el nivel de abajo.
Elisa se había quedado al lado de Jule:
—Usted… parece entender mucho de medicina.
—¡Qué va! —exclamó Jule—. ¡Aún podría entender mucho más! Mi tío era médico y a mí me hubiese gustado serlo, pero no me lo permitieron; a fin de cuentas, no soy más que una mujer, y las mujeres somos todas unas estúpidas, ¿no es cierto? —dijo riendo en son de burla—. Pero, tonta o no, me estudié todos los libros de su biblioteca y fui copiando de ellos lo más importante.
Dicho esto, Jule cerró los cajones y cogió el hatillo con los medicamentos.
«Eso era entonces lo que hay en el libro que ha estado leyendo desde el primer día —pensó Elisa—. No era una biblia».
Hoscamente, Jule le pegó una patada a la botella de aguardiente vacía y esta fue a dar contra la pared revestida de madera, donde se rompió con un tenue tintineo. Cuando dejaron la enfermería, el médico de a bordo seguía roncando.
Había días buenos y días malos, pero hoy había sucedido algo que jamás había ocurrido antes: un día malo se había convertido en uno bueno.
No estaba sola, constató Greta, llena de asombro. Esas mujeres, las dos mayores y la jovencita, ahora se ocupaban de ella. Eso estaba bien, aunque uno no siempre podía fiarse del todo de las mujeres. Sin duda aquellas eran amables y se preocupaban mucho por Viktor, pero eran mujeres, mujeres como su madre Emma, que apenas levantó la mirada cuando regresaron a la entrecubierta.
Pero, en fin, también estaba él… Ese joven que la había consolado. Nadie había hecho algo así por ella jamás. Su padre les pegaba, su hermano gimoteaba y su madre escondía la cabeza. Nunca nadie le había acariciado la cabeza con cariño.
«Cornelius».
Se llamaba Cornelius. Y Cornelius no se dejó amilanar cuando el padre de Greta se abalanzó sobre él, diciéndole:
—¿Qué hace usted con mi hijo?
Cornelius le sostuvo la mirada sin temblar —no como su hermano—, sin retroceder, que era a lo que se había acostumbrado su madre.
—Más bien la pregunta es qué le está haciendo usted. Pudo haberlo matado a golpes. ¿Es eso lo que quiere? —le preguntó Cornelius fríamente.
Y entonces sucedió lo inconcebible: el enfado que torcía la cara de su padre desapareció de repente y dio paso al temor. Lambert se dio la vuelta y tuvo que observar cómo varios pasajeros alzaban la cabeza y le clavaban unas miradas llenas de reproche. Antes, cuando le estaba dando la paliza a Viktor, a nadie le había importado un pimiento, pero ahora este hombre lo llevaba del brazo.
«Cornelius».
Se llamaba Cornelius.
—Eso no es asunto suyo —dijo su padre con un gruñido.
Entonces, una de las mujeres se acercó a él: era esa que se llamaba Jule y que no tenía marido.
—Tiene usted razón —dijo, para de inmediato corregirse—: Quiero decir que usted tendría razón si no nos encontrásemos en un barco donde convivimos todos hacinados. Yo no tengo ningunas ganas de ver cómo se desangra su hijo, hay cosas más edificantes que ver en la vida. Péguele una bofetada si cree que es necesario castigarlo, pero cuídese de volver a darle una paliza que lo deje casi inconsciente. De lo contrario, tendrá que vérselas conmigo.
Greta vio cómo su padre luchaba por tomar aire, pero antes de que pudiera decir una sola palabra, Jule se fue andando a su litera y los dejó allí plantados. Entonces otra persona se vio en la obligación de añadir algo más.
Christine Steiner se plantó delante de Lambert.
—Tiene razón —le dijo, y no solo en tono de reproche, según le pareció a Greta, sino también con expresión triunfante, ya que por fin podía desenmascarar al odiado Lambert delante de todo el mundo—. Esa no es manera de tratar a un niño.
—¿Pretendéis amenazarme, vosotras, unas mujeres? —preguntó Lambert en tono gruñón.
Cada vez eran más personas las que lo miraban sin disimulo. Greta no podía dar crédito a lo que veían sus ojos; hasta su madre se había incorporado y miraba a su marido con una expresión de profundísimo desconcierto.
—¡Ah, maldita sea! —gruñó de nuevo Lambert, y a continuación salió con paso tempestuoso hacia arriba, pues no soportaba aquellas miradas. Greta no recordaba ninguna otra ocasión en que su padre hubiera salido huyendo de ese modo.
Con sumo cuidado, Cornelius depositó a Viktor en su litera. Su madre le hizo sitio y volvió a bajar la mirada rápidamente.
—No tienes por qué tener miedo —le dijo Cornelius a Greta, al tiempo que le acariciaba la cabeza como había hecho antes, en la enfermería.
La niña cerró los ojos y se entregó plenamente a esa sensación poco habitual y agradable que se iba extendiendo por su cuerpo, dándole calidez. Así era, jamás un hombre la había consolado. Y tampoco había ocurrido nunca que un día malo se hubiese convertido en uno bueno.