Ética

La labor de la ética consiste en discernir qué es bueno y qué es malo. También es la tarea de sacerdotes, expertos y padres. Desgraciadamente, la tarea de niños y filósofos consiste, precisamente, en preguntar a los sacerdotes, eruditos y padres: «¿Por qué?».

DIMITRI: He estado pensando en tu pregunta, qué significa «bueno». Y he llegado a una conclusión: «bueno» es actuar según un principio justo.

TASSO: Por Zeus, Dimitri, eres un saco de sorpresas, empiezas a sonar como un verdadero filósofo. Sólo una pregunta más: ¿cómo determinas los principios justos?

DIMITRI: ¡Anda! Pues como todo el mundo, porque los he aprendido de mi madre.

TASSO: (aparte): ¿Por qué estarán todos los buenos alumnos en las clases de Sócrates?

ÉTICA ABSOLUTISTA: LEY DIVINA

La Ley divina hace de la ética un asunto muy sencillo: si Dios dice que está mal, está mal, no hay más. Es así. Sin embargo, surgen complicaciones. La primera es, ¿cómo podemos estar seguros de lo que piensa realmente Dios? Un tema que los fundamentalistas ya tienen resuelto: lo dicen las Escrituras. Pero ¿cómo sabían los de las Escrituras que las señales que estaban recibiendo procedían realmente de Dios? Abraham pensó que Dios le estaba pidiendo que sacrificara a su hijo en el altar. El razonamiento de Abraham fue el siguiente: «Si lo dice Dios, será mejor que lo haga». La primera pregunta filosófica que podríamos plantearle a Abraham es la siguiente: «¿Te has vuelto loco? Va “Dios” te ordena que hagas una cosa tremenda, ¿y ni siquiera le pides que se identifique?».

Otro de los problemas de seguir la ley divina es la interpretación. ¿Qué se considera honrar a tu padre y a tu madre? ¿Mandar una postal el día de la madre? ¿Casarte con el aburrido hijo del dentista de la familia, que es lo que quieren tus honorables padre y madre? Preguntas que, además, no parecen distinciones de una sutileza talmúdica cuando el hijo del dentista es un tío bajito y gordo.

Una de las principales características de la ley divina es que Dios tiene siempre la última palabra.

Moisés baja del monte Sinaí, blandiendo las tablas de la ley, y anuncia a las multitudes congregadas:

—Os traigo una buena noticia y una mala. La buena es que he conseguido que lo dejara sólo en diez mandamientos. La mala es que «adulterio» sigue constando entre ellos.

LA VIRTUD PLATÓNICA

En su magna obra La República, Platón escribió: «El Estado es el alma puesta por escrito». De modo que, con el fin de abordar las virtudes de lo individual, escribió un diálogo sobre las virtudes del Estado ideal. A los gobernantes de ese Estado los llamó filósofos reyes, lo que quizá explique la popularidad de Platón entre los filósofos. Los reyes filósofos guían al Estado del mismo modo que la razón guía el alma humana. La principal virtud —tanto de los reyes filósofos como de la razón— es la sabiduría, que Platón define como la comprensión de la idea de la bondad. No obstante, lo que para un hombre es la bondad, para el otro es una nadería.

En un encuentro que se está celebrando en la universidad, se aparece de pronto un ángel y le dice al jefe del departamento de filosofía:

—Te concedo uno de estos tres dones: sabiduría, belleza o diez millones de dólares.

Inmediatamente, el profesor opta por la sabiduría.

Envuelto en un halo de luz, el profesor aparece transformado. Pero sigue ahí sentado, contemplando la mesa, y uno de sus colegas le susurra:

—Di algo.

El profesor responde:

—Debería haber pedido el dinero.

ESTOICISMO

El planteamiento ético que ocupó a los estoicos durante el siglo IV d.C. fue cómo reaccionar a la sensación reinante de fatalismo que conllevaba vivir en un imperio férreamente controlado. No podían cambiar gran cosa de sus vidas, de modo que decidieron, por el contrario, cambiar su actitud hacia la vida en sí. Ciertamente, era el único control personal que no les habían arrebatado. Lo que surgió de esa nueva actitud fue una estrategia de desapego emocional respecto a la vida. La llamaron apathia (apatía) y, para los estoicos, constituía una virtud que les granjeó más de unas risas en la taberna del pueblo. Los estoicos estaban dispuestos a sacrificar algunas formas de felicidad (sexo, drogas y hip-hop dionisíaco) con el fin de evitar la infelicidad que les procuraban sus pasiones (enfermedades de transmisión sexual, resacas y rimas espantosas). Actuaban movidos únicamente por la razón, jamás por la pasión, y por lo tanto se consideraban los únicos seres humanos verdaderamente felices, es decir, los que eran no infelices.

En la siguiente historia, el señor Cooper demuestra una forma moderna de estoicismo: el estoicismo por delegación.

La enfermera hace pasar a los Cooper a la consulta del dentista, donde el señor Cooper expresa muchísima urgencia.

—No se ande con chiquitas, doctor —le ruega—. Ni gas, ni pinchacitos ni anestesia. Arranque la muela y acabemos con esto.

—Me gustaría que todos mis pacientes fueran igual de estoicos que usted —le responde el dentista, admirado—. Bien, déjeme ver esa muela.

El señor Cooper se vuelve hacia su mujer y le dice:

—Cariño, abre la boca.

UTILITARISMO

Todos sabemos que Vladimir Lenin, el rojillo del siglo XX, dijo: «El fin justifica los medios». Irónicamente, no estaba tan lejos del punto de vista de uno de los filósofos favoritos del escuadrón del Señor del Partido Republicano, John Stuart Mill. Mill y los utilitaristas propusieron una ética «consecuencialista»: la corrección moral de un acto está determinada únicamente por sus consecuencias.

El protagonista de la siguiente historia es, claramente, un utilitarista:

La señora O'Callahan le pide al artista que está pintando su retrato que añada un brazalete de oro a cada una de sus muñecas, un collar de perlas alrededor del cuello, unos pendientes de rubíes y una tiara de diamantes.

El artista le responde que eso equivaldría a mentir. Y la señora O'Callahan le responde:

—Mire, mi marido va por ahí con una rubia más joven que yo. Cuando yo muera, quiero que se vuelva loca buscando mis joyas.

Éste es el tipo de justificación que cabe aducir para excusar actos bastante más serios, siempre y cuando las consecuencias sean lo bastante «buenas».

La señora Brevoort, una viuda, está junto a la piscina de su club recreativo cuando repara en un apuesto caballero que está tomando el sol. Se aproxima furtivamente y le dice:

—No puedo creer que no le haya visto antes.

—No es probable —responde el hombre—. He estado treinta años en una penitenciaría.

—¿De verdad? ¿Y por qué?

—Maté a mi mujer.

—¡Ah! —exclama la señora Brevoort—. Así que está soltero…

El influyente utilitarista contemporáneo Peter Singer suele hacer analogías entre decisiones sobre cuyas consecuencias espantosas estamos todos de acuerdo y decisiones aparentemente más benignas que, en su opinión, son parecidas desde un punto de vista ético. En un ensayo, plantea que uno puede ganar dinero para comprarse un nuevo televisor vendiendo a un niño sin techo a una corporación que utilizará sus órganos para trasplantes. Muy mal rollo, en eso estamos todos de acuerdo. Sin embargo, Singer sigue argumentando que, cada vez que nos compramos un nuevo televisor en lugar de donar el dinero a una organización que protege a los niños sin techo, estamos haciendo esencialmente lo mismo. ¿A que te pone nervioso cuando dice este tipo de cosas? Se trata de una argumentación por analogía que va de un dramático particular a un pronunciamiento moral general, como este clásico gag:

ÉL: ¿Te acostarías conmigo por un millón de dólares?

ELLA: ¿Un millón de dólares? ¡Caramba! Creo que sí.

ÉL: ¿Y por dos dólares?

ELLA: Anda, vete por ahí. ¿Qué te has creído que soy?

ÉL: Eso ha quedado claro. Ahora sólo estamos ajustando el precio.

EL IMPERATIVO CATEGÓRICO SUPREMO Y LA VIEJA Y ENTRAÑABLE REGLA DE ORO

El principio fundamental kantiano, el criterio sobre el que pivotan el resto de las máximas éticas, es lo que él llama el «imperativo categórico supremo».

A bote pronto, el imperativo sólo suena a una versión personalizada de la vieja regla de oro.

Regla de oro: «Actúa con los demás como te gustaría que actuaran ellos contigo».

Imperativo categórico supremo: «Actúa según la máxima por la que desees que tus actos se conviertan en ley universal».

Naturalmente, la versión de Kant parece algo más fría. El mismo término «imperativo categórico supremo» suena a… en fin, suena a alemán. Lo que no deja de ser normal, si tenemos en cuenta que él lo era.

No obstante, el imperativo categórico y la regla de oro sí comparten algunos territorios filosóficos:

Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre el imperativo categórico y la regla de oro, y esta frase da en el clavo:

Un sádico es un masoquista que sigue la regla de oro.

Al causarles dolor a los demás, el masoquista no hace más que obedecer los requisitos de la regla de oro: hace lo que le gustaría que le hicieran a uno, a ser posible, con un látigo. Pero Kant aduciría que no existe acepción por la que un masoquista pueda reivindicar honestamente que el imperativo moral «causa dolor a los demás» pueda ser una ley universal en un mundo en el que se pueda vivir. Hasta un masoquista comprendería que no es razonable.

Este tipo de consideraciones llevaron al dramaturgo irlandés George Bernard Shaw a reescribir la regla de oro con los renglones torcidos:

No hagas a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti. Tal vez tengan otros gustos.

Las variaciones sobre la regla de oro no se hallan únicamente en Kant, las encontramos también en las tradiciones religiosas que pueblan nuestro globo:

HINDUISMO (alrededor del siglo XIII a.C.)

No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti… en eso consiste el Dharma. Tenlo en cuenta.

El Mahabarata

JUDAÍSMO (alrededor del siglo XII a.C.)

Lo que a ti te resulta odioso, no se lo hagas a tu vecino; en esto consiste la Torah; el resto no es más que comentario; ve y apréndelo.

El Talmud babilónico

ZOROASTRISMO (alrededor del siglo XII a.C.)

La naturaleza humana sólo es buena cuando no le hace a otro lo que no es bueno en sí mismo.

El Dadistan-i-dinik

BUDISMO (alrededor del siglo VI a.C.)

No dañes a los demás de maneras que tú mismo considerarías dañinas.

El Dhammapada tibetano

CONFUCIANISMO (alrededor del siglo VI a.C.)

No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.

Confucio, Analectas

ISLAM (alrededor del siglo VII d.C.)

Ninguno de vosotros es un verdadero creyente hasta que desea para otro lo que desea para sí mismo.

La Sunna, del Hadit

BAHAI (alrededor del siglo XIX d.C.)

No adscribas a alma alguna lo que no quisieras que adscribieran a la tuya, ni le digas a nadie lo que no quieres que te digan. Fasta es la orden que yo te doy y que quiero que cumplas.

Bahá'u'lláh, Las palabras ocultas

SOPRANOÍSMO (siglo XX d.C.)

Casca a todo hijo de vecino con el mismo respeto con que te gustaría que te cascaran a ti, ¿estamos?

Tony Soprano, episodio XII

VOLUNTAD DE PODER

El filósofo alemán del siglo XIX Friedrich Nietzsche proclamó audazmente que iba a darle la vuelta a la ética cristiana tradicional como si fuera un calcetín. De entrada, y como para abrir boca, anunció la muerte de Dios. Dios replicó con el anuncio —en las paredes de los lavabos de chicos de los colegios universitarios— de la muerte de Nietzsche. Cuando declaró que Dios había muerto, Nietzsche se refería a que la cultura occidental ha superado las explicaciones metafísicas sobre el mundo así como la ética cristiana en las que se apoyan. Llamó «moral del rebaño» al cristianismo, porque su doctrina constituye una «ética no natural» pues dicta que ser el macho alfa que domina la manada es malo. En sustitución de la ética cristiana, reivindicó una ética vitalista de los fuertes, a la que llamó voluntad de poder. El individuo excepcional, el Übermensch o superhombre, está por encima de la moralidad del rebaño y merece expresar su fuerza natural y su superioridad sobre el resto de miembros del rebaño con toda libertad. Es evidente que, en lo relativo a la regla de oro, Friedrich era un miembro de la escuela de Tony Soprano. Por eso se le ha considerado culpable de todo lo ocurrido por aquellos pagos, desde el militarismo germánico hasta la Sauerkraut:

El problema de la comida alemana es que, por más que comas, al cabo de una hora tienes ansia de poder.

EMOTIVISMO

A mediados del siglo XX, la mayor parte de la filosofía ética era metaética. En lugar de preguntarse «¿Qué acciones son buenas?», los filósofos se preguntaban «¿Qué quiere decir que una acción sea buena?». ¿«X es buena» significa únicamente «Yo apruebo X»? Asimismo, ¿«X es buena» expresa la emoción que siento cuando observo a X o pienso en X?». La última hipótesis, conocida como emotivismo, queda muy bien expresada en la siguiente historia:

Un hombre escribió una carta a la Agencia Tributaria en la que decía: «No he podido dormir pensando que he defraudado a Hacienda en mi declaración fiscal. No hice constar en ella todos mis ingresos y sólo adjunté un cheque de 150 dólares. Si sigo sin poder dormir, mandaré el resto».

ÉTICA APLICADA

Justo cuando la especulación metaética sobre el sentido de la palabra «bueno» se estaba quedando sin fuelle, dedicarse a la ética se puso de moda otra vez, y los filósofos empezaron a escribir una vez más sobre cuáles son las buenas acciones particulares. La bioética, la ética feminista y la ética sobre la forma correcta de tratar a los animales se convirtieron en asuntos de rigeur.

Una de las formas de la ética aplicada que apareció durante el siglo XX fue la ética profesional, los códigos que regulan las relaciones entre los profesionales o sus clientes o pacientes.

Tras asistir a una conferencia sobre ética profesional, cuatro psiquiatras salen juntos del recinto.

—¿Sabéis una cosa? —dijo uno—. La gente acude siempre a nosotros para contarnos sus miedos y su sentido de culpa, pero nosotros no tenemos a quién acudir. ¿Por qué no dedicarnos algo de tiempo ahora y nos escuchamos los unos a los otros?

Los otros tres aceptan la propuesta.

—Siento un deseo casi irrefrenable de matar a mis pacientes —confesó el primero.

—He hallado la manera de estafarles dinero a mis pacientes a la menor ocasión —dijo el segundo.

—Estoy implicado en una red de venta ilegal de pastillas y, a menudo, hago que mis pacientes las vendan por mí —continuó el tercero.

—Pues yo, por más que lo intento —confiesa el cuarto psiquiatra—. No logro guardar un secreto.

Cada especialidad médica desarrolló sus propios principios éticos.

Cuatro médicos salen juntos a la caza del pato: un médico de familia, un ginecólogo, un cirujano y un forense. Cuando les sobrevuela un pájaro, el médico de familia apunta pero no se decide a disparar porque no está completamente seguro de que sea un pato. El ginecólogo también apunta, pero baja el arma cuando se da cuenta de que no sabe si es un pato o una pata. El cirujano, mientras tanto, dispara, se carga al pájaro, y se vuelve hacia el forense y le dice: «Vete a ver si es un pato».

Los abogados también tienen ética profesional. Si un cliente da 400 dólares por equivocación —al pagar una factura de 300—, la cuestión ética que se plantea es si el abogado tiene que decírselo a su socio del bufete.

No debe sorprender a nadie que la clerecía también tenga ética profesional, y que ésta incluya sanciones divinas.

Un joven rabino era un entusiasta jugador de golf. Incluso durante el Yom Kippur, el día más sagrado del año, se escabulló un rato para irse a probar suerte con un campo de nueve hoyos.

En el último hoyo, no colocó bien la pelota antes de lanzar y una ráfaga de viento la arrastró hasta el hoyo y consiguió un hoyo en uno.

Un ángel que estaba contemplando el milagro se lamentó ante Dios.

—El tío está jugando al golf en Yom Kippur y tú le regalas un hoyo en uno. ¿Eso es un castigo?

—Desde luego que lo es —dijo el Señor, sonriendo—. ¿No ves que no se lo puede contar a nadie?

EL IMPACTO DEL PSICOANÁLISIS EN LA ÉTICA FILOSÓFICA

La obra de Sigmund Freud, a pesar de que no era un filósofo, ejerció una gran influencia en la filosofía ética con su afirmación de que, en realidad, lo que determina la conducta humana son una serie de condicionantes biológicos inconscientes, no las distinciones corteses y racionales de la filosofía. Por más que intentemos controlar racionalmente nuestras vidas, como nos aconsejarían los filósofos morales, nuestro inconsciente siempre acaba aflorando. El «acto fallido» freudiano, por ejemplo, ocurre cuando nos «equivocamos» al decir algo que expresa nuestros deseos inconscientes, como cuando el concejal de la ciudad presenta a su espléndida y flamante presidenta como a una «política con una gran vocación de servicio púbico».

Un terapeuta le pregunta a su paciente qué tal le fue durante la comida que tuvo con su madre. El paciente contesta:

—Bastante mal, la verdad. Tuve uno de esos actos fallidos.

—¿Ah, sí? —le pregunta el terapeuta—. ¿Qué dijo usted?

—Yo sólo quería decirle: «¿Me pasas la sal, por favor?», pero me salió: «¡Zorra! ¡Me haces la vida imposible!».

Para Freud, toda la filosofía ética del mundo es menos relevante acerca de verdaderos resortes inconscientes de nuestra conducta que un buen sueño.

Un hombre llega a la consulta del psiquiatra y se disculpa por el retraso aduciendo que se ha quedado dormido.

—Pero he tenido una revelación increíble en ese sueño —dice el hombre, sin resuello—. Estaba hablando con mi madre y de pronto, ¡ella se convirtió en usted! Entonces me desperté, me vestí, cogí una Coca-Cola y un Donuts, y vine corriendo a la consulta.

Y dice el psiquiatra:

—¿Una Coca-Cola y un Donuts? ¿Eso es lo que desayuna usted?

Por otra parte, el propio Freud hubiera admitido que reducir la conducta humana a los impulsos inconscientes a veces va en detrimento de una verdad obvia. Lo resumió en una frase que se ha hecho famosa: «A veces, un cigarro no es más que un cigarro».

Un hombre se está afeitando con una navaja muy afilada que, de pronto, se le escurre de las manos y, al caer, le rebana el pene. Se agacha a recogerlo, se lo mete en el bolsillo, sale corriendo de su casa, toma un taxi, y le dice al conductor que vaya a toda prisa al ambulatorio más cercano.

Al llegar, le cuenta lo ocurrido al cirujano y éste responde:

—Tenemos que intervenir cuanto antes. Démelo.

El hombre hurga en el bolsillo y le da el contenido al cirujano.

—Pero si esto no es un pene —dice el cirujano asombrado—. ¡Es un puro!

—¡Ay, Dios mío! —exclama el hombre—. ¡Entonces es que me he fumado el pene en el taxi!

ÉTICA SITUACIONISTA

La «ética situacionista» vivió su máximo apogeo en la década de 196o. Sus defensores afirmaban que lo éticamente correcto que hay que hacer en cada situación depende de la peculiar combinación de los factores de esa situación concreta. ¿Qué personas se ven afectadas? ¿Cuál es su interés legítimo en el resultado de esa situación? ¿Cómo influirán las consecuencias en otras situaciones futuras? Además, ¿a quién le importa? En caso de infidelidad, por ejemplo, los situacionistas éticos querrían saber, entre otras cosas, cuál es la situación del matrimonio. Tal vez se inclinarían por una u otra parte según la efectividad del matrimonio en cada uno de los casos. Para los opositores al situacionismo se trataba de un ultraje pues, en su opinión, este razonamiento se puede utilizar para justificar todo lo que una persona quiera. Algunos opositores adoptaron una posición absolutista: la infidelidad está siempre mal, independientemente de las circunstancias.

Paradójicamente, sin embargo, en ocasiones damos lugar a acciones egoístas cuando ignoramos las especificidades de la situación.

Unos atracadores armados entran en un banco, ponen a los clientes y al personal contra la pared y empiezan a quitarles las carteras, los relojes y las joyas que llevan encima. Hay dos contables del banco entre los que esperan para que les quiten sus posesiones. De pronto, el primero de ellos le pasa algo a hurtadillas al segundo. Éste susurra:

—¿Qué es esto?

El primero responde, también en un susurro:

—Los cincuenta pavos que te debía.

TASSO: ¿Te refieres a Zeus y a Apolo?

DIMITRI: Claro. O a mi diosa favorita, Afrodita.

TASSO: Sí, también es una de mis favoritas… si existe.

DIMITRI: ¿Si existe? Cuidado con lo que dices, he visto a hombres hechos y derechos fulminados por un rayo por decir cosas como ésas.