CAPÍTULO 4

La cubierta estaba todavía a reventar cuando el piloto, que había subido a bordo en el puerto de Hamburgo, condujo el buque a mar abierto. Y más tarde, cuando regresó de nuevo al pequeño bote de pilotos, que había estado navegando todo el tiempo al lado del Hermann III, empezaron a escucharse gritos y saludos. Los marineros corrían gritando sudorosos de un lado a otro de cubierta para —según Elisa supo más tarde— colocar las velas en tal posición que el viento soplara en parte por delante y en parte por detrás, para que el barco se detuviera por un momento. Con la boca abierta, todos clavaron las miradas en el bote diminuto que, con dos marinos a cargo de los remos, se había enviado desde el otro barco para recoger al piloto de la cubierta. Las enormes olas movían el bote de un lado a otro y amenazaban con volcarlo a cada momento.

Como muchos otros, Elisa gritaba espantada; Poldi, por el contrario, que estaba viendo el espectáculo en medio del círculo formado por sus hermanos, reía a mandíbula batiente. Otros, por su parte, hacían prácticas apuestas sobre si el bote llegaría sano y salvo al barco o no; en los días siguientes las apuestas iban a ser el pan de cada día y sobre todo se apostaría sobre si el barco iba a hacer el viaje en cien días —como se esperaba— o si, tal y como se temía, iba a tardar ciento cincuenta.

Por fin el bote llegó junto al Hermann III, recogió al piloto, que se deslizó hacia abajo por una cuerda, y remó con seguridad hasta el bote de pilotos. Una vez más los marineros corrieron de un lado a otro, unos con gesto avinagrado, otros maldiciendo, al tiempo que intentaban poner de nuevo las velas en la posición correcta. Muy pronto el velamen se hinchó al viento y el barco tomó velocidad.

Poco a poco la cubierta empezó a vaciarse; durante el crepúsculo, que ya comenzaba, el viento sopló con mayor intensidad y el mar se fue volviendo más negro e insondable. Finalmente, se callaron también las gaviotas, que regresaron a tierra. Elisa siguió a Cornelius al interior del barco; un velo de silencio se cernió sobre ella cuando él le soltó la mano; también ahora, al separarse delante del camarote que compartía con su tío, el joven le dedicó un breve gesto con la cabeza, aunque acompañado de una sonrisa.

Elisa se la devolvió tímidamente y con cierto pesar callado por tener que separarse de él —aunque se consoló a sí misma diciéndose que todavía pasarían mucho tiempo juntos—, y se apresuró a marcharse a su propio camarote.

En los primeros días de su viaje, la excitación por la partida fue cediendo, al igual que el dolor por haber dicho adiós al lugar de origen, un adiós que, para la mayoría de ellos, podía ser definitivo. Lo que en un primer momento había sido nuevo y extraño se fue convirtiendo poco a poco en el pan de cada día a bordo del barco. Jamás la cubierta estuvo tan repleta como aquel primer día y lo que al principio se discutía con detalle, entre cuchicheos, se fue convirtiendo en hábito.

Elisa aprendió a vivir con ello, a rodar de un lado a otro mientras dormía y a despertarse por las mañanas presa de los mareos. Luchaba contra esa sensación de inestabilidad en las piernas e intentaba que las circunstancias no le agriaran demasiado el estado de ánimo, porque su estómago, en los primeros días, estaba tan débil como si hubiera comido algo podrido. En cualquier caso, sus mareos no eran tan graves como los de Annelie, que en cuanto el barco alcanzó altamar no paró de vomitar y se negó a probar bocado. Richard contemplaba a su joven esposa allí tumbada en el catre, pálida como un cadáver, sin saber qué hacer.

Elisa, por el contrario, fingía no notar demasiado el estado miserable en que se encontraba su madrastra, aunque en su fuero interno apenas era capaz de resistirse a la compasión que sentía por ella. Deseaba sinceramente que Annelie se recuperase y comiese, sobre todo teniendo en cuenta que las comidas eran mucho mejores de lo que habían esperado.

La misma noche en que el barco zarpó, el camarero del barco, el hombre con talla de armario, vino a buscarlos para llevarlos al comedor, donde los pasajeros de primera y segunda clase se reunían para el desayuno, la comida y la cena. En las comidas había siempre carne, un pan asombrosamente blando y un vino potente —que para Elisa mezclaban con agua por deseo expreso de su padre—. Al tercer día de viaje sirvieron, además, pescado fresco —lenguado y rodaballo—, todo con una fuerte salsa de pimienta: les habían comprado aquellos manjares a un barco de pescadores belga y un marino —se decía que con una sonrisa irónica— había estado a punto de caerse por la barandilla mientras izaba la cesta; la carne blanca de aquellos pescados era tan suave y tierna que se deshacía literalmente en el paladar.

—Bueno, esto se puede comer.

Elisa oyó una voz familiar a sus espaldas. Y cuando se dio la vuelta, vio que, en lugar de hacerse servir la comida en el camarote como hasta entonces, el pastor Suckow acababa de entrar en el comedor en compañía de su sobrino. Cornelius le hizo a la joven un guiño de familiaridad y, mientras le devolvía la mirada y la sonrisa, Elisa sintió cierto cosquilleo en el estómago y esta vez no era a causa del mareo, sino de la excitación que se había apoderado de ella y que ni siquiera podía explicarse del todo. Sintió cómo aumentaba el ardoroso rubor de su cara, así que se inclinó de nuevo rápidamente sobre el plato. Ya estaban en los postres —melocotones con vino de Oporto de Madeira— cuando Cornelius guio al pastor fuera del salón comedor y, como por casualidad, pasó junto a la mesa a la que estaba sentada Elisa.

—¡Mira, tío Zacharias! Ella es Elisa von Graberg, la joven a la que salvaste.

—¿Qué la salvó? ¿De qué? —preguntó confundido el padre de Elisa, a quien su hija le había ocultado aquella terrible experiencia en el puerto de Hamburgo.

—Pues de las garras del diablo, podría decirse así —admitió Zacharias con seriedad para, a continuación, presentarse formalmente a Richard von Graberg; primero con profusión de palabras, para luego confesarle cuánto se alegraba de conocer a personas de su país—. En aquellas regiones salvajes, donde les esperaba una vida de renuncias —dijo el pastor, al tiempo que su mirada, al decir aquellas palabras, se posaba ansiosa en los melocotones—, los compatriotas debían apoyarse unos a otros.

Antes de que Richard pudiera decir nada, el barco dio un bandazo y se inclinó ligeramente hacia un lado, por lo que Zacharias estuvo a punto de caer encima de la mesa.

—¡Dios mío, lo sabía, vamos a hundirnos!

—¡Vamos, tío! —exclamó riendo Cornelius, quien, con gran presencia de ánimo, había conseguido agarrar a tiempo un vaso de vino de Oporto que había estado a punto de caer al suelo.

—No vamos a hundirnos, sino de regreso al camarote.

En los días que siguieron, los Von Graberg y los Suckow se sentaron a veces juntos. Y es que, aunque al principio el camarero les había asignado a los pasajeros sitios fijos en las alargadas mesas —que, como los bancos, estaban clavadas en el suelo—, muy pronto la gente empezó a elegir por su cuenta con quién quería sentarse a charlar durante las comidas.

Y cuando el pastor no entraba en pánico ante la idea de que el barco se hundiese, hablaba de comida casi todo el rato. El hecho de que esta siguiera siendo excelente no era consuelo alguno para él: después de los pescados frescos, se sirvió carne de buey, lengua y filetes: estos últimos también se servían en el desayuno, para el que, además de pan y mantequilla, había también huevos frescos a diario.

—¡Nos acostumbraremos a todo esto! —dijo Zacharias—. Y cuando se nos acaben las provisiones, tanto más amargo será morir de inanición.

Nadie podía quitarle esa preocupación y, pasado un tiempo, después de que al principio alguien le llevara siempre la contraria, pronto todos se acostumbraron a sus quejas como al balanceo constante del barco, de modo que pasaban inadvertidas. Y por mucho que a Elisa la divirtieran en secreto los temores del pastor, al mismo tiempo también lamentaba que este jamás se apartase de su sobrino. Aunque Cornelius siempre era cortés, en presencia de su tío se mostraba más retraído y Elisa se preguntaba en su fuero interno si alguna vez podrían volver a hablar en privado como el día en que se despidieron juntos de la ciudad de Hamburgo.

Los hijos de los Steiner, por su parte, no conocían esa clase de retraimiento. Durante los primeros días del viaje, casi todos soleados, Elisa pasó mucho tiempo con ellos en cubierta. Ella misma intentaba eludir a la mareada Annelie y a su preocupado padre, mientras que Poldi, Fritz, Lukas y sus tres hermanas más jóvenes huían de la estrechez de la entrecubierta, donde el día a día —con una luz más escasa, una estrechez mayor y una excesiva falta de privacidad— era mucho más arduo que en los camarotes de primera y segunda clase.

Aquellos chicos describían con los colores más tenebrosos sus comidas diarias y cuando se dieron cuenta de que a Elisa le entraba mala conciencia porque disfrutaba de unos alimentos de mucha más calidad, a Poldi le dio por divertirse de lo lindo representando su horror ante aquellas comidas con arcadas, toses y espasmos fingidos.

—¡No puedes ni imaginarte, Elisa, cómo es nuestro café! En realidad, no es café en absoluto, sino un aguachirle de color parduzco y maloliente. Por su aspecto, es como si hubiesen sacado agua de los retretes y…

—¡Poldi! —lo interrumpió Fritz, que se esforzaba todo el tiempo por atar corto a sus hermanos más pequeños. Con uno tan tranquilo como Lukas la labor no era tan difícil, pero el asunto era bien distinto con Poldi.

—¡Pero si solo le estoy contando cómo es! —exclamó Poldi para, a continuación, ponerse a hablar de las galletas del barco—. Son de una masa dura como una piedra y hay que sumergirlas en agua caliente para poder masticarlas. Y la mantequilla que se les unta ya estaba rancia el primer día.

Elisa, asqueada, torció el gesto.

—Y la carne de buey está demasiado salada —continuó Poldi, sonriendo con sorna—. No obstante, es una pena que no nos den más cantidad, por lo menos así nos llenaríamos. Imagínatelo, Elisa: en cada caso, hay un camarero que entrega los sábados la ración correspondiente a cada familia y esa ración tiene que durar toda la semana. Y a nosotros nos ha tocado el más tacaño de todos, por eso somos los que menos recibimos.

—Bueno, no exageres —intervino Fritz nuevamente—. Ayer domingo hubo hasta pudin.

—¡Pudin! —exclamó entonces la más joven de las hijas de los Steiner, que Fritz llevaba en sus brazos y cuyo nombre era Katharina, aunque todos la llamaban con el diminutivo Katherl.

No le gustaba caminar, así que dejaba que la llevasen en brazos alguno de sus hermanos varones o su hermana Magdalena, Lenerl, quien —cuando no estaba peleando con sus hermanos— mostraba siempre una mirada algo soñadora. La otra hermana, Christl, que era la mayor y solo medio palmo más bajita que Poldi, no apartaba su mirada del vestido de Elisa, confeccionado con una tela de mucha mejor calidad que el que llevaba ella. En una ocasión en que creía que Elisa no la estaba mirando, pasó la mano por la tela con una expresión de admiración y de envidia a la vez.

—¿Cómo es el pudin que os dan ahí abajo? —preguntó Elisa.

—Bueno, ¡tuvimos que prepararlo nosotros mismos! —exclamó Poldi.

—Bueno, bueno —intervino Christl—. ¡Tú no preparaste nada! Tú solo te quedaste allí, a un lado, esperando a recibir tu parte. Magdalena y yo, en cambio, cargamos con todo el trabajo.

—Bueno, vosotras no me habéis dejado ayudaros.

—¡Y con razón!

—¡Bah! Si quisiera, podría prepararlo tan bien como vosotras. En fin, solo hay que amasar harina y las ciruelas con mantequilla…

—¡Pamplinas! —volvió a intervenir Christl—. Las ciruelas se le añaden después; primero hay que batir la mantequilla para hacerla cremosa.

—Bueno, da igual el orden en que se mezcle todo. ¡Lo principal es que tenga muchas ciruelas! Y ron, por supuesto. La masa terminada se pone en un saco y se ata. Parece un embutido enorme. Y cuando ese embutido ha estado el tiempo suficiente en agua hirviendo, se corta en lonchas y es entonces cuando se le echa sirope por encima. ¡Nos han dado una botella entera de sirope!

—Pero ¿no acabas de decir que vuestro camarero es el más tacaño de todos y que siempre os da menos que a los demás? —le preguntó Elisa a Poldi, dudosa.

Fritz puso los ojos en blanco y asintió, pero Poldi exclamó entusiasmado:

—¡Eso sabe delicioso!

—¡Delicioso! —exclamó también la pequeña Katherl, y se rio.

Pero Poldi volvió a cambiar de tema.

—Imagínate, Elisa; los hijos de los Mielhahn no se atreven a subir a cubierta. Se pasan todo el día acostados en sus catres y hacen como si durmieran.

Elisa miró a su alrededor y no vio por ninguna parte, en efecto, a aquellas criaturas rubias y menudas que, en el puerto de Hamburgo, habían permanecido todo el tiempo aferradas con temor a su madre, no menos temerosa.

—El chico se llama Viktor —le dijo Poldi, antes de que Elisa tuviera ocasión de preguntar— y la niña se llama Margareta, aunque todos la llaman Greta. —Poldi soltó una risita burlona—. ¡Son unos cobardes! ¡Los dos! —añadió.

—Bueno, bueno —volvió a intervenir su hermano Fritz—. No sabes si es que no se atreven o si, simplemente, no pueden hacerlo porque Lambert Mielhahn se lo prohíbe.

Poldi no hizo caso de aquella objeción de su hermano.

—Pero la más curiosa es esa tal señora Eiderstett. ¡Se pasa el día leyendo un libro y viaja, en efecto, sin marido ni hijos!

—¡Sin marido ni hijos! —lo imitó Katherl, y soltó una carcajada aun sin entender aquellas palabras.

Christl le pellizcó el pie desnudo.

—Ahora estate tranquila —le dijo regañándola, por lo que la pequeña se tragó la risa y empezó a llorar, mientras Fritz reprendía a Christl y daba mimos a la pequeña.

Poldi no prestó atención a la escena, sino que siguió contando sus historias —le daba igual que Elisa quisiera o no oírlas—, hablando de la gente que vomitaba en la entrecubierta cuando se mareaba, de uno que lo había hecho incluso en un orinal, en el mismo orinal que esa mañana se había escurrido hasta el pie de la litera de Lambert Mielhahn, quien, al bajarse, había metido las pezuñas en él. En un principio, a Lambert le había dado un asco tremendo y luego había empezado a preguntar a gritos quién era el culpable, aunque, como era de esperar, nadie confesó serlo.

—¡Bien merecido que lo tiene! —concluyó Poldi.

Katherl había dejado de llorar y Christl de estar de morros y ambas se dedicaron a añadir otros adornos a aquella historia, que era la que más las fascinaba de todas.

Se creó tal caos de palabras que Elisa ya no entendía ninguna y no le quedó más remedio que reírse. Con esa pandilla de chicos tan vivaces a su lado, aquel viaje tan largo y monótono que tenían por delante jamás se le haría aburrido.

Una mañana, apenas una semana después de la partida, llamaron a la puerta. Los golpes eran tan tenues que Elisa creyó por un instante que se había equivocado. Se incorporó y echó una ojeada a Richard y a Annelie. Su padre no se había despertado, dormía profundamente, como un tronco. Una arruga le surcaba la frente. Por lo visto, sus preocupaciones lo perseguían incluso en sueños. Annelie yacía bien acurrucada en el catre, como una gata. Rápidamente, Elisa se quitó su cofia de dormir y se echó por encima un cobertor; como todos los demás pasajeros, también ella dormía con la ropa puesta.

Otra vez llamaron a la puerta y esta vez una voz enérgica dijo:

—Elisa…

El corazón de la joven dio un vuelco de alegría cuando reconoció aquella voz.

Tras abrir la puerta sin hacer ruido, vio que, en efecto, era Cornelius quien estaba ante ella. Aún tenía los ojos algo hinchados por el sueño y su pelo estaba inusualmente desgreñado, pero su voz sonaba excitada:

—¡Ven…! ¡Ven, rápido, tienes que ver esto!

Ella cerró la puerta y corrió con él a la cubierta. El aire fresco de la mañana que les dio la bienvenida terminó por despertarlos del todo. La trenza que llevaba bajo la redecilla de dormir se deshizo y los mechones empezaron a bailotearle en la cara.

—¡Mira! —le dijo él señalando hacia el norte cuando llegaron junto a la barandilla.

Elisa se detuvo y observó.

—¡Qué preciosidad! —se le escapó a la joven, arrobada.

La noche anterior habían cruzado el canal de la Mancha. Primero habían pasado lo bastante cerca de las costas de Francia como para ver a lo lejos el mar de luces de Calais y sus célebres torres. Luego no pasó mucho tiempo para que se viera, a mano derecha, la costa inglesa, con los dos faros de Dover bien visibles. Durante la cena, el contramaestre les había contado que aquel era el lugar preferido de la reina Victoria.

Más tarde se hizo noche cerrada y ya no pudieron ver nada más de Inglaterra, pero ahora, por la niebla matutina, se traslucía un agreste paisaje costero, de un resplandor casi blanco y que emitía un centelleo que causaba dolor a la vista.

—¡Qué preciosidad! —repitió Elisa—. ¡Ha nevado! —Alzó la nariz en ademán escudriñador; la brisa mañanera era demasiado fría, pero no de un frío cortante—. ¡Qué curioso! No hace tanto frío como para haber nevado.

Cornelius sonrió.

—No es nieve, es tiza. Por eso la llaman la costa de la Tiza.

Las mejillas de Elisa se enrojecieron de vergüenza por su ignorancia. Con gesto de recelo, se dio la vuelta para ver si alguien más había escuchado su penosa equivocación, pero, por suerte, la cubierta estaba casi vacía. Solo había algunos hombres ocupados en barrer y en recoger los cabos. No formaban parte de la tripulación del barco, eran pasajeros que no tenían suficiente dinero para pagar la travesía y se la ganaban ayudando en las labores del barco. No lejos de ellos, envueltas en gruesas mantas, había un par de chicas jóvenes que trabajaban en la cocina y que preferían pasar frío allí fuera que tener que tragarse los malos olores de la cubierta más baja, la de doble fondo, donde se alojaban.

—¡Si no lo hubiera leído en alguna parte, yo también hubiese creído que era nieve! —se apresuró a decirle Cornelius—. Además, ¿qué crees que hubiese exclamado mi tío al ver una cosa como esta? Pues lo más probable es que se hubiese llevado las manos a la cabeza y hubiese empezado a quejarse sobre las duras ventiscas por las que tendríamos que pasar, o sobre los enormes témpanos de hielo que muy pronto se alzarían ante el barco y lo rajarían de parte a parte.

Ella no sabía si se lo contaba para mitigar su vergüenza o si lo decía en serio, pero lo cierto es que se sintió lo bastante liberada como para romper a reír.

Él también la acompañó en la risa, aunque no por mucho tiempo, pues, de repente, apretó los labios.

—Hacía mucho tiempo que no me reía. —Ahora sus palabras no sonaban divertidas, sino tristes.

Ella se volvió hacia él, al tiempo que intentaba domar sus cabellos, y contempló su rostro. Como le había sucedido en su primer encuentro, le llamaron la atención sus rasgos simétricos, delicados, y sobre todo la cálida forma de mirar de sus ojos marrones, una mirada que, en cierto modo, también parecía apagada.

—¿Por qué no? —preguntó Elisa.

Cornelius vaciló, parecía haber una pugna en su interior sobre si confiárselo o no.

—Sufrí la pérdida de un amigo —fueron las palabras que salieron de él, finalmente—. Un buen amigo… Se llamaba Matthias. Murió muy prematuramente y de un modo muy cruel… —Cornelius hizo un gesto negativo con la cabeza, como si de ese modo pudiera deshacerse de esos recuerdos dolorosos que afloraban ahora de su interior—. Y había tantas cosas que hubiera querido hacer y no pude, y todo porque yo…

Cornelius se interrumpió y bajó rápidamente la mirada. Elisa estuvo a punto de seguir indagando, a fin de darles un sentido a aquellas confusas insinuaciones, pero se cuidó de hacerlo, para no agobiarlo. Cuando se conocieran más, él se lo revelaría, y allí, en el barco, iban a convivir durante bastante tiempo en un espacio muy reducido. Ella volvió a mirar la llamada costa de la Tiza. La neblina matutina se había despejado; ahora los acantilados parecían aún más agrestes y altivos, en contraste con el color oscuro del mar y el azul del cielo. La tiza centelleaba como si hubieran esparcido joyas por la costa. Unos pájaros negros atravesaron el aire transparente. La vista era tan hermosa, tan increíblemente hermosa, que casi dolía. Cornelius parecía sentir algo similar. Ahora ya no decía nada, solo tomó la mano de Elisa, en silencio, como había hecho el día de la partida. La expresión melancólica no había desaparecido completamente de su cara, pero en sus ojos parecía reflejarse el brillo de la costa.

Elisa apretó su mano; en ese momento también tuvo aquella sensación de debilidad que se apoderaba de ella con frecuencia cuando lo veía y él le sonreía, pero esta vez no empezó a revolotear de un modo desagradable por su estómago, sino que se transformó enseguida en una agradable calidez. Tenía la sensación de que podría estar allí de pie durante horas y horas, tan próxima a él, con esa confianza, sin necesidad de decir palabra. Desde que había muerto su madre, no había vuelto a sentirse tan dichosa y tan protegida.

A lo largo del día estuvieron viendo la costa de Inglaterra y hacia el atardecer apareció ante ellos, en toda su longitud, la isla de Wight, con sus escarpados acantilados. Y esa noche hubo otra vez pescado fresco para la cena, comprado a unos pescadores ingleses que habían navegado hasta el Hermann III en sus botes.

Al día siguiente, el viento fue favorable como no lo había sido hasta entonces. El barco fue ganando velocidad: recorría entre setenta y cinco y noventa kilómetros en cuatro horas y rápidamente dejó tras de sí el canal de la Mancha. Ahora ya no había tierra a la vista y en el océano abierto les esperaba un mar inquieto.

Incluso aquellos pasajeros que hasta entonces se habían visto libres de los mareos empezaron a luchar a partir de ese momento con las ganas de vomitar.

Y aunque Elisa no tuvo esa necesidad, ni siquiera podía pensar en la comida; permaneció varias horas con esa sensación de vacío en el estómago, tumbada en su catre, hasta que creyó que se iba a asfixiar en el camarote. Y en cuanto llegó a la cubierta dando tumbos, tomó aire fresco como si se estuviera ahogando. Las ganas de vomitar remitieron, pero la presión que había estado sintiendo en las sienes se convirtió en un fuerte dolor de cabeza. Espantada, miró las olas oscuras que la rodeaban. La espuma blanca saltaba allí donde la quilla de la proa rasgaba las aguas negras. Por primera vez le daba miedo el anchuroso mar; le transmitía la sensación de estar totalmente sola en el mundo, expuesta a un destino cambiante que un día podía regalarles un mar en calma, apacible, y al día siguiente una terrible tormenta de la que nadie saldría con vida.

Entonces la joven empezó a mirar a su alrededor, buscando a Cornelius, pero este no había subido ese día a cubierta; probablemente estaría al lado de su tío, sirviéndole de apoyo.

Solo Poldi le hizo compañía durante un tiempo. Y aunque por la cara se veía que no se sentía bien, le contó a la joven las novedades de un modo sensacionalista. Alguien había vomitado en la entrecubierta y, dado que en ese preciso instante el barco estaba en posición ladeada, el vómito empezó a desplazarse por todo el camarote como un huevo batido al caer en una sartén.

Solo con mucho esfuerzo Elisa pudo esbozar una sonrisa.

A Fritz, que había seguido a su hermano más joven, no se le escapó aquella historia.

—¡Poldi, deja a Elisa en paz! —le dijo reprendiéndolo—. Además: mamá no quiere que andes por la cubierta con este mar embravecido. Debes bajar de inmediato.

Durante un rato Poldi vaciló y aplazó la marcha, pero luego, a regañadientes, se plegó a los deseos de su hermano mayor.

La llovizna que empezó a caer a continuación empujó también a Elisa a entrar en la zona de los camarotes. Por el pasillo, el movimiento del barco la iba lanzando todo el tiempo de un lado a otro.

—¡Preste atención, señorita! —le gritó sonriente el camarero con cuerpo de armario; a él no parecía hacerle ningún daño aquel mar tormentoso, por el contrario, parecía rejuvenecido.

Por fin Elisa llegó a su camarote. Aguardó un momento hasta que el barco se estabilizó un poco y abrió la puerta de golpe.

—Ha empezado a llover y… —empezó contando, pero de pronto se detuvo. Abrió los ojos como platos y se quedó de piedra. Las ganas de vomitar que había sentido aflorar desaparecieron al instante. Se le hizo una bola en el estómago: al principio fue una mezcla de asombro y de susto, luego, de rabia y celos.

—¡No! —balbuceó Elisa.

Richard se había dado la vuelta de golpe, pero ella ni lo tomó en cuenta. Elisa tenía la vista clavada en Annelie. Hasta ese momento había llevado puesto el mismo vestido de terciopelo, pero por lo visto, estaba a punto de cambiarse de ropa. Solo llevaba un corpiño y a través de él se marcaba claramente la redonda barriguita.

—¡No! ¡No puede ser!

Esta vez Elisa no emitió ningún grito, aquello fue más bien un suspiro.

Annelie estaba embarazada.

Se la quedó mirando en silencio durante un rato. Pero, pasado un tiempo, Elisa dio un paso atrás y huyó de la estrechez del camarote.

—¡Elisa!

Ya había recorrido la mitad del pasillo cuando el padre salió corriendo tras ella. Por un instante, Elisa pensó en no hacerle caso, sin más, y continuar andando, pero entonces tuvo el atisbo de esperanza de que él le dijera algunas palabras aclaratorias, la esperanza de unas palabras que le permitieran comprender mejor aquella situación: que se había casado con Annelie solo por compasión, no porque quisiera tener un hijo varón. Que no echaba de menos nada, porque estaba muy orgulloso de su hija. Que en el fondo se avergonzaba de haberse casado tan pronto tras la muerte de su madre.

Pero no hubo nada de eso, solo unas palabras vacilantes e inseguras:

—Bueno, ahora ya lo sabes.

Elisa se había detenido y se dio la vuelta lentamente hacia donde estaba él. Su padre mantenía la cabeza baja.

—Quise decírtelo antes, pero no se dio la ocasión. Temí que te preocuparas…

¿Qué ella se preocupara por Annelie?

Elisa soltó una risotada de amargura, una risotada que no solo era una burla hacia él, sino para consigo misma. ¡Cuán ingenua había sido por no haber contado con algo así! A fin de cuentas, Annelie era una mujer joven y sana, aunque no demasiado fuerte. Pero Elisa no se había protegido frente a algo que, para ella, no era el curso natural de las cosas, sino una terrible ofensa, la peor de todas, ¡una afrenta contra su madre fallecida!

Con gesto vacilante, Richard von Graberg alzó la cabeza.

—Annelie no se siente bien. No sé si es a causa de la criatura o del mar inquieto. Me disponía a salir en busca del médico de a bordo, pero… Tal vez sea mejor que no se quede sola. ¿Lo harías tú por mí? ¿Le pides al médico, por favor, que venga a nuestro camarote? —El padre de Elisa se detuvo y solo entonces pareció darse cuenta de que su hija estaba rechinando los dientes y frotándose las manos—. Elisa, ¿qué te pasa?

El hecho de que tardara tanto en darse cuenta de lo que ella sentía la hizo perder finalmente los estribos.

—¡Mamá aún no lleva ni un año muerta! —explotó la joven.

Su padre dio un paso atrás, estremecido; no solo lo asustaban aquellas palabras, sino el descontrol de su hija.

—Pero, Elisa… La vida continúa, para mí, para ti, para todos. Tu madre lo hubiese querido así. Y también quería que nos marcháramos a Chile… Había sido una decisión suya… Sobre todo suya…

«¡Sí, precisamente! —hubiera querido gritarle Elisa—. ¡Y por eso era ella la que debía estar ahora en este barco, no Annelie!». Pero, igual que antes, no dijo ni una sola palabra.

—Trae al médico —repitió Richard; su voz no era severa, sino más bien refunfuñona—. Ahora, Annelie necesita nuestro apoyo. El tuyo también, Elisa.

—No fue decisión mía que tuviera un hijo —se le escapó a la joven—. Por mí puede irse…

Elisa se mordió los labios antes de concluir la frase; no sabía qué podría haber dicho: probablemente algo malvado, ofensivo, algo de lo que ya no pudiera retractarse.

Richard hizo como si no hubiera escuchado aquellas palabras.

—¡Bueno, ahora ve! —dijo el padre, impaciente.

La expresión de su rostro, que normalmente era pensativa y vacilante, se volvió dura. Elisa creyó sentir la frialdad que emanaba de él; o tal vez fuera la propia frialdad que se expandía dentro de ella. Volvió a morderse los labios con tal de no llorar, pero, así y todo, no pudo contener las lágrimas, que, en cuanto se dio la vuelta, le brotaron de los ojos. Ciega de tristeza por su madre, de rabia contra Annelie y de decepción hacia su padre, continuó su camino.