Cuando el ex presidente William Jefferson Clinton respondió a un interrogatorio con la siguiente frase: «Depende de su definición de lo que es “es”», estaba haciendo filosofía del lenguaje. Aunque a lo mejor también estaba haciendo otras cosas.
DIMITRI: Me parece que estoy empezando a ver claro a qué te refieres, Tasso. Este asunto de la filosofía consiste en hacer juegos de palabras.
TASSO: ¡Exacto! Empezamos a entendernos.
DIMITRI: ¡Lo admites! ¡La filosofía no es más que semántica!
TASSO: ¿No es más que semántica? ¿Con qué hacer filosofía si no, con gruñidos y risitas tontas?
FILOSOFÍA DEL LENGUAJE COMÚN
Ludwig Wittgenstein y sus seguidores en la Universidad de Oxford a mediados del siglo XX sostuvieron que los temas clásicos de la filosofía —el libre albedrío, la existencia de Dios y toda la pesca— eran complicados porque se planteaban en un lenguaje confuso y confundidor. Su labor, en tanto que filósofos, consistió en deshacer los nudos lingüísticos, en enmarcar de nuevo los temas, en lograr la invención más reciente para la resolución de los rompecabezas: abandonarlos.
Por ejemplo, allá por el siglo XVII, Descartes afirmó que las personas estamos compuestas de mente y de cuerpo; y que la mente era «el fantasma en la máquina». Después de eso, los filósofos han estado ocupados durante siglos intentando determinar qué narices era eso. Gilbert Ryle, discípulo de Wittgenstein en Oxford, diría: «¡Planteamiento erróneo! No hay que determinar qué es porque no es nada. Si nos detenemos a ponderar el modo en que hablamos de los acontecimientos que damos en llamar mentales, descubriremos que nuestras palabras son sólo una forma taquigráfica de describir la conducta. No perdemos nada descartando sencillamente la palabra que designa el “lugar” del que supuestamente procede la conducta». Considérala descartada, Gilly.
Es evidente que la pareja de la siguiente historia necesita replantearse el asunto:
Unos recién casados se mudan a un nuevo apartamento y deciden empapelar el comedor. Hablan con un vecino, que tiene un comedor igual de grande que el suyo, y le preguntan:
—¿Cuántos rollos tuviste que comprar para empapelar el comedor?
—Siete —dice él.
Así que los recién casados compran siete rollos de un papel muy caro y empiezan a empapelar la sala. Para cuando han agotado el cuarto rollo de papel, ya tienen el comedor terminado. Se van a casa del vecino con la mosca detrás de la oreja.
¡Te hicimos caso y nos han sobrado tres rollos!
—¡Andá! —exclama el vecino—. ¡A vosotros os ha pasado lo mismo!
¡Vaya con el vecino!
Wittgenstein achacó todos los errores de la filosofía occidental a lo que él denominó «un lenguaje embrujado», con lo que se refería a que las palabras nos pueden llamar a engaño sobre la categorización de las cosas. La forma gramatical de las frases con las que se plantean las cuestiones filosóficas nos embauca de antemano. Por ejemplo, en su mágnum opus, El ser y el tiempo, Heiddeger se refería a «nada» como si designara una cosa rara. Existe un ejemplo similar de confusión lingüística:
—Freddy, espero que vivas cien años, y tres meses. —Gracias, Alex. Pero ¿por qué «y tres meses»?
—Es que no quiero que mueras de repente.
Si pensáis que a Alex le confunde el lenguaje, mirad lo que le ocurre a Garwood en la siguiente historia:
Garwood va al psiquiatra, donde se lamenta de que no ha tenido nunca novia.
—No me extraña —dice el loquero—. Huele que apesta.
—Y que lo diga —responde Garwood—. Es por mi trabajo. Trabajo en el circo, cuido de los elefantes y limpio sus deposiciones. Por más que me lavo, no me libro de este hedor.
—¡Pues deje ese trabajo y búsquese otro! —le dice el psiquiatra.
—¿Está de guasa? —se asombra Garwood—. ¿Y dejar el mundo del espectáculo?
Garwood confunde la denominación «mundo del espectáculo» —que, en su caso, consiste en limpiarles las cacas a los elefantes— y la connotación emocional de «mundo del espectáculo», por la que lo importante es estar bajo los focos.
Según los filósofos del lenguaje común, el lenguaje tiene más de un propósito y se utiliza de modo distinto en los diferentes contextos. El filósofo de Oxford John Austin señaló dicho extremo al decir que «prometo» es un giro lingüístico totalmente distinto a decir «pinto». Decir «pinto» no es lo mismo que pintar, pero decir «prometo» es equivalente a prometer. Utilizar el lenguaje adecuado para un marco lingüístico en otro marco distinto provoca confusiones filosóficas y falsos rompecabezas… una sucesión conocida como la historia de la filosofía.
Los filósofos del lenguaje común opinaron que el debate filosófico que se había establecido durante siglos sobre la creencia en Dios se enmarañaba al intentar dilucidar la cuestión como si se tratara de un hecho. Dijeron que el lenguaje religioso es un lenguaje distinto de por sí. Algunos afirmaron que en un lenguaje evaluativo como el que utilizan los críticos cinematográficos Ebert y Roeper, «Creo en Dios» no significa más que «Creo que algunos valores son estupendos». Otros dijeron que el lenguaje religioso expresa emociones. «Creo en Dios» significa «¡Cuando pienso en el universo, se me pone la piel de gallina!». Ninguno de esos lenguajes alternativos tiene como consecuencia el lío filosófico en que te metes cuando dices «Creo en Dios». ¡Zas! ¡Problema resuelto! Y 2500 años de filosofía de la religión se van por el sumidero.
En la siguiente historia, Goldfinger y Fallaux están hablando en dos contextos lingüísticos distintos. El hecho de que, además, hablen dos idiomas diferentes, tampoco ayuda.
Goldfinger está en un crucero de vacaciones. La primera noche, se sienta a cenar con monsieur Fallaux, un francés, que alza la copa en deferencia a su compañero de mesa y dice:
—Bon appétit!
Goldfinger levanta su copa y replica:
—¡Goldfinger!
Esto se repite, durante casi todo el crucero hasta que, al final, el sobrecargo del barco no puede soportarlo más y le explica a Goldfinger que «bon appetit» es la expresión francesa para decir «buen provecho».
Goldfinger, abochornado, espera con impaciencia la comida siguiente para resarcirse de su error. Entonces, antes de que Fallaux abra la boca, Goldfinger levanta la copa y dice:
—Bon appétit!
A lo que Fallaux responde:
—¡Goldfinger!
Historias en las que los distintos personajes se proponen cosas diferentes, y que nos proporcionan analogías de lo más chusco sobre cómo los distintos marcos lingüísticos complican la comunicación.
Tommy va a confesarse y le dice al sacerdote:
—Perdóneme, padre, porque he pecado. He estado con una mujer de vida disoluta.
—Tommy, ¿eres tú? —le pregunta el cura.
—Ay, padre, sí soy yo, sí.
—¿Con quién has estado, Tommy?
—Mejor no se lo cuento, padre.
—¿Con Bridget?
—No, padre.
—¿Con Colleen?
—No, padre.
—¿Ha sido con Megan?
—No, padre.
—Vale, Tommy, pues reza cuatro padrenuestros y cuatro avemarías.
Cuando Tommy sale de confesarse, su amigo Pat le pregunta qué tal le ha ido.
—¡De maravilla! —dice Tommy—. Me ha impuesto cuatro padrenuestros, cuatro avemarías, y me ha dado tres chivatazos geniales.
En la siguiente historia, el sacerdote es presa del entendimiento que tiene él del marco en el que está teniendo lugar el intercambio —el confesionario—, y es incapaz de imaginar un marco de referencias distinto.
Un hombre se arrodilla en el confesionario y le dice al cura:
—Padre, tengo setenta y cinco años y ayer por la noche les hice el amor a dos chicas de veinte años, a la vez.
—¿Cuándo fue la última vez que te confesaste? —pregunta el sacerdote.
—No me he confesado nunca, padre —responde—. Soy judío.
—Entonces —dice el padre asombrado—. ¿Por qué me lo cuentas a mí?
—¡Porque se lo cuento a todo el mundo! —exclama el hombre.
Hay muchos chistes basados en dobles sentidos, en los que la frase cobra un significado radicalmente distinto cuando se coloca en un marco de referencia lingüístico distinto. En realidad, lo que da risa es precisamente el equívoco que se produce entre ambos marcos.
En un bar, hay un pianista tocando y un mono que va de mesa en mesa recogiendo las propinas. El pianista está interpretando una pieza cuando el mono salta sobre el mostrador, se acerca a un cliente y le mete los testículos en la copa que se estaba tomando. El hombre, ofendidísimo, se acerca al pianista y le dice:
—¿Usted tiene idea de dónde mete su mono las pelotas?
Y el pianista le responde:
—No, pero si me la tararea igual se la saco.
Hay muchos acertijos que nos pillan porque asumimos que estamos en un marco de referencia lingüístico, cuando en realidad estamos en otro.
—¿Cuál de las siguientes cosas no pertenece al conjunto: herpes, gonorrea o un bloque de apartamentos en Cleveland?
—Está claro, el bloque de apartamentos.
—No, la gonorrea. Es la única cosa de la que te puedes librar.
Se ha criticado la filosofía del lenguaje común por considerarla un mero juego de palabras, pero Wittgenstein insistió en que la confusión de marcos de referencia lingüísticos puede conducir a errores fatales.
Billingsley va a ver a su amigo, Hatfield, que está muriéndose en el hospital. Cuando Billingsley se coloca junto a la cabecera de su cama, la debilitada salud de Hatfield empeora, y pide, desesperado, que le den algo con que escribir. Billingsley le acerca un bolígrafo y un pedazo de papel, y Hatfield emplea sus últimas fuerzas en garabatear una nota. En cuanto termina de escribirla, fallece. Billingsley se mete la nota en el bolsillo, incapaz, en la consternación del momento, de prestarle atención.
Pocos días después, mientras Billingsley está hablando con la familia de Hatfield en el velatorio, se da cuenta de que lleva la nota en el bolsillo del traje.
—Hat me entregó una nota antes de morir —anuncia a la familia—. Aún no la he leído pero, conociéndole, seguro que son palabras de consuelo para todos nosotros.
Y lee en voz alta:
—¡Estás pisando el tubo del oxígeno!
Resulta irónico que un movimiento filosófico que depende de la utilización precisa del lenguaje haya nacido entre británicos. Ellos, cuyos chistes tan a menudo tratan de su propia confusión con el lenguaje.
EL ESTATUS LINGÜÍSTICO DE LOS NOMBRES PROPIOS
«Nunca te he dicho “Te amo”, te he dicho “Te quiero”. ¡Es muy diferente!».
Durante aproximadamente los últimos cincuenta años, la filosofía se ha vuelto más y más técnica, menos preocupada por cuestiones generales como el libre albedrío o la existencia de Dios, y mucho más preocupada por la claridad lógica y lingüística. No vamos a citar nombres, pero alguno de estos filósofos parece haber tocado fondo, como los filósofos más recientes que han estudiado el significado de los nombres propios. En opinión de Bertrand Russell, los nombres son descripciones abreviadas. «Michael Jackson», por ejemplo, no es más que un diminutivo de «cantante de piel rosada y una rinoplastia de lo más peculiar».
Para un filósofo contemporáneo conocido por el nombre «Saul Kripke», los nombres de los individuos no tienen nada que ver con las descripciones abreviadas. Son «designadores rígidos» (o, en la lengua de todo hijo de vecino, «etiquetas»); su conexión con las personas o las cosas que nombran es la cadena de transmisión histórica a través de la que han ido pasando de uno a otro.
Cuando quiso probar suerte en el mundo del espectáculo, Myron Feldstein cambió su nombre por el de Frank Williamson. Un día, le dieron un papel protagonista en una producción de Broadway y lo celebró con una gran fiesta en su ático. Invitó a su madre a la fiesta, pero ésta no apareció.
Al día siguiente se encontró a su madre sentada en la portería del edificio. Le preguntó qué estaba haciendo allá, y por qué no había ido a la fiesta.
—No encontré el apartamento —le dijo ella.
—¿Por qué no le preguntaste al portero?
—Lo pensé, créeme. Pero la verdad es que no lograba recordar tu nombre.
Frank o, como le llamaría su madre, Myron, había interrumpido la cadena de transmisión histórica de «Myron».
LA FILOSOFÍA DE LA AMBIGÜEDAD
Uno de los conceptos contemporáneos, técnicos y lingüísticos se conoce por «vaguedad», un nombre decepcionantemente banal. La «vaguedad» es un concepto utilizado por filósofos llamados «lógicos de la ambigüedad» (en serio) para describir la cualidad de «tener valor de verdad del uno al diez», en lugar de ser, simple y llanamente, verdadero o falso. «Este hombre es calvo», por ejemplo, se puede utilizar para referirnos a todos los que estén entre Michael Jordan y Matt Lauer. Aunque, desde el punto de vista de Matt, el término es demasiado vago.
Algunos filósofos han considerado que la vaguedad es un defecto inherente a todos los lenguajes naturales —del sueco al suahili— y han abogado por la construcción de un lenguaje artificial, tal como el matemático, con el fin de eliminar la vaguedad.
En la siguiente historia, el guarda está intentando mezclar un lenguaje natural vago con la precisión del lenguaje matemático, con las consecuencias que cabe esperar:
Unos turistas están en el Museo de Historia Natural maravillados ante los huesos de un dinosaurio y uno de ellos le pregunta al guarda:
—¿Sabe qué antigüedad tienen estos huesos? El guarda responde: —Tres millones, cuatro años y seis meses.
—¡Qué exactitud! —exclama el turista—. ¿Y cómo sabe su edad con tanta precisión? El guarda le responde:
—Bueno, los huesos tenían tres millones de años cuando empecé a trabajar aquí, y de eso hace cuatro años y medio.
William James describió un espectro de maneras de pensar, que van desde las «mentalidades blandas» hasta las «mentalidades duras». La mayoría de los filósofos mantienen que los lenguajes vagos y naturales tienen una ventaja sobre el matemático: nos dan más margen.
Una anciana de ochenta años irrumpe en la sala de estar de los hombres de un asilo. Blande el puño cerrado y anuncia:
—El que adivine lo que llevo aquí podrá acostarse conmigo esta noche.
Al fondo, un anciano grita:
—¿Un elefante?
La mujer piensa durante un momento y dice:
—¡Casi!
Los filósofos duros podrían darle mucho margen a esta anciana, pero no dejarían de señalar ejemplos en los que la precisión es importante y la vaguedad de los lenguajes naturales sería desastrosa. Tal vez un lenguaje artificial habría podido impedir la siguiente tragedia:
Un telefonista del 091 recibe una llamada de un cazador muerto de miedo.
—¡Me he encontrado un cuerpo ensangrentado en el bosque! ¡Es un hombre y parece muerto! ¿Qué debo hacer?
El telefonista dice, flemático:
—Todo va a ir bien, señor. Siga mis instrucciones. Lo primero es que deje un momento el teléfono y se asegure de que está muerto.
Silencio al teléfono seguido por el sonido de un disparo. La voz del hombre regresa:
—Muy bien. Y ahora, ¿qué?
DIMITRI: Esto aclara todo lo que hemos estado hablando.
TASSO: ¿En qué sentido?
DIMITRI: Lo que tú llamas «filosofía», yo lo llamo «chiste».