CAPÍTULO 2

La puerta del estrecho agujero en el que los había arrojado el hombre rechinó cuando este la cerró de un tirón a sus espaldas. La parte inferior estaba hecha de una madera de roble oscura y pesada en la que los gusanos habían ido abriendo pequeños agujeritos; en la parte superior había una rejilla herrumbrosa a través de la que se podía ver un pasillo con otras celdas similares alineadas a cada lado.

Una vez más se escuchó un chirrido, cuando el hombre pasó la pesada llave a la cerradura. Por un instante, Elisa tuvo la esperanza de que el hombre dejase la llave allí; así, ella podría estirar la mano más tarde a través de los barrotes oxidados y atraparla de algún modo. Pero al parecer el ayudante del capitán del puerto había tenido la misma idea: después de haber dado algunos pasos jadeantes, sin decir palabra, cogió la llave, se la guardó y se alejó.

—Hablará usted cuanto antes con alguien de la Diputación de Comercio, ¿verdad? ¡Somos inocentes! —gritó Elisa a sus espaldas, con una voz penetrante que el hombre no pudo pasar por alto; de todos modos, su única respuesta fue un gesto de indiferencia con los hombros; parecía aliviado por haber dado una solución a aquel enojoso asunto.

Elisa se dejó caer al suelo, apoyándose en una de las paredes frías, húmedas y cubiertas de finísimas telarañas, mientras se enfrentaba al desánimo que pesaba sobre su alma como el olor a moho de su prisión.

Leopold se había agachado para recoger un sucio jirón de tela: tal vez el precario resto de lo que alguna vez fuera una vela o tal vez un trozo de una vieja gorra de lona.

—¡Ten cuidado! —le gritó la joven cuando vio los clavos esparcidos por el suelo, tan herrumbrosos como los barrotes de la ventanilla.

Entonces el joven retrocedió y olfateó con expresión de asco. En aquel almacén había otro olor aún más penetrante que el hedor corrupto y salobre de una barraca junto al mar.

—¿También tú lo hueles? —preguntó el chico—. ¿Qué es eso?

Elisa miró a su alrededor. Tras varias horas expuesta a aquel sol deslumbrante, en un principio no vio más que los contornos de las cosas. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la opaca luz.

En el rincón trasero del almacén había varios barriles uno al lado del otro. Uno de ellos se había caído y de él brotaba gota a gota un líquido oscuro. En el suelo se había formado un charco pegajoso.

—Creo que es sulfato de hierro. Se usa para limpiar los barcos, sobre todo las letrinas.

—¡Entonces alguien entrará pronto por esa puerta para llevárselo! —exclamó el jovenzuelo con entusiasmo—. Quiero decir antes de que el barco zarpe.

Elisa asintió; no quería admitir que la duda se iba apoderando de ella. No era solo que aquellos barriles parecían estar vacíos, sino que las reservas de ese «chisme», como lo llamó Leopold, abundarían en los demás almacenes, por lo que nadie estaría obligado a ir a recogerlo precisamente allí. Además, el ayudante del capitán del puerto no había dado muestras de tener prisa alguna.

Elisa miró en dirección a los barrotes de la parte superior de la puerta; los pasos del hombre que se alejaba arrastrando los pies eran lo último que había oído. Debido a la madera de las paredes, los ruidos que llegaban del puerto —las voces, los chillidos de las gaviotas, el chapoteo de las olas— se escuchaban solo en sordina y apenas se podían diferenciar unos de otros.

—¿De verdad te llamas Leopold? —le preguntó Elisa al chico para distraerse.

El joven frunció el ceño.

—¿Es que crees que miento? —preguntó Leopold con voz ofendida.

—Si lo creyera no te hubiese ayudado —se apresuró a tranquilizarlo ella.

—Bueno, eso de ayudarme es mucho decir; de lo contrario, no estaríamos aquí —replicó él con un suspiro—. Te presentaste como mi hermana… Y eso, eso sí que ha sido una mentira.

En eso, sin duda, tenía razón, pero Elisa prefería no pensar en las consecuencias que esa mentira había tenido para ella.

—Pues bien… Leopold… —empezó a decir Elisa.

—Mis hermanos me llaman Poldi.

—Pues bien… Poldi…

El chico había dejado caer de nuevo el trozo de tela al suelo y luego se había quedado de pie, tieso, en medio de aquel recinto, haciendo un notable esfuerzo por no tocar nada. Pero entonces se acercó bruscamente a la puerta y sacudió los herrumbrosos barrotes. En vano. Cuando retiró las manos, las tenía cubiertas de óxido rojizo.

—El barco zarpará pronto —afirmó Poldi. Su voz luchaba contra el pánico, y era precisamente eso lo que se iba apoderando poco a poco de Elisa, rodeándole el cuello como una anilla que amenazaba con estrecharse cada vez más y cortarle el aliento.

La joven intentó respirar con tranquilidad para contrarrestar aquella sensación.

—¿También vosotros os vais a… Chile? —le preguntó ella.

Hasta entonces había pronunciado el nombre de aquel país en muy contadas ocasiones, como si se tratase de algo demasiado preciado para mencionarlo a la ligera, incluso como si la enorme lejanía de aquellas tierras, su exotismo incomparable exigieran un respeto similar al de una oración.

Poldi asintió brevemente.

—En realidad habíamos decidido marcharnos a Nueva York. Uno de nuestra aldea, al que llamábamos Hans el Pato, se fue allí y encontró trabajo enseguida, según contaba en una carta. Ahora, al parecer, trabaja en los ferrocarriles y gana tanto dinero que ya no tiene que comer pan duro. Puede darse el lujo de comer pasteles de hojaldre, hechos con harina de la mejor calidad —dijo. Y se relamió los labios con un chasquido antes de continuar—: El viaje hasta allí solo dura cincuenta días, no es tan largo como a Chile. Pero mi abuelo viaja con nosotros. Y tiene más de sesenta años.

Elisa sabía lo que el chico quería decir con eso. En uno de aquellos boletines oficiales que ella y su madre habían ido devorando mes tras mes, se podía leer que en Estados Unidos no eran bienvenidas las personas mayores de sesenta años. Sin embargo, aunque en la propia familia de Elisa todos estaban dentro de la edad adecuada, se habían decidido por Chile y no por Nueva York. Casi todo el mundo emigraba allí, había dicho su madre, y los extranjeros ya no eran tan bienvenidos como antaño. Era preciso disfrutar los himnos de alabanza a la nueva patria que podían leerse en las cartas con ciertas reservas. Algún que otro emigrante había estado soñando entusiasmado con un país de Jauja, pero había regresado a Alemania al cabo de pocos meses, tan solo con lo puesto y con alguna experiencia decepcionante más.

—¿Y quién más viaja contigo aparte de tu abuelo? —preguntó Elisa.

Poldi empezó entonces a caminar inquieto de un lado a otro del estrecho recinto.

—Mis hermanos, Fritz y Lukas. Y luego están Christl, Katherl y Lenerl, mis hermanas.

«¡Tres hombres en total! —le pasó por la cabeza a Elisa—. ¡Cuánto envidiaría su padre a esa familia!».

Ninguno de los varones que la madre de Elisa había dado a luz había sobrevivido al año de vida. Todos los domingos, después de misa, visitaban sus tumbas, y una y otra vez Richard von Graberg se quejaba por no tener un primogénito sano. Elisa sabía que su padre estaba orgulloso de ella, que la quería, pero tenía la impresión de que eso sucedía a pesar de que ella fuera una niña —no precisamente por serlo— y de que su padre se preguntaba en secreto por qué la que había llegado a crecer y desarrollarse era esa única hija, y no sus hijos varones, que habían muerto todos.

¿Quizá por eso se casó su padre tan pronto con Annelie tras la muerte de su madre?

Antes de partir hacia Chile, él había vuelto a lamentarse en voz alta por no tener hijos varones: el gobierno de aquel lejano país, según decían los boletines informativos oficiales, le prometía a cada padre de familia inmigrante tierras en cantidad de ocho «cuadras», como decían allí, lo cual equivalía más o menos a una hectárea, y por cada hijo varón le cedía otras cuatro. Y también le entregaba más cantidad de lo que necesitaran para cultivar el suelo —semillas, herramientas y bueyes—, si podía demostrar que tenía hijos varones.

En fin, por lo menos el resto de los derechos y deberes eran los mismos: durante seis años no tendrían que pagar impuestos y serían tratados, desde el primer día, como ciudadanos chilenos, siempre y cuando prestaran juramento a la Constitución del país.

Poldi no se había dado cuenta de lo mucho que había impresionado a Elisa mencionando a sus hermanos.

—De todos modos, existe otra razón por la que no hubiéramos podido marcharnos a Nueva York —le dijo el chico—. Porque primero hubiésemos tenido que conseguir el dinero para la travesía. En el caso de Chile, sin embargo, hay un préstamo del gobierno. Esos sí que nos quieren en su país, ¿no te parece?

Elisa asintió.

—¡De todos modos, es una pena! —exclamó Poldi—. A mí me hubiese encantado probar esos pasteles de hojaldre con harina de trigo. ¿Qué habrá de comer en Chile?

Elisa se encogió de hombros. Su curiosidad por lo que Poldi tenía que contarle iba disminuyendo, pues ahora los minutos pasaban volando uno tras otro y no se oía a nadie en el pasillo. Una vez más, miró hacia fuera por la rejilla.

—¿Crees que esos diputados de la Diputación de Comercio vendrán y nos liberarán?

—¡Por supuesto que lo harán! —dijo Elisa abruptamente, y antes de que Poldi pudiera expresar sus dudas, añadió—: ¿De qué…, de qué vivíais antes de partir hacia aquí?

—Mi padre era forjador de armas y tenía su propia forja —la informó Poldi, orgulloso, pero cuando continuó, su voz sonó más apocada—: Cierto que la forja era ya muy antigua y estaba medio en ruinas; él necesitaba nuevas herramientas, pero se las podía permitir. En algún momento se había empobrecido tanto que decidió empezar a trabajar en las canteras y más tarde lo hizo para los ferrocarriles. Pero con eso, según decía mi madre siempre, no se podía alimentar a una familia, sino solo a un hombre adulto. ¿Y vosotros? ¿Por qué os marcháis a Chile?

Elisa, impaciente, cambió de postura. Su padre ya tenía que llevar un buen rato echándola de menos y seguramente ya habría comenzado a buscarla. Sin embargo, pensar en ello no la tranquilizaba, la ponía aún más nerviosa. ¡A su padre nunca se le pasaría por la cabeza la idea de buscarla precisamente en ese almacén!

—Hace algunos años —empezó a contar la joven para no tener que pensar— emigraron a Chile nueve familias de artesanos de Hesse. Una de esas familias era conocida de una prima de mi abuela. Y ella nos mostró una carta que esos emigrantes habían enviado.

Aquella carta no tenía un tono tan entusiasta como algunos de los relatos que llegaban de Norteamérica, pero era mucho más sincera. El viaje había sido largo, pero al final pudieron llegar sanos y salvos a Corral, en el puerto de Valdivia. La labor que les esperaba allí era dura, pero también era cierto que en aquel país había tierras para todos: la mayor parte del territorio estaba cubierta de selva virgen, pero cuando se talaba, se ganaban terrenos muy fértiles.

Su padre había estado dudando hasta el final sobre si Chile sería o no el destino adecuado para ellos, pero es que él siempre dudaba antes de tomar cualquier decisión.

—Mi padre pospuso el viaje durante mucho tiempo —le dijo Elisa a Poldi—, pero tras el último invierno de hambruna…

Elisa se interrumpió. Hasta ese momento los ruidos del exterior, las voces de los emigrantes y las órdenes de los hombres que inspeccionaban los barcos les habían llegado apagados, en sordina. Sin embargo, ahora, de repente, algunos retazos aislados de palabras empezaron a aumentar de volumen y se convirtieron en un ruido tronante. Parecía como si todos hubieran empezado a hablar a la vez, como si todo el mundo se hubiese puesto de pie a un tiempo y se hubiera dirigido en masa hacia el mismo lugar.

Elisa y Poldi se miraron desconcertados; en una fracción de segundo comprendieron lo que aquello podía significar: el barco, por fin, había recibido el visto bueno de los inspectores y los pasajeros podían empezar a embarcar.

En el instante siguiente se oyó una voz que destacaba por encima de toda aquella confusión y que impartía órdenes estrictas sobre dónde debían colocarse los futuros pasajeros, antes de empezar a repartirlos en los botes auxiliares.

Elisa corrió hasta la puerta, la sacudió con fuerza, aunque ya sabía, desde hacía tiempo, que aquello no serviría de nada. Ahora también sus manos se quedaron manchadas de óxido.

—¡Santo cielo! —gritó Poldi—. Empiezan a subir a los botes. ¡Y se han olvidado de nosotros!

Esta vez Elisa no contradijo sus temores.

—¡Auxilio! —gritó la joven con fuerza, aunque apenas podía imponer su voz por encima del ruido reinante—. ¡Estamos encerrados aquí! ¡Auxilio!

El pastor Zacharias Suckow se quedó allí de pie, impasible. Ya en varias ocasiones había hecho ademán de no dar un paso, pero hasta entonces Cornelius siempre había conseguido arrastrarlo consigo. Sin embargo, ahora, el pastor se resistió al imperioso agarre.

—No puedo hacer otra cosa —explicó el pastor con voz obstinada—. Y tampoco tengo buenas sensaciones.

Cornelius suspiró e intentó —tal y como había hecho tantas veces en esos últimos días— encontrar el pretexto adecuado para hacer avanzar a su tío. Y ese no era el único reto en aquel momento. También era preciso evitar la multitud de gente, que se había hecho cada vez más impenetrable. Los obreros portuarios y los estibadores arrastraban con ellos carros cargados de mercancías y equipaje, los marineros maldecían mientras se ocupaban de las cuerdas y los cabos; algunos espectadores curiosos llegaban desde todos los puntos de la ciudad de Hamburgo para presenciar con asombro, fascinación y compasión a un tiempo la partida de los emigrantes.

Aquella multitud era bastante variopinta: había gente frágil y débil, hombres robustos con sus mujeres, adolescentes curiosos y niños pequeños. El calor los había mantenido hasta entonces en un estado de agotamiento, pero desde que se corrió la voz de que había llegado la hora de embarcar, todos se habían desperezado de repente. Comenzaron los agolpamientos y los gritos, se escuchaban improperios y gritos jubilosos, cantos y quejas, risas y llantos. Algunos estaban excitados, otros se mostraban temerosos.

—¡Atención! —retumbó un sonoro grito a espaldas del gentío. Justo a tiempo, Cornelius pudo apartar a su tío hacia un lado y evitar así que los hombres lo embistieran con el aparato del que tiraban. Era un artefacto enorme y pesado, compuesto de varias mangueras y recipientes de agua.

—¡Mira eso! —exclamó Cornelius intentando despertar con su voz el entusiasmo de su tío—. Es una destiladora para producir agua potable. Supongo que la subirán al barco.

Pero su tío no lo escuchaba.

—No sé qué hacer; no puedo evitarlo, pero tengo una mala sensación.

«Pues no me extraña», se le pasó a Cornelius por la mente. El pastor Zacharias solo se sentía bien cuando estaba en el púlpito, predicando a boca llena, con el sudor saliéndosele por todos los poros, o cuando estaba sentado ante un vaso bien lleno de vino de Oporto, haciendo girar entre sus dedos un buen puro.

Cornelius lo miró de soslayo y, solo con algo de esfuerzo, consiguió reprimir un suspiro de resignación. Su tío puso tal cara de desesperación que parecía a punto de echarse a llorar. En su presencia, Cornelius —a pesar de sus veintitrés años de edad— se sentía muy a menudo dueño de una dignidad inusual, se sentía escaldado y con la experiencia vital de un anciano, mientras que Zacharias Suckow —quien ya peinaba canas desde hacía bastante tiempo y tenía el rostro surcado por una red de arrugas— se comportaba como un niño pequeño expuesto por primera vez al gran mundo, ese mundo lleno de peligros, con todas sus trampas y perfidias.

«Si por lo menos se controlase un poco», pensó el sobrino, una idea que enseguida reprimió.

No siempre era fácil vivir junto al pastor Zacharias Suckow, pero, en el fondo, era un hombre de muy buen corazón, bondadoso, y él, Cornelius, tenía mucho que agradecerle, muchísimo.

—¿Cuánto tiempo llevamos ya sin comer nada? —se quejó entonces Zacharias, como si el hambre acabase de abrirle un agujero en la tripa, aunque la suya, como siempre, tenía una forma bien redonda y parecía muy bien alimentada.

—Ahora que vamos a subir al barco, podremos cenar arriba —le dijo Cornelius intentando animarlo.

—Pues no quiero ni imaginar la porquería que nos servirán de comida —gruñó el pastor.

Días atrás había temido lo mismo cuando llegaron a su pensión, el sitio donde tuvieron que pasar el tiempo previo a la partida. Entonces había pronosticado que les servirían pan duro como una piedra, vino ácido y carne correosa, si es que les servían alguna.

Cornelius le había replicado diciéndole que habían pagado bien por cada día que iban a pasar allí, y al final tuvo razón: la sopa que les sirvieron era jugosa y estaba bien condimentada; el asado de ternera había sido preparado con carne tierna y sabrosa. Había también judías y patatas, y por fin, un buen trozo de tarta de fruta y café auténtico recién molido, con azúcar y leche. Tampoco al día siguiente, en el desayuno, pudo decirse que les sirvieran ese amargo café mezclado con achicoria que tomaban los pobres, como había anunciado antes, quejumbroso, el pastor Zacharias.

Pero, en lugar de admitir con grata sorpresa que la vida que ahora transcurría por sendas tan agitadas no tenía por qué conducir inevitablemente a la catástrofe, siempre y cuando se pagara por ella el dinero pertinente, el pastor se dedicó a resoplar cada vez más alto. ¡Aquella era una comida de verdugos! —decía—. ¡Ni siquiera había podido saborearla! ¡Jamás debió dejarse convencer por el obispo de su iglesia nacional para marcharse a aquellas regiones salvajes!

Así hablaba todo el tiempo de Chile, como si aquel país no tuviera un nombre. Del mismo modo que, para él, las personas de aquel lugar no eran seres humanos en sentido estricto, sino animales que vivían en los árboles, como los monos.

Con todo, aquellas personas eran buenos cristianos, aunque católicos; y en eso, justamente, residía el problema, según le había explicado su obispo presidente.

Cornelius estaba presente cuando ambos hombres se reunieron ante una copa de Oporto y el obispo le expuso al pastor sus preocupaciones: el hecho de que el gobierno chileno, para colonizar el sur del país, hiciera reclutar familias en Alemania familias de campesinos o artesanos con experiencia que, además de eso, pertenecieran a la Iglesia católica.

El primer requisito era fácil de cumplir. Pero no el segundo. Varios obispos católicos, en especial los de Fulda y Paderborn, los de Tréveris y Ratisbona, habían alzado su protesta contra la emigración de sus fieles; a fin de cuentas, no querían ver desaparecer sus comunidades de feligreses. De modo que el agente encargado de la colonización, el tal Philippi, había terminado renunciando a este último requisito y había comenzado a reclutar emigrantes también entre las comunidades de protestantes.

—A diferencia de nuestros hermanos católicos, nosotros no retenemos en el país a los miembros de nuestras comunidades —le había explicado el obispo a Zacharias—, pero puesto que Chile es un país eminentemente católico, es preciso que enviemos con nuestros hermanos y hermanas a un líder de nuestra fe.

El pastor Zacharias había escuchado en silencio a su superior —lo cual era ya, de por sí, bastante poco habitual en él—, mientras bebía tragos de vino cada vez más largos y adoptaba una expresión cada vez más confundida, hasta que, finalmente, comprendió que aquella misión le estaba destinada a él.

—Piense, por ejemplo —le dijo el obispo—, que el gobierno de Chile les ha prometido un salario a todos los sacerdotes, maestros y médicos. Y aunque usted no pertenezca a la confesión más aceptada allí, no podrán retirar su promesa tan fácilmente. De modo que, si se decide a viajar, no contará únicamente con un salario de mala muerte.

—¿Yo? —exclamó el pastor Zacharias y, debido al susto que se llevó, tuvo que aspirar una dosis de tabaco en polvo, aunque en realidad él siempre había preferido los buenos puros. El rapé, se quejaba siempre Zacharias, producía un ardor insoportable en la nariz. Pero esa noche, al parecer, el ardor no llegó a ser suficiente en ningún momento—. ¿Soy yo el que debe marcharse a esas regiones salvajes? —dijo, por fin, tartamudeando y con una voz semejante a un graznido.

A partir de entonces ya no empleó otro término que no fuera el de «regiones salvajes» para referirse a aquellas tierras. Y así lo hizo tanto esa noche como en las semanas siguientes, mientras el obispo le repetía obstinadamente sus propósitos. El pastor Zacharias se fue mostrando cada vez más veleidoso cuando intentaba presentar sus argumentos en contra. No se trataba de que, con el tiempo, le fuera encontrando ventaja alguna a la idea de estar en esas regiones salvajes, sino de que era demasiado bondadoso, tenía demasiada pachorra y demasiado temor al conflicto como para enfrentarse a la firme decisión de su interlocutor, salvo por algunas distraídas excusas que se le escapaban de vez en cuando.

—¿Lo ves? —le dijo Cornelius—. Solo tienes que andar un pequeño trecho más. Y allí detrás podremos ponernos por fin a la cola.

—¿Por fin? —exclamó el pastor Zacharias, visiblemente indignado porque lo que para él significaba el último plazo antes del cadalso para Cornelius fuera solo un molesto tiempo de espera—. Pues mira lo que te digo: no voy a ir a ningún sitio —le dijo obstinado—. Desde el desayuno no me han dado nada de comer. Y necesito comer algo, si no quieren subirme desmayado a ese barco.

El pastor, sin embargo, no hizo ademán de ir a buscar, por su cuenta, esa ración de comida, sino que tomó asiento en una de las cajas. Aunque había acabado plegándose a los designios del obispo, debido a su temor a una discusión, en su fuero interno seguía oponiendo resistencia. Cada cosa sin importancia que salía mal durante el viaje la convertía en un impedimento que lo dificultaba; cualquier inconveniente se le antojaba un esfuerzo descomunal e insoportable.

—Antes he visto cómo unos empleados de la Asociación San Rafael repartían sopa entre los emigrantes —dijo Cornelius—. Es mejor que… vaya a buscarte un poco.

Cornelius omitió decir que esos cuidados iban destinados a los más pobres entre los emigrantes, aquellos que habían comido por última vez hacía mucho más tiempo, no en el desayuno de aquel mismo día.

Y antes de que su tío pudiera poner otra pega —ya que una sopa desabrida, hecha a base de carne dura, no era algo de su gusto—, se apresuró a alejarse, a fin de no tener que oír por más tiempo sus endechas.

Desde hacía varios días Cornelius no sabía si preocuparse o enfadarse por el estado de Zacharias Suckow. A veces, en su fuero interno, lo maldecía, pero al instante siguiente se decía que el miedo de su tío a aquellos lugares desconocidos era comprensible. Por su parte, él no sentía nada parecido. Había meditado poco sobre el viaje y la única certeza que reinaba en él era que no podía quedarse en Alemania. El pastor Zacharias tenía un gran apego por su lugar de origen, aunque había enviudado hacía años, apenas tenía amigos y sus pocos vicios —aparte del vino de Oporto y de los puros, también tenía predilección por los juegos de azar, así como la necesidad imperiosa de que su comunidad de fieles lo admirase— también podría disfrutarlos en cualquier otra parte. Cornelius, por el contrario, hacía tiempo que no sabía qué significaba esa expresión, lugar de origen; puede que nunca lo hubiera sabido.

Un día, poco antes de partir, se había escabullido al cementerio para detenerse por última vez ante las tumbas de aquellos dos seres que habían marcado su vida del modo más decisivo. Allí yacía la mujer a la que había ofendido gravemente, en lugar de confesarle cuánto la amaba, la mujer a la que culpaba de no haber podido estudiar y a la que ahora, cuando ya estaba muerta, echaba infinitamente de menos.

—Eso ya no cuenta —se dijo—. Eso no contará para nada en ese extraño país al que me marcho. Allí nadie sabe nada de mí, nadie sabe nada acerca del estigma de mi nacimiento.

Había vivido aquella despedida con expresión seria y comedida. Pero la pena más grande la sintió en su corazón cuando se detuvo ante la tumba de Matthias.

—No hay ninguna revolución por la que merezca la pena morir, mucho menos una que fracasa.

Allí, las palabras que en otra ocasión le había dicho a su amigo le vinieron de nuevo a la mente. Por entonces, cuando Matthias todavía vivía, Cornelius sentía que era el más inteligente, el más sensato, el superior. Sin embargo, ahora se preguntaba si en realidad no había sido el más vacilante, el más cobarde de los dos; se preguntaba también si no era Matthias —cuyo valor heroico él había reprochado en su último encuentro, diciéndole que era la otra cara de un deseo de morir— el que había elegido el único camino correcto para vivir su sueño hasta el final, hasta las últimas consecuencias, muy a diferencia de él. En aquel momento, su viaje a esos parajes lejanos le pareció una huida.

Sacudió la cabeza para espantar esos sombríos pensamientos; ensimismado como estaba, no vio que un hombre alto, algo encorvado a causa de la edad, avanzaba hacia él. Alzó la mirada cuando el hombre ya estaba plantado ante él, observándolo con gesto suplicante.

—Perdone… Perdone que lo detenga. Pero es que estoy buscando a mi hija. Estábamos esperando aquí el momento de embarcar, pero hace como una hora ha desaparecido sin dejar rastro.

Cornelius miró a su alrededor. El gentío se iba agolpando en dirección a los embarcaderos, donde los botes esperaban; casi en vano los marineros y los obreros del puerto intentaban dirigir a la turba. Era muy difícil distinguir un rostro en concreto entre aquel gentío.

—Lo siento —respondió el joven—, pero no he visto a nadie. Quizá ya haya subido al barco.

El hombre no esperó a que Cornelius acabara la frase y se dirigió a la siguiente persona que encontró para interrogarla.

El joven Cornelius continuó su camino. Tal vez su tío Zacharias se habría alegrado si su sobrino hubiera desaparecido al ver en tal circunstancia el deseado aplazamiento de aquel viaje amenazante.

Pensar en el pastor le recordó a Cornelius cuál era su propósito: conseguirle un plato de sopa, pero cuando miró a su alrededor, vio que se trataba de una empresa inútil, condenada al fracaso. Las diaconisas y los enviados de la Asociación San Rafael habían hecho una pausa momentánea en su labor cuando sonó la orden de embarcar.

Cornelius ya se proponía regresar donde su tío cuando vio una barraca alargada que servía de almacén. No era probable que fuese a encontrar sopa allí, pero tal vez habría reservas de comida y, en ese caso, podría birlar algo. Cuando entró en el edificio, lo que le salió al paso no fue precisamente un olor agradable, sino el hedor a aceite de hígado de bacalao, a podredumbre y a un tipo de lejía indefinible.

Cornelius retrocedió, y ya se disponía a abandonar aquel lugar cuando oyó unos gritos de desesperación.

—¡Auxilio! ¡Nos han encerrado aquí! ¡Auxilio!

Cuando encaminó sus pasos hacia el lugar de donde salían aquellos gritos, se topó con un chico y una jovencita; estaban encerrados en el recinto más pequeño —y sin duda más sucio— de aquel almacén.

La chica se abalanzó hacia él en cuanto lo vio.

—¡Gracias a Dios! —exclamó ella—. Alguien nos ha oído. —Con agitación, atragantándose casi con las palabras, la joven añadió—: ¡Por favor! ¿Podría liberarnos? Estamos prisioneros y…

Entretanto, los ojos de Cornelius se habían adaptado a la escasa luz. El pelo de la joven era de color castaño, solo algunos mechones mostraban un brillo rojo cobrizo; por la mañana, la chica se lo había recogido en una trenza bien firme, pero el cabello se le había soltado hacía tiempo y algunos rizos se enroscaban ahora junto a sus sienes. Tenía la cara empapada en sudor y la frente surcada por una estría de color oscuro.

—¡Por favor! —repitió la chica—. Mi nombre es Elisa von Graberg.

«¿Una aristócrata?».

La mirada de Cornelius recorrió, incrédula, aquella figura, pero no consiguió sacar ninguna conclusión de su fugaz examen. La joven no llevaba guantes y sus manos parecían agrietadas y morenas como si estuvieran acostumbradas al trabajo duro. Al mismo tiempo, sin embargo, eran finas y alargadas y, por un instante, Cornelius se las imaginó deslizándose rápida y hábilmente por el teclado de un piano. Su blusa blanca, cerrada hasta arriba bajo una capa de color rojo vino, y su falda gris estaban arrugadas y cubiertas de manchas, polvo y telarañas, pero sin duda eran de una tela suave y de buena calidad, al igual que el borde de encaje del cuello, que daba fe de una elegancia superior a la habitual entre el campesinado pobre. La piel de sus mejillas era blanca y tersa, y en la nariz tenía algunas pecas.

Ella lo miraba con ojos suplicantes, mientras el mozalbete que estaba a su lado pateaba el suelo con impaciencia.

—¡Bueno, libérenos de una vez! —le gritó este último. Y lo que siguió a continuación fue una enrevesada historia que Cornelius no entendió muy bien.

Le hablaron de una banda de ladrones, que no eran ellos, le hablaron de un tal Lambert Mielhahn, quien sí había estado a punto de robarle algo a Elisa. Sí, ese hombre le había arrancado la cadena del cuello; sin embargo, eran ellos los que ahora estaban encerrados allí, no ese Lambert, aunque él se lo merecía más, por ser un tipo tan poco amable y tan repugnante.

Cornelius también examinó fugazmente al muchacho. A diferencia de Elisa von Graberg, llevaba puestos unos harapos grises, los cuales habían sido remendados tantas veces que era un auténtico milagro que no se le cayeran del cuerpo. De su pelo, muy cortito, colgaban las mismas telarañas que había en la blusa de Elisa, solo que su cabello ya venía endurecido de antes a causa de la suciedad y en algunas partes no era rubio, sino gris.

—¡Por favor, no se lo piense más! ¡Ya están subiendo a los barcos! —dijo la joven reanudando las súplicas—. ¡Y nosotros somos también del grupo de los emigrantes!

Cornelius se encogió de hombros sin saber qué hacer.

—La verdad es que me gustaría ayudaros, pero no tengo la llave —dijo señalando la cerradura.

El jovencito volvió a golpear el suelo con obstinación; la joven se mordió los labios, por lo visto, para no dar muestras de que estaba a punto de echarse a llorar.

—¡Pero, en fin, puedo ir en busca de alguien! —se apresuró a añadir Cornelius—. Describidme cuál era el aspecto de ese hombre que os encerró aquí.

Cuando, al cabo de un rato, Cornelius volvió a salir al exterior, se sintió desanimado. Allí fuera había pelotones de hombres que cargaban cosas, intentaban pastorear a la multitud de emigrantes, acarreaban cajas o, simplemente, vigilaban la carga. ¿Cómo iba a encontrar al susodicho, si, para colmo, la descripción que aquellos dos le habían dado era bastante imprecisa y caótica?

—¡Eh, oiga! —le gritó por fin, decidido, a un hombre que estaba ocupado ordenando a los emigrantes en una larga hilera—. ¡Oiga! ¡Usted! —repitió Cornelius y, al ver que el obrero no lo escuchaba, elevó el tono de voz. Por fin, el hombre se dio la vuelta, aunque frunció el ceño en gesto de rechazo cuando Cornelius le expuso el asunto. No era posible determinar si había sido él, en persona, quien había encerrado a aquellos dos chicos o si había oído algo por boca de alguno de sus colegas.

—¡No tengo nada que ver con eso! —le espetó el hombre a Cornelius muy escuetamente.

—¡Pero no se puede retener así como así a unos emigrantes, mucho menos a unos niños! Si sus padres…

—Bueno, no tiene usted aspecto de padre —dijo el obrero, y su mirada examinó con desprecio la figura de Cornelius. Este era un joven alto, pero bastante más enclenque que muchos de aquellos hombres acostumbrados al trabajo duro.

—Bueno, escúcheme… —dijo Cornelius mirando el mazo de llaves que tintineaba en el cinturón del hombre—. Precisamente como no es asunto suyo, usted podría abrirles y…

No pudo continuar hablando. Una voz lo interrumpió, una voz que resoplaba, impaciente.

—¡Cornelius! —le gritó su tío, y su tono de queja era tal que parecía que el sobrino lo había abandonado en su mismísimo lecho de muerte—. ¿Qué haces? ¿Es que no piensas en mí?

Cornelius se dio la vuelta con brusquedad. La cara del pastor Zacharias estaba ahora un poco más roja e hinchada que antes.

—¡Mira que dejarme sentado ahí, al sol! —se quejó—. ¡He estado a punto de morirme de un ataque al corazón!

Pero aquella frase no sonó como si ese fuese su peor temor. A fin de cuentas, para él, era preferible morir que marchar a las regiones salvajes, y eso ya lo venía anunciando hacía varias semanas. Pero su cuerpo estaba demasiado bien alimentado como para concederle ese favor.

—Tienes que ayudarme, tío —le dijo Cornelius con agitación.

—Sencillamente, me has dejado allí solo, y…

—¡Tío Zacharias! —lo interrumpió el sobrino con acritud y, dado que eran pocas las veces en que le hablaba con un tono tan severo, el pastor enmudeció al instante y lo miró fijamente y con los ojos desmesuradamente abiertos—. Tío, allí dentro hay dos pobres almas encerradas, prisioneras… —empezó Cornelius, al tiempo que señalaba hacia la nave del almacén. Por experiencia, sabía que el tío le prestaría más atención si le hablaba de almas, no de personas. Y también por experiencia sabía que el pastor abriría más los oídos si exageraba un poco—. Han cometido con ellos una grave injusticia. Corren peligro de morir de sed y ya están muy debilitados. La joven damita aún mantiene el valor, pero no sé cuánto más podrá soportarlo.

Con gesto patético, Cornelius se golpeó el pecho con el puño cerrado para darle a aquella situación desagradable un carácter casi trágico y aquello surtió efecto al punto. El espanto se apoderó del rostro de Zacharias, si bien a él, personalmente, la abstinencia de agua no le parecía tan amarga como la de vino. Entonces el pastor chasqueó la lengua anhelante.

—¡Espere! —gritó Cornelius, al ver que el obrero portuario al que había abordado se daba la vuelta, en silencio, con el propósito de marcharse—. Mi tío es pastor. Su nombre es Zacharias Suckow. Y él puede dar fe de que esos dos chicos prisioneros son ovejas leales y honestas de su rebaño.

El hombre se dio la vuelta y lo miró dudoso, exactamente igual que el tío Zacharias.

—¿De verdad puedo atestiguarlo? —preguntó el pastor, inseguro.

Cornelius asintió con firmeza.

—¡Sí que puedes! —dijo con la misma severidad de antes.

De inmediato el ceño fruncido del pastor se alisó.

—¡Sí, claro que puedo! —dijo.

—Así es —dijo Cornelius dirigiéndose afanosamente al obrero portuario—, esos dos chicos acuden a misa todos los domingos.

—¡Cierto! ¡Todos y cada uno! —exclamó Zacharias.

—Y sus padres también son cristianos decentes, aplicados y humildes.

—¡Muy aplicados! —lo secundó el tío—. ¡Y muy humildes!

—No tienen ningún vicio. Ni beben, ni son vanidosos, ni muestran codicia.

—¡No! ¡Ni un solo vicio!

Entonces Zacharias se incorporó cuan alto era, tal y como hacía cada domingo al avanzar hacia el púlpito para decir la prédica y aleccionar a su comunidad sobre la voluntad de Dios.

De hecho, Zacharias vivía para esos momentos, cuando podía entusiasmarse hasta tal punto que las comisuras de los labios se le llenaban de espuma y la cabeza se le ponía roja como un tomate, hasta el extremo de que uno llegaba a pensar que le iba a reventar. Pero, en fin, no solo vivía a la espera de esos momentos, sino también de la comida que venía a continuación. Era un buen predicador —nadie podía poner eso en tela de juicio— y no solo porque durante esa hora contemplaba desde cierta distancia a los miembros de su rebaño, que ocupaban los asientos de la iglesia, y estos no podían molestarlo entonces con las penurias y las preocupaciones de sus vidas.

—¡No pueden encerrar de ese modo a gente tan honrada! —gritó Cornelius.

—¡Exacto! —exclamó también el pastor Zacharias—. ¿Adónde vamos a parar si es a las personas justas y decentes a las que se encierra en oscuros calabozos, mientras que en otros sitios los criminales cometen sus fechorías impunemente?

Cornelius hizo un esfuerzo supremo por asentir con expresión adusta, en lugar de mostrar una sonrisa sarcástica.

Incrédulo, el obrero miró a uno y a otro. Resultaba difícil determinar por cuál de los dos hombres se sentía más burlado. Y aunque el patético tono de voz del pastor Zacharias lo hacía dudar a todas luces de la salud mental de este, cuando sus expertos ojos examinaron la ropa de ambos, rápidamente al hombre le pareció que, a pesar de la pose que desplegaban ante él, tenía en su presencia a dos caballeros honrados y bien nacidos.

Con gesto avinagrado, dijo por fin:

—Si vosotros dais garantías por ellos… —comenzó a decir.

—¡Sí, y lo hago con la santidad de mi cargo! —exclamó el pastor Zacharias, entusiasmado.

—Bueno, no hay que exagerar… —masculló el hombre.

Esta vez Cornelius no pudo reprimir la sonrisa. Gracias a Dios el otro no notó nada, pues estaba ocupado sacando la llave del llavero y dirigiéndose con paso cargado hacia el almacén.

Pero el pastor Zacharias sí que le dio un codazo en el costado.

—¿Puedes decirme ahora de qué se trata todo esto?

Cornelius no tuvo más remedio que soltar una carcajada al ver la cara atónita de su tío.

—Pienso que en cualquier caso se trata de una buena acción —dijo el sobrino—, pero lo demás te lo contaré más tarde.

En su confusión, el pastor Zacharias olvidó preguntar por el plato de sopa que su sobrino le había prometido. Una vez más Cornelius no tuvo más opción que reír, pero en esa ocasión la risa se le quedó atravesada en la garganta.

Aún no había salido del almacén el obrero portuario en compañía de la joven y del mozalbete cuando un hombre desconocido se abalanzó sobre ellos con las manos alzadas en gesto de amenaza.

—¿Cómo es eso? —les gritó el hombre desde lejos—. ¿¡Por qué los deja en libertad!? ¡Cómo se le ocurre! ¡No puede hacer eso!