—¡Detened al ladrón!
Elisa abrió los ojos con apatía. Sentía los párpados muy pesados y la frente le brillaba a causa del sudor. Poco antes, los pocos lugares a la sombra del puerto de Hamburgo habían sido objeto de una acalorada disputa y, aunque ella había podido conseguir uno con sumo esfuerzo, ahora el sol abrasador caía en vertical, de modo que ya no quedaba ningún sitio donde resguardarse de su luz deslumbrante. El mar no enviaba brisa alguna que los refrescara, sino que mostraba un color grisáceo y verde, como un espeso caldo de pescado.
—¡Detened al ladrón!
La voz, a pesar del calor sofocante, era asombrosamente animada y sacó a Elisa de su modorra. Hasta hacía muy poco había estado contemplando, atónita, con los ojos bien abiertos, el ajetreo del puerto, sin poder apartar su mirada de los magníficos buques de tres palos, los impacientes emigrantes y los laboriosos trabajadores portuarios. Pero el sol abrasador había acallado el ruido y al final le había entrado sueño.
En ese momento, los únicos que seguían ocupados eran los agentes navieros, los cargadores y armadores de la casa Godefroy & Sohn, que preparaban la carga y verificaban que el Hermann III, el barco al que ella misma iba a subir dentro de muy poco, podía navegar. Entonces Elisa vio que un joven bajito pasaba por delante de uno de esos grupos de hombres que se hablaban unos a otros con insistencia, gesticulando afanosamente.
—¡Maldita sea! ¡Agarradlo de una vez!
En ese momento, Elisa vio también al hombre que corría detrás del chico. A pesar del calor de ese día, llevaba un frac manchado, igual que los demás emigrantes, que escogían su mejor prenda de vestir aunque no supieran cuándo iban a poder cambiársela. Probablemente el perseguidor de aquel mozalbete fuera uno de ellos.
El hombre estaba ya casi a punto de alcanzarlo y, cuando se disponía a alargar la mano hacia él, el chico se agachó con agilidad, cambió de rumbo repentinamente y huyó por entre la multitud.
Elisa, que se había incorporado para poder observar mejor la persecución, no tuvo más remedio que sonreír. No sabía qué había pasado, pero la expresión severa y amenazante del hombre —que tampoco cejaba en su persecución y usaba los codos sin miramientos para abrirse paso a través del gentío— hizo que la joven tomara partido automáticamente por aquel pequeño.
—¿Has visto eso?
Elisa se había vuelto hacia su padre, pero Richard von Graberg no había oído los gritos enfurecidos del hombre ni había prestado atención al chiquillo —que ahora corría ágilmente a lo largo del muelle—, sino que estaba absorto en el grueso legajo de documentos que llevaba consigo.
Elisa suspiró al verlo, sentado allí de aquella guisa. Lo más probable era que ya se supiese de memoria el contenido de todos los papeles necesarios para emigrar a Chile, pero, así y todo, seguía examinándolos una y otra vez, como si esos folios le proporcionaran el último resquicio de esperanza que existía en este mundo inconstante. El contrato de viaje que habían firmado con los agentes migratorios figuraba entre esos papeles y allí estaba también la lista al completo de los precios que había que pagar, la hora estimada en que se zarparía, así como un dibujo con la ruta exacta que seguiría el barco y, finalmente, el salvoconducto de estancia en Hamburgo, emitido para un plazo de catorce días.
—Papá… Pronto subiremos al barco y para entonces ya no necesitaremos ese permiso de estancia en la ciudad —dijo Elisa en voz baja.
Richard von Graberg levantó la mirada, indeciso, y entrecerró los ojos como si le dolieran. Elisa sospechaba que su padre tenía dificultades para leer, aunque no quisiera admitirlo.
—¿Qué quiere decir «pronto»? ¡Nos lo llevan prometiendo todo el día! Pero a saber cuánto más tendremos que esperar aún.
La mirada del padre se posó sobre la jovencita —apenas algo mayor que Elisa— que estaba sentada pesadamente, con la espalda encorvada, sobre uno de los baúles que conformaban su equipaje. Tampoco ella había prestado atención al joven que huía, y tampoco le devolvió la mirada a Richard.
«Como una flor marchita», le pasó a Elisa por la mente.
—¿Podrías traerle, tal vez, un poco de agua a Annelie…? —le propuso el padre con tono vacilante.
Con sumo esfuerzo, Elisa reprimió un grito de indignación. ¿Por qué su padre tenía que estar recordándole constantemente la indeseada compañía de aquella mujer?
Annelie.
Su nombre de soltera era Drechsler. Pero desde hacía poco se llamaba Annelie von Graberg y era la segunda esposa de Richard, con quien su padre había contraído matrimonio tres meses antes de haber partido de Niederwalzen, un pueblo situado entre Fráncfort y Kassel. Un matrimonio bastante precipitado, según le pareció a todo el mundo, pero especialmente a su hija. Su padre ni siquiera había guardado el acostumbrado año de luto.
Elisa frunció los labios.
No era ella la que debía estar allí. No Annelie.
No era con ella con quien Elisa habría querido empacar todas sus pertenencias ni regalar todas las cosas que no podían llevarse en el viaje —un viaje que iba a ser largo, agotador y peligroso—, entre las que se encontraban también los manteles y cobertores de encaje que su abuela había confeccionado y que habían sido el orgullo de la anciana durante toda su vida. No era con ella, a fin de cuentas, con quien la joven Elisa hubiera querido partir una mañana, cuando la hierba aún estaba empapada de rocío y el cielo de primavera estaba todavía brumoso. Habían cubierto el primer tramo del camino en un carro de posta y luego habían continuado el viaje con el tren de vapor, un monstruo rugiente, cuyos escupitajos y siseos aterraban a Elisa, al tiempo que la fascinaban.
Habría sido una aventura excitante, de no haber sido Annelie la persona con la que, finalmente, habían llegado a Hamburgo, ya bien entrada la noche. Las farolas rodeadas de nubes de mosquitos iluminaban el camino desde la estación de Berlín, situada junto a la Deichtor, hasta el lugar donde se alojarían, en la Admiralitätsstraße. Antes los habían recibido unos policías, los agentes del orden encargados de vigilar la estación y de velar por que los emigrantes no cayeran en manos de los embaucadores que, a veces, con falsas promesas, les birlaban todas sus posesiones. También eran los policías los encargados de emitir el permiso de estancia en la ciudad y la autorización para subir a bordo. Habían tenido que hacer una cola de varias horas antes de llegar, ya de madrugada, a su alojamiento. Este consistía en cuatro paredes de tablones sin pintar y unos techos de crujiente madera que prometían la estabilidad de un castillo de naipes. Por si fuera poco, no había camas libres, así que tuvieron que conformarse con unos colchones dispuestos en el suelo. Un enorme trozo de jamón, que uno de los huéspedes había colgado en el extremo de su cama, se bamboleaba por encima de la cabeza de Elisa. El olor salado hizo que la sensación de hambre arreciara en el estómago vacío de la joven, si bien era un olor mucho más agradable que el de los pies sudorosos y las prendas de ropa sin lavar.
Tardó mucho en quedarse dormida, imaginándose lo diferente que habría sido el comienzo de ese largo viaje si su madre los hubiese acompañado. ¿Se habría cansado ella tan pronto, como le sucedió a Annelie? ¿Se habría pasado todo el tiempo suspirando, en lugar de dedicarse a absorber con avidez todas aquellas nuevas impresiones, como había estado haciendo Elisa?
«¡Seguro que no!», pensó Elisa resueltamente. Su madre era una mujer de carácter y de una enorme fuerza de voluntad, no una criatura débil como Annelie, quien ahora estaba allí, tumbada como un saco de harina, inmóvil y pesada.
Sí, era su madre la que debía haber estado allí. No Annelie.
«En cualquier caso —pensó Elisa a regañadientes mientras se levantaba—, salvo por esos suspiros, la mayoría de las veces no se queja; tampoco ahora».
—No es necesario que Elisa me traiga agua —se apresuró a decirle Annelie a Richard, a raíz de la petición de este—. Yo… lo soportaré…
—¡Pero esta gente no puede dejarnos morir de sed! —se quejó el padre.
—No, está bien —murmuró Elisa de mala gana, al tiempo que se levantaba; aunque, a decir verdad, no lo hacía para hacerle el favor a Annelie, sino más bien porque ella misma tenía la boca reseca—. Está bien, iré a ver qué se puede hacer.
—Gracias —susurró Annelie, pero Elisa no le respondió; lo único que hizo fue echar un último vistazo enfadado a su joven madrastra.
«¿Por qué mamá no tuvo oportunidad de vivir más?», se le pasó por la cabeza.
En los últimos años, había leído con ella todas las Intelligenzblätter, aquellos útiles folletos informativos para emigrantes. En uno de ellos habían dado con los nombres de Bernhard y Rudolph Philippi, unos hermanos alemanes que habían explorado la región del sur de Chile —totalmente deshabitada— y que habían convencido al gobierno de aquel país de que la tierra salvaje se podría conquistar fácilmente si se llevaban colonos alemanes, tan conocidos por su laboriosidad y autosuficiencia, por su talento como artesanos y por su experiencia en la agricultura. Al final, a Bernhard Philippi lo nombraron agente de colonización en Alemania.
Elisa, enfadada, arrugó los labios cuando vio cómo su padre le alcanzaba a Annelie su chaqueta, para que esta la doblara y se sentara más cómodamente sobre ella. En otra época, los cuidados de su padre se dirigían únicamente a su madre, sobre todo cuando la tos había empeorado y ella había empezado a escupir sangre; y también al final, cuando su madre, ya en su lecho de muerte, les arrancó al marido y a la hija la promesa de que mantendrían en firme los planes de emigrar.
Debido a la rabia contenida, Elisa golpeó el suelo con los talones. Y, sumida como estaba en sus cavilaciones, no vio venir a la figura con la que chocó de repente con brusquedad. Algo afilado y duro se le estampó contra el pecho. Le faltó el aire; la vajilla de hojalata que, como los demás emigrantes, llevaba en el cinturón —un recipiente para beber, una mantequillera y un cuenco para comer, así como la jofaina para lavarse y los cubiertos— resonó al chocar con la otra persona.
—¡Oiga! —exclamó indignada.
Y cuando alzó la vista vio la cara malhumorada del hombre que había estado persiguiendo a aquel jovenzuelo que huía. Por lo visto, a aquel sujeto no parecía importarle el haberla atropellado casi hasta el punto de derribarla. En lugar de detenerse, pedirle disculpas y cerciorarse de que la joven estaba bien a pesar de la colisión, continuó andando; y entonces Elisa también pudo ver por qué su rostro malhumorado había cobrado aquella expresión decidida.
Allí delante estaba de nuevo el jovencito desgreñado, que acababa de conseguir deslizarse por entre la multitud, pero que había estado más o menos dando vueltas en círculo y ahora se veía detenido en su carrera por una hilera de cajas listas para ser cargadas.
Nervioso, miró a un lado y a otro, pero era ya demasiado tarde. El hombre de aspecto tenebroso lo alcanzó, lo agarró por la oreja y tiró de él con tal fuerza que el chico soltó un grito estridente.
—¡Por fin te tengo! —gruñó el hombre.
Entonces lo agarró con más fuerza, y el chico volvió a gritar. Daba igual lo que hubiera hecho aquel jovenzuelo, a Elisa le pareció que no merecía un trato tan rudo.
—¡No soy ningún ladrón! —se quejó el joven—. No le he robado nada. Por favor… Tiene que creerme.
Su cara estaba roja a causa del dolor y de la indignación.
Elisa no pudo contenerse y salió disparada hacia donde estaban ambos.
—¡Pero si es un niño! —fue lo primero que dijo.
El hombre, que, a pesar de la amplia sonrisa sarcástica que ahora mostraba, aún tenía la mirada malhumorada, no le prestó atención. Tampoco tomó nota de la delgada mujer que se les acercó con cuidado en ese instante.
—Lambert, suéltalo ya… De verdad que no fue él…
—¡Eh, oiga! —gritó el hombre dirigiéndose a un jornalero del puerto que en ese momento estaba levantando una de las cajas que le había cortado la huida al jovenzuelo; el obrero dejó caer la caja nuevamente y alzó la vista, cansado.
—¡Sí, me refiero a usted! —bramó el hombre a quien la mujer (que por lo visto era su esposa) que se le había acercado rápidamente había llamado Lambert—. ¡He atrapado aquí a este mataperros! El muy pillo andaba por ahí solo y no podía apartar la mirada de mi monedero.
—¡Pero yo solo lo miré, no lo robé! —se quejó el joven.
—¡Sí, claro, porque yo me di cuenta a tiempo! No quisiera ni saber a cuántos viajeros honrados les habrás birlado sus legítimas pertenencias.
—¡A ninguno! ¡Lo juro! Yo solo quería…
En eso la mujer delgada intervino de nuevo, si bien su voz era poco más intensa que un susurro.
—Lambert, tal vez deberías…
—¡Cierra el pico! —gritó Lambert con rudeza. Elisa no estaba segura de a quién estaba mandando callar, si al chico o a su mujer. De todos modos, a Elisa le parecía una grosería y también la molestaba la actitud engreída con la que el hombre acusaba al joven, haciendo caso únicamente de sus suposiciones, sin tener ni una sola prueba concreta.
El hombre a quien Lambert había pedido que se acercara miró a los presentes con ojos indecisos y estrujó entre las manos la gorra que se había quitado de la cabeza.
—Yo no soy más que un ayudante del capitán del puerto —masculló sin abrir correctamente la boca.
—¡Pero esto hay que investigarlo! Mi nombre es Lambert Mielhahn, y lo exijo. He estado observando a este chico durante un buen rato, lo he visto vagabundeando por el puerto, buscando cosas que robar. Si no hubiera prestado la debida atención, habría perdido mi monedero.
El ayudante del capitán del puerto frunció el ceño, evaluando la situación. Se notaba a las claras el malestar que sentía por verse metido en aquel embrollo. Al mismo tiempo, no se atrevía a enfrentarse a la voz tronante de Lambert Mielhahn.
—¿Qué ha pasado en realidad? —preguntó el obrero. Por lo menos Elisa creyó haber oído aquella pregunta, aunque en realidad no estaba del todo segura, ya que el hombre se tragaba una de cada dos sílabas.
Lambert no respondió, pero soltó la oreja al chico, aunque le arrebató de un tirón el hatillo que llevaba sobre los hombros. En lugar de verificar si dentro había realmente objetos que pudieran romperse, sacudió su contenido sobre el suelo polvoriento y a continuación soltó una exclamación de triunfo.
—¿Qué os había dicho? ¡Es un ladrón!
Elisa se aproximó. En aquel hatillo solo había embutido mordisqueado, un pañuelo y un reloj de plata reluciente.
El jovencito se agachó con rapidez y, nervioso, intentó recoger los objetos.
—¡Nada de esto es robado! —dijo defendiéndose.
—¿Y de dónde has sacado ese reloj? —La voz de Lambert ya no solo tenía tono de reproche, sino que, según le pareció a Elisa, era casi burlona. «¡Qué hombre tan repulsivo!», fue lo que le pasó por la mente. La apocada mujer de Lambert ya no se atrevió a decir una palabra más. Solo entonces Elisa notó la presencia de los dos niños que llevaba de las manos, quienes contemplaban la escena con los ojos muy abiertos.
—¡Ese reloj pertenece a mi abuelo! —exclamó el jovenzuelo—. ¡Es un recuerdo familiar! Y como se nos terminó el dinero durante el viaje hasta Hamburgo, mi objetivo era venderlo aquí.
—¡Ah! ¿Conque es de tu abuelo? —Por el tono de desprecio con que hablaba Lambert, era evidente que no creía ni una palabra.
—¡No estoy mintiendo! —insistió el muchacho.
El ayudante del capitán del puerto había escuchado aquel intercambio de palabras en silencio. Aunque aún se le notaba claramente la desgana, se sintió en la necesidad de intervenir.
—¿Y dónde está tu abuelo ahora…? ¿Dónde está tu familia? —preguntó arrastrando las palabras.
El joven miró inseguro a su alrededor. Su constitución huesuda destacaba bajo los sucios harapos. Por su aspecto larguirucho y enjuto, a Elisa le recordaba a los niños famélicos de su aldea. Lo peor fue que algunos de aquellos chicos llegaron incluso a morir de hambre un año en que se pudrieron las patatas. Y aunque eso había sucedido cinco años atrás, los inviernos siguientes también habían sido muy duros.
A Elisa la embargó la compasión.
—¡Déjalo marchar de una vez! —dijo de repente, en voz alta, al tiempo que se acercaba un poco más—. Déjalo irse —repitió—. Él es…
«Es tan solo un niño», había pretendido decir. Pero entonces pensó que eso, probablemente, no tuviera ningún peso y que, a pesar de todo, el chico sería castigado por algo que no había hecho.
—Es mi hermano —dijo entonces; y en ese mismo instante sospechó que con ello había cometido un grave error.
Lambert Mielhahn soltó un resoplido, indignado. El ayudante del capitán del puerto, por el contrario, frunció el ceño, pensativo.
—Vaya, conque es tu hermano.
Esta vez, al hablar, separó los dientes aún menos que antes y parecía triturar las palabras en lugar de pronunciarlas.
El chico estaba tieso como una vela. Cuando Elisa buscó su mirada, él la evitó, pero por lo menos no hizo ademán alguno de contradecirla.
—¿Y bien? ¿Cómo se llama… tu hermano? —masculló el hombre.
—Eh… —empezó Elisa sin saber qué hacer.
—Leopold —se apresuró a decir el chico—. Me llamo Leopold.
—Eso —confirmó ella rápidamente—. Y yo soy Elisa. —En un principio le pareció más aconsejable callarse su apellido.
—¿Y dónde están vuestros padres? —murmuró el ayudante del capitán.
Elisa se dio la vuelta, buscando, y señaló hacia donde estaba su padre. Por primera vez se sintió aliviada de que estuviera ocupándose de Annelie en lugar de estar velando por su hija, lo que lo habría llevado a preguntarse qué hacía Elisa con aquel mocoso desconocido.
El obrero del puerto frunció el ceño un poco más. Por un instante, a Elisa le pareció que las comisuras de sus labios se estiraban y mostraban una sonrisa bondadosa, pero antes de que el hombre decidiera dar crédito a lo que decían los dos jóvenes, el gruñón de Lambert Mielhahn volvió a intervenir:
—¡No les crea ni una palabra! A esta pandilla de ladronzuelos no le faltan nunca pretextos.
—Pero yo no he… —empezó a decir Leopold.
—Lambert, no es para tanto —dijo, balbuceando, la tímida mujer que estaba a su lado. Ahora que estaba tan cerca, Elisa pudo notar las trazas de cansancio que había alrededor de sus ojos, las oscuras bolsas bajo ellos, los hombros caídos. En realidad no era tan vieja, pero la época de juventud en la que aquella mujer habría bailado y reído, disfrutando de la vida, parecía estar a años de distancia. Los dos chicos se apretujaron un poco más contra ella. Se trataba de un niño de ojos oscuros que brillaban húmedos, como si estuvieran a punto de romper a llorar, y de una niña, de aspecto tan frágil que uno podía pensar que bastaría un golpe de viento para barrerla del sitio. Tenía el pelo muy fino y tan rubio que mostraba un brillo casi blanco.
Lambert Mielhahn no prestó atención a su mujer ni a Leopold, sino que se volvió hacia donde estaba Elisa. La examinó con enorme desdén, como si fuese un grave delito ser la hermana de un chico al que él había tomado por un ladrón. Pero el hecho de que la joven le sostuviera la mirada, sin mostrar el menor asomo de miedo, no pareció impresionarlo demasiado, sino que más bien lo puso de mal humor. Sin embargo, esto no hizo sino animar a la joven a erguirse más y a estirar el cuello.
—¡Ja! —soltó el hombre señalando la cadena que la joven llevaba alrededor del cuello—. ¿De dónde has sacado esa joya tan elegante? ¡Eso no puede ser suyo! Seguro que es una ladrona, como su hermano. ¡La habrá robado!
Elisa se llevó la mano rápidamente a la joya.
Era la cadena de su madre.
Era una joya familiar desde hacía generaciones, una joya que las mujeres de la familia Von Graberg legaban a sus hijas.
—No vas a poder quedártelo —le había dicho burlonamente la vieja Zilly, antes de que partieran.
Zilly era una de las criadas que se había dedicado abnegadamente a cuidar de las vacas. Olía siempre a leche y a establos, incluso cuando no estaba trabajando en ellos. Pero un buen día todos los animales contrajeron la terrible fiebre aftosa y fueron muriendo uno tras otro, y su padre se quejó en voz alta, preguntándose por qué Dios los fustigaba con tanta saña. Hasta ese momento, su padre siempre había sabido mantener la compostura. También Zilly se había quejado, incluso había llorado como una niña pequeña. Andaba como perdida de un lado a otro del establo, sin explicarse por qué aquel mundo que le era tan familiar había cambiado en tan pocos días. Y aunque ella también compartía la desesperación de Richard von Graberg, no comprendía por qué al final había decidido emigrar. Entonces empezó a llenarle la cabeza a Elisa con historias de miedo: sobre alguien que había urdido el mismo plan, pero que luego había tenido que pasar varias semanas esperando en el puerto antes de embarcarse y que, finalmente, había tenido que vender todas sus posesiones para salir adelante.
—Y eso os pasará también a vosotros —le había advertido—. ¡Al final tendrás que deshacerte de la cadena de tu madre a cambio de un pedazo de pan!
«¡Eso nunca!», había pensado Elisa, y también ahora reaccionó con ira.
—¡Qué se ha creído usted! —increpó al tal Lambert Mielhahn.
Por el rabillo del ojo, se dio cuenta de que Leopold ya no tenía aquella mirada obstinada, sino que sonreía con sorna. El ayudante del capitán del puerto, en cambio, seguía muy serio… y desconcertado. En varias ocasiones su mirada se movió rápidamente entre Elisa y Lambert.
—¿Puedes explicarme por qué llevas una joya tan cara? —preguntó finalmente, con gesto desagradable.
—¿Y por qué tendría que explicarlo? —replicó Elisa—. Yo no he hecho nada ilegal, yo solo…
Su frase acabó con un grito de indignación. Sin que ella se diera cuenta, la mano de Lambert Mielhahn se había disparado hacia delante, había agarrado el reluciente colgante de Elisa y se lo había arrancado del cuello para verlo más de cerca. Elisa sintió un ardor en el cuello, pero sobre todo una furia ciega al ver su objeto más preciado en aquella mano tosca. Lambert Mielhahn alzó la cadena hacia la luz para examinarla y chasqueó la lengua tras llegar a la conclusión de que era de oro legítimo.
—¿Cómo se atreve usted a…?
La joven no pudo acabar la frase. Intentó entonces agarrar la cadena, pero como no lo consiguió —pues Lambert era mucho más alto que ella y la apartó sin más—, adelantó la cabeza y le pegó un mordisco al hombre en su brazo peludo. Primero oyó el grito de dolor de Lambert y a continuación empezó a sentir el sabor de la sangre. La cadena cayó al sucio suelo; rápidamente, la joven se agachó y la protegió con la mano cerrada.
Aún sin poder creerlo, Lambert Mielhahn se miraba el brazo, en el que los dientes de la chica habían dejado una herida profunda.
—¿Cree usted ahora que se trata de una banda de ladrones? —gritó Lambert.
Su mujer y sus dos hijos se encogieron. Solo Leopold seguía mostrando aquella sonrisa irónica.
—Jovencita, jovencita —dijo, balbuceante, el ayudante del capitán del puerto, sin saber qué hacer.
—¡No somos ladrones! —insistió Elisa—. Somos emigrantes y nos vamos a Chile.
—¿Y dónde están vuestros padres? —preguntó Lambert con un siseo para, a continuación, añadir con voz triunfante—: Los menores de edad no pueden emigrar sin el permiso de sus tutores.
Con gesto vacilante, Elisa se dio la vuelta de nuevo y miró hacia donde estaban su padre y Annelie. La verdad es que no sabía cómo iba a explicarle que se había hecho pasar por la hermana de Leopold y que había mordido a un desconocido; pero, en su fuero interno, confiaba en que comprendiera el apuro en el que se había visto envuelta y que interviniera. Sin embargo, ahora no se los veía en el sitio donde habían estado hasta hacía muy poco, sentados sobre uno de los baúles.
—¿Dónde está vuestro permiso? —preguntó mientras tanto el ayudante del capitán del puerto.
La mano de Elisa se deslizó dentro de la bolsa de cuero que llevaba consigo, pero antes de que pudiera ponerse a revolver en ella, supo que aquello no iba a servir para nada. El permiso que todo emigrante tenía que mostrar antes de embarcarse estaba entre los demás documentos de viaje y esos los llevaba consigo Richard von Graberg, que no paraba de examinarlos a cada momento.
En ese preciso instante Leopold retrocedió. Al parecer, quiso aprovechar que los dos hombres estaban observando fijamente a Elisa con desconfianza, sin embargo, solo consiguió alejarse unos cinco pasos porque, en eso, Lambert, que hasta ese mismo instante había estado palpándose la herida del brazo con expresión de reproche, se plantó tras él y lo agarró por el pescuezo.
—¡Suélteme! —gritó Leopold, enfadado, al tiempo que daba patadas a diestro y siniestro.
—¿Hace falta más confesión de culpabilidad? —preguntó Lambert Mielhahn.
El ayudante del capitán del puerto suspiró resignado.
—Está bien —dijo cediendo—. La Diputación de Comercio debe decidir qué va a pasar con estos dos.
Elisa se puso pálida. Antes de cada embarque, la Diputación de Comercio enviaba al puerto a sus expertos, los cuales se encargaban de verificar si a bordo de los buques había suficiente comida y agua potable para la travesía.
—Pero ¿usted no pretenderá…? —empezó a decir Elisa.
Una vez más, la joven se dio la vuelta y miró a su alrededor en busca de su padre, pero antes de que pudiera ver una cara conocida entre las muchas personas que esperaban en el muelle, sintió cómo alguien la cogía también por el cuello. Las protestas de la joven resonaron sin ser oídas. El ayudante del capitán del puerto los arrastró a ella y a Poldi hasta una nave alargada que servía como almacén y resolvió encerrarlos allí.