CAPÍTULO 3

Tan aliviada se sintió Elisa por haber escapado de aquella cárcel como asustada cuando de repente vio que Lambert Mielhahn avanzaba hacia ellos. Se disponía en ese momento a darle las gracias al desconocido que había salido en su defensa para luego partir a toda prisa en busca de su padre, pero de nuevo aquel hombre repulsivo, hecho una furia, se interponía en su camino.

El obrero portuario que los había sacado de aquel agujero se encogió de hombros. Su salvador, sin embargo, los miró a ella y a Poldi con ojos inquisitivos.

Antes de que uno de ellos pudiera explicar la situación, o de que Lambert pudiera continuar con sus gritos enfurecidos, Poldi se vio rodeado por un amasijo de manos sucias y pies desnudos. Elisa no había visto acercarse al tropel de niños, pues se había estado tapando los ojos para protegerse de la cegadora luz del sol. Sin embargo, todos aquellos chicos parecían hablarle a él, a Poldi, con insistencia: dos muchachos algo más grandes que él, delgados y vestidos también con ropas remendadas, y dos chicas, la más pequeña de las cuales salió corriendo en línea recta y se aferró lloriqueando a la hermana mayor.

—¿Dónde te habías metido?

—¡Mamá nos ha enviado a buscarte!

—¡Estaba enfadadísima!

—¿Cómo puedes ponerte a deambular solo por el puerto?

Así hablaban aquellos niños —que por lo visto eran hermanos—, en total confusión. Poldi sonrió.

—¡Nos habían encerrado! —se jactó el chiquillo. En su voz ya no había rastro del susto por la experiencia que acababa de vivir, sino un deje de orgullo—. ¡Y todo por culpa de… ese hombre!

Poldi se dio la vuelta rápidamente y señaló a Lambert Mielhahn. Para asombro de Elisa, la expresión del rostro de este había cambiado por completo. Si hacía un momento se mostraba furioso, visiblemente dispuesto a sacudir de nuevo al pequeño Poldi, ahora examinaba al grupo de niños con desconcierto… y algo temeroso.

—¡No puede ser! ¡Son los hijos de los Steiner! —se le escapó a Lambert.

Por lo visto, solo Poldi le era totalmente desconocido; en medio del enjambre de hermanos, se ponía de manifiesto que el tal Lambert Mielhahn conocía a su familia.

—¡Me tomó por un ladrón! —añadió Poldi, indignado.

Una vez más se escuchó la algarabía caótica de los niños. El hermano mayor se dirigió a Lambert Mielhahn, pero Elisa no pudo entender lo que le dijo, pues, en ese momento, el segundo de los hermanos le estaba dando una palmada a Poldi en el hombro y alabando en voz alta su valor al enfrentarse al tal Lambert Mielhahn. Una de las chicas, por su parte, gritó que debían ir a buscar a sus padres de inmediato, mientras la otra intentaba tranquilizar a la más pequeña con una avalancha de palabras, aunque esta volvió a sumirse en un llanto desconsolado.

En medio de ese ajetreo —que, según le pareció a Elisa, superaba con mucho la algarabía que había antes reinado en la pensión y ahora en el puerto—, resonó de pronto un silbido estridente. En ese mismo instante el griterío de los niños enmudeció. No parecía ser la primera vez que oían aquel sonido; y sabían perfectamente lo que este demandaba de ellos. De modo que todos se dieron la vuelta a la vez, se alinearon en una fila por tamaños y en un santiamén estuvieron situados unos al lado de otros como los tubos de un órgano. Poldi ocupaba la tercera posición tras los dos hermanos mayores y luego lo seguían las chicas. La más joven de todas seguía aferrada a la falda de su hermana mayor, buscando amparo, pero por lo menos había dejado de llorar.

—¿Qué está pasando aquí?

La voz de la mujer que había emitido aquel sonoro silbido era tan enérgica como cada uno de sus gestos. Christine Steiner —según se enteró Elisa en aquel momento— era una mujer a la que le gustaba mucho hablar y que casi nunca podía estarse quieta. Con sus senos bamboleantes, se acercó adonde estaba su prole, haciendo que los pasos de los dos hombres que la seguían —su marido y su suegro— parecieran mucho menos enérgicos. Sus ojos marrones despedían un brillo cálido, ciertamente, pero se movían con tal agilidad que apenas se les escapaba la menor fechoría de sus hijos. Sus labios anchos y redondos se fruncieron, igual que los de Poldi cuando se enfadaba. El pelo de color rubio oscuro, recogido en un gran moño, había perdido el color y se había tornado gris en algunas partes, y la piel de su cara redonda era tersa alrededor de los ojos, pero algo flácida en torno al mentón. En otro tiempo tuvo que haber sido una mujer muy atractiva; hoy era, en todo caso, una mujer que sabía muy bien lo que quería y que, sobre todo, sabía educar a sus hijos.

Pasó revista a la fila como un general que se ocupa con esmero de que cada uno de sus soldados lleve el arma correctamente al hombro y haya limpiado sus botas.

—¿Y bien? —preguntó otra vez, mientras todos sus hijos evitaban su mirada y se buscaban cohibidos las puntas de los zapatos—. ¿Qué está pasando aquí? Y tú, Poldi, ¿dónde te habías metido?

Entretanto, el padre y el abuelo también se habían acercado, pero ninguno de los dos intervino. Era evidente quién daba las órdenes allí.

Mientras tanto, Lambert, inquieto, removía el suelo con el pie; acto seguido dio un paso hacia delante.

—Yo no sabía que era uno de tus críos, Christine Steiner —dijo. Lo cierto es que no sonaba como si de veras sintiera aquel malentendido, más bien era una frase malhumorada, gruñona, por haber perdido tanto tiempo en ese asunto—. Confundí a tu hijo con un ladrón, pero tampoco está bien que ande deambulando solo por el puerto.

Sin hacer aspavientos, la mujer de Lambert y sus dos hijos —el temeroso chiquillo y la niña de pelo rubio cenizo— se habían acercado al grupo. Ninguno de los chiquillos parecía atreverse a hacer algo así ni por asomo.

—¡Lo que haga mi hijo no es asunto tuyo! —le espetó Christine con voz estridente. Sus pechos se bambolearon de nuevo, pero esta vez no por la rápida manera de andar, sino a causa de la indignación—. ¿Qué te has creído? ¡Mira que tomarlo por un ladrón!

En un principio, parecía que Lambert se encogía bajo los efectos de la sonora voz de la mujer, pero entonces el hombre se irguió cuan alto era. Sus mandíbulas rechinaron.

—Si no perdieras de vista a tus hijos, como corresponde a una madre decente, nada de esto habría sucedido —dijo Lambert entre dientes.

—¿Qué? —chilló Christine—. ¿Es que no soy una madre decente? De ocho hijos, he criado a seis, sin que ninguno de ellos se me muriera de hambre o por alguna enfermedad pulmonar. —La mirada de la mujer repasó a los hijos de Lambert, como si quisiera decir: «Sin embargo, tu mujer, tan apocada y sumisa, solo ha parido a dos».

La animadversión que impregnaba su voz era mucho más antigua, se había incubado mucho antes de aquel día. Probablemente, supuso Elisa, eran del mismo pueblo. La mayoría de las familias de emigrantes se unían para emprender el viaje hacia uno de los puertos del norte de Alemania. Solo su familia, la de Elisa, había venido sola. Nadie de su pueblo había querido unirse a los Von Graberg, quienes —aunque ahora fueran pobres y tuvieran que trabajar los campos con sus propias manos— no pertenecían a la humilde clase campesina, por lo que no eran vistos como iguales.

—Se hubiese merecido una tunda de palos —dijo Lambert, acalorado.

—¡No serás tú quien me diga cuándo he de pegar a mi hijo! —respondió Christine. Luego se acercó a Poldi, lo agarró con fuerza y lo atrajo hacia ella. La cara afilada del chico estaba a punto de asfixiarse entre los enormes pechos de su madre. «Si la tomas con él, tendrás que tomarla conmigo», parecía decirle Christine a Lambert con aquel gesto, de modo que este último cedió.

—¡Bueno, haz lo que quieras! —gruñó él y, a continuación, se marchó de allí enfurecido con paso rápido. Su mujer y sus dos hijos lo siguieron rápidamente. Aunque no estaba segura, a Elisa le pareció que la chica del pelo casi blanco había dejado entrever una sonrisa. Pero puede que el leve e instantáneo movimiento de sus labios no tuviera que ver con la alegría por el mal ajeno, sino que fuese un gesto de alivio, ya que la furia del padre iba dirigida hoy contra otros, no contra ella.

—Imagínate —exclamó, indignado, Poldi, liberándose del abrazo de su madre—. Nos hizo encerrar en un agujero pestilente y si no hubiera sido por…

Christine no lo escuchaba. La expresión de su rostro, todavía hostil, se volvió severa. Esperó a que Lambert desapareciera en medio de la multitud para alzar la mano y propinarle a Poldi una sonora bofetada que lo hizo tambalearse.

—Ni te atrevas a largarte así de nuevo —le dijo Christine a su hijo. Poldi se llevó una mano a la mejilla y rompió a llorar. Pero cuando su madre alzó la mano de nuevo en gesto de amenaza, el niño se calló al instante y se puso otra vez en la fila junto a sus hermanos. Indecisos entre la burla y el respeto, sus hermanos lo observaban, admirados.

Cuando Christine se volvió para hablar con Elisa, su voz sonó mucho más suave.

—¡Muchas gracias, pequeña! No sé lo que habrás hecho, pero has sacado a este sinvergüenza mío de un buen apuro.

—¡No fui yo! —se apresuró a aclararle Elisa—. Fue…

La joven se volvió y empezó a buscar al hombre de las manos hermosas, de los dedos finos, del pelo castaño y rizado; al hombre de la mirada que a ella, en un principio, le había parecido dulce y triste, pero que más tarde se había revelado como firme y decidida. Su presencia la había tranquilizado de inmediato, aunque al mismo tiempo se había sentido algo nerviosa cuando los cálidos ojos del joven examinaron su figura con rapidez: confió entonces en que las trazas de pobreza que ella, como su padre, intentaba ocultar con denuedo no llamaran demasiado la atención del hombre. Sin embargo, ahora ya no podía comprobar cuál era la impresión que le había causado. Con pena, Elisa constató que el joven ya no estaba a su lado y que ya no iba a poder cambiar palabra alguna con él. Él y el regordete pastor se habían alejado en medio del torbellino sin llamar la atención y sin esperar a que les dieran las gracias.

En su lugar, quien acudió a ella corriendo fue su padre, que estaba excitado, impaciente y, como siempre, un poco desbordado.

—¡Ah, Elisa, estás ahí! ¡Llevo media eternidad buscándote! ¿No has oído que ya es hora de subir a los botes? —le gritó su progenitor.

—A los botes, sí —murmuró ella, y solo entonces el alivio porque aquella desgastadora espera llegara de una vez a su fin pesó más; más incluso que la decepción por no poder preguntarle a aquel desconocido si él también viajaba en el Hermann III y si podrían verse de nuevo en el barco.

Cada vez que Elisa se imaginaba el momento de subir al barco, la embargaba una profunda sensación de solemnidad. Aquel iba a ser un momento muy serio, tan marcado por la nostalgia de la despedida como por el ansia de aventuras y la curiosidad. Ella se había propuesto vivir de un modo plenamente consciente el momento en que sintiera por última vez el suelo patrio bajo sus pies.

Sin embargo, ahora, llegado el momento, todo sucedió de un modo muy rápido. Se abrieron paso como pudieron entre aquel hervidero de personas que se empujaban unas a otras, hasta que llegaron a la escalera de piedra que llevaba a uno de los embarcaderos de madera. Allí había atados unos pequeños botes que los iban a llevar al barco, anclado en la bahía. La aglomeración de gente era tal que un niño pequeño estuvo a punto de caer al agua. Espantada, Elisa pegó un grito, pero en ese momento, justo a tiempo, la madre del chico consiguió agarrarlo por el cuello de la camisa.

En el instante siguiente, Elisa se vio sentada en el bote y, en vez de malgastar un solo pensamiento en la despedida, se dedicó a luchar por tomar asiento.

Los otros pasajeros hablaban excitados sobre aquel buque de tres palos: se murmuraba que tenía cuarenta metros de eslora, treinta y cinco metros de manga y una altura similar; pero cuando Elisa tuvo el barco a la vista, su visión quedó obstaculizada por las cabezas de los demás pasajeros.

Cuatro marineros tomaron los remos.

—¡Sentaos! —ordenó uno de ellos y, a continuación, el bote se puso en movimiento.

Elisa oyó las risitas de un niño, probablemente el mismo que había estado a punto de ahogarse unos momentos antes. La joven no se atrevió a mirarlo, sino que se aferró con ambas manos a la áspera madera de los estrechos bancos. El bamboleo era tan fuerte que tuvo la sensación de que su estómago revuelto saltaba dentro del cuerpo, pero en algún momento las altas olas se suavizaron y el trayecto se hizo más agradable, hasta que, al cabo de un rato, llegaron al buque de tres palos. Esa mañana, desde el puerto, habían estado admirando el barco, pero ahora la mirada de Elisa no se fijó en las pesadas velas, sino únicamente en las escalas de cuerda que habían dejado caer para que los pasajeros treparan a bordo. Entonces Elisa se aferró aún más a la madera del banco. Si aquella cáscara de nuez le había parecido endeble e insegura, tanto más peligroso le pareció ahora abandonarla. Solo cuando vio que Annelie también se había puesto pálida, recobró su valor. Annelie podía permitirse mostrar su debilidad, hacer públicos sus temores ante el mundo; ella, en cambio, sería la chica valiente, tan estimada por su madre y también por su padre, por lo menos cuando no estaba ocupado lamentando la falta de un hijo varón o consolando a su delicada segunda esposa.

Por eso, fue la primera de su bote en trepar por la escalera de cuerda. Dos hombres la sostenían y la mantenían bien tensa, por eso la escalera osciló bajo su peso mucho menos de lo que había temido. Las cuerdas de cáñamo se clavaban en la palma de sus manos y le causaban dolor, pero Elisa subió a toda velocidad y al final dos marineros la tomaron por los brazos y la ayudaron a saltar por encima de la barandilla de cubierta.

Annelie fue la siguiente y trepó a un ritmo más lento y vacilante que el de su hijastra, pero con los labios bien apretados, en gesto de resolución. Al llegar arriba, estaba más pálida, pero así y todo no se le oyó ni una sola palabra de queja.

En el rostro del padre no se reflejaba ese miedo cuando siguió a su mujer; sin embargo, se notaba un profundo recelo cuando miró a su alrededor.

—El equipaje —murmuró—, las maletas…

Estas estaban todavía en el pequeño bote, pero no pudo inspeccionar con sus propios ojos cómo las izaban al barco de forma segura, ya que un hombre grande como un armario se plantó ante él y los empujó hacia una puerta. Llevaba el gorro, un sueste, bien calado sobre la frente.

—¡Avanzad! ¡Rápido! —les ordenó—. Si todos se quedan dando vueltas por aquí, al final habrá tal caos que nadie encontrará su camarote.

La expresión vacilante que marcaba con frecuencia el rostro de Richard von Graberg le trazó unas profundas arrugas en la frente.

Pero antes de que Elisa pudiera decir nada, Annelie le tiró cuidadosamente de la manga.

—Todo se hará de la manera correcta. Ya nos entregarán nuestras maletas más tarde, sin duda.

Eran las primeras palabras que Elisa escuchaba de boca de su madrastra en muchas horas, y sonaban de un modo asombrosamente enérgico.

El hombre armario con el gorro marinero no solo los condujo hasta la puerta, sino que los acompañó por una estrecha escalera, cuyos peldaños se sentían algo blandos al pisarlos, como si la madera se fuese disolviendo bajo los efectos del aire salado del mar.

Se adentraron entonces por un pasillo de techo tan bajo que su padre tuvo que encoger la cabeza. Les asignaron el quinto camarote del lado derecho.

Esa había sido una de las condiciones que Richard von Graberg había puesto. Aunque al final había manifestado que estaba dispuesto a abandonar su país, lo que dejaba claro era que no consentiría que lo metiesen en el oscuro entrepuente con la turba de gente anónima, sino que quería un camarote propio en la cubierta superior. Y a pesar de que aun sin ese lujo el dinero les escaseaba, el padre de Elisa hubiese preferido posponer el viaje varios meses a conformarse con menos, y durante ese tiempo se habría dedicado a ahorrar los cien táleros necesarios —más del doble del precio de una plaza en el entrepuente—. Antes de que el hombre con la corpulencia de armario los dejara solos, verificó sus nombres:

—Richard Maximilian von Graberg, su esposa, Anna Aurelia von Graberg, y su hija, Elisabeth Maria von Graberg —leyó de una lista.

Richard le confirmó los nombres con un gesto de asentimiento, mientras Elisa se estremecía. Aún no se había acostumbrado a que Annelie llevara el mismo apellido que ella.

Annelie se dejó caer en una de las literas, con los hombros colgando. Había dos camas, una encima de la otra, y las dos eran tan estrechas que había que procurar no moverse demasiado en ellas. En el hueco situado enfrente había un tercer sitio para dormir: un delgado colchón de paja, cubierto con una sábana limpia de un color blanco impecable, como las almohadas y las mantas. A los pasajeros más pobres, los que viajaban en la entrecubierta, no les proporcionaban tales lujos. Antes Elisa había visto que no solo tenían que traer sus utensilios para comer, sino también sus propios colchones, almohadas y mantas. Entonces la joven se inclinó hacia abajo y alisó la sábana con la mano. La tela era áspera, pero no tenía remiendos.

No lejos de su cama había una pequeña escotilla. El cuadro que se dibujaba allí se desdibujaba ante sus ojos y solo daba una noción de dónde acababa el mar y empezaba el cielo, ya que el cristal no era transparente, sino grueso y de color verde.

Cuando Elisa se dio la vuelta de nuevo, vio que Annelie tenía la cabeza apoyada en las manos y que, por primera vez, soltaba un suspiro conmovedor.

—¿No pensabas traernos algo de beber? —dijo Richard dirigiéndose a su hija Elisa—. Necesitaríamos un tentempié.

Elisa tuvo la protesta en la punta de los labios, pero luego se lo pensó mejor y aprovechó la ocasión para escapar de aquel espacio tan reducido en el que iba a tener que pasar tanto tiempo.

En el pasillo algunos oficiales y marineros empujaban y hacían ruido; otros pasajeros llegaban en tropel desde la cubierta y eran llevados a sus camarotes en la cubierta superior. Las preguntas zumbaban en el aire. Cuándo zarparía el barco, cuándo recibirían la primera comida, dónde podían encontrar agua fresca con que lavarse, dónde estaba el retrete. Elisa no pudo decidir por su cuenta hacia dónde dirigir sus pasos, de modo que se dejó llevar por el tumulto y los empujones. En medio de un racimo de personas, consiguió llegar a la escalera que conducía abajo, a la entrecubierta.

El aire allí abajo era ya cortante; olía a efluvios de personas, a alimentos que ya no estaban en buen estado. Aunque les habían prometido un abastecimiento completo para el tiempo de la travesía, en los boletines de información para emigrantes se les recomendaba que llevaran consigo algún que otro pedazo de tocino o una botella de aguardiente, por si las comidas no eran suficientes.

Elisa arrugó la nariz. Más de uno se había tomado el consejo demasiado al pie de la letra y había traído al barco algunos restos pasados de comida y ya no había perspectiva alguna de que el aire fresco ahuyentara esa nube de hedor. Junto a las dos escaleras abiertas situadas a cada extremo del angosto pasillo había solo unos pocos conductos de ventilación —apenas más grandes que la entrada de una cueva de ratones—, pero no había ventanas. También por eso la luz era tan escasa.

Elisa miró a su alrededor. De acuerdo con lo estipulado, tenía que haber únicamente dos catres, uno encima del otro, no tres ni cuatro, como era habitual en los barcos de antes, aunque los camarotes de estos eran bastante más anchos y ofrecían sitio a un total de cuatro pasajeros. Sin embargo, allí había hasta tres docenas de catres, alineados, de modo que apenas quedaba espacio entre ellos.

Elisa esquivó el borde de una de las bajas mesas que estaban clavadas al suelo delante de los camastros, las cuales, gracias a ello, no se moverían aunque hubiera fuertes marejadas. Entonces el pasillo se fue haciendo cada vez más estrecho, a causa de los baúles y los sacos con el equipaje. En los extremos de los catres se colgaban los aperos de cocina y al lado, las ropas. Estuvo a punto de golpearse la cabeza con un enorme trozo de jamón muy parecido a aquel que se balanceaba por encima de su cabeza durante las noches pasadas en la pensión. ¿Acaso sería el mismo dueño? Pero Elisa solo podía acordarse de su penetrante olor a especias, no de su cara.

—¡Elisa!

Desde el final del pasillo con los catres, Poldi le hacía señas y esa cara, por lo menos, sí que la tenía bien grabada en la mente. Sonriente, el chico caminó hacia donde estaba ella. Por lo visto, Poldi había descubierto que aquellas literas no solo servían para dormir, sino que también se podía trepar por ellas. Pero lo que él consiguió con un único movimiento —saltar sobre la cama más alta— era algo imposible para sus tres hermanas pequeñas: la mayor de ellas lo aceptó con una sonrisa de resignación; la segunda mostraba una expresión de enfado; la tercera, por su parte, seguía lloriqueando de forma lastimosa y conmovedora.

—¡Christl! ¡Lenerl! ¡Katherl! —gritó uno de los hermanos mayores reprendiéndolas. Aquel chico se parecía a Poldi de un modo inconfundible, tenía el mismo pelo rubio blanquecino, que le brotaba de la cabeza como la piel de un erizo, tenía las mismas pecas y la misma nariz respingona e insolente, pero le faltaban la sonrisa pícara y el brillo de los ojos de su hermano. Miró a sus hermanas con ojos serios y severos, y así también sonaba su voz autoritaria. Y de repente, la chica que estaba llorando —Elisa no sabía cuál de los tres nombres mencionados le correspondía— cerró la boca.

Pero no fue preciso darles a todos aquella orden para que se tranquilizaran. Mientras que los niños no podían aguantar un minuto quietos, su padre y su abuelo estaban sentados calmadamente en la cama, ambos con las espaldas encorvadas y las cabezas gachas y, salvo por el hecho de que uno tenía los cabellos más blancos que el otro, se parecían como dos hermanos gemelos.

Tampoco ellos alzaron la mirada cuando sonó la voz insistente de Christine, que, en esta ocasión, para asombro de Elisa, no iba dirigida a sus hijos, sino a otra persona.

—Si realmente aún está libre —dijo la mujer señalando uno de los camastros vacíos—, entonces nos corresponde con mayor derecho. Tengo seis hijos y tú, solo dos. Además, ¿qué haces tú aquí? He visto muy bien cómo os asignaban dos literas más adelante.

Desde la penumbra apareció el tal Lambert Mielhahn. Involuntariamente, Elisa dio un paso atrás, pero aquel hombre que antes le había causado tantas dificultades, esta vez ni siquiera le prestó atención.

—¡No eres tú la que va a decirme en qué cama nos meteremos los míos y yo! —le contestó Lambert.

—¡Y tú no vas a ocupar una cama que yo necesito para mi familia!

La actitud de ambos era como la de dos gallos de pelea.

—Pero ¿qué pasa aquí? —preguntó Elisa volviéndose hacia Poldi, que no podía dejar de sonreír con cierta sorna. Rápidamente le explicó a la joven que acababan de repartir las literas para los pasajeros del entrepuente y que una había quedado libre, y tanto su madre como Lambert Mielhahn la reclamaban para sí.

—¡Elige otra! —le chilló Christine—. ¡Ahí delante!

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No voy a hacerme con la número diez. Está justo al lado del mástil delantero y todo el mundo sabe que allí es donde el barco se menea más.

—¿Y qué más me da a mí que te caigas de la cama mientras duermes? —le espetó Christine—. Sencillamente, no puedes elegir la litera que mejor te convenga.

—¿Y quién me lo va a impedir? ¿Tú acaso? ¿Por qué todo vuestro equipaje está desperdigado por aquí? ¿Es que no oíste que hay instrucciones bien claras sobre dónde colocarlo? ¡Y no es precisamente entre las literas! ¡Eso incluso está estrictamente prohibido!

—Es exactamente como tú has dicho: ¿quién me lo impide?

Ambos se midieron con miradas venenosas. En los ojos de Lambert no solo había enfado, sino también incredulidad por el hecho de que una mujer se le enfrentara de un modo tan violento. Su esposa, que había estado mirando la escena en silencio, atrajo a los pálidos niños hacia ella. Entonces Lambert la empujó hacia un lado para consumar un hecho, y ese hecho consistió en colocar su hatillo encima de la cama libre.

—Nos quedaremos con esta —afirmó.

Elisa vio entonces que Christine inspiraba profundamente y se disponía a protestar.

Pero las palabras que resonaron a continuación no salieron de su garganta.

—No lo puedo creer.

Era una voz oscura y enérgica. Todos se dieron la vuelta rápidamente, incluidos los hombres de la familia Steiner, que hasta ese momento se habían mostrado cansados e indiferentes, dejando que Christine luchara sola por unos derechos que también les incumbían a ellos. Otro pasajero se acercaba por el oscuro pasillo y no fue Elisa la única a la que se le escapó una exclamación de sorpresa cuando reconoció a esa persona que avanzaba completamente sola.

Aquella voz oscura y enérgica parecía la de un hombre. Sin embargo, era la voz de una mujer que ahora surgía de entre aquella luz opaca. Llevaba el pelo recogido en un moño similar al de Christine, pero mientras que esta última lo tenía en la parte de atrás de la cabeza, la recién llegada lo llevaba en la nuca. Una redecilla oscura lo sostenía y también era oscura la ajustada cofia que ahora se quitó.

—¡Con vuestra venia!

Sus palabras sonaron corteses, pero su comportamiento no lo era. Avanzó hacia el camastro libre con rudeza, tomó posesión de él, se desabrochó la capa oscura que llevaba y la extendió sobre el colchón. Luego, abrió la pequeña bolsa que traía consigo, sacó un cojín tejido a ganchillo —apenas más grande que la palma de una mano y muy poco apropiado para apoyar en él la cabeza durante el sueño— y lo colocó en un extremo de la cama. Por último, siguió con un vestido enrollado, también de color oscuro, como el resto de la ropa, y orlado con una aplicación de pieles que servía de abrigo. Lo extendió sobre la capa, con la intención de que una prenda le sirviera de sábana y la otra de cobertor. Finalmente, metió la mano y revolvió en busca de un librito con oscura encuadernación de piel. Al principio, Elisa creyó que se trataba de una biblia, pero luego se puso de manifiesto que aquella señora desconocida no leía tales cosas, sino que había llevado consigo otro tipo de lectura.

Apenas hubo acabado de ordenar sus cosas, se llevó la mano al moño de la nuca para examinarlo y se fijó de nuevo uno de los mechones descoloridos que se le habían soltado. Para Elisa era imposible determinar su edad. Sus movimientos parecían decididos y daban fe de un amor propio que anunciaba su alto rango. Si fuera una aristócrata, pensó Elisa, no tendría que dormir en la entrecubierta. Su piel, por otra parte, aunque estaba algo arrugada en torno a los ojos, era tan blanca y tersa que se notaba que nunca en su vida había tenido que trabajar duro de sol a sol.

Y en eso la mujer se dio la vuelta y examinó al círculo de personas que se había formado a su alrededor. Christine y Lambert, que estaban divididos por la pelea que habían tenido por la litera, se sentían ahora apabullados en igual medida por el hecho de que una tercera persona les hubiera birlado el sitio sin más.

—Permítanme presentarme —dijo la desconocida pasando por alto las expresiones de recelo de los presentes—. Soy Juliane Eiderstett, de soltera baronesa Von Kriegseis. Y tras haber empobrecido, me vi obligada a casarme con un burgués.

La desvergüenza que mostraba aquella mujer hizo que a Elisa se le ruborizaran las mejillas. Su padre también pertenecía a esa clase, la de la nobleza venida a menos, pero él hubiera preferido morderse la lengua antes que admitir tal cosa públicamente y si se hubiera tenido que casar alguna vez con alguien por debajo de su rango, jamás habría admitido abiertamente la motivación del dinero. La tal señora Eiderstett lo hacía, sin embargo, como algo obvio y sin que nadie le hubiese preguntado.

Christine fue la primera en recuperar la compostura.

—¿Y dónde está… su marido?

La señora Eiderstett metió con toda lentitud su bolso debajo del catre, luego se incorporó de nuevo y se dio la vuelta como si buscase a alguien.

—Por lo que parece, no se le ve por ningún sitio, ¿no es cierto? —preguntó ella con ligereza—. Eso tal vez signifique que no está en este barco.

Christine se ruborizó visiblemente cuando Julie le sonrió con gesto desafiante. Poldi no pudo evitar soltar unas risitas, ya que alguien se había atrevido a burlarse de su severa madre. Elisa, por el contrario, se preguntó qué significaba todo aquello: ¿acaso la tal Juliane Eiderstett era viuda y por eso viajaba sola? ¿O había enviado a su marido a aquellas tierras extrañas con antelación, lo cual era bastante poco habitual?

A Lambert Mielhahn todo eso no le importaba gran cosa, algo muy diferente le parecía mucho más escandaloso que el hecho de que aquella mujer estuviera viajando sin su marido.

—¿Y cómo es que reclama una litera para usted sola? —gruñó.

—Fue lo que se pactó con el capitán —le explicó la señora Eiderstett con gesto solícito—. En muchos barcos los hombres y las mujeres que viajan solos están rigurosamente separados; para mí eso no era importante, pero sí lo era no tener que compartir la cama con ningún hombre. En mi matrimonio ya tuve que hacerlo durante bastante tiempo. Pero pueden tomar posesión de las literas que están alrededor. Eso no me molesta.

Poldi volvió a soltar otra risita y, como antes, su madre estaba demasiado aturdida como para lanzarle una mirada severa o propinarle otra bofetada. Juliane Eiderstett, por el contrario, alzó la mano en gesto de invitación, con cierta condescendencia, como si les hiciera a los allí presentes —los Steiner, los Mielhahn y todos los que ocupaban la entrecubierta— un gran favor al permitirles viajar con ella.

Lambert abrió la boca; sin duda tenía algún comentario grosero en la punta de la lengua, pero los sonoros gritos de un marinero lo interrumpieron. No tenían tiempo de seguir ocupándose de la señora Eiderstett, pues ahora todos los pasajeros debían reunirse en la cubierta para el recuento.

La gente se empujaba de un lado a otro, algunos se ponían rojos a causa de la excitación, mientras que otros estaban como petrificados. En una de aquellas marabuntas había empujones, saltos y hasta golpes, mientras que en otra parte los pasajeros se aferraban temblando a la barandilla, como si el pedazo de suelo que tenían bajo los pies fuera lo único que les resultaba familiar, razón por la cual no querían separarse de él.

Cornelius evitó algún que otro codazo e intentaba no pisar a nadie, lo cual no siempre era posible. En cuanto uno de los oficiales empezaba a contar, muchos de los pasajeros se desplazaban a empellones hacia donde estaba, como si fuese a haber un premio para aquel cuyo nombre fuera marcado primero en la lista. Para no perder su posición, Cornelius tenía que actuar enérgicamente y muy pronto sintió un enorme calor a causa de tanta estrechez, tanta prisa y tanta excitación.

Después de haberle dicho a gritos al escribano del oficial su nombre y el de su tío —todo a través de una hilera enorme de cabezas, ya que había sido imposible acercarse más—, Cornelius tuvo intención de abrirse paso de regreso hasta el camarote que compartía con su tío. Pero al final tuvo que resignarse ante aquel apelotonamiento de gente, que no dejaba que nadie hiciera su voluntad, y se dedicó tan solo a luchar para no quedar demasiado aplastado entre aquellos cuerpos; asimismo, se esforzó por no ser presa del pánico en medio de aquel gentío. Lo cierto es que aquello le recordaba el día en que Matthias había muerto y por eso ahora se aferraba ceremoniosamente a los detalles que diferenciaban este momento de aquel: las gaviotas que chillaban por encima de sus cabezas, las voces gruñonas de dos hombres —que empezaban ya a negociar con vino, cerveza y aguardiente cuando el barco aún no había zarpado— y, finalmente, los marineros, con sus uniformes de color azul oscuro y rayas blancas, que solo esperaban el momento de levar el ancla y, entretanto, mataban el tiempo vociferando canciones.

Cuando por fin acabó el recuento, convocaron a los hombres más fuertes, quienes, ahora que el viento era favorable, debían ayudarlos a colocar las velas y a izar la bandera.

Nadie acudió a Cornelius con ese ruego, de modo que él, que no deseaba permanecer inactivo, se acercó espontáneamente a uno de los marineros y le preguntó si podía ayudar en algo.

El hombre lo examinó con una sonrisa irónica. Y aunque él adoptó la postura más erguida posible para causar la impresión de ser un hombre resuelto, era inequívoco que hasta ese momento había pasado su vida estudiando en un aula, y no trabajando en los campos.

—Podemos hacerlo sin ti, chavalín.

Sacudiendo la cabeza, Cornelius volvió sobre sus pasos.

El pastor Zacharias se había negado a asistir al recuento y en vez de eso se había tumbado en su litera diciendo que su corazón no soportaría el nerviosismo de la despedida. Era imposible que pudiera ver con calma cómo la tierra que le era familiar se iba alejando cada vez más, haciéndose más pequeña, hasta desaparecer del todo. Se había puesto sobre la frente un paño empapado de agua con vinagre, como si tuviera fiebre, y se quejaba en alto por el hedor que reinaba en el barco. A Cornelius, sin embargo, le parecía que el agua con vinagre olía peor que la salada brisa marina de la cubierta, pero no lo había dicho en voz alta.

Lentamente, el camino se fue despejando y, aunque hacia abajo estaba ya libre del todo, él tomó otra decisión y prefirió dejar al tío con sus paños empapados en vinagre y agenciarse un pequeño sitio junto a la barandilla. Entonces el barco pegó una sacudida al ponerse en movimiento, primero tan despacio que parecía estar girando sobre su propio eje. Un pequeño barco pesquero pasó por su lado y los dos hombres que estaban en él gritaron algo que no pudo entender. Y aunque el buque de tres palos parecía demasiado pesado como para alcanzarlo, tomó rápidamente velocidad y, al cabo de pocos instantes, ya se habían acercado al barquito de pescadores. Las elevadas olas mecían este como si fuese una cáscara de nuez, pero eso no impidió que los dos hombres siguieran gritando y riendo. ¿Sentían acaso alivio porque podían permanecer en aguas familiares? ¿O envidia por la aventura de los otros?

—Yo… Yo quería agradecerte…

Aquella voz lo tomó por sorpresa. No había visto venir a Elisa von Graberg y por eso no sabía cuánto tiempo llevaba la joven de pie tras él. Ahora ella también se apoyó en la barandilla. Su mano se aferró a la madera cuando su mirada se dirigió hacia abajo, hacia el agua, que, con su color oscuro, parecía profunda e insondable. Solo en los puntos en los que la quilla del barco la hendía, saltaba la espuma blanca.

—Desapareciste enseguida —empezó diciendo ella—. No hubo tiempo de decir nada. Tampoco sabía si vosotros…

Elisa vacilaba al hablar, no parecía estar segura de si podía o no usar el tú de confianza. Solo entonces él se dio cuenta de que ni siquiera se había presentado a la joven.

—¿Dónde está tu hermano? Se llama Poldi, ¿no es cierto?

—En realidad, no es mi hermano. Dije eso únicamente para ayudarlo. Pero sí, se llama Poldi.

—Y yo me llamo Cornelius Suckow —respondió él escuetamente.

Los dos estaban de pie, uno al lado del otro, muy rectos. La trenza de Elisa había seguido deshaciéndose. El viento removía su cabello, lo alzaba en vertical hacia arriba y luego le golpeaba la cara con él. Con gesto rápido, ella alzó la mano para arreglárselo, pero la brisa del mar se mostró mucho más pertinaz, de modo que la joven acabó desistiendo. Bajo los efectos del aire fresco, sus mejillas ardían y la luz, que, cada vez más suave, iba pasando de un dorado chillón e hiriente a un rojizo cálido, le brillaba en los ojos.

¿Qué edad podría tener la muchacha? ¿Dieciséis o tal vez diecisiete años?

—Tú y tu tío… vais camino de Chile, ¿verdad?

La joven se mordió los labios y el color rojo de su cara se intensificó.

—¡Vaya! ¡Qué pregunta tan estúpida! —se le escapó a Elisa—. ¿Acaso estaríais en el Hermann III si no partierais para Chile?

Ella negó con la cabeza, como si no fuera la primera vez que se enfadaba por el poco dominio con que las palabras salían a borbotones de su boca. Él rio y, como alguien que sopesaba cada sílaba que decía, la encontró refrescante.

—¡Así es! —exclamó Cornelius, y su voz pareció liberada de un modo poco habitual en él.

Una breve sonrisa se dibujó en los labios de Elisa.

—Seremos de los primeros alemanes en llegar a aquel país, ¿verdad? —opinó ella—. Antes que nosotros, apenas una docena de barcos ha partido con rumbo a Chile.

A la joven Elisa le temblaba ligeramente la voz, pero sus ojos brillaron ahora con más intensidad cuando dirigió la mirada hacia las gaviotas, que pasaban volando a ras del agua.

—Hasta donde yo sé —empezó a decir Cornelius—, no son muchos los que han elegido Chile como nueva patria. Pero ya hubo antes dos hombres de nuestro pueblo que viajaron allí. En el siglo XVI, el emperador Carlos les concedió esas tierras a los Fugger, de Augsburgo, aunque esos banqueros jamás las reclamaron como suyas. Y poco después, dos aventureros alemanes viajaron allí, siguiendo los pasos de los conquistadores españoles: eran Bartholomäus Blümlein y Peter Lisperger. Cultivaron vino, colonizaron la tierra y finalmente fundaron una ciudad: Viña del Mar.

Cornelius se interrumpió porque no sabía si la joven querría escuchar aquella historia, pero ella parecía interesada, aunque un poco confundida. De repente Cornelius oyó en su mente la voz burlona de Matthias, que le susurraba:

«Lees demasiado, Cornelius. La Revolución hay que hacerla con la lucha, no con las lecturas».

«Pero la lectura —le había respondido él— es la mejor arma en esa lucha».

A Matthias esa lucha le había costado la vida y a él, en cierto modo, le había costado sus libros. Solo se había llevado consigo unos pocos, la mayoría de ellos se habían quedado en la biblioteca de su tío, y el exótico Chile sería un país rico en tierras fértiles y sin poblar, pero seguro que no lo era en libros. Una vez más Cornelius pensó en Matthias y en esta ocasión tuvo que sonreír. Aunque es posible que Matthias hubiera degradado aquella partida precipitada a la condición de huida, seguramente le habría gustado que su reflexivo y estudioso amigo se encaminara hacia un futuro en el que las habilidades de campesinos y artesanos se demandaran más que todos los estudios del mundo.

A Elisa von Graberg no se le había escapado la manera en que había cambiado la expresión de su rostro.

—¿Por qué sonríes? —preguntó ella.

—No es nada —se apresuró a decir él—. Solo pensaba que… —Cornelius vaciló, se guardó el nombre de Matthias y continuó—: Hay otro alemán que partió a Chile mucho antes que nosotros: Adalbert von Chamisso. Chamisso viajó por el sur; yo he leído el libro en el que relata sus vivencias. Parece que es un país fascinante, con escarpadas montañas, de una especie que nosotros no conocemos, y con lagos de color azul turquesa, glaciares y volcanes, selvas vírgenes y estepas, con animales y plantas exóticas.

El viento había cambiado. Ya no le lanzaba a Elisa el pelo en la cara, sino que se lo apartaba.

Ahora su mirada estaba fija en el puerto de Hamburgo, que se hacía cada vez más pequeño.

—A partir de ahora, no vamos a tener suelo firme bajo los pies durante mucho tiempo —dijo Elisa.

Él asintió. Durante la travesía por dos océanos verían costas una y otra vez. Pero solo pisarían tierra de nuevo en el puerto de Corral.

—¿Tienes miedo? —le preguntó él de pronto.

Las torres de la iglesia de Santa Catalina y de San Miguel ya pronto no serían más grandes que dos bloques de un juego de construcción.

—No —respondió Elisa resueltamente—. No tengo miedo. Llevo mucho tiempo esperando este momento —añadió; por un instante, vaciló, no parecía segura de ir a contarle algo tan íntimo, pero por fin decidió hacerlo—. Mi madre murió el año pasado. Y con sus últimas palabras me hizo prometerle que me largaría de Hesse. «Tu futuro no está aquí —me dijo—. Tu futuro está en el lejano Chile».

Su mirada, antes fija, se quedó absorta. Probablemente en ese momento estuviera viendo a su madre ante ella, y también Cornelius pensó en las personas a las que había dejado y a las que, quizá, no volvería a ver jamás. Pero en realidad lo que Cornelius vio fueron los rostros hostiles de sus parientes —con la excepción de su tío—, que nunca lo habían tratado mejor que a un peón de la caballeriza.

Y entonces, de repente, vio a una niña pequeña en el puerto que se desvanecía. Había llegado allí con su madre para admirar los grandes barcos y el espectáculo de la partida. Desde lejos, no era mayor que una mano; sin embargo, él podía distinguir perfectamente el rostro excitado y sonriente de la pequeña.

La chica les decía adiós, llena de esperanza, llena de inocencia, como si no partiesen en un viaje peligroso, sino en una agradable excursión para la cual les deseaba todo lo mejor. Entonces Cornelius sintió un movimiento a su lado, y se dio cuenta de que Elisa también había visto a la niña y ahora ella también alzaba la mano para decirle adiós.

Era la primera vez que soltaba la barandilla a la que había estado aferrada hasta ahora y, cuando el barco se inclinó un poco, ella resbaló y estuvo a punto de caer.

Rápidamente Cornelius la agarró y la tomó de la mano, una mano cálida que le devolvió el firme apretón.

—¡Tengo que prestar más atención! —exclamó ella, asustada.

Elisa ya no lo soltó. Se quedaron allí, de la mano, sujetos el uno al otro y, al mismo tiempo, con absoluta libertad para seguir saludando a la niña. Esta reía y soltaba gritos de júbilo, hasta que no quedó de ella más que un puntito que, más tarde, desapareció del horizonte.